86 HORAS, 11 MINUTOS
—¿DÓNDE ESTAMOS?
Sam se despertó de repente y se avergonzó al darse cuenta de que Edilio y otro chico al que no conocía lo llevaban medio a rastras por la carretera.
Entonces Edilio se detuvo.
—¿Puedes ponerte en pie?
Sam puso a prueba las piernas. La curación de Lana había acabado.
—Sí, estoy bien. De hecho me encuentro bien.
Volvió la vista y se dio cuenta de que iban a la cabeza de una especie de desfile variopinto. Astrid y Pete, Lana que llevaba a un chico de la mano mientras su perro saltaba por los bosques persiguiendo a una ardilla, Quinn que caminaba solo por el arcén de la carretera, rechazado y avergonzado. Y había casi dos docenas de chicos, los raros que habían liberado de Coates.
Edilio vio la expresión de su cara.
—Has conseguido una multitud de seguidores, Sam.
—¿Caine no nos persigue?
—Todavía no.
El grupo que formaban avanzaba desordenadamente carretera abajo, se amontonaba aquí y allá, se repartía por otros lugares, deambulando, indisciplinado.
Sam se estremeció cuando vio las manos de los chicos de Coates. El cemento había absorbido toda la humedad de su piel, que estaba blancuzca y suelta, y a algunos les colgaba como los vendajes harapientos de la momia de una película de terror. Sus muñecas mostraban círculos rojos donde el cemento había rozado con la carne, haciéndola sangrar. Y estaban muy sucios.
—Sí —afirmó Edilio, sabiendo en qué se fijaba—. Lana va uno por uno. Los cura. Es increíble.
A Sam le pareció notar algo más en la voz de Edilio.
—Y también es guapa, ¿eh, Edilio?
Edilio abrió mucho los ojos y empezó a sonrojarse.
—Es… bueno… ya sabes…
Sam le dio una palmadita en el hombro.
—Que tengas suerte.
—Crees que ella… quiero decir, ya me conoces, yo solo…
Edilio tartamudeó hasta callarse.
—Tío, primero veamos si podemos seguir vivos. Luego puedes pedirle para salir o lo que sea.
Sam inspeccionó el lugar donde se encontraban. Estaban en la carretera de Coates, pasada la puerta de hierro, aún a muchos kilómetros de Perdido Beach.
Astrid se percató de que se había despertado y se apresuró a seguir su paso.
—Ya era hora de que despertaras… —comentó.
—Bueno —Sam decidió seguirle el tono de broma—, normalmente, después de que me disparen y lanzar láseres con las manos, me gusta disfrutar de una siestecita.
Vio que Lana lo miraba y articuló la palabra «gracias».
Lana se encogió de hombros como diciendo «no ha sido nada».
—Caine no te dejará pasar esta —añadió Astrid, poniéndose seria.
—No, nos perseguirá —señaló Sam—. Pero aún no. No hasta que se le ocurra un plan. Ha perdido a Drake. Y tiene que estar preocupado por todos estos chicos con poderes que lo odian a muerte.
—¿Qué te hace pensar que no nos perseguirá sin más?
—Piensa en cuando bajó por primera vez a Perdido Beach —señaló Sam—. Tenía un plan. Entrenó a su gente, y ensayó.
—¿Así qué, volvemos a Perdido Beach? —preguntó Astrid.
—Orc sigue allí, y algunos más. Puede haber problemas con ellos.
—Tenemos que conseguirles comida —intervino Edilio.
—Quedan cinco o seis kilómetros hasta Ralph’s —reflexionó Sam—. ¿Crees que lo conseguirán?
—Supongo que tendrán que hacerlo. Pero también tienen miedo. Quiero decir, que están muy tocados. ¿Con todo lo que han sufrido…?
—Todos tenemos miedo, no se puede hacer gran cosa al respecto —le recordó Sam.
Pero no le gustó lo que dijo. Era palabrería sin sentido: claro que todos tenían miedo, pero sí que podían hacer algo al respecto.
De hecho, tenían que hacer algo al respecto.
Sam se detuvo en mitad de la carretera y esperó a que los demás lo alcanzaran.
