TREINTA

108 HORAS, 12 MINUTOS

QUINN ESTABA CANTANDO una canción. La letra era una especie de homenaje siniestro al surf.

—Qué animado —comentó Astrid, muy seca.

—Es Weezer —le explicó Quinn—. Sam y yo los vimos en Santa Bárbara. Weezer. Jack Johnson. Insect Surfers. Un concierto increíble.

—No había oído hablar de ninguno de ellos.

—Son grupos de surf. Bueno, Weezer no tanto, son más tipo ska-punk. Pero Jack Johnson probablemente te gustaría.

Salían del Parque Nacional Stefano Rey, bajando por la ladera seca de la cadena. Los árboles eran más pequeños y escasos, y se combinaban con hierbas altas y secas.

Aquella mañana se habían topado con un campamento. Los osos se habían apoderado de gran parte de la comida, pero había sobrevivido suficiente para que los cinco pudieran tomarse un desayuno contundente. Ahora tenían mochilas y comida y sacos de dormir que pertenecían a extraños. Tanto Edilio como Sam disponían de un buen cuchillo, y Quinn se encargaba de llevar las linternas y pilas que habían encontrado.

La comida mejoró bastante los ánimos de todos. Pete estuvo a punto de sonreír.

Caminaban con la barrera a su izquierda. Era una experiencia inquietante. Muchos árboles quedaban cortados por la mitad por la barrera. Sus ramas se extendían hacia ella y desaparecían en su interior. O salían de ella. Las ramas que salían de la barrera no se caían, pero estaba claro que se estaban muriendo. Las hojas estaban mustias, parecía que no recibían ninguna clase de nutrientes.

De vez en cuando Sam iba a inspeccionar algún barranco o a mirar detrás de una roca grande, siempre buscando un lugar que la barrera no alcanzara. Pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. La barrera alcanzaba cada zanja y cada conducto. Se enroscaba en torno de cada roca, seccionaba cada arbusto.

No se interrumpía.

No terminaba.

La factura de la barrera era, tal y como había observado Astrid, impecable.

—¿Qué tipo de música te gusta? —preguntó Sam.

—Déjame que lo adivine —interrumpió Quinn—. Clásica. Y jaaazz —y alargó la palabra jazz a modo de burla.

—En realidad…

—¡Una serpiente! —gritó de repente Edilio. Dio unos pasos hacia atrás, tropezó, cayó, y volvió a ponerse en pie, avergonzado. Entonces, más tranquilo, añadió—: Allí hay una serpiente.

—Déjame ver —pidió Astrid, con ganas.

Se acercó con cautela mientras Sam y Quinn se mantenían, aún más cautelosamente, fuera de su alcance.

—No me gustan las serpientes —reconoció Edilio.

—Sí, ya me lo ha parecido por la elegancia con la que te has apartado… —sonrió Sam, y le limpió un poco de tierra y hojas secas pegadas a la espalda.

—¡Deberíais ver esto! —los llamó Astrid con urgencia.

—Ve a verla tú. Yo ya la he visto —comentó Edilio—. Me basta con verla una vez.

—No es una serpiente —señaló Astrid—. Al menos no solo una serpiente. No debería pasarnos nada, está en un agujero.

Sam se acercó reticente. En realidad no quería ver la serpiente. Pero tampoco quería parecer un cobarde.

—No la asustéis —indicó Astrid—. Podría echarse a volar. Un poco, al menos.

—¿Perdona? —Sam se quedó paralizado.

—Pisad con cuidado.

Sam se acercó sigilosamente. Y ahí estaba. Al principio solo vio la cabeza triangular asomando desde el fondo de un agujero de más de treinta centímetros recubierto de hojas caídas.

—¿Es una serpiente de cascabel?

—Ya no —comentó Astrid—. Ponte detrás de mí. —Cuando Sam se hubo colocado, Astrid señaló—: Mira. Como un metro ochenta por debajo de su cabeza.

—¿Qué es eso?

Algunas partes de la piel áspera no estaban cubiertas de escamas, sino que eran grises y estaban estriadas con lo que parecían venas rosadas, que colgaban adheridas al cuerpo de la serpiente.

—Parecen vestigios de alas —señaló Astrid.

—Las serpientes no tienen alas —comentó Sam.

—No solían tener… —indicó Astrid misteriosamente.

