VEINTITRÉS

128 HORAS, 22 MINUTOS

ASTRID SINTIÓ UN gran alivio seguido de mucha vergüenza por lo que había hecho, por dejar que Drake la aterrorizara, por llamar retrasado a Pete.

Le temblaban las manos. Había traicionado a su hermano. Lo detestaba por ser lo que era, por necesitar tanto, y lo había traicionado para salvarse. Por lo que estaba mucho más enfadada consigo misma de lo que nunca lo había estado con él.

Pero tenía que pensar. Rápido. ¿Qué hacer?

Drake volvería a atraparla. Estaba segura de que Caine o esa criatura maligna de Diana comprenderían lo que había sucedido.

Drake solo tardaría unos segundos en informarles. Unos segundos más tarde Caine entendería lo que había pasado. Si realmente Diana podía leer el poder de las personas, sabría que Astrid no los había teletransportado. Sabría que había sido Pete.

Tenían que irse. Enseguida. ¿Pero adónde?

A algún sitio donde Drake no los buscara. Y Sam sí.

Si lograba escapar.

Si es que aún estaba vivo.

El cerebro le iba a cámara lenta, le daba vueltas en círculos, no lograba concentrarse. No dejaba de ver aquel rostro terrible y enfermo, de sentir el ardor agudo de su mano, que persistía sumado al rubor intenso que le provocaba la vergüenza.

—Piensa, idiota —se reprochó—. Piensa. Es lo único que se te da bien.

No podían atravesar la ciudad. No podían coger un coche… era demasiado tarde para empezar a enseñarse a sí misma a conducir.

Su mente era una cámara desenfocada, daba vueltas y se arremolinaba y volvía una y otra vez al instante en que el miedo se apoderó de ella, en que no pudo resistirlo más y traicionó a su hermano. Un bucle en su mente repetía una y otra vez las palabras «Mi hermano es retrasado».

Entonces pensó en Clifftop.

En la habitación que compartieron aquella primera noche.

Sí. A Sam se le ocurriría. Pero Quinn también estaba allí. Puede que llegara a la misma conclusión.

Astrid dudó. Y no era el momento de dudar. Drake no dudaría. Seguro que ya había salido en su busca. Seguro que ya estaba de camino.

No podía volver a enfrentarse a él.

—Petey, tenemos que irnos.

Astrid le agarró la mano y lo condujo tras ella. Escaleras abajo. No podían parar por nada. Ni un segundo.

Por la puerta delantera. No. Mejor por la trasera.

Fueron caminando —costaba convencer a Pete de que corriera— por el patio de atrás. La valla de madera natural era bastante baja, pero aun así a Astrid le costó y tardó mucho en que Pete trepara por ella. Recorrieron también el patio trasero del vecino.

—Mantente apartada de las calles —se dijo Astrid.

Llegaron hasta donde pudieron, de patio trasero en patio trasero, hasta que tuvieron que salir a la calle al encontrarse el paso cortado, y luego siguieron otra vez por patios y callejones.

No vieron a nadie. Pero no había modo de saber si los vigilaban.

Alcanzaron la colina que señalaba el límite de la ciudad y el comienzo de los jardines de Clifftop. Subieron como pudieron por un camino de unos arbustos aferrándose a la arena. Astrid tiraba de Pete. Estaba desesperada por moverse rápido, pero temía hacer algo que lo sobresaltara.

Clifftop no había cambiado. La barrera seguía allí. El vestíbulo continuaba limpio, iluminado y vacío.

Astrid tenía la llave electrónica que hicieron aquella primera noche. Encontró la suite, abrió la puerta y se desplomó en la cama.

Se quedó allí echada, jadeando, mirando el techo vacío. La cama era blanda. El aire acondicionado zumbaba.

Podía explicar las palabras que Drake había puesto en su boca. Eran palabras sin sentido. Tan solo palabras. Pete no le importaba.

Pero no podía explicarse el miedo. La avergonzaba.

Se puso una mano fría sobre la cara, para ver si le ardía tanto como se imaginaba.

—¿Dónde vamos, Sam? —preguntó Quinn ansioso.

Iban a un trote ligero, no a toda velocidad, sino a una que pudieran mantener.

Sam los conducía directamente a través de la ciudad, a través de la plaza, como si no le importara la persecución.

—Encontraremos a Astrid antes que Drake —señaló Sam.

—Vamos a mirar en su casa.

—No. Lo bueno de una genio es que no tienes que plantearte si ha hecho una tontería. Sabrá que tiene que salir de su casa.