—Escuchad —empezó a decir. Alzó las manos para captar su atención, para tranquilizarlos, pero habían visto lo que sucedía cuando Sam alzaba las manos. Se estremecieron y parecían dispuestos a salir disparados hacia los bosques, así que Sam las bajó rápidamente—. Perdón. Dejadme empezar otra vez: ¿podríais escucharme todos? —empleó un tono de voz más dulce y mantuvo las manos a los lados.
Esperó pacientemente hasta asegurarse de que todos le escuchaban. Quinn seguía retraído.
—A todos nos han pasado cosas malas —prosiguió—. Algunas muy malas. Estamos exhaustos, agotados. No sabemos lo que está pasando. El mundo entero se ha vuelto raro. Nuestros propios cuerpos y mentes han cambiado de manera aún más rara que la de la pubertad.
Así se ganó unas cuantas sonrisas y una risa avara.
—Sí. Sé que todos estamos tocados. Todos tenemos miedo. Yo, al menos, sí —admitió, sonriendo compungido—. Así que no vamos a fingir que no nos da miedo. Sí que nos da. Pero, a veces, el miedo es lo peor, ¿sabéis? —Su mirada recorrió los diversos rostros y se percató de una preocupación aún mayor—. Aunque el hambre tampoco tiene ninguna gracia. Estamos a kilómetros de una tienda. Allí os daremos de comer a todos. Sé que algunos de vosotros habéis vivido un infierno desde que esto sucedió. Me gustaría deciros que ha terminado, pero no es así.
Todos lo miraron preocupados.
Sam había dicho todo lo que tenía previsto decir, pero aún necesitaban algo más. Miró a Astrid, tan seria como todos los demás, pero ella asintió con la cabeza, animándole a añadir algo.
—De acuerdo, de acuerdo… —dijo en voz tan baja que algunos tuvieron que acercarse a él—. Esto es lo que haremos: no nos vamos a rendir. Vamos a luchar.
—¡Oído! —gritó una voz.
—Lo primero que hemos de tener claro: no hay diferencia entre raros y normales. Si tienes poderes, te necesitaremos. Si no los tienes, también.
Las cabezas asentían. Los chicos se miraban.
—Los chicos de Coates. Los de Perdido Beach. Ahora estamos juntos. Estamos juntos. Puede que hayáis hecho cosas para sobrevivir. Puede que no siempre hayáis sido valientes. Puede que hayáis perdido las esperanzas.
Una chica estalló en sollozos de repente.
—Bueno, pues todo eso ha terminado ahora —dijo Sam con delicadeza—. Empezamos de cero. Aquí y ahora. Ahora somos hermanos. No importa que no nos sepamos los nombres, somos hermanos y vamos a sobrevivir, y ganaremos, y hallaremos el camino para recuperar algún tipo de felicidad.
Se produjo un largo y profundo silencio.
—Así que yo me llamo Sam. Estoy en esto con vosotros. Hasta el final —se volvió hacia Astrid.
—Yo soy Astrid, y estoy en esto con vosotros.
—Me llamo Edilio. Lo que han dicho. Hermanos.
—Thuan Vong —dijo un chico flaco con las manos aún sin curar, como peces muertos—. Yo también.
—Dekka —intervino una chica fuerte y robusta con trencitas cosidas y un aro en la nariz—. Yo también. Me apunto.
—Yo también —dijo una chica flaca con coletas cobrizas—. Me llamo Brianna y…, bueno, puedo ir muy rápido.
Uno a uno, todos declararon su determinación. Empezaban susurrando y luego sus voces cobraban fuerza. Cada voz más fuerte que la anterior, más firme, más decidida.
Solo Quinn permanecía callado. Tenía la cabeza inclinada, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Quinn… —lo llamó Sam.
Quinn no respondía, solo miraba al suelo.
—Quinn… —insistió Sam—. Empezamos de cero. El pasado no cuenta. ¿Hermanos, colega?
Quinn luchó contra el nudo que tenía en la garganta, hasta que respondió en voz baja:
—Sí. Hermanos.
—De acuerdo. Ahora vamos a conseguir comida para todos —propuso Sam.
Cuando se pusieron en marcha otra vez, ya no iban repartidos en todas direcciones. No iban como un ejército, pero sí todo lo cerca que puede ir un grupo de niños traumatizados. Con las cabezas un poco más erguidas. Incluso alguien se rio. Era un sonido agradable.
