113 HORAS, 33 MINUTOS
EL PIE DE Lana se enganchó con una raíz y cayó a cuatro patas. Patrick se acercó saltando para mirarla, pero se mantuvo a cierta distancia.
Nip, el coyote que se encargaba personalmente de atormentar a Lana, le clavó la quijada.
—Ya me levanto, ya me levanto… —murmuró Lana.
Tenía las manos rascadas. Otra vez. Y las rodillas ensangrentadas. Otra vez.
La manada se distribuía delante de ella, serpenteaba entre la artemisa, saltaba zanjas, se detenía a olisquear agujeros de tortugas de tierra, y se ponía en marcha otra vez.
Lana no podía seguir el ritmo. Por rápido que corriera, los coyotes siempre la alcanzaban y, cuando quedaba rezagada, Nip le mordía los tobillos, y en ocasiones le hacía sangre.
Nip era un coyote subalterno, ansioso por demostrar lo que valía al líder de la manada. Pero no era fiero, no como algunos de los otros, así que no la desgarraba con los dientes, solo gruñía y mordía. Pero cuando retrasaba a la manada con su correr humano lento y torpe, el líder de la manada le gruñía y golpeaba mientras Nip gemía y se humillaba.
Patrick ocupaba el lugar más bajo en la jerarquía, por debajo incluso de Lana. Era un perro grande y fuerte, pero saltaba meneando la cola, con la lengua colgando, algo que a los veloces y eficientes coyotes les resultaba despreciable.
Los coyotes eran cazadores solitarios capaces de atrapar incluso a los conejos o ardillas más rápidos. Patrick se las tenía que arreglar solo y, dado que era mucho más lento, pasaba hambre.
Habían ofrecido a Lana una de las presas del líder, una liebre medio comida y medio viva, pero no tenía tanta hambre. Todavía.
Casi había olvidado que nada de todo aquello era posible. Era increíble lo rápido que había aceptado un mundo definido por una barrera gigante. Absurdo que supiera que podía curar con el tacto. Ridículo que hubiera aceptado el hecho de que el líder de la manada podía hablar. Con palabras. En su idioma; por mucho que costara entenderlo.
Una locura.
Total.
Pero lo ocurrido en aquella mina, donde la oscuridad se ocultaba en toda su magnitud, lejos del sol, del mundo de la razón, había eliminado cualquier duda que aún le quedara: el mundo había enloquecido. Ella había enloquecido.
Lo que tenía que hacer era sobrevivir, no analizar o comprender, sino solamente sobrevivir.
Se le estaban destrozando los zapatos. La ropa estaba rota. Iba sucia. Había tenido que orinar y defecar al aire libre, como un perro.
Se había cortado repetidamente en brazos y piernas con piedras puntiagudas y espinas, la habían acribillado los mosquitos. Incluso la había mordido un mapache acorralado. Pero las heridas no habían durado mucho. Dolían, dolían cada vez, pero Lana las curaba.
Los coyotes corrieron toda la noche en busca de su siguiente comida.
Solo habían pasado unas doce horas, pero ya le parecía que llevaba toda la vida.
—Soy humana —se repetía Lana—. Soy más lista que él. Soy superior. Soy un ser humano.
Pero allí en medio, en la noche oscura del desierto, no era superior. Era más lenta, torpe y débil.
Para no desanimarse, Lana hablaba con Patrick o con su madre. Aquello también era una locura.
—Me lo estoy pasando de maravilla aquí, mamá —comentaba Lana—. He perdido un poco de peso. Es la dieta del coyote: no comes nada y corres todo el rato.
Lana cayó en un agujero y sintió que se torcía y rompía el tobillo. El dolor era increíble. Pero solo duraría un minuto. El agotamiento era mucho más profundo, y la desesperación más dolorosa.
El líder de la manada se asomó a mirarla desde una roca saliente.
—Corre más rápido —ordenó.
—¿Por qué me tenéis prisionera? —exigió Lana—. Matadme o dejadme ir.
—Oscuridad dice matar no —respondió el líder de la manada con su voz aguda, torturada, inhumana.
Lana no le preguntó qué quería decir con «la Oscuridad». Había oído su voz en la cabeza, en el fondo de la mina de oro de Jim el Ermitaño. Era una cicatriz en su alma, una cicatriz que su poder curador no podía sanar.
