298 HORAS, 05 MINUTOS
—ESE CAMIÓN… —SEÑALÓ Sam—. Otro choque.
Un camión de FedEx había arrasado un seto y chocado contra un olmo del jardín de la casa de alguien. El motor estaba al ralentí.
Se toparon con dos niños, uno de cuarto y su hermana pequeña, que jugaban sin ganas a pillar en su jardín.
—Nuestra madre no está en casa —explicó el mayor—. Se supone que tengo que ir a clase de piano esta tarde. Pero no sé cómo ir.
—Y yo tengo claqué. Vamos a comprar los disfraces para el recital —explicó la menor—. Yo iré de mariquita.
—¿Sabéis cómo llegar a la plaza? ¿Lo sabéis? ¿A la plaza de la ciudad?
—Creo que sí.
—Deberíais ir hasta allí.
—No debo salir de casa —protestó la pequeña.
—Nuestra abuela vive en Laguna Beach —pensó el niño de cuarto—. Podría venir a buscarnos. Pero no consigo hablar con ella por teléfono. El teléfono no funciona.
—Ya lo sé. Podríais bajar a esperar a la plaza, ¿no? —Pero cuando el niño se limitó a mirarlo fijamente, Sam trató de tranquilizarlo—. Oye, no te pongas así, ¿vale? ¿Tienes galletas o helado en casa?
—Creo que sí.
—Bueno, pues no hay nadie para decirte que no te comas una galleta, ¿verdad? Tus padres vendrán pronto. Pero, mientras tanto, cómete una galleta, y luego baja a la plaza.
—¿Y esa es tu solución? ¡Comerse una galleta! —exclamó Astrid.
—No, mi solución es bajar a la playa y esconderme hasta que todo esto haya terminado —gruñó Sam—. Pero una galleta nunca hace daño.
Sam, Quinn y Astrid siguieron su camino. La casa de Sam quedaba al este del centro. Su madre y él compartían una casa pequeña y estrecha de una sola planta con un diminuto jardín vallado en la parte de atrás y sin jardín delantero, tan solo la acera. La madre de Sam no ganaba mucho dinero como enfermera de la Academia Coates. El padre de Sam era un completo desconocido, no sabía nada de él. Era un misterio en la vida de Sam. Y el año anterior también se había marchado su padrastro.
—Es aquí —señaló Sam—. No nos gusta alardear con una casa grande y tal.
—Bueno, vives cerca de la playa.
Astrid indicó la única ventaja de la casa o el barrio.
—Sí. Dos minutos caminando. Menos si atraviesas el jardín de la casa donde vive la pandilla de moteros.
—¿Pandilla de moteros? —preguntó Astrid.
—No, no viven todos, solo Asesino y su novia Cómplice. —Astrid frunció el ceño, y Sam se disculpó—: Perdona. Un mal chiste. No es un barrio fantástico.
Ahora que habían llegado, Sam no quería entrar. Su madre no estaría allí.
Y había algo en su casa que quizá Quinn, y sobre todo Astrid, no debían ver.
Los condujo por los tres escalones de madera gris descolorida que crujían al pisarlos. El porche era estrecho, y un par de meses atrás alguien había robado la mecedora que su madre había sacado para sentarse y mecerse por la noche antes de ir a trabajar. Ahora tenían que sacar las sillas de la cocina.
Aquel era siempre el mejor momento del día para ellos, el comienzo de la jornada laboral de la madre de Sam y el fin de la del chico. Sam volvía a casa del colegio, y su madre se había despertado tras pasar gran parte del día durmiendo. Ella se tomaba una taza de té, y Sam un refresco o un zumo. Ella le preguntaba cómo le había ido el colegio aquel día y, aunque él no le contaba mucho, le gustaba pensar que podía hacerlo si quería.
Sam abrió la puerta. El interior estaba silencioso, a excepción de la nevera. Tenía un compresor antiguo y ruidoso. La última vez que habían hablado en el porche, con los pies apoyados en la verja, su madre se preguntaba si tendrían que arreglar el compresor, o si saldría más barato comprarse una nevera de segunda mano. Y cómo se la llevarían a casa sin furgoneta.
—¿Mamá? —llamó Sam en dirección al salón familiar vacío.