—Nada que temer excepto al miedo en sí —recordó Astrid en voz baja.
—No creo haberme expresado con claridad.
Edilio le dio una palmadita en la espalda.
—Lo has hecho bastante bien, colega.
—Sam ha vuelto.
—¿Qué?
—Sam. Ha vuelto. Está bajando por la carretera.
Howard tensó el pecho. Bajaba los escalones del ayuntamiento, de camino al McDonald’s, para tomarse una de las gofreburguesas de Albert.
Era Elwood, el novio de Dahra Baidoo, quien se lo estaba contando.
No se podía negar que parecía aliviado. Parecía contento. Howard tomó nota mental de que Elwood era desleal, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que podía encontrarse con problemas más graves de los que preocuparse que la lealtad de Elwood.
—Si Sam vuelve, será al final de una correa sujeta por Drake Merwin —comentó Howard, desafiante.
Pero Elwood se había ido a contárselo a Dahra y ya no le escuchaba.
Howard miró a su alrededor, sintiéndose un poco solo, sin saber qué hacer. Vio a Mary Terrafino empujando un carrito de la compra cargado de zumos, pomada para bebés y algunas manzanas en dirección a la guardería. Howard bajó las escaleras y la interceptó.
—¿Cómo va eso, Mary? —preguntó.
—Te la van a dar con queso… —replicó Mary, riéndose de su propia gracia.
—¿Sí, eso crees? ¿Qué me van a dar?
—Sam está de camino.
—¿Lo has visto?
—Tres personas distintas me han dicho que viene por la carretera. Más vale que corras a detenerlo, Howard —se burló Mary.
—Solo es uno, le patearemos el culo.
—Que tengas suerte…
Howard deseaba que Orc estuviera allí. Con Orc a su lado, no tenía que aguantar ninguna de las insolencias de Mary. Pero a solas la cosa cambiaba.
—¿Quieres que le diga a Caine que estás de parte de Sam? —le retó Howard.
—No he dicho que estuviera de parte de nadie. Estoy de parte de los peques a los que cuido. Pero me he fijado en esto, Howard: que en cuanto oyes el nombre de Sam, de repente, estás a punto de mearte encima. Así que, ¿quién sabe? Igual eres tú el desleal. A fin de cuentas, si Caine es tan estupendo, ¿por qué tendrías que tener miedo a Sam?
Mary se apoyó contra la cesta del carro y volvió a empujarlo.
Howard tragó saliva y se enfrentó a su propio miedo.
—No es para tanto —se dijo—. Tenemos a Caine y a Drake y a Orc. Vamos bien, vamos bien…
Se creyó lo que decía durante veinte segundos, hasta que echó a correr en busca de Orc. El chico estaba en la casa que había ocupado y compartía con Howard, al otro lado de la de Drake. Era una calle corta, el sitio más cerca del ayuntamiento donde se podía vivir. Los chicos lo llamaban El Rincón del Matón.
Orc se había dormido en el sofá viendo a todo volumen un DVD de kung-fu. Se había acostumbrado a permanecer despierto de noche y dormir de día.
En opinión de Howard era una casa horrible, muy mal decorada y que olía a ajo, pero a Orc no le importaba. Quería permanecer cerca de lo que ocurría en la ciudad. Y quería permanecer cerca para vigilar a Drake que estaba al otro lado de la calle.
Howard buscó el mando y apagó el televisor. Había latas de cerveza vacías sobre la mesita auxiliar de cristal y cigarrillos en un cenicero. Orc se bebía un par de cervezas al día.
Desde lo de Bette. A partir de entonces se había puesto a beber en serio. Howard estaba preocupado por Orc. No es que le gustara precisamente, pero sus destinos estaban ligados y no le hacía ninguna gracia cómo se imaginaba su mundo si Orc lo abandonaba.
—Orc, levanta tío. —No respondía—. Orc, levanta. Tenemos problemas.
Howard le dio unos golpecitos en el hombro.
Orc abrió un poco un ojo.
—¿Por qué me molestas?
—Sam Temple ha vuelto.
Orc tardó un poco en procesar esa información, hasta que se incorporó de repente y se agarró la frente.
—Ay, tío…, la cabeza.
—Se llama resaca —le espetó Howard. Entonces, cuando Orc le lanzó una mirada asesina, se ablandó y añadió—: Tengo Tylenol en la cocina.