Los dos se apartaron despacio y volvieron con Edilio, Quinn y Pete, que alzaba la vista al cielo como si esperara que llegara alguien procedente de esa dirección.

—¿Qué es? —preguntó Quinn.

—Una serpiente con alas —respondió Sam.

—Ah, muy bien, porque me parecía que no teníamos suficiente de qué preocuparnos —comentó Quinn.

—No me sorprende —intervino Astrid. Cuando los demás se la quedaron mirando, se explicó—: Quiero decir que es evidente que se está produciendo algún tipo de mutación acelerada en la nueva ERA. De hecho, considerando a Petey y a Sam y a los demás, la mutación tiene que haber precedido a la ERA. Pero sospecho que la ERA está acelerando el proceso. Vimos la gaviota mutante. Y luego el gato de Albert que se teletransportaba. Y ahora esto.

—Pongámonos en marcha —propuso Sam, sobre todo porque no servía de nada quedarse allí lamentándose.

Todos siguieron caminando con más cuidado, mirando hacia el suelo, fijándose muy bien en lo que podrían pisar.

Pararon para comer cuando Pete empezó a protestar y organizó una huelga sentada. Sam ayudó a preparar la comida, y luego cogió su lata de melocotón y su barrita energética y se sentó solo, a cierta distancia de los otros. Necesitaba pensar. Todos estaban esperando que se le ocurriera un plan, lo notaba.

Aún se encontraban un poco por encima del fondo del valle, al descubierto y sin sombra alguna. El terreno era rocoso. El sol pegaba fuerte. No parecía haber un buen lugar para refugiarse o ponerse a la sombra delante de ellos. Solo se veía la barrera extendiéndose más y más, por siempre jamás. Desde la altura en la que se encontraban tendría que poder ver por encima de ella, pero Astrid tenía razón: miraras desde donde miraras, la barrera parecía igual de alta e impenetrable.

Brillaba un poco con la luz del sol, pero en general no cambiaba, ni de día ni de noche. Siempre brillaba con un débil resplandor grisáceo. Era lo bastante reflectante para que en ocasiones casi te pareciera que se veía una abertura, árboles que se extendían más allá de la barrera, o un elemento del paisaje que parecía horadarla. Pero siempre se trataba de una ilusión óptica, un efecto de la luz.

Notó más que oyó a Astrid al acercarse por detrás.

—Es una esfera, ¿verdad? —comentó Sam—. Nos rodea del todo. También va por debajo y por encima.

—Eso me parece…

—¿Por qué vemos las estrellas de noche? ¿Por qué vemos el sol?

—No estoy segura de que veamos el sol —reflexionó Astrid—. Puede que se trate de una ilusión. Puede ser alguna clase de reflejo. No lo sé. —Pisó deliberadamente una ramita y la partió por la mitad—. La verdad es que no lo sé.

—Detestas decir «No lo sé», ¿verdad?

Astrid se rio.

—Te has dado cuenta…

Sam suspiró y dejó caer la cabeza.

—Es una pérdida de tiempo, ¿verdad? Quiero decir, intentar encontrar una puerta, una salida…

—Puede que no haya salida —le confirmó Astrid.

—¿Y el mundo sigue ahí? Es decir, ¿al otro lado de la barrera?

Astrid se sentó junto a él, lo bastante cerca para ser amigable, pero sin tocarlo.

—He estado pensando mucho en ello. Me gustó tu idea del huevo. Pero a decir verdad, Sam, no me parece que la barrera sea solo una pared. Una pared no explica lo que nos está pasando. A ti y a Petey y a los pájaros y al gato de Albert y a las serpientes. Y no explica por qué todos los mayores de catorce años desaparecieron de golpe. Y siguen desapareciendo.

—¿Y qué explicaría todo eso? —Sam levantó una mano—. Espera, no quiero obligarte a decirlo otra vez: no lo sabes.

—¿Recuerdas cuando Quinn dijo «alguien ha hackeado el universo»?

—¿Ahora sacas las ideas de Quinn? ¿Pero no eras un genio?

Astrid ignoró la burla.

—El universo posee ciertas reglas. Como el software del sistema operativo de un ordenador. Nada de lo que estamos viendo puede pasar con el software de nuestro universo. El modo en que Caine mueve cosas con la mente. El modo en que sacas luz por las manos. No son solo mutaciones: son violaciones de las leyes de la naturaleza. Al menos de las leyes de la naturaleza tal y como las conocemos.

