100 HORAS, 13 MINUTOS
CONDUCÍAN A UNA velocidad terriblemente lenta de Perdido Beach a Coates. Panda iba al volante, aún más nervioso de lo habitual, aterrorizado, en opinión de Jack. Estaba oscuro, y Panda no paraba de decir que nunca había conducido de noche. Había tardado cinco minutos en encontrar las luces, tras toquetearlo todo y descubrir cómo funcionaban.
Caine iba sentado junto a él chupándose el pulgar, callado, pero preocupado. Había interrogado repetidas veces a Jack sobre cómo registrar la gran despedida de Andrew. Lo que empezó como lluvia de ideas de Caine de algún modo se había convertido en responsabilidad de Jack. Si funcionaba, Caine reivindicaría la autoría del plan. Pero si fracasaba, sin duda Jack se llevaría las culpas.
Por una vez, Diana, que iba sentada junto a Jack, no tenía nada que decir. Jack se preguntaba si temía volver a Coates tanto como él.
Jack iba encajado entre Diana y Drake, quien llevaba una pistola, una automática más gris que negra, en la solapa.
Jack nunca había visto una pistola de cerca. Y desde luego nunca había visto una pistola en las manos de un chico que le parecía que estaba loco.
Drake no dejaba de manosear el arma. No dejaba de abrir y cerrar el seguro. Bajó la ventanilla y apuntó a las señales de stop al pasar, pero no disparó.
—¿Sabes cómo disparar esa cosa? ¿O te vas a disparar en el pie? —acabó preguntándole Diana.
—No va a disparar —le cortó Caine antes de que Drake pudiera contestar—. Solo es un accesorio. Queremos que Andrew se comporte. Y ya sabes lo difícil que se pone. Con la pistola la gente se tranquiliza.
—Sí, ya, a mí me tranquiliza mucho… —señaló Diana.
—Cállate, Diana —le espetó Caine.
Diana se rio con su suficiencia habitual y volvió a callarse.
Jack sudaba, aunque era una noche fresca y Caine había bajado las ventanillas. Jack pensaba que igual vomitaría. Se planteó decir que estaba demasiado enfermo para ir, pero sabía que Caine no le dejaría quedarse en casa. Se había ido sintiendo peor a medida que pasaba el día mientras se apresuraba por recopilar el equipo que necesitarían. Se pasó el día con Drake registrando casas en busca de cámaras y trípodes, por lo que había tenido suficiente del matón para el resto de su vida.
Se acercaron a la puerta. Era impresionante, tenía dos hojas de hierro forjado afiligranado, medía más de seis metros de alto y se situaba entre unos pilares de piedra aún más elevados. El lema de Coates, «Ad augusta, per angusta», estaba escrito sobre dos placas doradas que se unían al cerrarse las puertas.
—Dale al claxon. Quienquiera que esté en la puerta debe de haberse dormido —ordenó Caine.
Panda le dio al claxon. Al no haber respuesta, se apoyó en él. Emitía un ruido sordo, que ahogaban los árboles.
—Drake… —dijo Caine.
Drake salió del coche, pistola en mano, y avanzó hacia la puerta. La abrió y entró en la caseta del guardia de piedra. Salió al cabo de pocos segundos y volvió a subirse al coche.
—No hay nadie en la caseta.
Caine frunció el ceño mirando por el retrovisor.
—Eso no es propio de Benno. Benno sigue las órdenes.
Benno era el matón a quien Caine había dejado a cargo de Coates. A Jack nunca le había gustado ese chico —a nadie le gustaba—, pero Caine tenía razón: Benno era el tipo de matón que hacía lo que otros matones más fuertes le decían que hiciera. No tomaba sus propias decisiones. Y no era tan estúpido para creer que podía anular las órdenes de Caine.
—Algo no va bien —señaló Panda.
—Todo no va bien, Panda —lo corrigió Diana.
Panda atravesó la puerta. Quedaba otro medio kilómetro hasta la escuela. Iban en silencio. Panda llevó el coche hasta el final del camino, hasta la rotonda delante del edificio principal.
