123 HORAS, 52 MINUTOS
SAM, EDILIO, QUINN, Astrid y Pete seguían la pared de la ERA mar adentro. La curva de la barrera los apartaba de la tierra, y luego los acercaba otra vez.
No había ningún agujero en la pared. No había ninguna escotilla para escapar fácilmente.
El sol se estaba poniendo mientras se desplazaban al norte de un puñado de islitas privadas. En una de ellas había un bonito yate blanco estrellado. Sam se planteó dar un rodeo para inspeccionarlo de cerca pero luego decidió que no. Había decidido investigar la barrera de la ERA entera. Si tenía que estar atrapado como un pez en una pecera, quería ver toda la pecera.
La pared de la ERA bordeaba la costa en pleno Parque Nacional Stefano Rey, tras describir un largo semicírculo en el mar de una placidez inquietante.
La costa era imposible, una fortaleza de roca y acantilados escarpados, tocados por la luz dorada del sol que se ponía.
—Es bonito… —murmuró Astrid.
—Preferiría que fuera feo y tener donde amarrar —señaló Sam.
Las olas seguían dóciles, pero a las rocas no les costaría nada hacer perforar el casco de la ya inutilizada Boston Whaler.
Se dirigieron hacia el sur, deslizándose, esperando encontrar un lugar para detenerse antes de que se vaciara el depósito y cayera la noche.
Finalmente detectaron una barra de arena minúscula en forma de V, de poco más de tres metros y medio de ancho y la mitad de profundidad. Sam pensaba que, con un poco de suerte, podría llevar la lancha hasta allí y hacerla encallar. Pero la barca no sobreviviría durante mucho tiempo, y tendrían que desplazarse a pie, sin mapa, al pie de un acantilado de más de veinte metros.
—¿Cómo vamos de combustible, Edilio?
Edilio metió un palito por el depósito y lo sacó.
—No hay mucho. Un par de centímetros.
—Bien. De acuerdo, pues me parece que es el momento. Ajustaos los chalecos salvavidas.
Sam empujó el acelerador hacia delante y se dirigió directamente hacia la playa. Tenía que mantener la velocidad o el lento oleaje lo empujaría hacia las rocas que atestaban ambos lados.
La lancha corrió sobre la arena. El impacto sacudió a Astrid, pero Edilio la agarró de la mano antes de que cayera. Los cuatro se bajaron a toda prisa. No podían obligar a Pete a que bajara, o ni siquiera a que reconociera que los demás existían. Así que Sam, temiendo que en cualquier momento pudiera asustarse y ahogarlo, teletransportarlo, o cuando menos ponerse a aullar, cargó con el muchacho hasta la orilla.
Edilio se llevó el kit de urgencias de la lancha, que se limitaba a unas pocas tiritas, una caja de cerillas, dos bengalas y una brújula diminuta.
—¿Cómo hacemos para que Pete suba por este acantilado? —se preguntó Sam en voz alta—. No costará mucho subir pero…
—Sabe trepar —señaló Astrid—. A veces trepa por los árboles. Cuando quiere.
Sam y Edilio adoptaron una expresión idéntica de incredulidad.
—Sí que sabe —insistió Astrid—. Solo he de recordar las palabras adecuadas. Algo sobre un gato.
—De acuerdo…
—Una vez siguió a un gato por un árbol…
—Ya no sé si sigue habiendo mareas —intervino Quinn—, pero si las hay, esta playa quedará sumergida muy pronto.
—Whiskas —dijo Astrid. Los chicos la miraron—. El gato. Se llamaba Whiskas. —Se agachó junto a Pete—. Petey, ¿Whiskas? ¿Whiskas? ¿Te acuerdas?
—No sé por qué no me sorprende… —murmuró Quinn.
—De acuerdo, a ver, ¿qué te parece si tú subes primero, Edilio, y luego Astrid para que Pete pueda seguirte? Quinn y yo iremos los últimos por si Pete se resbala —propuso Sam.
Resultó que Astrid tenía razón. Pete sabía trepar. De hecho, casi pasó a Astrid al subir. No obstante, no alcanzaron la cima del acantilado hasta que se hizo de noche. Para cuando, finalmente, se derrumbaron en una alfombra de hierba y hojas de pino bajo árboles elevados, necesitaron todas las tiritas que llevaba Edilio.
—Creo que dormiremos aquí… —dijo Sam.
—Hace calor —señaló Astrid.
—Está oscuro —recordó Sam.
—Pues hagamos fuego —propuso Astrid.
—Para que no vengan los osos, ¿eh?