—Sí, ¿y?

—Y… —Astrid meneó la cabeza compungida, sin poder creerse sus propias palabras mientras las pronunciaba—. Y creo que quiero decir… que ya no estamos en el antiguo universo.

Sam la miró fijamente.

—Solo hay un universo.

—La teoría de los universos múltiples ya lleva mucho tiempo circulando —explicó Astrid—. Pero quizá pasó algo que empezó a alterar las reglas del antiguo universo. Solo un poco, en una zona pequeña. Pero el efecto se extendió, y llegó un punto en el que el antiguo universo ya no podía contener esta nueva realidad. Por lo que se creó un nuevo universo. Un universo muy pequeño. —Astrid respiró hondo, aliviada, como si acabara de soltar una carga pesada—. Pero ¿sabes qué, Sam? Que soy lista, pero no soy precisamente Stephen Hawking.

—Como si alguien instalara un virus en el software del antiguo universo.

—Exacto. Primero era pequeño. Hubo algunos cambios en ciertos individuos. En Petey. En ti. En Caine. Más en niños que en adultos porque los niños no están formados del todo, se alteran más fácilmente. Y luego, aquella mañana, pasó algo que decantó la balanza. O puede que varias cosas…

—¿Cómo atravesamos la barrera, Astrid?

Astrid apoyó la mano sobre la de él.

—Sam, no estoy segura de que podamos atravesarla. Cuando digo que estamos en un universo distinto, quiero decir que puede que no tengamos ningún punto de contacto con el universo antiguo. Puede que seamos como pompas de jabón que pueden atraerse y unirse. Pero igual somos como pompas de jabón separadas por mil millones de kilómetros.

—¿Entonces qué hay al otro lado de la barrera?

—Nada. No hay otro lado. Puede que la barrera sea el final de todo, en este nuevo universo.

—Me estás deprimiendo…

Sam intentó decirlo de un modo desenfadado, sin conseguirlo.

Astrid enroscó los dedos en los de Sam.

—Podría equivocarme…

—Supongo que ya lo averiguaré en… ¿qué día es hoy? En menos de una semana.

Astrid no sabía qué responderle. Permanecieron un rato sentados juntos, mirando hacia el desierto. A lo lejos, un coyote solitario trotaba con el hocico hundido para no perder el rastro de su presa. Un par de buitres describían círculos vagos en el cielo.

Al cabo de un rato Sam se volvió hacia Astrid y se encontró sus labios esperándolo. Le resultó fácil y natural. Tan fácil y natural como podía resultarle algo que hacía que el corazón de Sam amenazara con salírsele del pecho.

Se apartaron sin decir nada y se apoyaron el uno sobre el otro, disfrutando de aquel contacto físico sencillo.

—¿Sabes qué? —acabó diciendo Sam.

—¿Qué?

—No puedo pasarme los próximos cuatro días asustado todo el tiempo.

Astrid asintió, en un movimiento que Sam percibió más que vio.

—Tú me haces valiente, ¿lo sabías? —comentó Sam.

—Pues justo estaba pensando que ya no quiero que seas valiente. Quiero que estés conmigo. Quiero que estés a salvo y no que vayas buscando problemas, quédate conmigo, cerca de mí.

—Demasiado tarde… —Sam forzó un tono liviano—. Si desaparezco, ¿qué pasará contigo y con Pete?

—Podemos cuidar de nosotros mismos —mintió la chica.

—Me confundes mucho, ¿lo sabías? —comentó Sam.

—Bueno, no eres tan listo como yo, así que es fácil confundirte.

Sam sonrió. Y volvió a ponerse serio. Acarició el pelo de la chica con una mano.

—Lo que pasa, Astrid, es que puedo pasarme todo este tiempo asustado, intentando hallar un modo de escapar, o puedo dedicarme a plantar cara. Puede que entonces, si desaparezco, puede que al menos Pete y tú…

—Podríamos todos… —empezó ella.

—No. No podríamos. No podríamos escondernos en el bosque y comer comida de camping deshidratada. No podemos escondernos sin más.

A Astrid le tembló el labio y se apartó una lágrima que acababa de formarse.

—Tenemos que volver. Al menos yo sí. Tengo que dar la cara.

