128 HORAS, 32 MINUTOS
ASTRID QUERÍA GRITAR a Drake y Diana, denunciarlos, exigir saber qué clase de personas despreciables utilizaban la ERA como excusa para la violencia.
Pero tenía que mantener tranquilo a Pete. Esa era su prioridad principal, su hermano. Su hermano de mirada vacía, desapegado y desvalido.
Astrid estaba resentida con él. La había convertido en madre con catorce años. No le parecía nada bien. Ese debía ser su momento de destacar, de ser atrevida. Era el momento de usar su intelecto, ese don supuestamente tan maravilloso que tenía… Pero estaba haciendo de canguro.
Hicieron entrar a Astrid y Pete al aula parodiando las formas de cortesía. No era una de las aulas de Astrid, pero podría haberlo sido. Todo le resultaba dolorosamente familiar: los libros abiertos sobre las mesas, las paredes decoradas con dibujos y proyectos de estudiantes.
—Siéntate. Lee un libro, si quieres —le propuso Diana—. Sé que te gustan ese tipo de cosas.
Astrid cogió uno de los libros.
—Uy, sí, mates de cuarto. Me gustan ese tipo de cosas.
—¿Sabes qué? No me gustas nada —comentó Diana.
Drake se apoyó contra la pared y esbozó una sonrisa burlona.
—Claro que no te gusto —afirmó Astrid—. Te hago sentir inferior.
Los ojos de Diana relampaguearon.
—No me siento inferior a nadie.
—¿De veras? Porque normalmente la persona que hace cosas malas reconoce que le pasa algo malo. ¿Sabes? Aunque lo reprima, sabe que algo le pasa.
—Sí —dijo Diana sin más—. Qué mal me sabe. Lo de mi corazón malvado y demás. Dame la mano.
—¿Qué?
—Prometo no infectarte con mi maldad. Dame la mano.
—No.
—Drake. Haz que me dé la mano.
Drake se despegó de la pared.
Astrid extendió la mano. Diana la cogió entre las suyas y la sostuvo.
—Lees el poder —señaló Astrid—. Tendría que habérmelo imaginado antes. Y tú también tienes, ¿no?
Miró a Diana como si mirara un espécimen de laboratorio.
—Sí. —Diana la soltó—. Leo a la gente. Pero no te preocupes, solo leo niveles de energía, no tus pensamientos secretos sobre cuántas ganas tienes de enrollarte con Sam Temple.
Astrid se ruborizó a su pesar. Diana se rio de ella.
—Ay, por favor, es que es tan evidente… es guapo, es valiente, es listo, pero no tanto como tú. Es perfecto.
—Es un amigo —protestó Astrid.
—Ya, ya. Bueno, enseguida sabremos si es un buen amigo. Sabe que te tenemos. Si no le cuenta a Caine todo lo que Caine quiere saber, y hace lo que sea que Caine le pida, Drake te va a hacer daño.
Astrid se echó a temblar.
—¿Qué?
—Bueno, para eso tenemos a Drake —suspiró Diana—. Le gusta hacer daño a la gente. No lo tenemos para dar conversación.
Parecía que Drake preferiría abalanzarse sobre Diana. Sus ojos entrecerrados de lagarto se cerraron aún más. Diana no pasó por alto su expresión.
—Vamos, ponme la mano encima, Drake —lo provocó la chica—. Caine te mataría —y añadió a Astrid—: Más vale que te comportes, está muy cabreado.
Y entonces Diana se marchó.
Astrid sintió que Drake la miraba fijamente, pero ella no podía levantar la vista. Mantuvo la mirada baja, concentrada en el libro de mates. Entonces miró a su hermano, que estaba sentado jugando a su estúpido juego, sin poder hacer nada, sin querer hacer nada, sin importarle nada.
A Astrid la avergonzaba su propio miedo. La avergonzaba no poder mirar a la cara al matón apoyado contra la pared, totalmente despreocupado.
No le cabía la menor duda de que Sam se esforzaría por salvarla. Pero puede que Caine pidiera a Sam algo que no pudiera darle.
Astrid tenía que pensar, elaborar un plan. Estaba asustada, siempre le había asustado la violencia física. Le asustaba el vacío que percibía en Drake Merwin.
Se apresuró a acercar su mesa a Pete y le puso una mano en el hombro. El pequeño no reaccionó. Sabía que ella estaba allí, pero no demostraba nada, concentrado como estaba en su juego.
Sin conseguir mirar a Drake todavía, Astrid comentó:
—¿No te molesta que Diana te trate como un animal salvaje al que mantiene a raya?
—¿Y a ti no te molesta dar vueltas por ahí con ese retrasado? —replicó Drake—. ¿Tener pegado a ese pequeño retrasado?
—No es retrasado —protestó Astrid, sin alterarse.
