87 HORAS, 46 MINUTOS
HABÍAN PASADO A ser seis: Sam, Edilio, Quinn, Lana, Astrid y Pete. De momento habían abandonado todos los planes de seguir la barrera de la ERA para volver a casa. El fuego, que formaba una combinación de naranja y amarillo brillante, trepaba por las colinas hacia el norte, cortándoles el paso. Lo único que podían hacer era seguir desplazándose hacia el sur. Los pies les pesaban como si fueran de plomo por el agotamiento.
Pete se derrumbó en silencio y se quedó rezagado hasta que Astrid se dio cuenta. Entonces Edilio y Sam hicieron turnos para cargárselo a la espalda, con lo que aún avanzaban más despacio y les costaba más.
Pete se durmió así durante un rato, puede que dos horas, y entonces, cuando los chicos ya no podían dar otro paso, despertó y se puso a caminar por su cuenta, y todos se pusieron a seguirlo, demasiado cansados para discutir o tratar de reconducirlo, ya que en general iba en la dirección correcta.
—Tenemos que parar, colega —propuso Edilio—. Las chicas están cansadas.
—Estoy bien —dijo Lana—. He estado corriendo con los coyotes. Caminar con vosotros es como estar parado.
—Ya no puedo más.
Sam estaba de acuerdo y se detuvo ahí mismo, justo al lado de algo que era un arbusto muy grande o un árbol pequeño.
—¡Petey! —llamó Astrid—. Vuelve, vamos a parar.
Pete dejó de caminar, pero no volvía. Astrid se arrastró agotada hasta donde estaba: cada pisada le comunicaba el dolor que sentía.
—¡Sam! —gritó Astrid—. ¡Rápido!
Sam pensó que estaba demasiado lejos para responder, pero de algún modo consiguió mover los pies otra vez y se dirigió hasta donde estaban Pete de pie y Astrid arrodillada.
Una chica yacía en la tierra. Tenía la ropa arrugada y el pelo negro enmarañado. Era asiática, atractiva sin ser guapa, y poco más que un saco de huesos. Pero lo primero en que se fijaron fue que sus antebrazos terminaban en un bloque de cemento sólido.
Astrid se santiguó rápidamente y puso dos dedos sobre el cuello de la chica.
—¡Lana! —llamó Astrid.
Lana evaluó la situación rápidamente.
—No veo heridas. Creo que igual tiene mucha hambre o está enferma.
—¿Qué hace aquí fuera? —preguntó Edilio—. Ostras, colegas, ¿qué le han hecho en las manos?
—No puedo curar el hambre —comentó Lana—. Lo intenté conmigo misma cuando estaba con la manada. No funcionó.
Edilio desenroscó el tapón de su botella de agua, se arrodilló y vertió un poco con cuidado sobre la mejilla de la chica para que le cayeran unas gotas en la boca.
—Mira, se la bebe…
Edilio cogió un trocito de una barrita energética y la colocó delicadamente en la boca de la chica. Al cabo de un segundo la chica empezó a mover la boca, a masticar.
—Allí hay una carretera —señaló Sam—. O eso me parece. Una carretera de tierra, creo.
—Vinieron con el coche y la dejaron aquí —le confirmó Astrid.
Sam señaló la tierra.
—Ya ves cómo arrastró el bloque.
—Pasan cosas muy chungas… —murmuró Edilio enfadado—. ¿Quién haría algo así?
Astrid se dio cuenta de que Pete seguía mirando fijamente a la chica.
—No suele mirar a la gente de ese modo.
—Supongo que nunca había visto lo que pueden hacer algunos malvados —opinó Edilio.
—No… Petey no suele conectar con la gente. No son completamente reales para él. Una vez me corté con un cuchillo de cocina, me hice mucho daño, me salía sangre, y ni pestañeó. Y soy la persona más cercana a él en el mundo entero.
—Sam, puedes…, ya sabes, ¿quemar el bloque de cemento para que le salte de las manos? —preguntó Lana.
—No. No tengo tanta puntería.
—Ni siquiera sé qué se puede hacer —se lamentó Edilio mientras daba otro trocito de comida a la chica—. Si intentas romper la cosa esa con un mazo o algo así, o incluso con martillo y cincel, le hará mucho daño. Probablemente le partirá todos los huesos de las manos, colega.