Y como para reforzar lo que decía, Sam se puso en pie. Cogió a Astrid de la mano y la llevó tras de sí. Volvieron juntos con los demás.

—Edilio, Quinn. He cometido muchos errores. Y puede que ahora también esté comiendo otro. Pero me he cansado de evitar la pelea. Y estoy harto de intentar huir. Me preocupa mucho, mucho, que pueda hacer que os maten. Así vosotros tenéis que decidir si queréis venir conmigo. Pero yo tengo que volver a Perdido Beach.

—¿Vamos a pelear contra Caine? —preguntó Quinn alarmado.

—Ya era hora… —comentó Edilio.

—Bienvenida a McDonald’s —saludó Albert—. ¿En qué puedo servirte?

—Hola, Albert —saludó Mary.

Miró la carta, algunos de cuyos elementos tenían el nombre tapado con cartulinas negras pegadas con celo. Las ensaladas habían desaparecido rápidamente. Ya no había batidos porque la máquina se había roto.

Albert esperó pacientemente y sonrió a la niña que acompañaba a Mary, que se dio cuenta y comentó:

—Ah, lo siento, debería presentarte. Esta es Isabella. Isabella, este es Albert.

—Bienvenida a McDonald’s —saludó otra vez Albert.

—Isabella es nueva. Un equipo de registro la acaba de encontrar y la ha traído.

—Mi mamá y mi papá han desaparecido —comentó Isabella.

—Lo sé. Los míos también han desaparecido —añadió Albert.

—Yo creo que tomaré un Big Mac y una grande de patatas —pidió Mary—. Y un menú infantil para Isabella.

—¿Nuggets de pollo o hamburguesa?

Nuggets.

—¿Y la Big Mac la quieres con bagel, muffin de desayuno o sobre un gofre?

—¿Un gofre?

—Lo siento, Mary, pero no encuentro pan fresco por ninguna parte —se excusó Albert—. Uso cualquier cosa congelada que encuentro para que haga de panecillo. Y por supuesto no hay lechuga, pero eso ya lo sabes.

—¿Aún tienes salsa especial?

—Tengo como ciento cincuenta litros de salsa Big Mac. Y en lo que respecta a los pepinillos, tendré para siempre. Déjame que empiece a preparar tu pedido. Yo elegiría el bagel.

—Pues el bagel.

Albert metió una cesta nueva de patatas fritas en el aceite hirviendo. Y luego una ración de nuggets en una segunda cesta. Apretó ambos temporizadores. Luego se acercó con soltura al grill, donde colocó tres hamburguesas pequeñas.

Abrió el bagel, le echó un chorrito de salsa, y añadió cebolletas y dos patatitas con salsa encima del panecillo.

Esperó y observó cómo Mary intentaba animar a Isabella en el comedor. La niña estaba muy seria y parecía a punto de echarse a llorar.

Albert dio la vuelta a las hamburguesas y las prensó para acelerar la cocción.

Saltó el temporizador de la freidora. Sacó la cesta, coló el aceite sobrante y arrojó las patatas en la caja. Una pasada rápida por el salero, y se puso con los nuggets.

Albert disfrutaba de los movimientos de ballet que había practicado y perfeccionado durante los últimos… ¿cuántos días habían sido? ¿Ocho? ¿Nueve? Nueve días transcurridos desde que se encargaba del McDonald’s.

—Bien… —murmuró Albert, satisfecho.

Desde el incidente al que todos se referían como el del «gato de Albert», el chico permanecía dentro o cerca del McDonald’s. No había gatos sobrenaturales que se teletransportaran en el McDonald’s.

Repartió el pedido en dos bandejas y las llevó hasta la única mesa ocupada.

—Gracias —le dijo Mary.

—Se nos ha acabado nuestra promoción habitual —comentó Albert—. Pero tengo algunos juguetes, ya te puedes imaginar, cositas de Ralph’s o no sé qué. Así que hay un juguete en el Happy Meal. Solo que no es un juguete común.

Isabella sacó una muñequita de plástico con el pelo rosa brillante de su bolsa. No sonrió, pero se aferró a la muñeca.

—¿Así que cuánto tiempo crees que podrás mantener abierto este lugar? —preguntó Mary.

