127 HORAS, 45 MINUTOS
POR POCO ASTRID no ve la lancha. Se acercó a la ventana solo para cerrar las cortinas, pero vio por el rabillo del ojo la lancha ahí fuera, era lo único que había en el agua.
Durante un instante se preguntó si serían adultos, alguien que venía a rescatarlos de la ERA. Pero no, si vinieran a rescatarlos, no vendrían con una sola lancha abierta.
Y, en cualquier caso, Astrid estaba convencida de que no vendría nadie. Ni ahora. Ni probablemente nunca.
Entrecerró los ojos pero no veía quién iba en la lancha. Si tuviera unos prismáticos… Parecía haber tres personas, puede que cuatro. No lo sabía seguro. Pero la lancha se acercaba a toda velocidad.
Se arrodilló para ver qué quedaba en el minibar. Durante su última estancia, Sam, Quinn y ella lo habían vaciado casi del todo. Para comer solo quedaban unos anacardos.
Tarde o temprano tendría que alimentar a Pete. Antes de que llegara quienquiera que fuera en la lancha.
—Vamos, Petey —le pidió, y le ayudó a bajar del borde de la cama—. Vamos, vamos a buscar algo de comer. ¿Ñam, ñam? —usaba esa expresión porque a veces le funcionaba—. ¿Ñam, ñam?
Podían ir al restaurante del hotel y probablemente encontrar algo allí, igual hacerse un sándwich de pollo o algo, o al menos encontrar algún yogur o cualquier cosa. O podían ir a lo seguro y limitarse a vaciar los minibares de otras habitaciones.
Astrid abrió la puerta y miró el pasillo. Estaba vacío.
—Nos quedamos con las barritas —dijo, al darse cuenta de que no se atrevía a bajar al restaurante.
En la habitación de al lado había minibar pero no tenía la llave puesta. Lo intentó en tres habitaciones más hasta que se dio cuenta de que tuvo suerte la primera noche. Todas las neveras estaban cerradas. Pero, un momento, puede que las llaves fueran intercambiables.
—Vamos, volvamos a la habitación —indicó a Pete.
—Ñam, ñam —protestó Pete.
—Ñam, ñam —confirmó Astrid—. Vamos, Petey.
Volvieron a salir al pasillo y entonces oyó el ruido del ascensor. Los motores eléctricos que abrían sin esfuerzo la puerta.
¿Sería Sam? Se quedó paralizada, entre el miedo y la esperanza.
El miedo acabó ganando.
El ascensor estaba al final del pasillo, girando una esquina. Solo tenía unos segundos.
—Vamos —susurró, y empujó a Pete para que avanzara.
Deslizó nerviosa la tarjeta eléctrica por la ranura. Demasiado rápido. Tenía que hacerlo más despacio. Otra vez. Seguía sin iluminarse en verde. Probó una vez más y oyó la puerta del ascensor cerrándose.
Era él. De repente supo que era Drake.
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor está contigo… —era la única oración que se le ocurría.
Volvió a meter la tarjeta. La luz parpadeó en verde.
Giró el picaporte.
Él estaba ahí. Al final del pasillo. Ahí de pie con un rifle sobre el hombro y una pistola en la mano.
Astrid estuvo a punto de desmayarse.
Drake sonrió.
Levantó la pistola y se dispuso a apuntar.
Astrid metió a Pete de un empujón en la habitación y entró tropezando detrás de él.
Dio un portazo al entrar y pasó el cerrojo. Entonces añadió el cierre de seguridad.
Se oyó un ruido increíblemente fuerte.
Se hizo un agujero en la puerta del tamaño de una moneda pequeña, con el metal arrugado.
Otra explosión y el picaporte quedó medio colgando.
Pete podría salvarlos. Él podría. Tenía el poder. Pero seguía calmado, indiferente.
Inútil.
El balcón. Era la única salida.
—¡Petey, vamos! —bramó.
—¡Ñam, ñam! —protestó Petey.
Drake embistió la puerta, pero aguantó. El cerrojo continuaba en su sitio.
