97 HORAS, 43 MINUTOS
LANA ENCENDIÓ UNA de las linternas de Jim el Ermitaño y examinó la escena. La cabaña estaba tal y como la había dejado. Solo que ahora había dos coyotes muertos, tres chicos asustados, un niño raro de cuatro años que la miraba fijamente y un chico casi muerto en el suelo.
Dio un puntapié a Nip, que no reaccionó. Estaba muerto, le había aplastado el cráneo con un lingote de oro macizo. Lo había golpeado una y otra vez hasta que se le cansaron los brazos.
Al otro coyote no lo conocía lo bastante bien como para llamarlo por el nombre. Pero había muerto del mismo modo, estaba demasiado concentrado en su presa para percatarse del peligro que corría.
Patrick yacía en un rincón, avergonzado, confuso, sin saber cómo comportarse. Uno de los chicos, un tipo con pinta de surfero, parecía reflejar idéntica confusión.
—Buen chico —comentó Lana, y Patrick meneó la cola débilmente en el suelo. Entonces preguntó al surfero—: ¿Y tú quién eres?
—Quinn. Me llamo Quinn.
—¿Y tú? —preguntó la rubia guapa.
Lana se sentía inclinada a que le disgustara de inmediato: parecía el tipo de chica demasiado perfecta que se metería con alguien como Lana. Pero por otra parte protegía al niño raro, meciéndolo entre sus brazos, por lo que igual no era tan mala.
Un chico de carita redonda y pelo oscuro cortado al rape se arrodilló junto al chico herido:
—Chicos, se ha hecho mucho daño.
La rubia se agachó rápidamente hacia él. Le abrió la camisa y un torrente de sangre brotó de su pecho.
—¡Ay, Dios mío, no! —gritó la rubia.
Lana la apartó y apoyó una mano contra la herida rebosante.
—Vivirá —comentó—. Yo lo arreglaré.
—¿Qué quieres decir con que lo arreglarás? —exigió la rubia—. Tienen que coserle, un médico. Mira cómo sangra…
—¿Cómo te llamas? —preguntó Lana.
—Astrid, ¿y qué importa? —Entonces dejó de hablar y se inclinó más para ver—. La hemorragia se está deteniendo.
—Sí… yo también me he fijado —dijo Lana con brusquedad—. Tranquila. Se pondrá bien. De hecho… —Inclinó la cabeza para verlo mejor—. De hecho, apuesto a que cuando no está cubierto de sangre es guapo. ¿Es tu novio?
—No se trata de eso —replicó Astrid, aunque luego añadió en voz baja, como si no quisiera que los otros lo oyeran—: Más o menos.
—Bueno, sé que te parecerá una locura, pero se pondrá bien en pocos minutos. —Lana apartó la mano para mostrar que la herida irregular ya se estaba cerrando, y volvió a cubrirla—. No me preguntes cómo.
—No puede ser… —dijo el chico del pelo cortado al rape.
Fuera, la manada de coyotes aullaba como loca y golpeaba la puerta. Pero el pestillo aguantaba. Lana metió una silla de espaldas bajo el picaporte y calculó su siguiente paso.
La puerta no aguantaría eternamente. Pero la manada estaría desorientada, no sabría qué hacer hasta que el líder volviera de su cacería privada.
—Se llama Sam —comentó Astrid—. Ese es Edilio, y este es mi hermano, Pete, y yo soy Astrid. Y creo que nos acabas de salvar la vida.
Lana asintió. Mejor. La chica le tenía respeto.
—Yo me llamo Lana. Y oíd, los coyotes no han terminado con nosotros. Tenemos que asegurarnos de que la puerta resistirá.
—Me pongo con ello —se ofreció Edilio.
El chico herido se despertó de golpe. Miró fijamente a los coyotes muertos. Se tocó el cuello. Miró la sangre que tenía en la mano.
—Vivirás —le informó Lana—. Y arreglaré el resto. Déjame mantener la mano encima.
No sabía si fiarse, y miró a Astrid.
—Nos ha salvado la vida —le explicó la chica—. Y acaba de cerrar una herida que sangraba hace un minuto.
Sam dejó que volviera a ponerle la mano en el cuello.
—¿Quién eres? —le preguntó con voz ronca.
—Lana. Lana Arwen Lazar —respondió.
—Gracias.