—Bueno, tengo muchas hamburguesas. Justo el día que empezó la ERA había venido un camión de reparto. Lo habrás visto empotrado contra la casa antigua detrás de la tienda de componentes, ¿no? En cualquier caso, cuando llegué allí el motor aún estaba en marcha, por lo que seguía refrigerado. Tengo la nevera llena. Además, tengo hamburguesas guardadas en neveras por toda la ciudad —asintió satisfecho—. Tengo dieciséis mil doscientas ocho hamburguesas, incluidos los cuartos de libra. Sirvo unas doscientas cincuenta al día. Así que me durarán un par de meses, más o menos. Las patatas se acabarán antes.

—¿Y entonces qué?

Albert dudó. No estaba seguro de si debía ponerse a hablar de ello, pero le alegraba tener a alguien con quien compartir sus preocupaciones, así que añadió:

—Mira, no podemos vivir siempre de la comida que tenemos. Quiero decir, de acuerdo, tenemos toda la comida aquí, toda en la tienda, y un poco en todas las casas, ¿no?

—Es mucha comida. Siéntate con nosotras, Albert.

Al chico le incomodaba hacerlo.

—En el manual dice que no nos sentemos con los clientes. Pero creo que me iría bien tomarme un descanso y sentarme a la mesa de al lado.

Mary sonrió.

—Estás muy en el papel…

Albert asintió.

—Cuando baje la barrera, quiero que el jefe de zona venga y me diga: «Vaya, buen trabajo, Albert».

—No es solo un buen trabajo. Haces que la gente piense que quizás hay cierta esperanza, ¿sabes?

—Gracias, Mary, qué bien que digas eso.

Le pareció que era lo más agradable que le habían dicho nunca, y eso le produjo una sensación muy agradable. Muchos chicos entraban y se quejaban de no obtener exactamente lo que querían.

—Pero ¿te preocupa lo que pase luego? —insistió Mary.

—Ahora hay mucha comida. Pero ya hay carencias. Ya casi no se encuentran barritas ni patatas de bolsa. Los refrescos se acabarán dentro de poco. Y al final se acabará todo.

—¿Cuándo será al final?

—Pues no lo sé. La gente no tardará mucho en pelearse por la comida. La estamos gastando. No cultivamos más ni producimos cosas nuevas.

Mary dio dos mordiscos a su Big Mac.

—¿Y Caine lo sabe?

—Se lo he dicho. Pero está ocupado con otras cosas.

—Es un problema grave… —señaló Mary.

Albert no quería hablar de cosas tristes, no mientras alguien disfrutaba de su comida. Pero era Mary quien preguntaba, y para Albert, Mary era una santa como las otras de la iglesia, por lo que añadió:

—Solo intento hacer lo que me toca aquí…

—¿Podemos cultivar alimentos? —preguntó Mary en voz alta.

—Me imagino que eso depende de Caine o… de quien sea —comentó Albert, con cautela.

Mary asintió.

—¿Sabes qué, Albert? No me importa quién maneje las cosas, pero tengo que cuidar de mis niños.

—Y yo tengo esto —Albert le dio la razón.

—Y Dahra tiene el hospital —añadió Mary—. Y Sam solía encargarse del parque de bomberos.

—Sí.

Fue un momento extraño para Albert. Admiraba a Mary, pensaba que era la persona más hermosa que había conocido aparte de su madre, y quería confiar en ella. Pero no estaba seguro de si podía. Le preocupaba lo que estaba pasando en Perdido Beach. Pero ¿y si Mary no estaba de acuerdo? ¿Y si le contaba a Drake que Albert se quejaba, puede que incluso sin proponérselo?

Drake podría ordenarle que cerrara. Y Albert no sabía qué haría consigo mismo si perdía el restaurante. El trabajo le había servido para no pensar mucho en lo sucedido. Y, por primera vez en su vida, Albert era una persona importante. En la escuela no era más que otro chico. Pero ahora era Albert Hillsborough, hombre de negocios.

Pensándolo bien, Albert querría que Caine y Drake se marcharan. Pero la única persona que podía plantarles cara y encargarse de las cosas estaba en otra parte, lo perseguían para atraparlo.

—¿Cómo está la hamburguesa? —preguntó a Mary.

—¿Sabes qué? —Mary sonrió y se relamió el dedo cubierto de ketchup—. Creo que me gusta más con el bagel.