—¿Y adónde irá?

Sam pensó un momento.

—A la central nuclear.

—¿A la central nuclear?

—Sí. Así que cogeremos un bote y subiremos por la costa.

—De acuerdo. Pero, tío…, es decir, colega, ¿no deberíamos escondernos en vez de atravesar toda la ciudad?

Sam no le respondió. Uno de los motivos por los que iba en línea recta en vez de ocultarse era que esperaba recoger a Edilio en el parque de bomberos. El otro era que necesitaba saber si Quinn lo traicionaría en cuanto tuviera la oportunidad.

Y había una cuestión táctica que Sam entendía de un modo intuitivo: Caine tenía más poder, así que Sam tendría que ser más rápido. Cuanto más tiempo dejara que continuara el juego, más probabilidades habría de que Caine ganara.

Alcanzaron el parque de bomberos. Edilio estaba sentado en la cabina del coche con el motor en marcha. Vio a Sam y Quinn y se asomó por la ventanilla.

—Qué oportuno, colega. Voy a intentarlo, voy a…

Se calló de repente cuando vio la cara ensangrentada de Sam.

—Edilio. Vamos. Tenemos que irnos.

—De acuerdo, colega. Déjame solo coger…

—No, ahora mismo. Drake está buscando a Astrid. Va a matarla.

Edilio bajó de un salto del coche.

—¿Adónde vamos?

—Al puerto deportivo. Vamos a coger un bote. Creo que Astrid irá a la central nuclear.

Los tres se fueron al trote hacia el puerto. Sam sabía que Orc y Howard estaban en la escuela con Caine. Drake se dirigía a casa de Astrid. Así aún quedaban unos cuantos matones sueltos, pero ninguno de ellos le preocupaba especialmente a Sam.

Vieron al chico del mazo y a otro de Coates holgazaneando en los escalones del ayuntamiento. Ninguno de ellos les hizo frente al pasar corriendo.

El puerto deportivo no era grande, tan solo tenía cuarenta gradas, la mitad ocupadas. Había un dique seco, y el descomunal almacén de zinc oxidado que antes era una fábrica de conservas y actualmente albergaba tiendas de reparación de barcos. Había un montón de botes fuera del agua colocados sobre unos bloques. No parecían muy estables, como si una brisa fuerte pudiera volcarlos.

—¿Qué cogemos? —se preguntó Sam.

Había logrado su primer objetivo, pero no sabía nada de botes. Miró a Edilio, que le indicó que él tampoco sabía nada.

—De acuerdo. Algo donde quepan cinco personas. A motor. Con el depósito lleno. Quinn, mira los botes de la derecha. Edilio, los de la izquierda. Yo iré hasta el final del puerto. Vamos.

Se dividieron y empezaron a recorrer sus respectivos caminos, saltando en cualquier bote que pareciera adecuado, buscando las llaves, intentando averiguar cómo comprobar el combustible mientras el tiempo corría.

Sam se imaginaba a Drake registrando la casa de Astrid. Pistola en mano. Iría un poco más despacio por el miedo a que Astrid y Pete pudieran teletransportarse sin más. Drake no sabía que en realidad Pete no controlaba sus poderes, así que intentaría ser sigiloso y tener paciencia.

Y eso era bueno. Cuanto menos supiera Drake, más lento iría.

De repente un motor cobró vida. Sam saltó otra vez al muelle desde el bote que estaba explorando. Volvió corriendo y se encontró a Quinn orgullosamente sentado en una Boston Whaler, una lancha motora abierta.

—Está a tope —informó Quinn mientras el motor resoplaba despacio.

—Buen trabajo, colega. —Sam saltó al bote junto a Quinn—. Edilio, suelta amarras.

Edilio soltó las amarras de la cornamusa y saltó a la lancha.

—Tengo que advertirte de que me mareo —comentó.

—No es nuestro mayor problema, ¿eh? —señaló Sam.

—La he puesto en marcha, pero no sé llevarla —indicó Quinn.

—Ni yo —reconoció Sam—. Pero supongo que voy a aprender.

—¡Oye, oye! —exclamó la voz estruendosa de Orc—. ¡No os marchéis!

Orc, Howard y Panda estaban al final del muelle.

—El del mazo —señaló Sam—. Nos ha visto. Debe de habérselo dicho.

Los tres matones empezaron a correr.

Sam miraba frenético los mandos. El motor resoplaba. La lancha desamarrada se apartaba del puerto, pero iba demasiado lenta. Incluso Orc podría haber saltado sin dificultades.