—No hay problema. Pero cuidado: puede que no sigas a salvo.
Él asintió. Oía el frenesí de fuera, y se estremeció cuando uno de los coyotes embistió contra la puerta.
—¿Eso que usa Edilio de martillo es un lingote de oro?
El chico había roto la cama y estaba clavando uno de los barrotes sobre la puerta.
Lana soltó una risa burlona.
—Sí. Tenemos un montón de oro. Patrick y yo somos ricos.
Desplazó la mano del cuello al hombro.
—Funciona mejor si te quitas la camisa.
—No creo que pueda.
Sam se estremeció de dolor.
Lana deslizó la mano bajo la camisa, y palpó el caos horripilante de heridas secundarias.
—En pocos minutos te encontrarás mejor.
—¿Cómo haces eso? —le preguntó Sam.
—Están pasando muchas cosas raras.
Sam asintió.
—Sí. Lo hemos notado. Gracias por salvarme la vida.
—De nada, pero piensa que todavía no han intentado entrar de veras. Cuando el líder de la manada venga, puede que eso cambie. Son fuertes y listos.
—Tú también estás sangrando —señaló el chico.
—Ya lo arreglaré —comentó Lana, casi indiferente—. Me he acostumbrado a los cortes.
Y apretó la mano cubierta de sangre contra su pierna.
—¿Quién es el líder de la manada? —preguntó Sam.
—Es el coyote principal. Le he engañado para que me deje venir aquí. Esperaba poder escapar. O al menos tener algo para comer además de animales atropellados. Los coyotes son listos, pero básicamente siguen siendo perros listos. ¿Tenéis hambre chicos? Yo sí.
Sam asintió. Entonces se enderezó con muchas dificultades, moviéndose como un viejo.
—En cuanto termine con mi pierna, te sanaré la tuya —le comentó Lana—. Contamos con un buen suministro de comida y mucha agua, al menos durante un tiempo. La pregunta es si el líder de la manada encontrará un modo de entrar.
—Hablas de este coyote como si fuera una persona —señaló Astrid.
Lana se rio.
—No es una persona con la que te gustaría pasar el rato.
—¿Es… es un coyote sin más? —preguntó Astrid.
Lana se la quedó mirando. Ahora veía la inteligencia tras su imagen de niña mona.
—¿Qué sabes acerca de eso? —preguntó Lana con cautela.
—Sé que algunos animales están cambiando. Hemos visto una gaviota con garras. Y vimos, bueno, una serpiente con lo que parecían unas alas.
Lana asintió.
—Sí, he visto alguna de esas. De cerca. Asustan de muerte a los coyotes, la verdad. No pueden volar, pero las de cascabel usan las alas para tener un poco más de espacio que antes. De hecho una vez me salvaron el pellejo. Y hace unas horas las he visto matar a un coyote. El líder de la manada ha dicho…
—¿Ha dicho…? —repitió Edilio.
—Os lo contaré todo, pero comamos primero. No he comido nada. Aunque me ofrecieron un poco de ardilla cruda. Pudin enlatado, eso es lo que quiero. He estado soñando con él.
Sacó una lata y la abrió precipitadamente. No esperó a buscar un plato o una cuchara, sino que metió la mano y se lo metió en la boca. Entonces se quedó paralizada, abrumada por la dulzura maravillosa del pudin.
Estaba llorando cuando dijo:
—Lo siento. Qué maleducada soy. Os traeré vuestra propia lata.
Sam se acercó cojeando y agarró un poco de pudin con la mano, siguiendo su ejemplo.
—Yo tampoco soy muy educado —señaló, aunque Lana notó que estaba un poco horrorizado ante su voracidad.
Entonces decidió que le gustaba.
—Escuchad, Sam, y todos, os tengo que decir que probablemente os asustará: el líder de la manada sabe hablar. Quiero decir, que dice palabras humanas. Como la Barbie sabihonda; es una especie de mutante o algo parecido. Pensaréis que estoy loca.
Ahora tenía en la mano la taza de hojalata de Jim el Ermitaño y la utilizaba para servirse otra cucharada del maravilloso, maravilloso pudin. La rubita (o sea, Astrid) estaba abriendo una lata de macedonia.
—¿Qué sabes de la ERA? —le preguntó Astrid.
Lana dejó de comer y se la quedó mirando.
—¿La qué?