Las luces estaban encendidas en todas las ventanas. Una de las del segundo piso se había hecho añicos, por lo que se veía claramente un aula entera.
Los pupitres estaban arrinconados contra una pared. La pizarra estaba rajada y rayada. Todos los dibujos y pósteres y exhortaciones que antes adornaban las paredes del aula estaban carbonizados, enroscados debido al calor. Un trozo enorme de pared de ladrillo y madera yacía en el césped.
—Vaya, eso no es buena señal —comentó Diana arrastrando las palabras.
—¿Quién tiene el poder de hacer eso? —exigió Caine furioso.
—El chico que hemos venido a ver —respondió Diana—. Aunque ha hecho mucho daño para tener tres barras.
—Benno ha perdido el control aquí arriba —comentó Drake—. Te dije que Benno era un pelele.
—Vamos. —Caine continuó avanzando, pisando la grava, seguido por el resto—. Sube por las escaleras, Panda, y abre la puerta. Veamos qué nos espera.
—Ni de coña —dijo Panda, a quien le temblaba la voz.
—Cobarde —le espetó Caine.
Alzó las manos, con las palmas hacia fuera, y de repente Panda se echó a volar por los aires. Se estampó contra la puerta y cayó desplomado. Entonces se levantó lentamente y volvió a caerse.
—Me duele la pierna, no puedo moverla —gimió.
En aquel momento se abrió la puerta de la entrada y golpeó a Panda al hacerlo. Salió luz de dentro y Jack vio media docenas de figuras caminando como monos a cuatro patas, abriéndose paso a empujones, gritando, aullando, aterrorizados.
Bajaron las escaleras a trompicones. Cada uno llevaba un bloque de cemento tosco que arrastraba al correr. Pero Jack ya sabía que no transportaban los bloques, sino que tenían las manos atascadas en el cemento.
Jack había intentado no pensar en ello, olvidarse de aquella solución burda y cruel al problema de los niños desleales con poderes. Pero tras descubrir su propio poder casi no pensaba en otra cosa.
Al principio descubrieron que los poderes sobrenaturales parecían concentrarse a través de las manos.
Jack se corrigió con severidad: no, no lo descubrieron ellos, sino él. Lo observó y se lo explicó a Caine. Y Caine ordenó a Drake que hiciera aquella cosa horrible.
—Recuerda a quién perteneces —susurró Diana al oído de Jack.
—¡Danos de comer, danos de comer! ¡Necesitamos comida! —gritaron las víctimas del bloque de cemento.
Era un coro de voces débiles y desesperadas, tan necesitadas que a Jack le entró el pánico. No podía estar allí. No podía estar con aquella gente. Se volvió para marcharse, pero Drake lo agarró de los hombros y tiró de él hacia delante.
No tenía escapatoria.
Los raros gritaban pidiendo comida.
Una chica llamada Taylor, cuyos brazos estaban rojos y despellejados por encima del bloque, tenía la cara sucia y apestaba a sus propios fluidos corporales, se derrumbó a los pies de Jack.
—Jack… —dijo con voz ronca—. Nos matan de hambre. Benno nos daba de comer, pero ha desaparecido. No hemos comido… por favor, Jack.
Jack se inclinó y vomitó en la grava.
—Qué melodramático, Jack —señaló Diana.
Caine subía los escalones en ese momento y Drake se apresuró a seguirlo.
Diana ayudó a Jack a levantarse y lo empujó hacia delante, dejando atrás a los chicos con manos de bloque.
Jack vio la silueta de Caine recortada en la puerta y a Drake corriendo para adelantarlo: qué buen perrito estaba hecho.
Entonces se oyó un estallido, como el estruendo de un jet supersónico que sobrevolara sus cabezas.
Drake cayó sobre Caine, y su pistola salió volando por los aires. Caine no perdió el equilibrio, pero Drake se agarró las orejas y cayó de rodillas, gimiendo.
Caine extendió una mano por encima del hombro, sin ni siquiera mirar. Extendió los dedos y mostró las palmas de las manos.