—¿Quién debe de haberle hecho esto? —se preguntaba Lana.
—Ese uniforme es de la Academia Coates —respondió Astrid—. No debemos de estar muy lejos de allí.
—¡Sssh! ¡Oigo algo! —susurró Lana.
El instinto les hizo agacharse a todos. Se oía el motor de un coche conducido erráticamente, ya que aceleraba y al momento siguiente aminoraba.
—Vamos, averigüemos quién es —propuso Sam.
—¿Y cómo moveremos a esta chica? —preguntó Edilio—. Igual puedo cargarla a ella, pero a ella y el bloque no, colega.
—Tú coge a la chica y yo el bloque —sugirió Sam.
—Esta cosa pesa mucho —se quejó Edilio—. Más vale que no me tope con el pendejo que le ha hecho esto. ¿Hacerle esto a una persona? ¿Qué clase de animal hace algo así?
El coche resultó ser un monovolumen. Lo conducía, por lo que podía ver Sam, un chico solo.
—Lo conozco —intervino Astrid, y saludó. El monovolumen dio una serie de bandazos hasta detenerse. Astrid se apoyó contra la ventanilla abierta—. ¿Jack el del ordenador?
Sam había visto al mago de los ordenadores por la ciudad pero nunca había hablado realmente con él.
—¡Hola! —saludó el chico—. ¡Ay, Dios, habéis encontrado a Taylor! La estaba buscando.
—¿La estabas buscando?
—Sí. Está enferma. Del coco, ya sabes. Se fue de la escuela, así que la estaba buscando y…
En aquel preciso instante, un segundo demasiado tarde, Sam supo que era una trampa.
Drake salió de detrás de la tercera fila de asientos. Encañonaba a Astrid en la cabeza, pero miraba directamente a Sam.
—Ni se te ocurra. Por muy rápido que te creas que eres, lo único que tengo que hacer es apretar el gatillo.
—No voy a moverme —comentó Sam, y alzó las manos para indicar que se rendía.
—Sammy, lo sé todo sobre tu poder. Mantén las manos a los lados.
—Tengo que ayudar a llevar a esta chica —señaló Sam.
—Nadie se la llevará a ninguna parte. Está acabada.
—No vamos a abandonarla —protestó Astrid.
—El tipo que tiene la pistola toma las decisiones. —Drake sonrió—. Y si yo fuera tú, Astrid, no me presionaría. Caine quiere intentar cogeros a tu hermano pequeño y a ti con vida. Pero si intentáis desaparecer, dispararé a Sam.
—Eres un psicópata, Drake —le espetó Astrid.
—Vaya. Menuda palabra. Supongo que por eso eres Astrid la Genio, ¿eh? ¿Sabes otra palabra que mola? Retrasado.
Astrid se estremeció como si le hubiera pegado.
—Mi hermano es retrasado… —la imitó Drake—. Ojalá lo hubiera grabado. De acuerdo. Vamos a subirnos a esta furgoneta uno a uno. Despacito y con cuidado.
—Sin la chica, no —se plantó Sam.
—Eso es —lo apoyó Edilio.
Drake soltó un suspiro melodramático.
—Uuff… De acuerdo. Cogedla. Arrojadla en el asiento delantero junto a Jack.
Hacerlo les costó cierto esfuerzo. La chica estaba viva, pero no demasiado consciente y estaba demasiado débil para moverse.
Quinn estaba paralizado por el miedo y la indecisión. Sam veía el conflicto reflejado en su cara. ¿Debería defender a Sam o intentar congraciarse con Drake?
Sam se preguntaba qué decidiría. Por ahora, su amigo miraba con los ojos muy abiertos, perplejo. Le temblaba la boca y miraba en todas direcciones buscando una respuesta.
—Todo saldrá bien, Quinn —susurró Sam.
Quinn ni siquiera lo oyó.
Astrid se subió a la furgoneta y se sentó justo detrás de Jack.
—Realmente pensaba que habría esperanza para ti, Jack…
—No —intervino Drake—. Jack es como un destornillador o un par de alicates. Una herramienta. Hace lo que le decimos que haga.
Pete y Lana compartieron la segunda fila de asientos con Astrid. Edilio y Sam iban sentados detrás. Drake apretaba la pistola contra el cogote de Edilio.
—El problema lo tienes conmigo —le recordó Sam.