Llenó un vaso de agua, vertió un par de pastillas en la palma de la mano y se lo dio todo a Orc.
—¿Y qué pasa? —preguntó Orc.
Nunca había sido precisamente rápido, pero su espesor actual molestaba realmente a Howard.
—¿Que qué pasa? Que Sam ha vuelto. Eso es lo que pasa.
—¿Y?
—Vamos, Orc. Piensa. ¿Cres que Sam viene a la ciudad sin tener un plan? Caine no está aquí, tío, está en la colina. Y Drake también. Lo que significa que tú y yo estamos al mando.
Orc extendió la mano para coger una lata de cerveza, la agitó y suspiró satisfecho al oír que aún había un poco de cerveza. Se bebió lo que quedaba.
—¿Así que tenemos que patearle el culo a Sam? —preguntó Orc.
Howard no había pensado tanto. Que Sam volviera no era buena señal. ¿Sam había vuelto y Caine no? Costaba entenderlo.
—Vamos a espiarlo, colega. Veremos en qué anda.
Orc entrecerró los ojos.
—Si lo veo, le patearé el culo.
—Al menos tenemos que averiguar qué busca —le advirtió Howard—. Tenemos que hablar con quien esté en el ayuntamiento. El chico del mazo, igual. Chaz. Con quien encontremos.
Orc se puso en pie, eructó y anunció:
—Tengo que mear. Luego cogeremos el Hummer. Iremos a patear algunos culos.
Howard meneó la cabeza.
—Orc. Escúchame. Sé que no quieres oír esto, pero apoyar a Caine puede que no nos convenga.
Orc lo miró con una expresión estúpida, de no comprender.
—Orc, colega, ¿y si gana Sam? Quiero decir, ¿y si Sam gana a Caine? ¿Qué pasará entonces?
Orc tardó tanto en contestar, que Howard no estaba seguro de que lo hubiera oído. Entonces Orc soltó un suspiro que casi parecía un sollozo. Agarró a Howard del brazo, que era algo que nunca hacía.
—Howard: yo maté a Bette.
—No querías hacerlo, Orc.
—Tú eres el listo —afirmó Orc poniéndose triste—. Pero a veces eres más tonto que yo, ¿lo sabías?
—De acuerdo…
—Maté a alguien que no me hizo ningún daño. Astrid no volverá a mirarme nunca más si no es porque me odia.
—No, no, no —trató de aplacarlo Howard—. Sam necesitará ayuda. Necesitará a alguien fuerte. Vamos a verle ahora y nos tragamos el orgullo, ¿sabes?, en plan: «Sí, tú eres nuestro hombre, Sammy».
—Si matas a alguien, ardes en el infierno —insistía Orc—. Me lo dijo mi madre. Una vez mi padre me estaba pegando, yo estaba en el garaje, y cogí un martillo. —Orc representó la escena de cómo lo cogía, lo miraba, lo levantaba, y luego lo dejaba caer—. Ella me dijo: «Si matas a tu padre, arderás en el infierno».
—¿Y luego qué paso?
Orc levantó la mano izquierda y la acercó a la cara de Howard. Había una cicatriz, una redonda casi perfecta, de poco más de seis centímetros de ancho.
—¿Eso qué es? —preguntó Howard.
—La taladradora. La broca de 3/16. —Orc se rio con sarcasmo—. Supongo que tengo suerte de que no fuera la de tres cuartos de pulgada, ¿no?
—Qué mal, tío —se lamentó Howard.
Sabía que Orc lo pasaba mal en su casa. Pero lo de la taladradora se salía de madre. Él venía de una familia bastante normal, ninguno de sus padres era borracho ni violento ni nada parecido. Howard hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir, porque era pequeño y débil y no era popular. Le gustaba estar al mando, que la gente le tuviera miedo, así que ser amigo de Orc le iba bien.
Pero Howard empezaba a comprender que, aunque Orc era idiota, no se equivocaba. Orc y Sam Bus Escolar, el gran héroe, nunca se llevarían bien.
Por lo que Howard estaba tan atrapado como Orc.
Atrapado.
—Pues vale —resumió Howard—. Vamos a ver a Caine.
Orc eructó estentóreamente.
—Caine está furioso con nosotros.
—Sí, pero aún nos necesita…