—El acelerador. —Edilio señaló una palanca con la punta roja—. Así se pone en marcha.

—Sí. Espera.

Sam subió la palanca una muesca. La lancha avanzó y chocó contra un pilote. Sam por poco pierde el equilibrio. Edilio se agarró firmemente a la barandilla. Quinn se sentó de golpe en la proa, que pasó rozando el pilote y casi por accidente acaba en el mar abierto.

—Tómatelo con calma para empezar —comentó Edilio.

—¡Para! ¡Para el bote! —gritó Orc hasta quedarse sin aliento, pataleando en el muelle—. ¡Te voy a romper la crisma!

Resoplando, la lancha de Sam se alejó del puerto. Esperaba estar navegando en la dirección correcta. En cualquier caso ya no había manera de que Orc pudiera salvar la distancia entre ellos.

—¡Caine te matará! —gritó Panda.

—¡Quinn, traidor! —aulló Howard.

—Diles que yo te he obligado —señaló Sam.

—¿Qué?

—Díselo —dijo Sam entre dientes.

Quinn se puso en pie, hizo bocina y gritó:

—¡Él me ha obligado!

—Ahora diles que vamos a la central nuclear.

—Tío…

—Hazlo —insistió Sam—. Y señala.

—¡Vamos a la central nuclear! —aulló Quinn, y señaló hacia el norte.

Sam soltó el timón, se dio la vuelta y estampó un duro gancho de izquierda a Quinn. Quinn volvió a sentarse de golpe.

—¿Qué…?

—Tenía que hacerlo bien —se explicó Sam, pero no era una disculpa.

La lancha alcanzó el mar abierto. Sam levantó la mano con el dedo corazón extendido, muy por encima de la cabeza, subió otra muesca del acelerador, y giró en dirección norte hacia la central nuclear.

—¿De qué va esto? —preguntó Edilio, desconcertado.

Estaba muy por detrás de Sam, por si el chico decidía golpearlo a él a continuación.

—Astrid no estará en la central —señaló Sam—. Estará en Clifftop. Solo iremos por el norte mientras Orc nos vea.

—Me has mentido —lo acusó Quinn, toqueteándose la barbilla para asegurarse de que no se le había desencajado.

—Sí.

—No has confiado en mí.

Orc, Howard y Panda desaparecieron de su vista. Debían de volver corriendo a la ciudad para informar a Caine. En cuanto se aseguró de que se habían marchado. Sam giró el timón, empujó el acelerador hasta arriba y se dirigió hacia el sur.

Drake vivía en una casa vacía junto a la plaza. Quedaba a menos de un minuto de distancia caminando desde el ayuntamiento. Antes pertenecía a un tipo que vivía solo. Era pequeña, solo tenía dos dormitorios y estaba muy limpia y muy organizada, como le gustaban las cosas a Drake.

El tipo, el propietario, de quien Drake había olvidado el nombre, tenía armas. Tres en total, una escopeta del veinte con cañones superpuestos, un rifle de caza de treinta-cero-seis con una mira y una Glock semiautomática de nueve milímetros.

Drake siempre tenía las tres armas cargadas. Estaban colocadas en la mesa del comedor como un muestrario, como si fueran algo para contemplar afectuosamente.

Levantó el rifle. La culata era lisa como el cristal, y estaba tan pulida que resplandecía. Olía a acero y aceite. Dudaba si coger el rifle porque nunca lo había disparado. No tenía ni idea de cómo usar la mira. ¿Pero le resultaría muy difícil?

Se deslizó la tira de cuero alrededor del tronco y comprobó que le dejaba libertad de movimiento en los hombros. El rifle pesaba y era un poco largo. La culata forrada de goma le llegaba hasta la parte de atrás del muslo, pero podría manejarla.

Entonces levantó la pistola. Cerró la mano en torno a la empuñadura estriada y enroscó el dedo alrededor del gatillo. A Drake le encantaba el tacto del arma en la mano.

Su padre le había enseñado a disparar utilizando su pistola de servicio. Drake aún se acordaba de la primera vez. De cargar cartuchos y de deslizar el cargador en la culata del arma. De abrir la guía para meter una bala. Y de quitar el seguro.

Clic. Seguro.

Clic. Mortal.

Recordó cómo su padre le había enseñado a agarrar la culata, firme pero sin apretar demasiado. A apoyar la mano derecha en la palma izquierda y a ajustar la mira con cuidado, a ponerse de lado para convertirse en un blanco más pequeño si alguien devolvía los disparos. Su padre tuvo que gritarle porque ambos llevaban protección para los oídos.