—Ah, ¿lo he dicho mal? ¿No se dice «retrasado»?
—Es autista.
—Retrasado —insistió Drake.
Astrid lo miró. Se obligó a mirarlo a los ojos.
—La gente ya no usa la palabra «retrasado». Cuando la usaban, lo hacían para indicar una discapacidad intelectual. Pete no es intelectualmente discapacitado en ese sentido. Tiene por lo menos un cociente normal, y puede que más alto. Así que esa palabra no sirve.
—¿Ah, sí? Vaya. Porque me gusta la palabra «retrasado». De hecho, me gustaría oírtela decir. Retrasado.
Astrid sintió que el temor se apoderaba de ella. No le cabía duda de que pensaba hacerle daño. Continuó mirándolo fijamente un rato hasta que bajó la vista.
—Retrasado —insistió Drake—. Dilo.
—No —susurró Astrid.
Drake se paseó por el aula. No llevaba armas. No las necesitaba. Colocó los puños sobre el escritorio y se inclinó hacia ella.
—Retrasado —repitió Drake—. Di: «Mi hermano es retrasado».
Astrid no sabía si podría hablar. Se estaba tragando las lágrimas. Quería creer que era valiente, pero en aquel momento, con aquel matón a pocos centímetros de ella, sabía que no lo era.
—Mi. Hermano. Vamos, dilo conmigo. Dilo.
La bofetada fue tan rápida que Astrid apenas vio moverse la mano. Le ardía la cara.
—Dilo. Mi…
—Mi… —empezó ella, susurrando.
—Más alto, quiero que el pequeño retrasado lo oiga. Mi hermano es retrasado.
La segunda bofetada fue tan dura que Astrid casi se cae de la silla.
—Puedes decirlo mientras aún tengas la cara bonita, o después de que te la haya machacado. Tú decides. Mi hermano es retrasado.
—Mi hermano es retrasado —dijo Astrid, y le tembló la voz.
Drake se rio encantado y se dirigió hasta donde estaba Pete, que había levantado la vista del videojuego y casi parecía percatarse de lo que pasaba. Drake acercó la cara al espacio que ocupaba y con una mano agarró a Astrid del pelo para que la boca de la chica estuviera cerca del oído del niño, tras lo cual exigió:
—Una vez más, alto y claro.
Empujó la cara de Astrid contra el lado de la cabeza de Pete y gritó:
—¡Mi hermano es…!
Y Astrid cayó de golpe en su cama.
En su cama. En su dormitorio.
Pete estaba en el asiento bajo la ventana, con las piernas cruzadas sobre el banco, y el videojuego en la mano.
Astrid supo de inmediato lo que había ocurrido. Pero aún le resultaba increíblemente desconcertante. Estaba en el colegio, y al momento siguiente en su cuarto.
No podía mirarlo. La cara le ardía de las bofetadas, pero aún más de vergüenza.
—Gracias, Petey —susurró.
Orc sacó a Sam a rastras del gimnasio y lo llevó a la sala de pesas.
Howard miró a su alrededor, pensando qué hacer.
—Howard, tío, no puedes tragar con esto —le suplicó Sam—. No te puede parecer bien que Caine mate a Astrid y Pete. Ni siquiera a ti. Tú no querías matar a Bette. Esto se pasa de la raya.
—Sí, se pasa de la raya… —admitió Howard, preocupado, con la boca torcida hacia un lado esbozando un gesto burlón.
—Tenéis que ayudarme. Dejadme que vaya tras Drake.
—No lo creo, Sammy. Mira, he visto lo que puede hacer Drake. Y los dos hemos visto lo que puede hacer Caine. —Tras lo cual, comentó a Orc—: Pongámoslo aquí en este banco. Boca arriba. Le ataremos las piernas a ese poste.
Orc levantó a Sam y lo arrojó contra el banco de pesas.
—Orc, esto va a ser asesinato a sangre fría —le advirtió Sam.
—Para mí no, tío —señaló Orc—. Solo te estoy atando.
—Drake va a matar a Astrid. Ella te ayudó a pasar las mates. Puedes parar esto, Orc.
—No tendría que habérselo dicho a nadie —gruñó Orc—. Da igual, porque ya no hay mates.
Usaron una cuerda para atarle los tobillos a las patas del banco. Y le pasaron otra cuerda alrededor de la cintura.
—De acuerdo, ahora llega la parte buena —anunció Howard—. Ponemos peso en la barra. Atamos las manos de Sam a la barra y la bajamos, ¿de acuerdo? Así estará ocupado evitando que le parta el cuello.
Orc tardó en entenderlo, así que Howard le enseñó cómo hacerlo. Entonces Orc apiló varios pesos sobre la barra.
—¿Cuánto puedes aguantar, Sam? —preguntó Howard—. Yo diría que le ponemos dos de veinte kilos en cada extremo, ¿no? Con la barra, son noventa kilos.