Disparó una y otra vez, frustrado, hasta que el cerrojo saltó por los aires.
Se puso frenético al pensar que Petey y ella podrían teletransportarse otra vez.
Astrid tenía que hacerle creer que así era.
Arrastró a Pete al balcón, abrió la puerta y miró hacia abajo. El suelo a mucha distancia. Demasiada. Pero había un balcón justo por debajo de ellos.
Astrid se subió a la barandilla, muerta de miedo, temblando, pero no tenía alternativa.
¿Cómo podría hacer que Pete la siguiera? Ahora estaba obsesionado con la comida.
—Game Boy —le dijo entre dientes, y le acercó el juego a la cara—. Vamos, Petey, vamos, Game Boy.
Indicó a su hermano que se acercara y colocó la mano del niño en la barandilla, solo una mano porque volvía a estar enfrascado en el juego, absorto en su estúpido juego, demasiado tranquilo para usar su poder, demasiado impredecible.
—Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús —sollozó Astrid.
No iba a funcionar. Ella podría descolgarse, pero ¿cómo conseguiría que lo hiciera su hermano?
Era pequeño. Igual podía columpiarlo. Podría sujetarlo los pocos segundos que fuera necesario.
—Santa María, madre de Dios…
Se agarró a la barandilla con la mano izquierda, agarró a Pete de la muñeca con la derecha, y tiró para bajarlo de la barandilla. Pete se cayó, pero Astrid lo atrapó, sujetándolo con las uñas, hasta que se le resbaló y siguió cayendo. Cayó hasta estamparse en la silla del porche de abajo.
Aterrizó bruscamente. Y se quedó perplejo.
Astrid oyó a Drake embestir la puerta una vez más y cómo el cerrojo se astillaba al ceder. Solo aguantaba una débil cadenita con la que habría terminado en un abrir y cerrar de ojos.
—… ruega por nosotros, pecadores…
Astrid se balanceó y se dejó caer, aterrizando casi encima de Pete. No tenía tiempo para pensar en el dolor intenso de la pierna, ni en la sangre ni en la carne arañada, solo para agarrar a Pete, abrazarlo, sujetarlo fuerte y retirarse hacia la puerta corredera de cristal del balcón.
—Asiento de ventana, cariño, asiento de ventana —susurró, apretando la boca contra el oído del niño.
Oyó a Drake en la habitación de arriba.
Le oyó abrir la puerta y salir al balcón.
No podía verlos. A no ser que se inclinara mucho.
«Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», terminó de rezar y estrechó a su hermano.
«Amén».
Oyó a Drake maldecir furioso.
Lo habían conseguido. Pensaba que habían desaparecido.
«Gracias, Dios», rezó Astrid en silencio.
Y entonces, Pete empezó a gemir.
Se le había caído el juego cuando Astrid lo dejó caer desde el balcón. La parte de atrás del juego estaba abierta. Una de las pilas había salido rodando. Y ahora Pete intentaba hacer que funcionara y no iba.
Astrid casi se puso a sollozar en voz alta.
Drake dejó de maldecir.
Astrid levantó la vista y allí estaba, inclinándose por encima de la barandilla, con su sonrisa de tiburón de oreja a oreja.
Tenía la pistola en la mano, pero no podía apuntarles desde donde estaba, así que pasó una pierna por encima de la barandilla, se agachó tal y como había hecho Astrid para verlos con claridad.
Drake apuntó. Y se rio.
Y entonces aulló de dolor y cayó.
Astrid se asomó por la barandilla. Drake había caído al césped despatarrado, de espaldas, y estaba inconsciente. Yacía sobre su rifle y con la pistola al lado.
—¡Astrid! —la llamó Sam.
Estaba por encima de ella, sujetando aún la lámpara de mesa que había usado para atizar a Drake en la cabeza, inclinado sobre la barandilla.
—Sam…
—¿Estás bien?
—En cuanto encuentre la pila de Petey lo estaré.
Era un comentario estúpido, y casi se rio.
—Tengo una lancha abajo en la playa.
—¿Adónde vamos?
—¿Qué te parece a un sitio que no sea este?