125 HORAS, 57 MINUTOS
LANA TARDÓ MÁS de lo que esperaba en alcanzar el final de las huellas de neumáticos. Lo que pensaba que sería poco más de kilómetro y medio debía de ser el triple. Y transportar el agua y la comida con el calor abrasador no había facilitado las cosas.
Ya había llegado la tarde cuando arrastró sus pies cansados en torno a un afloramiento de la cadena montañosa. Y allí, para su sorpresa, encontró lo que parecía un pueblo minero abandonado. Debía de haber sido una colonia grande en otra época: había una docena de casas apretujadas en el pliegue estrecho y empinado de la cadena. Las casas eran indistinguibles, como una acumulación de palos grises, pero parecía que algún tipo de calle había ocupado poco más de media manzana.
Era un lugar inquietante, silencioso, siniestro, con ventanas destrozadas sin cristales que la miraban como ojos tristes.
Tras las ruinas de la calle principal, oculta a cualquiera que pasara por allí —aunque Lana no era capaz de imaginarse por qué se acercaría alguien a aquel lugar feo y desierto—, había una estructura más resistente. Era de la misma madera grisácea de las otras, pero seguía en pie y estaba rematada por un tejado de zinc. Tenía el tamaño de un garaje para tres coches. Las huellas conducían hasta ella.
—Vamos, chico —llamó Lana.
Patrick corrió hacia delante, olisqueó la hierba cerca de la puerta de la cabaña y volvió con la cola aún erguida.
—Así que no hay nadie dentro —se tranquilizó Lana—. O habrías ladrado.
Abrió la puerta de golpe, no quería entrar sigilosamente como la típica chica de una película de terror.
El sol se colaba por docenas de agujeros y grietas del tejado de estaño y los nudos de la madera. Pero seguía estando oscuro.
La furgoneta estaba allí. Era más nueva que la de su abuelo, y tenía una cama más larga.
—¿Hola? ¿Hola? —Espero y volvió a llamar—. ¿Hola?
Comprobó primero la furgoneta. El depósito estaba medio lleno. No encontraba las llaves. Registró cada centímetro de la furgoneta, pero nada.
Frustrada, Lana se puso a registrar el resto de la choza. Sobre todo había maquinaria. Algo que parecía para aplastar rocas. Una especie de cuba grande con válvulas de calor por debajo. Una bombona arrinconada.
—De acuerdo. O encontramos las llaves y seguramente nos matamos conduciendo —resumió Lana a un Patrick que la escuchaba atento—, o caminamos no sé cuántos kilómetros bajo el calor hasta Perdido Beach e igual nos morimos de sed. —Patrick ladró—. Estoy de acuerdo. Sigamos buscando las llaves.
Además de la puerta alta y doble en la fachada de la choza, había otra más pequeña detrás. Al atravesarla Lana halló un sendero trillado que serpenteaba a través de feos montones de piedras, pasando por un cementerio de máquinas de acero oxidadas, y terminaba en una abertura en el suelo enmarcada en madera. Parecía la boca sorprendida de la montaña, un cuadrado negro torcido con dos vigas de apoyo rotas que formaban unos dientes irregulares y salientes.
Una vía de tren estrecha conducía a la mina.
—No creo que queramos entrar allí —señaló Lana.
Patrick se acercó con cautela a la abertura del suelo. Se le erizó el pelo del lomo y gruñó.
Pero no gruñía a la abertura.
Lana oyó el tumulto de patas almohadilladas. Bajando por la ladera de la montaña, como una avalancha amortiguada, corría una manada de coyotes. Puede que dos docenas, incluso más.
Bajaban a una velocidad espeluznante, y al acercarse Lana oyó que susurraban con voz forzada, glotal.
—Comida, comida…
—No… —se dijo Lana.
No. Debía de estar imaginándoselo. Lana volvió la vista asustada, hacia la cabaña que ya quedaba muy por debajo de ella. El ala derecha de la manada corría para interceptarla.
—¡Patrick! —gritó, y salió disparada hacia la entrada de la mina.