A Astrid le daba vergüenza, pero continuó:
—Así es como la llama la gente. Espacio Radiactivo Adolescente, ERA, la nueva ERA.
—¿Y qué quiere decir?
—¿Has visto la barrera?
Lana asintió.
—Así es. He visto la barrera, y la he tocado. Lo cual, por cierto, no es una buena idea.
—Por lo que sabemos, forma un gran círculo —explicó Sam—. O incluso una esfera. Pensamos que el centro está en la central nuclear. Tiene un radio de algo más de quince kilómetros desde allí, unos treinta de ancho…
—… una circunferencia de algo más de cien kilómetros, y un área de quinientos cinco coma cincuenta y siete kilómetros cuadrados —apuntó Astrid.
—Coma cincuenta y siete —repitió Quinn desde su esquina—. Eso es importante.
—Sí, cincuenta y siete —comentó Astrid—. Bueno, ya me callo.
Lana no dejaba de tener hambre, así que cogió una cucharada de macedonia.
—Sam, ¿crees que la provocó la central nuclear?
Sam se encogió de hombros y dudó, sorprendido. Lana se imaginaba que ya no sentía dolor en el hombro.
—Nadie lo sabe. De repente todas las personas de más de catorce años desaparecen y está la barrera y la gente… y los animales…
Lana asimiló lentamente la nueva información que le proporcionaban.
—¿Quieres decir todos los adultos? ¿Han desaparecido?
—Han hecho puf —concretó Quinn—. Se han largado. Se han pirado. Se han esfumado. Han pillado la salida. Se han abierto. Han emigrado. Adultos y jóvenes. Solo quedan críos.
—He hecho todo lo posible por reforzar la puerta —anunció Edilio—. Pero solo tengo clavos. Puede que sea posible que entre alguien.
—Igual no se han pirado todos, igual hemos sido nosotros —señaló Lana.
—Esa es una de las posibilidades, está claro —comentó Astrid—, pero no es que importe mucho.
Así que decididamente la rubia era un coco. Lana se preguntaba acerca de su hermano pequeño. Estaba muy callado para ser tan pequeño.
—Mi abuelo desapareció mientras conducía la furgoneta —explicó Lana, recordando aquel día terrible—. La furgoneta se estrelló. Y yo me estaba muriendo. Quiero decir que se me salían los huesos. Tenía gangrena… Y entonces, fue como si pudiera curar, sin más. A mi perro. A mí misma. Y no sé por qué.
Se oyó un coro repentino de aullidos excitados detrás de la puerta de madera.
—Ha venido el líder de la manada —comentó Lana. Se acercó hasta el fregadero y cogió un cuchillo de cocina de Jim el Ermitaño. Se volvió hacia Sam adoptando una expresión feroz—. Se lo clavaré en el corazón si entra.
Sam y Edilio también sacaron sus cuchillos.
Procedente del otro lado de la puerta, a muy pocos centímetros de distancia, se oyó la voz aguda, gruñona y sofocada diciendo:
—Humana. Sal.
—¡No! —gritó Lana.
—Humana, sal.
—Ni por el pelo de mi barbilla illa.
—Me gusta —susurró Astrid, y sonrió.
—Humana, sal. Humana enseña líder de manada. Humana dice.
—Lección número uno, animal sucio, feo, asqueroso y sarnoso: nunca confíes en un humano.
Aquella frase produjo un silencio prolongado.
—La Oscuridad —gruñó el líder de la manada.
Lana sintió que el miedo le contraía el pecho.
—Adelante. Cuéntaselo a tu amo de la mina.
Iba a decir que no tenía miedo de la Oscuridad, pero aquellas palabras habrían sonado falsas.
—¿Qué es eso de la mina? —preguntó Sam.
—Nada.
—¿Entonces por qué está ese coyote ahí fuera hablando de ello? ¿Qué es eso de la oscuridad?
Lana meneó la cabeza.
—No lo sé. Me llevaron hasta allí. Es una vieja mina de oro. Eso es todo.
—Mira, nos has salvado la vida —insistió Sam—, pero queremos saber lo que pasa.
Lana enroscó los dedos alrededor de la empuñadura del cuchillo para evitar temblar.
—No sé lo que está pasando, Sam. Hay algo ahí abajo en la mina. Eso es lo único que sé. Los coyotes lo escuchan, lo temen y hacen lo que les ordena.