—Igual te arriesgas si es solo tu vida la que está en juego —repuso Drake—. Pero no te arriesgarás a que dispare a tu mascota mexicana, o a tu novia.
Iban a trompicones, y Jack se desviaba a menudo al arcén. Pero no se estrellaron, que era la única esperanza de Sam. Aparcaron a las puertas de la Academia Coates.
Sam solo había estado una vez antes, había ido para ver dónde trabajaba su madre. Parecía que hubieran bombardeado el edificio antiguo y sombrío. Una de las aulas del piso de arriba quedaba al descubierto. La puerta principal había explotado.
—Parece una zona de guerra —comentó Edilio.
—La ERA es una zona de guerra —añadió Drake en tono siniestro.
Al ver aquel sitio, Sam sintió que le volvían los recuerdos tristes. Su madre había hecho todos los esfuerzos posibles por describir su trabajo como algo que la entusiasmaba, y Coates como un lugar donde iba a disfrutar trabajando. Pero incluso entonces Sam sabía que trabajaba allí porque él había roto el matrimonio de su madre.
Sentía en su interior la rabia residual hacia su madre. Era infantil. Le avergonzaba. Le parecía equivocada. Y era un mal momento para pensar en todo aquello, ahora, donde se encontraba, con lo que estaba pasando, con lo que parecía que iba a pasar.
¿Cuál fue la expresión que propuso Edilio? ¿Cabeza de turco? Tenía que echarle la culpa a alguien, y la rabia hacia su madre había ido en aumento desde mucho antes de la ERA.
Pero Sam pensó que por furioso que estuviera debía de ser peor para Caine. Sam fue el hijo con el que se quedó. Caine fue el que entregó.
Cuando pararon, Panda y un par de chicos a los que Sam no conocía estaban esperando. Todos iban armados con bates de béisbol.
—Quiero ver a Caine —exigió Sam al bajar.
—Sin duda —dijo Drake—. Pero primero tenemos que encargarnos de algunas cosas. Poneos en fila. Dad la vuelta al edificio en una sola fila.
—Dile a Caine que su hermano está aquí —insistió Sam.
—Ahora no te enfrentas a Caine, Sammy, te enfrentas a mí —lo amenazó Drake—. Te dispararía ya mismo. Os dispararía a todos. Así que no me cabrees.
Hicieron como se les ordenó. Giraron la esquina hasta la zona comunitaria detrás del edificio principal. Había un escenario pequeño arreglado para parecer un cenador.
Más de dos docenas de chicos se alineaban en una barandilla baja en torno al cenador. Todos estaban atados con una correa que les dejaba muy poca libertad de movimientos. Tenían el cuello atado a la barandilla como caballos. Cada chico cargaba con un bloque de cemento que les cubría las manos. Tenían los ojos vacíos y las mejillas hundidas.
Astrid exclamó una palabra que Sam nunca pensó que saldría de su boca.
—Bonito lenguaje —señaló Drake—. Y encima delante del petardo.
Habían colocado una bandeja de la cafetería delante de cada uno de los prisioneros. Debían de haberlas traído hacía poco porque algunos aún lamían las bandejas, encorvados, con la cara hundida y la lengua fuera, lamían como perros.
—Es un círculo de monstruos —afirmó Drake orgulloso, agitando una mano como si dirigiera aquel espectáculo.
En una carretilla vieja y desvencijada a un lado, tres chicos usaban una pala con el mango corto para mezclar cemento. Hacía un ruido como de chapoteo fuerte. Arrojaron una palada de grava en la mezcla y la removieron como si fuera una salsa grumosa.
—¡Oh, no! —gritó Lana, apartándose, pero uno de los chicos de Coates la golpeó detrás de las rodillas con su bate de béisbol, y la chica se derrumbó.
—Hay que hacer algo con los raros que no quieren ayudar, no puedo teneros corriendo por ahí sueltos. —Drake debió de notar que Sam iba a hacer algo, porque clavó la pistola en la sien de Astrid—. Tú decides, Sam. Haz un solo gesto y veremos cómo es realmente el cerebro de un genio.
—Oye, yo no tengo poderes, tío —se quejó Quinn.
—Esto es de locos, Drake, tú estás loco —le espetó Astrid—. No puedo ni intentar razonar contigo porque estás demasiado mal, no hay nada que hacer contigo, estás fatal.