Edilio estaba nervioso.
—Me temo que eso es un mito —explicó Astrid—. Los animales salvajes ven fuegos constantemente. No les asustan.
Edilio meneó la cabeza, arrepentido de haber hablado.
—A veces, Astrid, que lo sepas todo no ayuda mucho.
—Ya lo pillo —se corrigió Astrid—. Lo que quería decir es que los osos, como todos los animales salvajes, temen el fuego.
—Ya… demasiado tarde…
Edilio miró nervioso en dirección a las negrísimas sombras bajo los árboles.
Astrid y Edilio vigilaban a Pete mientras Sam y Quinn buscaban leña.
Quinn, que estaba nervioso por más de un motivo, le apremió:
—No te quiero agobiar ni nada, pero tío, si de verdad tienes alguna clase de magia, tienes que averiguar cómo utilizarla.
—Ya lo sé. Créeme, si supiera cómo hacer luz, lo haría.
—Sí… siempre has tenido miedo de la oscuridad.
—No sabía que lo supieras… —comentó Sam al cabo de un rato.
—No es nada. A todo el mundo le asusta algo —dijo Quinn en voz baja.
—¿Y a ti qué te asusta?
—¿A mí? —Quinn hizo una pausa, sujetando los palitos de madera que había conseguido recopilar, y reflexionó—. Supongo que me asusta no ser nada. Una gran… nada.
Recogieron madera y hojas de pino suficientes para encender el fuego y al cabo de poco lograron una hoguera viva y humeante.
Edilio miraba las llamas.
—Mejor así, aunque no asuste a los osos. Además, ya no estoy en esa lancha… Me gusta la tierra firme.
El calor del fuego no era necesario, pero Sam lo disfrutaba igualmente. La luz naranja rebotaba débilmente en los troncos y ramas de los árboles y hacía que la noche pareciera más oscura. Pero mientras ardiera el fuego, podían fingir que estaban a salvo.
—¿Alguien sabe alguna historia de miedo para contar? —preguntó Edilio, medio en broma.
—¿Sabéis lo que me gustaría? —dijo Astrid—. Nubes a la brasa. Una vez estuve de acampada. Era un camping a la antigua, con pesca y caballos y esas canciones horribles junto al fuego. Y nubes. Entonces no me gustaban, sobre todo porque no quería estar de campamentos. Pero ahora…
Sam la miró a través de las llamas. Las blusas blancas almidonadas de la fase anterior a la ERA habían dado paso a las camisetas. Y ya no le intimidaba totalmente, después de pasar tantas cosas juntos. Pero seguía siendo tan hermosa que a veces tenía que apartar la vista. Y el hecho de haberla besado implicaba que, ahora, cada vez que pensaba en ella, le invadía un torrente de recuerdos, aromas, sensaciones y sabores abrumadores.
Sam se movió inquieto y se mordió el labio, recurriendo al dolor para dejar de pensar en Astrid y su camiseta y su pelo y su piel.
—No es el momento ni el lugar… —murmuró.
Pete estaba sentado con las piernas cruzadas, mirando hacia el fuego. Sam se preguntaba qué pasaba por su mente. Se preguntaba qué poder se escondía tras esos ojos inocentes.
—Hambre… —dijo entonces Pete—. Ñam, ñam…
Astrid lo abrazó.
—Lo sé, hermano pequeño. Mañana conseguiremos comida.
Uno tras uno, todos fueron sintiendo que cada vez les pesaban más los párpados. Uno tras otro fueron estirándose, callándose, durmiéndose. Sam se quedó dormido el último. El fuego se estaba apagando. La oscuridad se acercaba procedente de todos los rincones.
Se sentó con las piernas cruzadas, como un indio, como decían en el jardín de infancia, puso las palmas boca arriba y las apoyó sobre las rodillas.
¿Cómo?
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo le había ocurrido todo aquello?
¿Cómo podía controlarlo, que ocurriera cuando él quisiera?
Sam cerró los ojos e intentó recrear el pánico experimentado cada vez que había creado la luz. No le costaba recordar la emoción, pero le resultaba imposible sentirla.
Tan silenciosamente como pudo, se apartó del fuego. La oscuridad bajo los árboles podía ocultar un millar de terrores. Caminó hacia su miedo.
Las hojas de pino se aplastaban bajo sus pies. Caminó hasta que lo único que veía era el brillo débil de los restos del fuego detrás de él y ya no olía el humo del pino.