—Si tiras al blanco, centras la mira delantera en la marca de las traseras. Levántala hasta que las miras queden justo por debajo del blanco. Suelta aire despacio y aprieta el gatillo.

El primer disparo, el retroceso, el modo en que el arma se desplazaba más de quince centímetros, el olor a pólvora… estaban tan nítidos en la mente de Drake como cualquier otro recuerdo.

En su primer disparo no acertó al blanco.

Lo mismo ocurrió con el segundo porque, tras experimentar el culatazo la primera vez, se estremeció anticipándose al momento.

En el tercer disparo acertó a duras penas, alcanzando parte de la esquina inferior.

Aquel primer día disparó una caja entera de munición y, cuando hubo terminado, acertaba a todo lo que apuntaba.

—¿Y si no tiro al blanco? —preguntó a su padre—. ¿Y si disparo a alguien?

—No dispares a nadie —le respondió su padre. Pero entonces cambió de opinión, aliviado sin duda de encontrar algo que poder compartir con su inquietante hijo—. Cada persona te contará una técnica distinta. Pero si me preguntas a mí… Pongamos que me encargo de parar el tráfico y me parece ver que un ciudadano intenta coger su arma y me parece que igual tengo que dispararle rápido. Pues apunto sin más. Como si el cañón fuera un sexto dedo. Apuntas y si tienes que disparar, disparas medio cargador, bang, bang, bang, bang.

—¿Por qué tantas veces?

—Porque si tienes que disparar, disparas a matar. En una situación así no apuntas con cuidado al corazón o la cabeza, apuntas al centro del cuerpo y esperas acertarle bien, pero si no, si solo le das en el hombro o en la barriga, solo por la velocidad misma de los disparos ya lo harás caer.

Drake no pensaba que fuera a necesitar seis disparos para matar a Astrid.

Recordaba vívidamente, como a cámara lenta, cuando disparó a Holden, el chico del vecino al que le gustaba acercarse a molestar. Fue una bala al muslo con un arma de corto calibre, y aun así el chico por poco se muere. Ese «accidente» le hizo aterrizar en Coates.

En aquel momento tenía entre las manos la Glock de nueve milímetros, menos potente que la Smith & Wesson del calibre cuarenta de su padre, pero mucho mejor que la munición del veintidós que utilizó en el caso de Holden.

Con un disparo bastaría. Uno para la rubia estirada y otro para el retrasado. Eso estaría guay. Volvería, presentaría su informe a Caine, y comentaría: «Dos blancos, dos disparos». Así se le borraría la sonrisita de la cara a Diana.

La casa de Astrid no quedaba lejos. Pero lo que resultaría difícil sería cogerla antes de que su hermano pequeño utilizara el poder para volver a desaparecer.

Drake detestaba el poder. Solo había un motivo por el que era Caine y no él quien manejaba el cotarro: los poderes de Caine.

Pero Caine entendía que había que mantener controlados a los chicos con poderes. Y en cuanto Caine y Diana tuvieran a todos los raros controlados, ¿cómo evitarían que Drake empleara sus nueve milímetros de magia para apoderarse de todo?

Pero primero lo más importante.

Miraba la casa de Astrid a media manzana de distancia, en busca de cualquier señal que indicara en qué habitación se encontraba.

Se deslizó hasta el patio trasero. La puerta estaba cerrada. Las personas que cerraban la puerta de atrás también cerraban la de delante. Pero puede que las ventanas no. Saltó la verja y se inclinó para agarrarse a la ventana, que se deslizó con facilidad. No era cosa fácil abrir la ventana sin hacer mucho ruido.

Tardó diez minutos en inspeccionar cada habitación de la casa, mirando en cada armarito, bajo cada cama, detrás de cada cortina, incluso miró en los espacios del altillo donde no cabía una persona de pie.

Entonces experimentó un instante de pánico. Astrid podría estar en cualquier lugar. Quedaría como un idiota si no la atrapaba.

¿Y adónde iría?

Miró en el garaje. Allí no había nada. No había coches, y desde luego tampoco estaba Astrid. Pero había un cortacésped, y donde hubiera un cortacésped también habría…, exacto, un bidón de gasolina.

Se preguntaba qué sucedería si Astrid y el retrasado aparecían mágicamente en una casa en llamas.