—Cállate —le chistó Drake—. De acuerdo, Sam. Tú primero. Es muy fácil. Mete las manos dentro, y voilà, adiós poderes.
—Sam es raro, yo no, tío —suplicó Quinn—. No tengo poderes. Soy una persona normal.
Sam se acercó temblando hasta la carretilla. Los chicos que mezclaban el cemento parecían muy infelices con lo que estaban haciendo, pero Sam no se hacía ilusiones: harían lo que les ordenaban.
Había un agujero excavado en la tierra de más de medio metro de largo, la mitad de ancho, y puede que unos veinte centímetros de profundidad.
Los que mezclaban cemento echaron una palada en el agujero, llenándolo un tercio.
—Mete las manos dentro, Sam —ordenó Drake—. Hazlo o la Genio hará pum.
Sam metió las manos en el cemento. El chico con la pala arrojó cemento húmedo y pesado en el agujero y utilizó una pala para aplastarlo. Luego añadió media palada más y utilizó la pala para alisarlo, retirar el cemento sobrante y volver a echarlo en la carretilla.
Sam estaba allí arrodillado con las manos recubiertas y el cerebro enloquecido pensando planes desesperados y haciendo cálculos imposibles. Si se movía, Astrid moriría. Si no hacía nada, se convertirían en esclavos.
—De acuerdo, Astrid, ahora te toca a ti —anunció Drake.
Otro agujero y el mismo proceso. Astrid lloraba mientras decía:
—Todo saldrá bien, Petey, todo saldrá bien.
Uno de los que mezclaban cemento se afanó en hacer un tercer agujero. Lo hacía con rapidez y se notaba la práctica al vaciar la tierra con la palita.
—Solo tarda unos diez minutos, Sam —comentó Drake—. Si vas a hacer algo valiente te quedan ocho minutos. Tictac.
—Así es como tienes que tratar a los raros —señaló Quinn—. No hay opción, Drake.
Sam notaba cómo se endurecía el cemento. Al intentar mover los dedos, los notó aprisionados. Astrid estaba más disgustada de lo que Sam la había visto nunca. Lloraba abiertamente. El miedo de Astrid alimentaba el de Sam. No podía soportarlo. Ya era lo bastante malo para él, pero además verla así…
Pero Astrid no lo miraba, estaba totalmente concentrada en Pete. Casi como si llorara por él, comunicándole su terror.
Claro que sí… Pero no funcionaba. Pete seguía con su juego, en otro mundo.
—Creo que ya estás, Sam —se rio Drake—. Intenta sacar las manos. No puedes, ¿verdad?
Drake se acercó a Sam por detrás y le dio un manotazo en la nuca.
—Vamos, Sam. Hasta Caine te tiene miedo, así que debes de ser duro. Vamos, enséñame lo que tienes…
Volvió a golpear a Sam, esta vez con el cañón de la pistola. El chico cayó boca abajo en la tierra.
Sam se levantó. Tiraba tan fuerte como podía, pero tenía las manos aprisionadas. Le escocía la piel. Se esforzaba por no dejarse llevar por el pánico. Quería gritar y maldecir, pero eso solo serviría para entretener a Drake.
—Eso es, compórtate como un hombre —cacareó Drake—. A fin de cuentas, tienes catorce años, ¿no? ¿Así que cuánto te falta para pirarte? Esto de la ERA es solo una fase pasajera, ¿no?
Los mezcladores sacaron el bloque de cemento de la tierra y, al intentar incorporarse, Sam notó el peso terrible de aquella cosa. Podía mantenerse en pie, pero no sin esfuerzo.
Drake se acercó a él.
—¿Así que quién es el hombre aquí? ¿Quién te ha hecho caer a ti y al resto de estos raros? Yo. Yo que no tengo ningún poder.
Sam oyó que se cerraba la puerta de un coche. Estiró la cabeza y vio a Caine y Diana acercándose a través del césped.
Caine caminaba lánguidamente, sonriendo cada vez más a medida que se acercaba.
—Vaya, si es el rebelde Sam Temple. Déjame darte la mano. Oh, vaya, lo siento —se rio, aunque parecía que lo hacía más como distensión que por otro motivo.
—Lo tengo —anunció Drake—. Los tengo a todos.