El trozo caído de pared se derrumbaba ladrillo a ladrillo. Uno tras otro, como si a cada ladrillo le hubieran salido alas, se despegaban y salían volando.
Los ladrillos pasaban por encima de la cabeza de Caine y a través de la puerta abierta a la velocidad de las balas de una ametralladora.
La puerta se cerró de golpe. Pero los ladrillos la atravesaban. La madera se astillaba haciendo el ruido de un martillo neumático. Al cabo de pocos segundos la puerta había quedado deshecha.
Caine se rio, desafiando a quienquiera que estuviera al otro lado de la puerta.
—¿Eres tú, Andrew? ¿Eres tú, crees que puedes enfrentarte a mí?
Caine avanzó, dirigiendo aún el flujo de ladrillos como una ametralladora Gatling por encima de su cabeza.
—Estás muy inspirado, Andrew —gritó Caine—. Pero sigues siendo un segundón.
Caine entró por la puerta destrozada.
Agachándose por debajo del torrente de ladrillos, y excitadísima por todo lo que estaba ocurriendo, Diana dijo:
—Vamos, Jack, no querrás perderte el espectáculo.
Dentro estaba el majestuoso recibidor que Jack conocía muy bien. Ocupaba tres pisos, dominados por una enorme araña de luces. Dos escaleras conducían al rellano del segundo piso.
Los ladrillos ya habían hecho pedazos una de las escaleras. El ruido que hacían era como el de una motosierra cortando metal.
Andrew, a quien Jack consideraba bastante buen chico, no realmente conflictivo hasta que le sobrevinieron los poderes, permanecía estupefacto a menos de tres metros de Caine. Tenía la bragueta de los pantalones mojada.
La descarga de ladrillos se detuvo tan repentinamente como había empezado.
Andrew intentó sin éxito subir por la segunda escalera.
—No me hagas destruir también esa escalera —le advirtió Caine—. Sería muy poco práctico.
Andrew perdió las ganas de luchar, y dejó caer las manos a los lados. Parecía un chico al que su madre hubiera pillado haciendo algo malo. Culpable. Asustado. Buscaba el modo de negociar.
—Caine, no sabía que eras tú, tío. Pensaba que nos atacaba, bueno, ya sabes, Frederico —le temblaba la voz, y trataba de cubrirse la reveladora mancha con las manos.
—¿Freddie? ¿Qué tiene que ver Frederico?
—Tío, Benno ha desaparecido. Y alguien tenía que dirigir todo esto. Frederico intentó hacerlo, aunque Benno era más amigo mío que él y entonces…
—Luego me encargaré de Frederico —lo interrumpió Caine—. ¿Quién te crees que eres intentando dirigir todo esto, Andrew?
—¿Y qué se supone que iba a hacer, Caine? —Andrew trataba de apaciguarlo—. Benno hizo puf. Frederico estaba en plan voy a controlarlo todo. Pero yo, yo te defendía, Caine. —Era evidente que a Andrew se le acababa de ocurrir esa idea—. Eso era lo único que hacía, defenderte. Frederico no paraba de decir: «Caine no mola, olvídate de Caine, yo me encargo de todo».
Caine hizo callar a Andrew y miró furioso a Jack.
—¿Cómo es que nos saltamos el cumpleaños de Benno?
Jack no tenía respuesta. Notó que se deshacía por dentro, y se encogió de hombros, indefenso. Entonces empezó a toquetear su PDA, deseando demostrar que aún no había llegado el cumpleaños de Benno.
—Caine, ¿crees que los registros de la escuela podrían estar mal? —intervino Diana—. ¿Que igual alguna secretaria senil escribió un uno en vez de un siete o algo así? No culpes a Jack. Sabes que Jack es demasiado ordenado para equivocarse con un número.
Caine miró a Jack con dureza, pero a continuación se encogió de hombros:
—De acuerdo, lo que tú digas. Además, aún tenemos a Andrew preparándose para su gran salto.
Andrew se relamió e intentó reírse.