En cuanto atravesaron el umbral la temperatura descendió varios grados. Como si hubieran entrado en un aparato de aire acondicionado. No había luz salvo la que procedía de fuera, y los ojos de Lana no tuvieron tiempo de adaptarse.
Olía fatal. A algo fétido y empalagoso.
Patrick se volvió para enfrentarse a los coyotes y se erizó. La manada se concentró en torno a la entrada de la mina, pero se detuvo allí.
Cegada, Lana palpó la oscuridad en busca de algo, de cualquier cosa. Encontró piedras tan grandes como el puño de un hombre y empezó a arrojarlas, a lanzarlas frenéticamente a los coyotes, sin apuntar.
—¡Largo! ¡Fuera! ¡Marchaos de aquí!
Pero ninguno de los misiles de Lana alcanzó su objetivo. Los coyotes los esquivaron delicadamente, sin esfuerzo, como si jugaran a un juego no demasiado difícil.
La manada se dividió en dos, formando un corredor. Uno de los coyotes, no el más grande pero sí desde luego el más feo, avanzó con la cabeza erguida a través de la manada. Tenía una de las orejas enormes medio rota, estaba sarnoso, por lo que trozos de piel asomaban a un lado de su hocico astuto, y mostraba parcialmente los dientes en el lado izquierdo de la boca debido a alguna herida antigua marcada con un gruñido permanente.
El líder de los coyotes gruñó a Lana, que se estremeció pero levantó una piedra grande a modo de amenaza.
—¡Atrás! —le advirtió Lana.
—Humano aquí no —respondió el coyote, arrastrando las palabras como si arrastrara unas botas sobre grava húmeda, pero en un tono más agudo.
Lana pasó varios segundos mirándolo sin más. No era posible. Pero parecía que la voz procediera del coyote.
—¿Qué?
—Fuera —le ordenó el coyote.
Aquella vez resultó inconfundible.
Vio cómo se le movía el hocico. Detectó el esfuerzo de la lengua por moverse tras sus dientes afilados.
—No puedes hablar… —musitó Lana—. Esto no es real…
—Fuera.
—Me mataréis…
—Sí. Fuera, muere despacio. Dentro, muere deprisa.
—Puedes hablar… —dijo Lana, sintiendo como si se hubiera vuelto realmente loca.
El coyote no respondió. Pero Lana se plantó.
—¿Por qué no puedo quedarme en la mina?
—Humano aquí no.
—¿Por qué?
—Fuera.
—Vamos, Patrick —llamó Lana, susurrando y con voz temblorosa.
Y empezó a apartarse del líder de la manada de coyotes, adentrándose en la oscuridad.
Entonces su pie tocó algo. Bajó la vista rápidamente y vio una pierna que sobresalía de un peto ensangrentado. Aquel era el origen del mal olor. Jim el Ermitaño llevaba muerto mucho tiempo. Lana saltó detrás del cuerpo, interponiéndolo entre el coyote y ella.
—Lo habéis matado —lo acusó.
—Sí.
—¿Por qué?
Lana vio una linterna, una gran linterna cuadrada, y la recogió.
—Humano aquí no…
El coyote ladró una orden a su manada y entraron a toda prisa en la cueva y se abalanzaron sobre el cuerpo. Lana y Patrick se volvieron y echaron a correr. Lana manipuló la linterna mientras corría, intentando encontrar el interruptor. Pero la oscuridad no tardó en volverse total.
Un dolor agudo en el tobillo la hizo tropezar, pero no se cayó. Encontró el interruptor y de repente el pozo de la mina quedó bañado en una luz extraña que solo mostraba piedras picudas y vigas de madera estropeadas.
Sorprendidos por la luz, los coyotes se echaron hacia atrás. Les brillaban los ojos. Sus dientes esbozaban débiles muecas blancas. Y entonces la atacaron.
La quijada de un coyote se cerró como un torno alrededor del músculo de su pantorrilla, y Lana cayó desplomada. Los coyotes se apiñaron alrededor de ella. Su hedor ascendía ante la nariz de la chica y su peso la aplastaba.