Drake abrió el bidón, entró en la cocina y empezó a verter la gasolina por los mostradores, por el salón, salpicó las cortinas, dejó que chorreara por el comedor, por la mesa y empapó también las cortinas de la entrada.

No encontraba cerillas. Rasgó un poco de papel absorbente y lo prendió con el fuego de la cocina. Arrojó el cucurucho de papel ardiendo en la mesa del comedor y salió por la puerta delantera, sin molestarse en cerrar.

—Aquí no se podrá esconder —se dijo.

Volvió a toda prisa a la plaza y subió las escaleras de la iglesia. En la iglesia había un campanario. No era muy alto, pero le ofrecería una perspectiva bastante buena.

Subió las escaleras circulares. Empujó las bisagras de la trampilla y trepó hasta un espacio estrecho, polvoriento y recubierto de telarañas dominado por una campana. Tuvo mucho cuidado de no tocarla, o el sonido retumbaría.

Las ventanas tenían los postigos cerrados y unos respiraderos inclinados en cada esquina que dejaban que circulara el aire y que el sonido resonara hacia fuera, pero que solo le permitían ver por debajo. Utilizó la culata del rifle para hacer saltar el primer conducto, que cayó al suelo.

Los chicos de la plaza alzaron la vista. Pues que lo miraran. Hizo saltar los otros tres conductos y cayeron estrepitosamente. Así disponía de una vista ilimitada, en todas direcciones, de los tejados naranja de Perdido Beach.

Empezó por la casa de Astrid, que ya empezaba a humear. Iría paso a paso, como un cazador, buscando cualquier movimiento. Cada vez que viera a alguien caminar o correr o ir en bici, los miraría a través de la mira del rifle y centraría el blanco.

Se sentía como si fuera Dios. Lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo.

Pero ninguna de las figuras en movimiento que quedaban muy por debajo era Astrid.

Ese pelo rubio era imposible no verlo. Pero no. Astrid no estaba.

Entonces, justo cuando estaba a punto de rendirse, detectó una concentración de actividad en el puerto deportivo. Giró la mira, y de repente Sam Temple quedó centrado en pleno círculo luminoso. Durante un instante apuntó la mira hacia su pecho. Pero entonces desapareció. Había saltado a una lancha.

Imposible. Caine tenía a Sam atrapado en la escuela. ¿Cómo había escapado?

Edilio y Quinn también estaban en la lancha, que se alejaba. Drake veía que salía agua arremolinada del motor.

Quinn… Así era como había escapado Sam. Tenía que ser así.

Drake pensó que esperaba tener una agradable charla con Quinn al respecto.

En el puerto veía a Orc agitando un bate, gritando, incapaz de hacer nada. La lancha cogía velocidad y formaba un arco en dirección norte, dejando una estela larga y blanca dibujada como una flecha en el agua.

No le cabía ninguna duda de que Sam intentaría encontrar a Astrid. Y se dirigía hacia el norte.

Hacia la central nuclear. Tenía que ser eso.

Drake maldijo y volvió a sentir, durante un instante, el miedo desesperado de fallar a Caine. No le preocupaba lo que le haría —a fin de cuentas, Caine lo necesitaba—, pero sabía que si le fallaba y no lograba cumplir sus órdenes, Diana se reiría.

Drake bajó el rifle. ¿Cómo podría llegar a la central antes que Sam?

Pues no había manera. Aunque cogiera una lancha se limitaría a perseguirlo. ¿Y un coche? Quizá. Pero no sabía el camino, y el recorrido en lancha sería más directo. Tardaría un rato en llegar al puerto deportivo y… pero, alto… un momento.

La lancha giró ciento ochenta grados.

—Ay, qué listo eres Sam —susurró Drake—. Pero no lo bastante.

A través de la mira veía el rostro de Sam de pie al timón, con el viento en la cara, tras haber escapado de Caine y burlado a Orc, todo gallito y seguro de sí mismo al coger velocidad en dirección sur.

Drake sabía que no podía dispararle desde tan lejos.

Desplazó la mira hacia el sur y se detuvo en la barrera. Sam no podría ir mucho más lejos en aquella dirección.

¿Iba a la playa al pie de los acantilados? Si ella estaba allí abajo, Drake no podría alcanzarla antes de que Sam llegara en la lancha. Si estaba allí abajo, el juego habría terminado.

Pero si no… Si estaba… pongamos… en el hotel… ¿Clifftop, se llamaba? Entonces, aún tenía una oportunidad si se movía rápido.

¡Cómo molaría poder dispararle justo donde Sam Temple pudiera verlo!