—No voy a esfumarme. No voy a pirarme. Mira, Benno estaba dormido. Tenía poderes, pero el tipo estaba dormido. Así que no creo que hagas puf si tienes poderes, no si estás despierto y si estás, ya sabes, preparado.
Diana se rio muy alto, con una risa discordante.
Caine se estremeció y comentó:
—Es una teoría interesante, Andrew. Tendremos que ponerla a prueba.
—¿Qué quieres decir?
—Solo queremos mirar… —señaló Caine.
—No me… no me vais a meter cemento, ¿verdad? Sigo siendo tu colega, Caine, nunca usaría mis poderes en tu contra. Si supiera que eres tú, quiero decir.
—Estás dejando que los raros se mueran de hambre —le espetó Diana—. Ya veo por qué te preocupa que te metan cemento.
—Oye, se nos acaba la comida —gimió Andrew.
—Drake, dispara al raro este —ordenó Diana.
Drake se limitó a reírse.
—Creo que lo haremos en el comedor —propuso Caine—. Jack, ¿tienes el equipo?
Jack saltó casi dos metros, sorprendido al ver que se dirigían otra vez a él.
—No. No. Tengo que volver a cogerlo.
—Drake, llévate a este y coged las cosas —ordenó Caine—. Diana, coge a Andrew de la mano y llévalo hasta el comedor.
El ruido resultaba casi simpático cuando brillaba el sol, pero ahora, en la oscuridad, los aullidos les provocaban escalofríos.
—No es más que un coyote —los tranquilizó Sam—. No os preocupéis por él.
Apenas veían dónde pisaban, así que se movían despacio, probando a ver.
—Igual tendríamos que haber acampado en aquel barranco —señaló Edilio.
—En cuanto encontremos un sitio lo bastante plano para colocar los sacos, voto por parar —propuso Sam.
Unas horas antes llegaron a un barranco profundo y abrupto, que era imposible rodear y casi imposible escalar. Pete se volvió loco mientras tiraban de él hacia el otro lado del barranco, y a todos les aterrorizaba que pudiera hacer algo.
—Hawái —empezó a decir Quinn, mientras Pete aullaba—. Hawái.
—¿Por qué no dejas de decidir Hawái, colega? —le preguntó Edilio.
—Si se vuelve loco y decide llevarnos a una de sus excursiones mágicas sorpresa, quiero estar en Hawái, no otra vez en casa de Astrid.
Edilio se lo pensó un poco y acabó diciendo:
—Voto por eso. Hawái, Pete, Hawái.
Pero Pete no ahogó a nadie, no teletransportó a nadie ni violó ninguna de las leyes originales de la física.
La barrera quedaba cada vez más alejada a su izquierda, y resultaba casi invisible a la luz de la luna que se alzaba. Sam seguía decidido a seguirla, pero sin la esperanza de encontrar una puerta, solo porque era el único modo que conocía de encontrar el camino de vuelta a casa. Tarde o temprano, la barrera se curvaría otra vez en torno a Perdido Beach.
Entonces oyeron unos gemidos muy fuertes.
—Ay, eso ha pasado cerca —se lamentó Edilio.
Sam asintió.
—En esa dirección. Igual mejor nos desviamos un poco, ¿no?
—Pensaba que los coyotes no eran nada —gruñó Edilio.
—Y no lo son. Normalmente.
—Dime que no estás pensando que a los coyotes les habrán salido alas —comentó Edilio.
—Creo que hay más arena y menos rocas —observó Astrid—. Petey lleva un rato sin tropezar.
—No veo bien para estar seguro —señaló Sam—. Pero, en cualquier caso, pararemos dentro de cinco minutos. Empecemos todos a buscar leña mientras seguimos.
—¿Si no puedo ver el suelo cómo voy a ver la leña? —preguntó Quinn.
—Oye, mirad —indicó Sam—. Allí hay algo. No sé. Parece… no sé, un edificio o algo.
—No veo nada —protestó Quinn.
—Está más oscuro que de costumbre. No veo estrellas.