—Solo os estoy retrasando —sollozó Lana—. Dejadme aquí. ¿Para qué me queréis?
—Oscuridad dice: tú enseñas. Líder aprende.
—¿Aprende qué? —gritó Lana—. ¿De qué hablas?
El líder de la manada se le abalanzó, la hizo caer de espaldas y se mantuvo encima de ella exhibiendo los dientes por encima de su cuello expuesto.
—Aprende matar humanos. Reúne todas manadas. Líder líder de todas. Mata humanos.
—¿Mata a todos los humanos? ¿Por qué?
El líder de la manada salivaba. Una hilera larga de baba resbaló de su hocico hasta la mejilla de la chica.
—Odio humano. Humano mata coyote.
—Mantente fuera de las ciudades y nadie mata coyote —argumentó Lana.
—Todo por coyote. Todo por Líder. No humano —insistió el animal con su voz forzada y sobrenatural.
No conseguía alargarse mucho, pero su furia y odio se comunicaban con muy pocas palabras. Lana no sabía cómo sonaría un coyote cuerdo si pudiera hablar, pero no le cabía ninguna duda de que se trataba de un coyote loco.
A los animales no se les ocurren ideas descabelladas sobre eliminar especies enteras. Aquella idea no procedía del líder de la manada. Los animales pensaban en la comida, la supervivencia y la procreación, si es que pensaban.
Pero aquella cosa en la cueva… la Oscuridad… el líder de la manada era su víctima y su sirviente.
La Oscuridad había infundido aquella ambición malvada en el líder de la manada. Pero no había conseguido enseñarle a matar a los seres humanos. Cuando Lana se presentó en la mina de oro, la Oscuridad aprovechó la oportunidad para utilizarla.
Por muy aterrador que fuera, el poder de la Oscuridad tenía límites. Necesitaba utilizar a los coyotes y a Lana para llevar a cabo su voluntad. Y los conocimientos de la Oscuridad también tenían sus límites.
Lana sabía lo que tenía que hacer.
—Adelante, mátame. —Lana arqueó el cuello, presentándoselo desafiante—. Vamos.
Un mordisco rápido y todo habría terminado. Dejaría sangrar la herida. No la curaría sino que dejaría que sus arterias derramaran su vida en la arena del desierto.
En aquel momento, una parte de Lana no sabía si se estaba echando un farol. La Oscuridad había abierto una puerta en su mente, una puerta a algo casi tan aterrador como la propia Oscuridad.
—Vamos —desafió al coyote—. Adelante, mátame.
El líder coyote titubeó, y soltó una especie de aullido ansioso. Nunca había capturado a una presa indefensa que no peleara por vivir.
Funcionaba. Lana apartó el hocico húmedo del líder de la manada y se puso en pie, sintiendo aún el dolor del tobillo.
—Si me vas a matar, mátame.
El líder de la manada la atravesó con sus ojos marrones y amarillos, pero Lana no se echó atrás.
—No te tengo miedo…
El líder de la manada se estremeció. Pero entonces sus ojos se dirigieron hacia Patrick, y otra vez hacia ella. Le dirigió una mirada astuta y lasciva de soslayo.
—Mata perro.
Entonces quien se estremeció fue Lana. Pero sabía instintivamente que no podía mostrarse débil.
—Adelante. Mátalo. Si lo haces no tendrás modo de amenazarme.
Una vez más, la cara marcada del líder de la manada reflejó su confusión. Era un pensamiento complicado. Era un pensamiento que requería más de un movimiento, como si intentara jugar al ajedrez y anticiparse a lo que sucedería dos o tres movimientos más adelante.
El corazón de Lana dio un vuelco.
Sí, ellos eran más fuertes y rápidos. Pero ella era un ser humano, con cerebro humano.
Los coyotes habían cambiado en ciertos sentidos: algunos tenían hocicos y lenguas que les permitían hablar con dificultad, y eran más grandes de lo que deberían, más fuertes de lo que deberían, incluso más listos de lo que tendrían que ser. Pero seguían siendo coyotes, seguían siendo simples, los movía el hambre, el deseo de aparearse y la necesidad de hallar su sitio en la manada. Y la Oscuridad no les había enseñado a mentir o farolear.