—¿Lo has visto?
—No lo sé. No me acuerdo. En realidad no quiero acordarme.
Se oyó un golpe muy fuerte en la puerta que hizo vibrar los goznes.
—Edilio, vamos a buscar más clavos —indicó Sam.
El comedor de la Academia Coates siempre había resultado extraño y desapacible a Jack. En términos de diseño y color, intentaba ser espacioso y colorido. Tenía ventanas altas y el techo elevado; las puertas eran arcos altos decorados con baldosas coloniales luminosas y ornamentadas.
Las mesas largas y pesadas de madera oscura del primer año que Jack pasó en Coates, en cada una de las cuales cabía sesenta estudiantes, se habían visto sustituidas el último año por dos docenas de mesas redondas más pequeñas, decoradas con centros de papel maché hechos por los estudiantes.
En el extremo más alejado del comedor habían hecho un mosaico a partir de un montón de papeles de colores pintados uno a uno. La temática era «Avanzar unidos». Habían dispuesto los cuadrados de papel formando una flecha gigante que señalaba del suelo al techo.
Pero cuanto más intentaban animar aquella habitación, menos agradable parecía, como si los pequeños toques de color y fantasía se limitaran a acentuar sus dimensiones abrumadoras, su antigüedad y formalidad irreducible.
Panda, que no se había roto la pierna pero se había hecho un fuerte esguince, se dejó caer en una silla y parecía acongojado y resentido. Diana permanecía a un lado: no le gustaba lo que estaba a punto de presenciar, y no lo ocultaba.
—Súbete a la mesa, Andrew —le ordenó Caine, señalando una de las mesas redondas delante del mosaico de la flecha.
—¿Qué quieres decir con que me suba a la mesa? —exigió Andrew.
Algunos chicos asomaron la cabeza en el comedor. Drake les chistó y desaparecieron.
—Andrew, puedes subirte a la mesa o te haré levitar hasta allí.
—Súbete, imbécil —le insistió Drake.
Andrew se subió a la silla, y luego a la mesa.
—No veo por qué…
—Átalo. Jack el del ordenador, empieza a prepararlo todo.
Drake sacó una cuerda de la bolsa. Ató un extremo alrededor de una pata de la mesa, calculó como un metro ochenta, la cortó y ató el otro extremo en torno a la pierna de Andrew.
—Colega, ¿qué es esto? —preguntó Andrew—. ¿Qué estás haciendo?
—Es un experimento, Andrew.
Jack empezó a preparar las luces y trípodes para las cámaras.
—Esto es una locura, colega. Esto no está bien, Caine. No está bien.
—Andrew, tienes suerte de que te doy una oportunidad de sobrevivir al gran salto —señaló Caine—. Así que deja de lloriquear.
Drake ató la otra pierna de Andrew y luego se subió de un salto a la mesa para atarle firmemente las manos por detrás.
—Colega, necesito las manos libres para el poder…
Drake miró a Caine, que asintió a modo de respuesta. Así que Drake desató las manos a Andrew y miró la araña que les quedaba por encima. Lanzó el extremo de la cuerda por encima de la araña, una cosa pesada de hierro de la que los chicos de Coates se burlaban diciendo que era el décimo Nazgul.
Drake ciñó la cuerda alrededor del pecho de Andrew, la ajustó debajo de las axilas y tiró de él hasta que los pies apenas tocaban el tablero de la mesa.
—Asegúrate de que sus manos no puedan apuntar en esta dirección —indicó Caine—. No quiero que esa onda expansiva que tiene derribe las cámaras.
Así que Drake suspendió cada mano de la muñeca, de modo que Andrew parecía un chico que intentara rendirse.
Jack observaba por el visor de una de las cámaras. Andrew todavía podría salirse del cuadro balanceándose hacia un lado u otro. Jack no quería decir nada, sentía lástima por Andrew, pero si el vídeo salía mal…
—Esto… aún podría moverse un poco hacia la izquierda o la derecha…
Entonces Drake pasó unas cuerdas por el cuello de Andrew, exactamente cuatro que conducían a mesas que quedaban a los cuatro lados. Andrew no podría moverse más de treinta centímetros en cualquier dirección.
—¿Qué hora es, Jack? —preguntó Caine.
Jack comprobó su PDA.
