VEINTICINCO

127 HORAS, 42 MINUTOS

HABÍAN PASADO DOS días desde que Lana había sobrevivido a los coyotes. Los coyotes parlantes. Dos días desde que una serpiente le había salvado la vida. Una serpiente voladora.

El mundo se había vuelto loco.

Mientras regaba la hierba aquella mañana, Lana no dejaba de vigilar atentamente por si aparecían coyotes y serpientes. Prestaba mucha atención a cada ladrido, gruñido o tic de Patrick. Él era su sistema de alerta. Antes eran dueña y mascota, o quizá se podría afirmar que eran amigos. Pero ahora formaban un equipo. Eran compañeros en un juego de supervivencia que combinaba los sentidos de Patrick y su cerebro.

Sabía que era una estupidez, lo de regar el césped, dado que no estaba segura de que hubiera suficiente agua para ella. Pero al dueño de aquella casita ruinosa en el desierto le encantaba tener unos pocos metros cuadrados de césped. Era un desafío contra el desierto. Un desafío, aunque eligiera vivir allí en mitad de la nada.

En cualquier caso, en un mundo de locos, ¿por qué no podría estar loca ella también?

El dueño de la cabaña se llamaba Jim Brown. Lo averiguó a partir de unos papeles en su escritorio. Jim Brown, sin más. No había fotos de él; tenía cuarenta y ocho años. Un poco joven, en opinión de Lana, para abandonar la civilización y volverse ermitaño.

La caseta tras la cabaña estaba repleta de raciones de supervivencia. No había nada fresco para comer, pero sí suficientes latas de galletas, mantequilla de cacahuete, melocotones, macedonia, chiles, fiambre y comidas «militares» listas para consumir para que Lana y Patrick pudieran vivir un año, o incluso más.

No había teléfono, ni televisión ni nada electrónico. No había aire acondicionado para amortiguar el brutal calor de la tarde. No había ninguna clase de electricidad. Lo único mecánico era el molino que hacía girar la bomba que extraía agua del tubo de debajo, y una muela a pedales utilizada para afilar picos y palas y hojas de sierra. Había unos cuantos picos, palas, sierras y martillos.

También había rastros de la existencia de un coche o una furgoneta. Las marcas de neumático conducían a través de la arena desde una especie de garaje abierto que se apoyaba en el lateral de la casa. Había bidones de gasolina vacíos en la basura y dos tanques de acero rojo de casi cien litros que por el olor seguro que debían de estar llenos de gasolina.

En la puerta de atrás había una pila de traviesas, perfectamente colocadas formando un montículo cuadrado. Junto a ella había madera más pequeña, la mayoría eran tablones estándar con clavos clavados.

Jim el Ermitaño, como lo llamaba Lana, debía de haber salido. Puede que se hubiera ido para siempre. Puede que lo que le había sucedido a su abuelo le hubiera sucedido también a él, y ella fuera la única persona que quedara viva en el mundo.

No quería estar allí si volvía. No había modo de averiguar si podía fiarse de un hombre que vivía en un valle donde hacía un calor abrasador, situado entre colinas polvorientas al final de ninguna carretera, y que tenía un césped tan verde como un campo de golf.

Lana terminó de regar el césped y, juguetona, roció a Patrick con la manguera antes de apagarla.

—¿Quieres algo de chile, chico? —le preguntó al perro.

Lana entró primero. La cabaña era como un horno, hacía tanto calor que empezó a sudar antes de atravesar el umbral, pero no le parecía que fuera a quejarse jamás de algo tan insignificante. No después de lo que había sufrido.

¿Que hacía calor? Pues de acuerdo. Tenía agua, tenía comida y todos los huesos intactos, que era como le gustaba tenerlos.

El chile iba en una lata grande. Al no tener nevera, tenían que comérselo antes de que se estropeara, así que comían chile varias veces seguidas, hasta que se terminaba. Pero al menos había macedonia de postre. Puede que al día siguiente abriera una de las latas grandes de pudin de vainilla y así se pasaran un par de días comiendo solo pudin.

No había cocina, solo una encimera con un quemador. No había fregadero. Solo había una silla y una mesa, y una cama estrecha y pequeña pegada a la pared. El único elemento decorativo era una alfombra persa raída en el centro de la única habitación. El mejor asiento de la casa era una butaca apestosa pero cómoda colocada sobre la alfombra. Estaba atascada en la posición reclinada, pero a Lana ya le venía bien. Lo único que quería era reclinarse y tomarse las cosas con calma.