—La Oscuridad dice enseñar —repitió el líder de la manada, volviendo a lo que ya sabía.
—De acuerdo. —El cerebro de Lana hervía, intentando decidir hacia dónde orientar aquella conversación. Buscando ventaja—. Deja en paz a mi perro. Y consígueme comida decente. Comida para humanos, no conejos sucios medio masticados. Y yo te enseño.
—No comida humana aquí.
«Es verdad, animal sucio y sarnoso», pensó mientras planeaba su siguiente paso. Allí no había comida humana.
—Ya me he dado cuenta —comentó, reprimiendo el tono triunfal en su voz, manteniendo una expresión cuidadosamente neutra, tratando de no revelar nada—. Así que llévame al sitio donde crece la hierba. Ya sabes de dónde hablo… El sitio donde crece el verde en el desierto. Llévame hasta allí, o llévame otra vez hasta la Oscuridad y dile que no puedes controlarme.
Al líder de la manada no le gustó aquello, y expresó su frustración no con palabras humanas sino con una serie de aullidos furiosos, lo que provocó que el resto de la manada tratara de ocultarse, inquieta.
El líder se apartó de Lana mostrando una pantomima de frustración, incapaz de controlar u ocultar sus emociones simples.
—Ves, mamá —susurró Lana mientras apretaba las manos sanadoras contra el tobillo—. A veces es bueno desafiar.
Finalmente, sin mediar palabra, el líder de la manada se marchó trotando hacia el nordeste. La manada lo siguió despacio, a un ritmo que Lana podía seguir.
Patrick iba detrás de su dueña.
—Son más listos que tú, chico —susurró Lana a su perro—. Pero no son más listos que yo.
—Despierta, Jack.
Jack el del ordenador se había quedado dormido sobre el teclado. Se pasaba las noches en el ayuntamiento, trabajando para cumplir con su promesa de organizar un sistema telefónico primitivo. No era fácil. Pero era divertido.
Y así se olvidaba de otras cosas.
Era Diana quien intentaba despertarlo, sacudiéndole el hombro.
—Ah, hola… —murmuró Jack el del ordenador.
—¿Esa cara de tecleado? No te queda muy bien…
Jack se palpó la cara y se ruborizó. Algunas teclas cuadradas se le habían quedado marcadas en la mejilla.
—Hoy es un gran día —empezó Diana, recorriendo la habitación hasta la nevera pequeña, de la que extrajo un refresco.
Lo abrió, levantó la persiana y bebió mientras miraba hacia la plaza.
Jack el del ordenador se ajustó las gafas. Uno de los lados estaba un poco torcido.
—¿Es un gran día? ¿Por qué?
Diana se rio a su manera sabelotodo.
—Vamos a casa de visita.
—¿A casa? —Jack tardó unos segundos en entenderlo—. ¿Te refieres a Coates?
—Vamos, Jack, dilo como si te hiciera ilusión.
—¿Por qué vamos a Coates?
Diana se acercó hasta él y apretó la mano contra su mejilla.
—Tan listo… y aun así, a veces tan lento… ¿Nunca te lees la lista que Caine te pidió que guardaras? ¿Recuerdas a Andrew? Pues cumple quince años. Tenemos que subir hasta allí antes de la hora maldita.
—¿Y yo tengo que ir? Tengo mucho trabajo que hacer…
—El líder intrépido tiene un plan que te incluye…
Diana extendió las manos con un gesto dramático, como si fuera un mago revelando cómo terminaba un truco.
—Vamos a grabar el gran momento.
A Jack le asustaba la idea tanto como le emocionaba. Le encantaba todo lo que tenía que ver con la tecnología, sobre todo cuando se le ofrecía la oportunidad de exhibir sus conocimientos técnicos. Pero, como todos los demás, se había enterado de lo sucedido a las gemelas Anna y Emma. No quería ver morir ni desaparecer a nadie, o lo que fuera que hicieran.
Pero… sería fascinante.