No hubo respuesta.
—Igual está en la colina —sugirió Quinn.
«En la colina» era la frase que los de la ciudad usaban para hablar de la Academia Coates, el internado privado. Más que una colina era una montaña.
—No —replicó Sam—. Ha desaparecido como todos los demás.
La cocina estaba encendida. Una sartén se había quemado del todo. Pero no había nada en ella. Sam apagó el fogón.
—Esto va a ser un problema en toda la ciudad —aseguró.
—Sí, las cocinas encendidas, los coches en marcha. Alguien tiene que darse una vuelta y asegurarse de que las cosas están apagadas y los niños están con alguien. Y están las pastillas, el alcohol, y la gente que tiene armas —consideró Astrid.
—En este barrio, algunos tienen artillería pesada —intervino Sam.
—Tiene que ser Dios —afirmó Quinn—. Quiero decir, si no, ¿cómo?, ¿verdad? ¿Nadie más podría hacer esto… hacer que desaparezcan los adultos?
—Todos los de quince años o más —le corrigió Astrid—. Uno de quince no es un adulto. Créeme, yo iba a clase con ellos. —La chica se paseó por la habitación, como si buscara algo—. ¿Puedo ir al baño, Sam?
Sam asintió, un tanto reacio. Le avergonzaba que ella estuviera allí. Ni Sam ni su madre cuidaban mucho la casa. El lugar estaba más o menos limpio, pero no como la casa de Astrid.
La chica cerró la puerta del baño. Sam oyó correr el agua.
—¿Qué hemos hecho? —preguntó Quinn—. Eso es lo que no capto. ¿Qué hemos hecho para molestar a Dios?
Sam abrió la nevera y se quedó mirando la comida del interior. Leche. Un par de refrescos. Medio melón pequeño cortado boca abajo sobre un plato. Huevos. Manzanas. Y limones para el té de su madre. Lo de siempre.
—Quiero decir que hemos hecho algo para merecer esto, ¿verdad? —insistió Quinn—. Dios no hace cosas como esta sin motivo.
—No creo que haya sido Dios —opinó Sam.
—Tío, tiene que haber sido.
Astrid había vuelto.
—Igual Quinn tiene razón. No hay nada… en fin… normal… capaz de hacer esto, ¿verdad? No tiene sentido. No es posible, y aun así ha pasado —razonó la chica.
—A veces pasan cosas imposibles —reflexionó Sam.
—No, no pasan —replicó Astrid—. El universo tiene leyes. Todo lo que aprendemos en clase de ciencias. Ya sabes, leyes como la del movimiento, o la de que nada puede ir tan rápido como la luz. O la de la gravedad. Las cosas imposibles no pasan. Eso es lo que significa imposible. —Astrid se mordió la lengua—. Lo siento. No es momento de que me ponga a sermonear, ¿verdad?
Sam dudaba. Si se lo mostraba, si cruzaba esa línea, no conseguiría que se les olvidara. Le insistirían hasta que se lo contara todo.
Lo mirarían distinto. Se asustarían como se asustó él.
—Me voy a cambiar de camiseta. En mi cuarto. Ahora vuelvo. Hay cosas para beber en la nevera. Servíos.
Y cerró la puerta de su habitación tras de sí.
Le repateaba su cuarto. La ventana daba a un callejón y el cristal era translúcido, de esa clase de vidrio que no te permitía ver el exterior. Era una habitación fúnebre incluso cuando hacía sol. Y por la noche estaba muy oscuro.
Sam detestaba la oscuridad.
Su madre le obligaba a cerrar la casa a cal y canto de noche cuando ella estaba en el trabajo.
—Ahora eres el hombre de la casa, pero de todos modos me quedaría más tranquila si supiera que has cerrado la puerta —le decía.
A Sam no le gustaba que le dijera eso, no le gustaba que le dijera que era el hombre de la casa. El hombre de la casa, ahora.
Ahora.
Igual no quería decir nada. Pero ¿cómo no? Habían pasado ocho meses desde que su padrastro se marchó de su antigua vivienda. Seis meses desde que Sam y su madre se mudaron a aquella casa vieja en aquel barrio decadente y su madre se vio obligada a aceptar un trabajo mal pagado con un horario horrible.