Lo único que podía hacer era leer. Jim el Ermitaño tenía exactamente treinta y ocho libros. Los había contado. Había novelas bastante recientes de Patrick O’Brian, Dan Simmons, Stephen King y Dennis Lehane, y algunos libros que se imaginaba eran de filosofía, de escritores como Thoreau. Había clásicos cuyos títulos le resultaban familiares: Oliver Twist, El lobo de mar, El sueño eterno, Ivanhoe

Nada le había llamado precisamente la atención, no había libros de J. K. Rowling o Meg Cabot, no había nada para niños. Pero a lo largo del primer día se había leído Orgullo y prejuicio y ahora empezaba El lobo de mar. Ninguno de los dos era fácil. Pero lo único que tenía Lana era tiempo.

—No podemos quedarnos aquí, Patrick —comentó Lana mientras el perro atacaba su cuenco de chile—. Tarde o temprano tendremos que seguir. Mis amigos estarán preocupados. Todos lo estarán. Incluso mamá y papá. Deben de pensar que estamos muertos.

Pero incluso al decirlo en voz alta, Lana tenía sus dudas. No le quedaba gran cosa para hacer una vez inventariadas las reservas, así que se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en la silla de madera, leyendo, o mirando sin más el paisaje desierto. Acercaba la silla hasta la puerta donde disponía de algo de sombra y miraba el césped y las colinas que la rodeaban. Había perfeccionado el truco de leer un párrafo, alzar la vista para revisar la zona en busca de peligro, comprobar si Patrick daba señales de alerta y volver a sumergirse en el libro para leer otro párrafo.

Al cabo de un rato, el vacío inacabable se apoderó de su siempre débil optimismo.

La barrera continuaba allí. Estaba detrás de la cabaña, no en su campo de visión, a no ser que se apartara de ella.

Lana se dirigió con una taza de hojalata llena de agua hacia la puerta, con la intención de bebérsela mientras echaba otro vistazo al césped, cuando de repente vio a Patrick corriendo hacia ella. Tenía el pelo erizado. Meneaba la cabeza como si le estuviera dando un ataque.

—¡Entra! —gritó Lana.

Mantuvo la puerta abierta hasta que Patrick entró disparado, la cerró de golpe y corrió el cerrojo.

Patrick tropezó con la alfombra, resbaló, rodó dos veces y cayó sentado. Llevaba algo en la boca. Algo vivo.

Lana se acercó con mucho cuidado, y se inclinó para verlo.

—¿Un lagarto cornudo? ¿Eso es lo que traes? ¿Casi me matas del susto por un lagarto cornudo? —Sentía los latidos pesados de su corazón al volver a ponerse en marcha—. Escupe eso. Por el amor de Dios, Patrick, ¿cuento contigo y tú vas y te asustas de un estúpido lagarto cornudo?

Pero Patrick no quería soltar su trofeo. Lana decidió dejarle hacer lo que le diera la gana. De todos modos el bicho ya estaba muerto, y le parecía que Patrick también tenía derecho a enloquecer a su manera.

—Te lo puedes quedar si te lo llevas afuera —señaló.

Lana se dirigió otra vez hacia la puerta pero primero se arrodilló para alisar la alfombra. Entonces se percató de que había una escotilla en el suelo.

Lana apartó aún más la alfombra, doblándola por encima de la butaca.

Dudó, no estaba segura de si quería ver lo que había bajo esas tablas. Puede que Jim el Ermitaño fuera Jim el Asesino en Serie.

Pero no es que tuviera otra cosa que hacer. Apartó la butaca y acabó de enrollar la alfombra. Había una anilla de acero empotrada. Tiró para abrirla.

En el espacio que quedaba bajo la escotilla había barras de metal perfectamente apiladas, de entre quince y veinte centímetros de largo cada una, la mitad de anchas y un tercio de gruesas.

A Lana no le cabía duda alguna de lo que eran.

—Oro, Patrick, es oro.

Los lingotes de oro eran pesados, puede que de nueve kilos o más, pero levantó los suficientes para poder ver la profundidad de la pila. Calculó que debía de haber unos catorce en total, y que cada uno pesaba por lo menos nueve kilos.

Lana no tenía ni idea de cuánto valía el oro, pero sabía lo que costaban un par de pendientes de aro.

—Son muchos pendientes… —comentó.

Patrick miró por el agujero, perplejo.

—¿Sabes lo que significa, Patrick? ¿Todo este oro aquí y todos estos picos y palas afuera? Que Jim el Ermitaño es un buscador de oro.