—Ni de coña aguantará noventa kilos —opinó Orc.
—Creo que tienes razón, Orc. Creo que ya estará ocupado evitando que lo ahogue la barra.
—Esto no está bien, Howard —señaló Sam—. Tú sabes que no. Vosotros no hacéis cosas así. Sois matones, no asesinos despiadados.
—Sammy, vivimos en un mundo totalmente distinto —suspiró Howard—. ¿No te has dado cuenta? Es la nueva ERA, tío.
Orc bajó el peso. La barra quedaba apoyada sobre las muñecas atadas de Sam, que le presionaban la nuez. Empujó hacia arriba con todas sus fuerzas, pero no podría levantar noventa kilos ni en su mejor día. Lo único que podía hacer era continuar presionando hacia arriba para seguir respirando.
—Vamos, tío —se rio Orc—, volvamos con Caine o nos perderemos más cosas.
Howard siguió a Orc, pero se detuvo en la puerta.
—Resulta raro, Sam. Aquella primera noche, colega, pensé: «Dentro de poco el dichoso Sam Bus Escolar se encargará de todo si no tenemos cuidado». Todos te hacían caso. Ya lo sabes. Pero no, tú eras demasiado guay para hacerlo así. Te fuiste sin decir nada a nadie, te fuiste con Astrid. —Se rio—. Claro que está buena, ¿no? Y ahora Caine se encarga de la ERA y Drake se va a cargar a tu novia.
Sam luchaba contra el peso, pero no había manera de levantarlo. Incluso si estuviera en otra posición, no podría levantarlo de ninguna manera.
Pero Howard, que tan listo se creía, había pasado por alto una cosa: en aquella postura, Sam podía coger el globo con los dientes.
Intentó romperlo, pero tardaba mucho y no tenía tiempo. No tenía ninguna duda de que Pete habría teletransportado a Astrid y a sí mismo a su casa. Drake los encontraría allí.
Sam trató de rasgar el globo con los dientes, pero resbalaba y era duro. Y cuando se concentraba en el globo, no podía concentrarse en levantar el peso del cuello.
La barra hacía que los nudillos se le clavaran en la garganta. Seguía empujando hacia arriba, pero ya tenía calambres en los brazos. Perdía fuerza en los músculos.
O bien rasgaba el globo y se soltaba las manos, o evitaba que la barra le ahogara. No podía hacer ambas cosas.
Y, aunque se soltara las manos, ¿qué conseguiría? No era como Caine. No controlaba sus poderes. Puede que rasgara el globo y luego no pudiera hacer nada.
La barra se deslizó hacia abajo un poco más.
Tenía el globo entre los dientes.
Lo mordió intentando hacer un agujerito y agrandarlo.
Para entonces, Drake habría salido de la escuela y estaría en movimiento. ¿Tendría que parar antes en algún lugar para coger el arma?
Astrid sabría que iban tras ella. Sabría que sería peligroso quedarse en casa. ¿Se desplazaría lo bastante rápido?
¿Y adónde iría?
Sam notó el rechinar de los dientes entre sí. Había hecho un agujero. Pero se estaba quedando sin aliento.
Apenas notó que se abría la puerta.
Oyó pasos rápidos sobre la alfombra y el ruido y el tacto al quitar algunos pesos de la barra. Sam tomó aire.
—Aguanta, tío.
Quinn quitó el resto de pesos de la barra.
Con los brazos temblorosos, Sam apartó la barra que le apretaba el cuello.
—No sabía que harían esto, tío. No lo sabía, tío —repitió Quinn. Estaba pálido, como si nunca hubiera visto el sol—. Tienes que creerme, Sam.
Le estaba quitando las cuerdas. Sam se incorporó.
Quinn estaba hecho un desastre. Había llorado, y tenía los ojos rojos e hinchados.
—Te juro por Dios que no lo sabía.
—Tengo que llegar hasta Astrid antes que Drake —señaló Sam.
—Lo sé, lo sé. Vaya cagada.
Tras soltarse las piernas, Sam se puso en pie.
—¿Esto es otro truco? ¿Van a seguirme hasta Astrid?
—No, tío. Me arrearán si se enteran de que te he dejado marchar. —Quinn extendió las manos, suplicante—. Me tienes que llevar contigo.
—¿Y cómo voy a confiar en ti, Quinn?
—Si me dejas aquí, ¿qué crees que me hará Caine?
Sam no tenía tiempo para discutir y tomó una decisión rápida.
—Más te vale rezar para que a Astrid no le pase nada, Quinn. Si haces esto para chivarte, más te vale que también yo esté muerto.
Quinn se pasó la lengua por los labios, nervioso.
—No tienes que amenazarme, tío.
—No me llames tío —protestó Sam—. No soy tu tío.