—Cuantas más cámaras mejor —pensó Jack en voz alta, trabajando ya en el problema, imaginándose ya cómo plantearlo—. Si pasa en un instante, tendremos que tener suerte para conseguir un plano del segundo preciso… En vídeo digital, no en fotos. El más caro y sofisticado que Drake pueda encontrar. Cada cámara ha de tener trípode. Y necesitaremos mucha luz. Sería mejor si tuviéramos un fondo simple, ya sabes, como una pared blanca o algo parecido. No, espera, puede que blanca no, igual verde, así puedo hacer chroma key… Y también…
Jack se detuvo, avergonzado de haberse dejado llevar, y porque no le gustaba lo que estaba a punto de decir.
—¿También qué?
—Mira, no quiero que a Andrew le pase nada.
—¿También qué, Jack? —insistió Diana.
—Bueno, ¿y si Andrew no se quiere quedar ahí de pie? ¿Y si se mueve? ¿O intenta huir?
Costaba descifrar la expresión de Diana.
—¿Quieres que lo aten, Jack?
El chico apartó la mirada. No quería decir eso. No exactamente. Andrew no era tan malo… para ser un matón.
—No he dicho que quiera que lo aten —Jack recalcó la palabra «quiera»—. Pero si se sale del cuadro de donde están orientadas las cámaras…
—Sabes Jack, a veces me preocupas… —comentó Diana.
Jack el del ordenador sintió que el rubor le subía por el cuello.
—No es culpa mía —replicó acaloradamente—. ¿Qué se supone que tengo que hacer? Y, en cualquier caso, ¿quién te crees que eres? Haces lo que te dice Caine, igual que yo.
Era la vez que más enfadado se permitía mostrarse ante Diana, y se estremeció esperando su réplica mordaz, pero ella respondió en voz baja:
—Yo sé quién soy, Jack. No soy muy buena persona. —Cogió una silla con ruedas y se sentó junto a él. Lo bastante como para hacerle sentir incómodo. Hacía poco que Jack se fijaba realmente en las chicas, y Diana era guapa—. ¿Sabes por qué mi padre me mandó a Coates?
Jack meneó la cabeza.
—Cuando tenía diez años, Jack, más joven que tú, me enteré de que mi padre tenía una amante. ¿Sabes lo que es una amante, Jack?
Lo sabía. O al menos le parecía que sí.
—Así que le conté a mi madre lo de la amante. Estaba furiosa con mi padre porque no me quería comprar un caballo. Mi madre se volvió loca. Hubo una gran escena entre mi madre y mi padre. Muchos gritos. Mi madre se iba a divorciar.
—¿Y se divorciaron?
—No. No les dio tiempo. Al día siguiente mi madre resbaló y se cayó por la escalera grande que tenemos. No se murió, pero ya no puede hacer nada. —E hizo los gestos propios de una persona que apenas aguanta la cabeza—. Tiene una enfermera a tiempo completo; se pasa el día tumbada en la habitación.
—Lo siento…
—Sí. —Diana dio una palmada para indicar que el momento de las confidencias ya había pasado—. Vamos, vámonos. Llena la mochila de cacharros. Al Líder Intrépido no le gusta perder el tiempo.
Jack obedeció y empezó a meter cosas, herramientas pequeñas, una memoria pequeña, un zumo, en su mochila de Hogwarts.
—Que tu madre se hiciera daño en el accidente no significa que seas mala —señaló Jack.
Diana pestañeó.
—Dije a la policía que había sido mi padre. Les dije que lo había visto empujarla. Lo arrestaron, salió en todas las noticias. Me metí en sus asuntos y los fastidié. Los polis acabaron dándose cuenta de que mentía. Y papá me envió a la Academia Coates, fin de la historia.
—Creo que es peor que lo que yo hice para que me mandaran a Coates —reconoció Jack.
—Y eso es solo parte de la historia. Lo que quiero decir es que no pareces mala persona, Jack. Y creo que más adelante, cuando te des cuenta de lo que está pasando, te vas a sentir mal. Ya sabes, culpable.
Jack dejó de hacer la mochila, y se quedó con un par de auriculares colgando.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué quieres decir con «lo que está pasando»?
—Vamos, Jack. ¿Tu agendita del Juicio Final? ¿La lista que guardas para Caine? ¿Todos esos raros? Ya sabes de qué va la lista. Ya sabes lo que les va a pasar a los raros.