Corrió hacia el garaje donde Jim el Ermitaño aparcaba su furgoneta. Patrick la siguió dando saltos, esperando que jugaran. A veces Lana le arrojaba el mango roto de un hacha para que se lo devolviera, pero aquel día Patrick se iba a quedar decepcionado.

Por primera vez, Lana siguió cuidadosamente las marcas de neumáticos. Estaban desapareciendo, pero aún se veían. A unos treinta metros de la casa se partían en dos. Algunas marcas, puede que más antiguas, iban en una dirección, hacia el sudeste, probablemente hacia Perdido Beach. Otras más frescas se dirigían hacia la base de la cadena montañosa en dirección norte.

Le parecía que Perdido Beach debía de estar a veinticinco o treinta kilómetros de distancia, lo que suponía una caminata muy larga bajo el calor. Pero si la mina se encontraba al pie de las montañas, no parecía que estuviera ni a una décima parte de esa distancia. Jim el Ermitaño podría estar allí. Si lo estaba, también podría estar su furgoneta. Y si no, puede que su furgoneta estuviera allí de todos modos.

Lana sentía una profunda aversión hacia la idea de volver a aventurarse en lo desconocido. Había estado a punto de morir la última vez. Y es posible que los coyotes aún estuvieran allí fuera, esperando pacientemente. Pero ¿recorrer un kilómetro hasta la mina? Eso podía hacerlo.

Llenó una jarra de plástico de agua. Bebió mucha y se aseguró de que Patrick también estuviera hidratado. Se llenó los bolsillos de comidas preparadas y metió aún más en una toalla que retorció para convertirla en un bolso. Y se embadurnó de protector solar que encontró en un kit de urgencias médicas.

—Vamos a dar un paseo, Patrick.

Edilio sonrió cuando Astrid se sentó a la izquierda de la Boston Whaler.

—Gracias a Dios. Ahora al menos tenemos a una persona lista en la lancha.

Edilio y Quinn empujaron la lancha desde la arena hacia el suave oleaje. Se subieron a ella y colgaron las piernas por un lado para limpiarse la arena pegajosa.

Sam condujo la lancha a mar abierto, hacia la barrera. Esperaba que Drake estuviera muerto o al menos gravemente herido. Pero no estaba seguro y quería irse muy lejos antes de que el psicópata empezara a dispararles.

Sam se dio cuenta de que nunca antes en su vida había deseado que alguien muriera. Habían transcurrido ocho días desde el inicio de la nueva ERA. Ocho días y había visto locuras suficientes para el resto de su vida. Y ahora se dedicaba a fantasear sobre la muerte de un chico.

En cuanto le dio al acelerador y quedaron lejos del alcance de cualquier bala empezó a sentirse mejor. Era lo más parecido al surf que había hecho desde el inicio de la ERA. Las olas eran insignificantes pero la Whaler las surcaba como una fuerza maravillosa que le recorría las piernas, le hacía castañetear los dientes y sonreír. El rocío salado le salpicaba, y a Sam le costaba sentirse mal cuando el rocío le salpicaba la cara.

—Gracias, Edilio. Y a ti, Quinn —seguía furioso con Quinn, pero ahora todos estaban, literalmente, en el mismo barco.

—Ya verás las gracias que me das cuando vomite por toda la lancha —señaló Edilio, que se estaba poniendo verde.

Sam recordó que debía mantenerse a una distancia de seguridad de la barrera, pero al mismo tiempo quería mantenerse cerca de ella. Aún existía la posibilidad de que hubiera un agujero, una puerta, una abertura a través de la cual todos pudieran navegar y despedirse de aquella locura.

En el extremo norte veía los acantilados que recortaban el islote ocupado por la central nuclear. Más allá solo se veía una mancha borrosa en la neblina, el contorno de la más cercana de media docena de islas pequeñas privadas.

Astrid sacó los chalecos salvavidas y le puso uno a Pete. Edilio también aceptó uno para él, pero Quinn se negó.

Astrid también encontró una nevera pequeña llena de refrescos calientes, pan y los ingredientes restantes para hacer sándwiches de mantequilla de cacahuete y jalea.

—No nos moriremos de hambre —señaló—. Al menos de momento.

La barrera quedaba a su izquierda, formando un muro terrible, imponente, rotundo. Las olas golpeaban impacientes contra ella. El agua también quería escaparse.