Alzó las manos del modo en que había visto hacerlo a Caine, con las palmas hacia fuera, como si indicara a alguien que parara, o como un pastor bendiciendo a una congregación.
Trató de recordar el miedo que le produjo aquella pesadilla en su habitación, el pánico cuando Pete lo estaba ahogando, la reacción repentina cuando la pirómana trató de matarlo.
Pero nada. No iba a funcionar. No podía simular el miedo, e intentar asustarse a sí mismo con un bosque oscuro tampoco le servía.
Entonces se dio la vuelta. Había oído un ruido detrás de él.
—No funciona, ¿verdad? —comentó Astrid.
—Pues casi, casi me asustas lo bastante como para que volviera a pasar —comentó Sam.
Astrid se acercó.
—Tengo que contarte algo terrible.
—¿Algo terrible?
—He traicionado a Petey. Drake… Él quería que le llamara una cosa…
Se retorcía tanto los dedos que parecía que se hacía daño.
Sam le cogió las manos.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Solo…
—¿Solo qué?
—Me ha abofeteado un par de veces, no ha sido tan terrible pero…
—¿Te ha pegado? —Sam sentía como si hubiera tragado ácido—. ¿Te ha pegado?
Astrid asintió. Intentó explicarse, pero su voz la traicionaba.
Así que señaló el lado de la cara, el sitio donde Drake le había pegado con fuerza suficiente como para ladearle la cabeza. Astrid trató de calmarse y lo intentó otra vez:
—No ha sido nada. Pero tenía miedo, Sam, tenía tanto miedo…
Astrid se acercó, deseando quizá que la rodeara con sus brazos.
Pero Sam dio un paso atrás.
—Espero que esté muerto —señaló Sam—. Espero que esté muerto, porque si no lo está, lo mataré yo.
—Sam…
Había cerrado los puños. Sentía como si el cerebro le hirviera dentro de la cabeza. Respiraba entrecortadamente.
—Sam… —susurró Astrid—. Inténtalo ahora…
Él la miró sin comprender.
—¡Ahora! —gritó ella.
Sam alzó las manos, con las palmas hacia fuera, dirigiéndolas hacia un árbol.
—¡Aaaah! —gritó, y salieron rayos de luz brillante, verdosa, de sus manos.
Sam dejó caer las manos a los lados, jadeando, aturdido por lo que había hecho. El árbol estaba quemado y cayó, primero despacio, luego más rápido, hasta estamparse pesadamente contra un espino.
Astrid se le acercó por detrás y deslizó los brazos alrededor del chico. Sam sintió las lágrimas de Astrid en la nuca, y su aliento en el oído.
—Lo siento, Sam…
—¿Lo sientes?
—No puedes evocar el miedo cada vez que lo necesites, Sam. Pero la ira es el miedo dirigido hacia fuera. La ira es fácil.
—¿Me has manipulado?
Sam se zafó de ella y se volvió para mirarla.
—Lo que ha pasado con Drake ha sido tal y como te he dicho —se justificó Astrid—. Pero no pensaba contártelo hasta que te he visto aquí intentándolo. No dejabas de decir que el miedo era lo que hacía que funcionara el poder, así que he pensado…
—Sí… —Sam se sintió extrañamente derrotado. Acababa de conseguir, por primera vez, provocar la luz a voluntad. Pero estaba triste, no eufórico—. Así que tengo que estar furioso, no asustado. Tengo que querer hacer daño a la gente.
—Aprenderás a controlarlo. Mejorarás, podrás usar el poder sin tener que sentir nada.
—Y ese será un día feliz, ¿eh? —La voz de Sam estaba teñida de amargo sarcasmo—. Podré quemar algo sin sentir nada.
—Lo siento, Sam. De verdad que sí. Lo siento por ti, es decir, siento que tenga que ocurrir esto. Tienes razón en lo de temer el poder. Pero la verdad es que necesitamos que tengas este poder.
Permanecieron de pie, apartados a solo treinta centímetros el uno del otro. La mente de Sam estaba muy lejos, recordando cosas de una época que parecía remontarse un millón de años. Un millón de años, o quizá tan solo ocho días.
—Lo siento —volvió a susurrar Astrid, pasando los brazos por debajo de los de Sam para atraerlo hacia ella.
Él apoyó la barbilla sobre su cabeza, mirando hacia delante, hacia el fuego, hacia la oscuridad que los rodeaba, la oscuridad que lo asustaba desde que era un bebé.
—A veces atrapas la ola, y a veces te atrapa a ti —acabó diciendo.
—Es la nueva ERA, Sam. No eres tú: es la nueva ERA.