—Yo no hago nada. Solo guardo la lista para ti y para Caine.
—Pero ¿cómo te sentirás entonces? —preguntó Diana.
—¿Qué quieres decir?
—No te pongas obtuso aposta, Jack. ¿Cómo te sentirás cuando Caine empiece a recorrer esa lista?
—No es culpa mía…
Jack estaba desesperado.
—Duermes profundamente, Jack. Ahora mismo, ¿mientras dormías? Te he cogido esa mano regordeta que tienes. Es lo más cerca que debes de haber estado de ir de la mano con una chica. Suponiendo que te gusten las chicas.
Jack sabía qué iba a decir a continuación. Diana vio su miedo y sonrió triunfante.
—Así que, ¿de qué se trata, Jack? ¿Cuál es tu poder?
Él meneó la cabeza, sin atreverse a hablar.
—No has añadido tu nombre a la lista, Jack. ¿Me pregunto por qué? Sabes que Caine utiliza a los raros que le son fieles. Sabes que mientras seas totalmente leal te irá bien. —Se acercó tanto que Jack respiraba su aliento—. Tienes dos barras, Jack. Antes no tenías nada. Lo que significa que tus poderes se están desarrollando. Lo que significa, oh sorpresa, que la gente puede adquirir el poder más adelante. ¿No es así?
Jack asintió.
—Y no te has molestado en decírnoslo. Me pregunto qué significa eso en términos de lealtad.
—Soy totalmente leal —soltó Jack el del ordenador—. Soy totalmente leal. No tienes que preocuparte por mí.
—¿Qué es lo que puedes hacer?
Jack atravesó la habitación con las piernas temblorosas. Sin previo aviso, la vida se había convertido en algo peligroso. Abrió el armario, y sacó una silla: de acero, funcional, sin adornos, pero muy resistente. A excepción del respaldo donde la barra de metal estaba aplastado hasta formar la impresión perfecta de unos dedos. Como si fuera de arcilla, y no de acero.
Oyó el grito ahogado, brusco y repentino de Diana.
—Me di con el dedo —explicó—. Me dolía mucho. Agarré la silla mientras daba saltos y gritaba.
Diana examinó el metal, recorriendo el contorno de la impresión de los dedos.
—Vaya, vaya, eres más fuerte de lo que pareces, ¿verdad?
—No se lo digas a Caine —le suplicó Jack.
—¿Qué crees que haría? —preguntó Diana.
Jack estaba aterrorizado. Aterrorizado ante aquella chica imposible a la que nunca entendía. De repente supo la respuesta: tenía un modo de contraatacar.
—Sé que leíste a Sam Temple, te vi —la acusó—. ¡Le dijiste a Caine que no, pero lo hiciste! Tiene cuatro barras, ¿verdad? Sam, quiero decir. Caine se volvería loco si supiera que hay otro con cuatro barras ahí fuera.
Diana ni siquiera dudó.
—Sí. Sam tiene cuatro barras. Y Caine se volvería loco. Pero, Jack, ¿tu palabra contra la mía? ¿A quién crees que creerá Caine?
Jack no tenía nada más. Ninguna otra amenaza. Así que se vino abajo.
—No dejes que me haga daño —susurró.
—Lo hará. Te pondrá en la lista. Si yo no te protejo. ¿Me estás pidiendo que te proteja?
Jack atisbó un rayo de esperanza en su oscuridad personal.
—Sí, sí.
—Dilo.
—Por favor, protégeme.
Los ojos de Diana parecieron derretirse, ya no parecían helados sino casi cálidos, y sonrió.
—Te protegeré, Jack. Pero piensa que, de ahora en adelante, me perteneces. Cuando te pida que hagas algo, lo harás. Sin preguntar. Y no le hablarás a nadie más de tu poder, o de nuestro trato.
Jack volvió a asentir.
—Me perteneces a mí, Jack. No a Caine. Ni a Drake. A mí. Mi pequeño Hulk. Y si alguna vez te necesito…
—Haré lo que tú quieras.
Diana le acarició la mejilla con las pestañas, sellando así el trato, y entonces le dijo al oído:
—Sé que lo harás, Jack. Y, ahora, vámonos.