Se dirigieron hacia donde indicaba Sam. Podía haber comida o agua o refugio.
De repente los pies de Sam tocaron una superficie puntiaguda que le recordó al manto de hojas de pino blandas que forraba el bosque. Se inclinó y tocó lo que solo podía ser hierba.
—Chicos, esperad.
Sam no quería abusar de las linternas. Tenían pocas pilas y mucha oscuridad.
—Sam, ilumina un poco aquí.
El color verde era indiscutible, pese a la dureza de la luz blanca.
Con cuidado, Quinn recorrió la hierba con la linterna e iluminó una cabaña, junto a la que había un molino.
Se acercaron con sumo cuidado, los cinco pegados en torno a la puerta mientras Quinn iluminaba el picaporte y Sam lo tocaba, lo agarraba y, entonces, se quedó paralizado.
Oyó unos pasos atropellados en la oscuridad detrás de ellos.
—¡Entrad, idiotas! —chilló una voz femenina.
Quinn giró la linterna y vio un movimiento acelerado, algo que se acercaba a toda velocidad hacia él.
Se movían otras cosas, como un mar gris en la oscuridad.
La luz saltó de un perro dando saltos al rostro aterrorizado de una chica harapienta y sucia.
—¡Corred, corred! —gritó.
Sam agarró el picaporte y lo giró, pero antes de que pudiera abrirlo del todo la chica chocó contra Sam y lo hizo caer, de modo que se desparramó sobre el suelo de madera y arrugó una alfombra al deslizarse. El perro aterrizó sobre su pecho y rebotó.
Quinn gritó de dolor y sorpresa. Había perdido la linterna. Aún brillaba a través del suelo de tablas y se agachó para cogerla. Sam vio entonces que iluminaba las piernas de Astrid, y a Edilio cayendo.
Entonces oyeron un coro de aullidos caninos, y la chica que había derribado a Sam se esforzaba por mantenerse en pie, y el perro ladraba y gruñía, y se oían también otros gruñidos al acercarse otros cuerpos a toda velocidad.
—¡La puerta, la puerta! —gritaba aún la chica.
Tenía algo encima, algo rápido y furioso, gruñendo.
Sam se levantó tambaleándose, agarró el picaporte y trató de cerrar de golpe, pero un cuerpo peludo ya se había abierto paso. Se oyó una protesta canina, un gruñido, y Sam notó un dolor repentino en la pierna. Una mandíbula de acero se cerró en torno a su rodilla, destrozándole el hueso.
Sam se estampó contra la puerta y así se cerró. Resbaló y aterrizó de culo contra ella. Pero aquel animal salvaje y gruñón tenía el hocico pegado a su cara, y los colmillos cerrados a dos centímetros de sus ojos.
Sam extendió las manos hacia fuera y se encontró con el pelo áspero sobre el músculo que se retorcía a causa del daño infligido.
Sintió un dolor terrible, agudo, en el hombro, y supo que las mandíbulas de la bestia se habían cerrado en torno a su carne. El animal lo sacudía, desgarrándola, destrozándola, hurgando más hondo.
Sam gritó asustado y peleó con puños débiles contra la bestia, pero era inútil. La bestia desplazó las mandíbulas a la velocidad del rayo del hombro al cuello de Sam. La sangre le brotaba por el pecho.
Sam alzó las manos con las palmas hacia fuera, pero el ataque era demasiado feroz. La yugular le estaba secando el cerebro. Sus manos ya no le pertenecían. Su cuerpo entero parecía lejano. Iba sumiéndose más y más en la oscuridad.
Entonces oyó un ruido sordo y pesado.
Y la mandíbula de acero se soltó.
Y de nuevo un ruido sordo y pesado.
Sam puso los ojos en blanco, pero antes de desmayarse vio durante un instante a la chica andrajosa y salvaje encima de él. La chica alzó las manos, juntas, por encima de la cabeza. Todo fue a cámara lenta para Sam, y los ojos le echaron chispas cuando vio que la chica golpeaba al coyote en la cabeza con algo pesado, amarillo y rectangular.