—Diez minutos…
Jack se mantuvo ocupado con las cámaras, cuatro de ellas iban sobre trípodes, tres eran de vídeo y la cuarta era una cámara de fotos motorizada. Tenía también dos focos con perchas para iluminar a Andrew. Lo iluminaron como si fuera una estrella de cine.
—No quiero morir… —musitó Andrew.
—Ni yo —reconoció Caine—. Por eso de verdad espero que puedas vencer al puf.
—Sería el primero, ¿no? —comentó Andrew.
Se sorbió la nariz, pero empezó a derramar lágrimas.
—El primero y el único —le confirmó Caine.
—Esto no es justo… —protestó Andrew.
Jack ajustó el objetivo para abarcar el cuerpo entero de Andrew.
—Cinco minutos —señaló Jack—. Voy a adelantarme y a poner el vídeo en marcha.
—Haz lo que tengas que hacer, Jack, no lo anuncies —le riñó Caine.
—¿No puedes ayudarme, Caine? —suplicó Andrew—. Tienes cuatro barras. Igual los dos juntos, si usamos nuestro poder a la vez, ¿verdad?
Pero nadie le contestó.
—Tengo miedo, ¿de acuerdo? —gimió Andrew, y se puso a llorar sin parar—. No sé lo que va a pasar.
—Puede que te despiertes fuera de la ERA —comentó Panda, que hablaba por primera vez.
—Puede que te despiertes en el infierno… que es donde perteneces —intervino Diana.
—Debería rezar —dijo Andrew.
—¿Que Dios me perdone por ser un raro que deja que la gente se muera de hambre? —sugirió Diana.
—Un momento… —intervino Jack en voz baja.
Estaba nervioso porque no sabía cuándo encender la cámara de fotos. Nadie sabía si la partida de nacimiento de Andrew se ajustaba al minuto. Benno llevaba semanas desaparecido, por lo que Andrew podría desaparecer antes.
—Dios, perdóname por todas las cosas malas que he hecho y llévame con mi madre, cuánto la echo de menos, y por favor déjame vivir, no soy más que un crío, así que déjame vivir, ¿de acuerdo? En el nombre de Dios, amén.
Jack encendió la cámara de fotos.
—Diez segundos.
La sala estalló con una explosión sonora procedente de las manos alzadas de Andrew. Oleadas de ruido ensordecedor empezaron a resquebrajar el techo de yeso.
Jack se tapó las orejas y miró entre fascinado y horrorizado.
—¡Es la hora! —gritó Jack para hacerse oír por encima de la descarga de ruido.
Caían trozos de yeso del techo como si fueran granizo. Todas las bombillas de la araña se hicieron añicos, como una nevada de polvo de cristal.
—¡Diez más! —gritó Jack.
Andrew seguía allí, con las manos en lo alto, gritando, sollozando, albergando quizá cierta esperanza, cierta esperanza.
—¡Veinte más! —señaló Jack.
—¡Sigue así, Andrew! —gritó Caine, poniéndose en pie, ansioso, esperando que realmente pudiera vencer al puf.
El techo se estaba resquebrajando aún más, y Jack se preguntaba si se caería.
Hasta que la onda sonora cesó.
Andrew estaba exhausto, pero seguía ahí. Seguía en pie.
—Ah, Dios mío, gracias a…
Y entonces desapareció.
Las cuerdas cayeron al soltarse de repente.
Nadie dijo nada.
Jack rebobinó una de sus videocámaras de alta velocidad. La retrocedió diez segundos. Entonces pulsó reproducir y miró la imagen en la pantalla diminuta de LCD, fotograma a fotograma.
—En fin —comentó Diana—, vaya con la teoría de que si tienes poderes no te largas.
—Ha dejado de atacar —señaló Caine—, y entonces se ha esfumado.
—Ha dejado de atacar y entonces, diez segundos más tarde, se ha largado —lo corrigió Diana—. Los registros de nacimiento nunca son totalmente precisos. Una enfermera escribe la hora, y es posible que haya sido cinco minutos antes o después. Algunas seguramente se retrasan media hora.
—¿Has pillado algo, Jack? —preguntó Caine, desanimado.
Jack avanzaba fotograma a fotograma. Vio a Andrew proyectando las ráfagas sonoras y vio que paraba, agotado por el esfuerzo. Vio la media sonrisa nerviosa, el momento en que abrió la boca, cada sílaba, y entonces…
—Tenemos que ponerlo en un proyector más grande —señaló.