—Así es. Buen trabajo, Drake. Muy buen trabajo. Y veo que también tienes a los amiguitos de Sam.
—¿Por qué no rascas a Drake detrás de las orejas, Caine, ya que ha sido tan buen perro? —propuso Diana.
Los mezcladores sacaron las manos de Astrid del cemento. La chica lloraba histéricamente, incapaz de mantenerse en pie. Pete se acercó hasta ella, caminando como si fuera sonámbulo, enfrascado en su Game Boy.
Astrid extendió el bloque de cemento hacia Pete.
De repente, Sam se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía que distraerlos. Mantener la atención apartada de Astrid y Pete.
—¡No querrás enfrentarte a esta chica, se llama Lana! —exclamó Sam, inclinando la barbilla hacia ella—. Es una curandera.
Caine alzó las cejas.
—¿Una qué? ¿Una curandera?
—Puede curar cualquier cosa, cualquier clase de herida —continuó Sam.
Astrid, que apenas podía moverse, balanceaba el bloque lenta y rítmicamente, adelante y atrás, describiendo un arco estrecho, haciéndolo chocar contra la Game Boy de Pete.
—A mí me curó —prosiguió Sam—. Me mordió un coyote. ¿Queréis verlo?
—Tengo una idea mejor —intervino Caine—. Drake: dale a la chica algo para curar.
Drake se rio estentóreamente, entusiasmado, y apretó la boca de su pistola contra la rodilla de Sam.
—¡No! —gritó Diana.
Fue una explosión ensordecedora. Al principio no percibió el dolor, pero Sam se derrumbó. Cayó de lado como un árbol caído. Vio cómo se le doblaba la pierna, con un agujero en la mitad.
Y entonces sintió el dolor.
Drake sonrió de oreja a oreja y exclamó un exultante:
—¡Bieeen!
Sorprendida, Astrid golpeó el bloque de cemento contra Pete con tanta fuerza que la Game Boy le saltó de las manos y lo hizo retroceder un paso.
Diana frunció el ceño, alarmada. Por primera vez captó la presencia de Pete.
A través de una neblina roja de dolor, Sam vio cómo Diana abría mucho los ojos y su dedo apuntaba hacia Pete.
—¡Drake, idiota! ¡El niño, el niño!
Astrid cayó de rodillas y estampó el bloque de cemento contra la Game Boy.
No hubo ningún destello. No se oyó nada.
Pero de repente el bloque de cemento desapareció de las manos de Astrid. Desapareció sin más.
Igual que el de las manos de Sam.
Y el de todos los otros niños.
Astrid estaba a gatas, con los nudillos hundidos en la tierra blanda.
Los bloques de cemento desaparecieron como si nunca hubieran existido, aunque las manos de aquellos que habían pasado más tiempo atrapados formaban masas de piel pálida, muerta, mudada.
Caine reaccionó con rapidez. Se apartó, se volvió y corrió hacia el edificio. Diana parecía dividida, indecisa, hasta que salió disparada tras Caine.
Pete recogió su juego. El bloque había desaparecido un segundo antes de destrozarlo. La consola estaba sucia y ahora le salía una brizna de hierba, pero aún funcionaba.
Drake se mantuvo inmóvil. Aún llevaba la pistola en la mano, humeante por la bala que había disparado a la rodilla de Sam.
Parpadeó.
Alzó la pistola y disparó a Pete. Pero no apuntó bien. Erró el tiro debido a un relámpago de luz verde y blanca cegadora.
El brazo de Drake, el brazo entero de Drake que sostenía el arma, empezó a arder.
Drake gritó y el arma cayó de sus dedos que se derretían.
La carne se le había vuelto negra. Y el humo era marrón.
Drake gritaba y miraba horrorizado cómo el fuego le devoraba el brazo. Echó a correr, con el viento avivándole las llamas.
—Buen disparo, Sam —señaló Edilio.
—Le apuntaba a la cabeza —comentó Sam, apretando los dientes debido al dolor.
Lana se arrodilló junto a Sam y puso las manos sobre el amasijo sangriento que se había formado en su rodilla.
—Tenemos que irnos de aquí —consiguió decir Sam—. Olvidaos de mí, tenemos que correr. Volvamos a… Caine…
Pero eso fue lo último que consiguió decir. Notó como si un agujero negro se lo tragara. Y se sumergió más y más en la inconsciencia.