Dos noches atrás se había producido una tormenta eléctrica y las luces se apagaron durante un rato. Sam se hallaba en la oscuridad más absoluta, a excepción de unos relámpagos débiles que convertían las cosas familiares de su cuarto en objetos inquietantes.
Consiguió dormir un rato, pero lo despertó el estruendo de un trueno. Pasó de una pesadilla aterradora a la oscuridad total en una casa vacía.
La combinación le resultó insoportable. Gritó llamando a su madre. Un chico mayor y duro como él, de catorce años, casi quince, gritando «mamá» en la oscuridad… Extendió la mano, tratando de empujar la oscuridad… y entonces… surgió la luz.
Apareció en un rincón del interior de su armario. Podía ocultarla cerrando la puerta, pero cuando intentaba cerrarla del todo, la luz pasaba a través de ella, como si no hubiera puerta. Así que la puerta estaba cerrada, pero no del todo. Colgó algunas camisas de cualquier manera sobre la parte superior de la puerta para bloquear gran parte de la luz, pero aquel engaño tan tonto no iba a durar mucho. Su madre lo acabaría viendo… bueno, cuando volviera, lo vería.
Sam abrió la puerta del armario. Las camisas cayeron al suelo.
Y la luz seguía allí.
Era escasa, pero penetrante. Y permanecía allí, sin moverse, sin vincularse a nada, sin ataduras. No era ni una lámpara ni una bombilla, tan solo una bolita de luz pura.
Era imposible. Era algo que no podía existir. Pero ahí estaba. La luz que se limitó a aparecer cuando Sam la necesitó, y no se apagó.
La tocó, o eso creyó. Los dedos la atravesaron y notaron solamente un brillo cálido, no más caliente que el agua del baño.
—Sí, Sam —susurró para sí—, sigue ahí.
Astrid y Quinn pensaban que aquel día era el comienzo, pero Sam sabía muy bien que no era así. La vida normal empezó a desmoronarse ocho meses atrás. Y luego volvió la normalidad. Y luego vino la luz.
Catorce años de normalidad para Sam. Y entonces la normalidad empezó a apartarse de su camino.
Y, aquel día, la normalidad se estrelló y empezó a arder.
—¿Sam?
Astrid lo llamaba desde el comedor. Sam miró hacia la entrada, ansioso porque pudiera acercarse y verlo. Se apresuró todo lo que pudo a esconder de nuevo la luz y volvió con sus compañeros.
—Tu madre estaba escribiendo en su portátil —le comentó Astrid.
—Debía de estar mirando el correo.
Cuando Sam se sentó a la mesa y miró la pantalla, había un documento de Word abierto, no un navegador.
Era un diario. Tan solo tres párrafos de una página.
Anoche pasó otra vez. Ojalá pudiera decírselo a G. Pero pensará que estoy loca. Podría perder el trabajo. Creerá que tomo drogas. Si tuviera el modo de poner cámaras por todas partes, podría conseguir pruebas. Pero no tengo pruebas. Y la «madre» de C. es rica y generosa con la A. C. Me echarían. Aunque le cuente toda la verdad a alguien, me echarán pensando que soy una madre alterada. Tarde o temprano, C. o alguno de ellos hará algo grave. Alguien saldrá herido. Como le pasó a S. con T. Puede que me enfrente a C. No creo que confiese. ¿Cambiaría algo si lo supiera todo?
Sam miró fijamente la página. No la había guardado. Sam buscó por el escritorio del ordenador y encontró la carpeta llamada «Diario». Hizo clic en ella. Tenía contraseña. Si su madre hubiera guardado la última página, también habría tenido contraseña.
«A. C.» era fácil: Academia Coates. Y «G.» debía de ser la directora de la escuela. Grace. «S.» también era fácil: Sam. Pero ¿quién era «C.»?
Una de las frases parecía vibrar mientras Sam la miraba: «Como le pasó a S. con T.».
Astrid leía por encima de su hombro. Intentaba ser sutil, pero era obvio que estaba mirando.
—Vámonos.
—¿Adónde? —preguntó Quinn.
—A cualquier sitio lejos de aquí —dijo Sam.