Lana se esforzó por ponerse en pie apoyándose en los codos. Pero un segundo torno se cerró sobre su antebrazo y cayó, sabiendo que no volvería a levantarse. Oyó el ladrido aterrorizado de Patrick, mucho más profundo e intenso que los chillidos excitados de los coyotes.
Pero entonces la soltaron todos al mismo tiempo. Aullaron sorprendidos y se pusieron a saltar y menear las cabezas a izquierda y derecha.
Lana yacía en el suelo sangrando por la docena de dentelladas recibidas, rodeada de un inquietante círculo luminoso que proyectaba la linterna.
El líder de la manada gruñó y el resto de los coyotes se calmó un poco, aunque quedaba claro que algo los había asustado, y aún los asustaba.
Los coyotes se movían nerviosos, agitados. Tenían las orejas erguidas y orientadas hacia las sombras profundas que se adentraban en el pozo de la mina. Como si oyeran algo.
Lana se esforzó por escuchar, pero su respiración áspera y sollozante se lo impedía. El corazón le latía como un martinete, como si le fuera a rasgar las costillas.
Los coyotes ya no la atacaban. Había algo distinto. Algo en el aire. Algo en sus mentes caninas insondables. Había pasado de presa a prisionera.
El líder de la manada se le acercó lentamente y la olfateó:
—Camina, humana.
Lana se inclinó y apoyó la mano contra la peor herida de un mordisco. El dolor comenzó a disminuir al iniciarse la cura.
Pero aún sangraba de una docena de pinchazos pequeños cuando se puso en pie y se adentró en la cueva, cada vez más, con Patrick cerca y los coyotes siguiéndola detrás.
Se fue adentrando hasta que la vía del tren acabó y accedieron a lo que parecía una nueva sección del túnel, donde la madera que apuntalaba el techo aún estaba verde, y las cabezas de los clavos aún brillaban. En el fondo del pozo había menos piedras desmenuzadas y polvo.
Allí era donde Jim el Ermitaño trabajaba, cavaba, seguía la veta de metal amarillo brillante.
Al ir avanzando, el miedo fue apoderándose de Lana de un modo diferente. Había soportado el miedo aterrador y paralizante a la muerte. Pero aquella sensación era distinta: se le ablandaban todos los músculos, parecía arrebatarle el calor de la sangre y llenarle las arterias de agua helada y el estómago de bilis.
Tenía frío. Frío por todas partes.
Cada pie le pesaba medio kilo, no lograba levantarlos y hacerlos avanzar.
Cada rincón de su cerebro protestaba: «¡Corre, corre, corre!», pero no podía correr, no era físicamente capaz. Lo único que podía era avanzar, al verse cada vez más atraída por una voluntad que no formaba parte de ella.
Finalmente, Patrick no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta y salió corriendo, abriéndose paso entre los desdeñosos perros salvajes.
Lana quería llamarlo, pero sus labios débiles no lograron emitir ningún sonido.
Cada vez más adentro. Cada vez más frío.
La luz de la linterna perdió intensidad y al hacerlo Lana se percató de que las paredes de la cueva tenían un débil brillo verdoso.
Ya estaba cerca.
Cerca de ella.
Fuera lo que fuera, estaba cerca.
La linterna cayó de sus dedos entumecidos.
Puso los ojos en blanco y cayó de rodillas, indiferente, inconsciente incluso al dolor cuando chocaron contra la piedra dura.
De rodillas, cegada, Lana esperó.
Una voz explotó en el interior de su cabeza. Lana arqueó la espalda de un espasmo y cayó de lado. Cada terminación nerviosa, cada célula de su cuerpo, gritaba de dolor. Un dolor como si la hirvieran viva.
Y no sabía cuánto duraría.
Las palabras exactas que oyó, si es que fueron palabras, nunca las recordaría.
Se despertaría más tarde, después de que dos coyotes la sacaran a rastras de la cueva.
La sacaron a rastras de la cueva hasta la noche.
Y allí esperaron pacientemente a que viviera o muriera.