Llevaron las cámaras hasta la sala de ordenadores y dejaron los trípodes y focos en el comedor. Encontraron un monitor nítido de veintiséis pulgadas. Jack no perdió el tiempo copiando nada, se limitó a conectar los cables y empezó a reproducir. Caine, Drake y Diana se apiñaron en torno a él, con los rostros ansiosos encendidos por la luz azul. Panda se acercó cojeando hasta una silla y se derrumbó en ella.
—Mirad —señaló Jack—. Aquí mismo. Mirad lo que ocurre.
Y avanzó el archivo fotograma a fotograma.
—¿Eso qué es? —preguntó Diana.
—Está sonriendo, ¿veis? —comentó Jack—. Y mira algo. Y lo que resulta raro es que no es posible porque este fotograma es como, pongamos, una decimotercera parte de un segundo, pero le da tiempo de pasar de esta expresión —lo avanzó un fotograma— a esta otra. Mirad, aquí, donde ha vuelto a mover la cabeza. Y aquí mismo se deslizan las cuerdas, tiene las manos libres. Pero si lo adelanto solo tres fotogramas ya no está.
—¿Y qué quiere decir, Jack?
Caine casi le imploraba.
—Déjame mirar las otras cámaras —lo ignoró Jack.
De las otras dos cámaras solo una había captado el momento en sí. Esta otra también mostraba una imagen borrosa de Andrew pasando de una postura a otra con una sacudida repentina. En aquella también se soltaban las cuerdas y extendía los brazos.
—Parece que busca un abrazo —señaló Diana.
Jack sabía que era improbable que la cámara de fotos aportara información útil, pero la enganchó también y avanzó la grabación hasta el momento preciso. Cuando la imagen se cargó todos ahogaron un grito.
Se veía claramente a Andrew, sonriendo, feliz, transformado, con los brazos extendidos. La cosa hacia la que se orientaba parecía un destello, un reflejo de algo, solo que era verde casi fluorescente y el resto de las luces eran blancas.
—Haz zoom en esa mancha verde —señaló Caine.
—Hay un problema de profundidad de campo —comentó Jack—. Déjame que intente ampliarla.
La imagen tardó varios segundos en centrarse en la nube verde. Tuvo que ampliarla varias veces hasta que pudieron ver lo que parecía un agujero rodeado por unos dientes afilados como agujas.
—¿Y eso qué es? —se preguntó Diana en voz alta.
—Parece un… no lo sé —respondió Jack—. Pero no parece algo a lo que querrías acercarte.
—Él ha visto algo distinto… —opinó Diana.
—Ha alterado el tiempo de alguna manera, ha acelerado el tiempo de Andrew —Jack pensaba en voz alta—. Así que para Andrew todo ha durado mucho más que para nosotros. Puede que para él hayan sido diez segundos, o incluso diez minutos, aunque para nosotros ha sido menos que un parpadeo. Hemos tenido suerte de poder pillar algo.
Entonces Caine le sorprendió al darle una palmadita en el hombro.
—No te subestimes, Jack.
—No ha hecho puf sin más —comentó Diana—. Ha visto algo. Ha extendido las manos. Esa cosa verde, que nos parece un monstruo, debe de haber resultado algo distinto para Andrew.
—¿Pero el qué?
—Lo que él quisiera que fuera —respondió Diana—. Algo que deseaba tanto en aquel momento que se ha acercado hasta ella. Si tengo que adivinarlo, diría que Andrew ha visto a su madre.
Drake habló por primera vez después de un rato.
—Así que esto de hacer puf no es algo que pasa sin más.
—No, hay un engaño —comentó Caine—. Un truco, una mentira.
—Una seducción… —apuntó Diana—. Como una de esas plantas carnívoras que atrae al bicho con perfume y colores fuertes y luego…
Cerró la mano en torno a un bicho imaginario.
Caine parecía hipnotizado por la imagen congelada, y añadió con voz distraída:
—¿Y se puede decir que no? Esa es la pregunta. ¿Podemos decir que no a la flor de colores? ¿Podemos decir que no… y sobrevivir?
—De acuerdo, ya pillo lo de la madre, pero tengo otra pregunta —interrumpió Drake bruscamente—. ¿Qué era eso de los dientes?