Sam era un pez en un acuario y el muro de la ERA ejercía de pared de la pecera. El mismo misterio semitranslúcido de la tierra se repetía en el agua.

Sam continuó deslizándose hasta quedar lo bastante lejos para que Clifftop no pareciera mayor que una pieza de Lego en lo alto de una franja estrecha de arena. Perdido Beach era como un cuadro al óleo, con puntos y salpicaduras de color que sugerían que se trataba de una ciudad, pero sin ofrecer detalles al respecto.

—Voy a probar algo —anunció.

Sam apagó el motor y dejó que la lancha se bamboleara. La barca parecía querer desviarse hacia el muro. Había una corriente, muy leve pero definida, que seguía el lateral del muro que se apartaba de la tierra, la larga curva que se extendía mar adentro.

—¿Tenemos ancla? —preguntó Sam.

La respuesta vino en forma de arcadas. Sam apartó la vista mientras Edilio devolvía la comida.

—No te preocupes, ya buscaré.

No había ancla. Pero se fijó en que Astrid estaba haciendo sándwiches de mantequilla de cacahuete y jalea. Le pasó uno a Sam.

El chico no se había dado cuenta de que tenía hambre. Se metió medio sándwich en la boca.

—Por esto te llaman Astrid la Genio —farfulló con la boca llena de mantequilla de cacahuete.

—Colega, no hables de comida… —gruñó Edilio.

Sam registró su pequeña lancha. No había ninguna ancla por ninguna parte, pero sí algunos parachoques de plástico que colgó por un lado por si rozaba la barrera. Y había un rollo de cuerda azul y blanca de nailon. Ató bien un extremo a una cornamusa y el otro se lo ató alrededor del tobillo. Se quitó la camisa y los zapatos, quedándose en pantalones cortos. Rebuscando en una de las bodegas halló un destornillador largo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Quinn.

Sam lo ignoró.

—Edilio, colega, ¿sobrevivirás?

—Espero que no —replicó Edilio con los dientes apretados.

—Voy a sumergirme, a ver si puedo pasar por debajo de la barrera.

Astrid lo miró escéptica, preocupada, pero Sam vio que más bien estaba enfrascada en sus propios asuntos. Probablemente intentaba aceptar la idea de que por poco le disparan.

—Tiraré para subirte si te quedas atascado —comentó Quinn.

Sam asintió. Aún no estaba preparado para hablar con Quinn. Tampoco sabía si algún día lo estaría. Y se zambulló por un lateral.

Recibió encantado el agua. Fría pero muy bienvenida. Rio al notar la sal.

Respiró hondo un par de veces, contuvo el aliento, y se sumergió. Nadaba dando fuertes patadas y ayudándose con una mano libre mientras en la otra sostenía el destornillador para esquivar la pared de la ERA. No tenía ningún deseo de verse empujado hacia ella. Se hizo daño al tocarla con el dedo. Apoyar el hombro o el muslo contra ella tampoco resultaría agradable.

Bajó más y más. Deseaba haber tenido la previsión de coger el equipo de submarinismo o al menos una máscara y aletas en el puerto deportivo, pero en aquel momento estaba preocupado por otras cosas. El agua estaba bastante despejada, pero aun así, la visibilidad se veía reducida por la sombra de la barrera.

Cuando ya no pudo aguantar más la respiración, embistió contra la barrera. El destornillador no tocó nada, y Sam sintió una excitación momentánea que se esfumó cuando en su siguiente embestida notó una resistencia sólida.

Salió disparado hacia la superficie y boqueó para coger aire.

La barrera se extendía al menos seis metros por debajo de la superficie. Si tenía fondo, tendría que buscarlo con un tanque de aire y aletas.

La lancha se balanceaba contra la barrera a quince metros de distancia. Sam oyó el chasquido inconfundible cuando Astrid le abrió una Coca-Cola a Pete. Quinn estaba sentado en la proa encargándose de la cuerda, y aun parecía como si Edilio fuera a devolver parte del hígado.

Sam nadó hasta la lancha, tomándose su tiempo, disfrutando demasiado del agua en la piel para sentirse decepcionado por no haber hallado un modo de salir de la ERA.

Oyó el ruido del motor y el impacto del choque contra las olas antes de ver la barca. Pataleó fuerte para levantar lo bastante la cabeza por encima del agua y poder verlo.

—¡Eh! —gritó.

Quinn oyó el motor al mismo tiempo.

—¡Viene una lancha! ¡Rápido! —gritó Quinn.

—¿De dónde?

—¡De la ciudad! ¡Rápido!