129 HORAS, 34 MINUTOS
—ENSÉÑAME TU LISTA —exigió Howard.
Estaba ante la puerta de entrada de Ralph’s, sentado en una silla plegable, con los pies apoyados en una segunda silla. En un pequeño combo de TV y DVD veía Spiderman 3. Apenas levantó la vista cuando se acercaron.
—No tengo una lista —repuso Astrid.
—Necesitas una lista. No entra nadie sin lista.
—De acuerdo —accedió Sam—. ¿Tienes papel y lápiz?
—Pues resulta que sí, Sam.
Howard se sacó una libreta pequeña de espiral del bolsillo de una chaqueta de cuero que no le favorecía y se la entregó a Astrid.
La chica escribió lo que necesitaba y se la pasó a Howard.
—Te puedes llevar todo lo fresco, lo de comer. Se va a estropear. Casi no queda ya helado, pero puede que queden polos. —Miró a Pete—. ¿Te gustan los polos, pe-tardo?
—Vamos, termina ya… —le advirtió Sam.
—Si queréis algo enlatado o pasta o lo que sea, necesitáis permiso especial de Caine o de uno de los sheriffs.
—¿De qué estás hablando? —exigió Astrid.
—Digo que te puedes llevar toda la lechuga, huevos, delicatessen y leche porque todo caducará pronto, pero nos guardamos cosas como sopa en lata o lo que no se estropee.
—De acuerdo, tiene sentido —reconoció Astrid.
—Igual con los productos de papel. Cada uno se lleva un rollo de papel higiénico. Así que hazlo durar. —Volvió a mirar la lista—. ¿Tampones? ¿De qué tamaño?
—Cállate —le espetó Sam.
—Vamos, entrad —dijo Howard, y se echó a reír—. Pero lo comprobaré todo cuando salgáis, y si no está bien, os haré devolverlo.
La tienda estaba hecha un desastre. Antes de que Caine pusiera un guardia, habían robado casi todas las cosas de picar. Y los que lo habían hecho no eran ni limpios ni cuidadosos. Había tarros rotos de mayonesa, vitrinas caídas, cristales rotos de puertas de neveras destrozadas.
Había moscas por todas partes. La tienda empezaba a oler a basura. Algunas de las luces se habían quemado y quedaban espacios a oscuras. Los pósteres de colores llamativos aún colgaban sobre sus cabezas ofreciendo ofertas especiales y descuentos.
Sam agarró un carro y Astrid subió a Pete al asiento.
Todas las flores en la pequeña floristería de la esquina parecían mustias. Una docena de globos con mensajes de «Feliz Navidad» o de Acción de Gracias aún flotaban, pero estaban perdiendo altura.
—Quizá debería buscar un pavo —señaló Astrid, mirando donde se exhibía comida de Acción de Gracias: ingredientes para hacer tarta de calabaza, carne picada, salsa de arándanos, dosificadores de salsa para el pavo, relleno.
—¿Sabes cocinar un pavo?
—Puedo encontrar las instrucciones online. —Y acto seguido suspiró—. Ay no… Puede que haya un libro de cocina por ahí.
—Nos quedamos sin salsa de arándanos.
—No podemos coger nada enlatado.
Sam se adelantó a la sección de productos frescos y se detuvo al ver que Astrid seguía mirando el expositor con productos de temporada. Estaba llorando.
—Eh, ¿qué ocurre?
Astrid trató de secarse las lágrimas, pero no podía parar.
—Siempre hacíamos las compras los tres, mi madre, Pete y yo. Era el momento de la semana en el que hablábamos. Ya sabes, comprábamos despacio y comentábamos qué íbamos a comer y hablábamos también de otras cosas. Así, sin más. Nunca había estado aquí sin mi madre.
—Ni yo.
—Es una sensación rara. Parece el mismo sitio, pero no lo es.
—Ya nada es lo mismo —comentó Sam—. Pero la gente sigue necesitando comer.
Así consiguió arrancarle una sonrisa a Astrid.
—De acuerdo, vamos a comprar.
Cogieron lechuga, zanahorias y patatas. Sam fue detrás del mostrador a coger un par de filetes y envolverlos en papel. Las moscas se habían apoderado de algunos trozos de carne que habían quedado fuera al desaparecer los carniceros. Pero no parecían haber tocado la carne de dentro.
—¿Algo más, señora? —preguntó.
—Bueno, como nadie más se la lleva, también me llevaré la carne para asar.
Sam se inclinó sobre el mostrador.
—De acuerdo, me rindo. ¿Cuál es la carne para asar?
—Esa grande. —Dio unos golpecitos en la vitrina—. La puedo meter en la nevera.
—Claro. Carne para asar. —Sam la sacó y la colocó sobre una hoja de papel encerado—. ¿Te das cuenta de que vale como veinte dólares el kilo o algo así?
—Ponlo en mi cuenta.
Pasaron a los productos lácteos. Y allí estaba Panda, de pie, nervioso, blandiendo el bate listo para golpear.
—¿Otra vez tú? —saltó Sam.
Panda no contestó.
Y Astrid gritó.
Sam se volvió, y vio durante un instante a Drake Merwin antes de que algo le golpeara en un lado de la cabeza. Se fue tambaleando hasta una estantería con envases de queso parmesano rallado, y golpeó los envases verdes haciéndolos caer por todas partes.
Vio el bate girando, trató de pararlo, pero la cabeza le daba vueltas y no conseguía centrar la mirada.
Le fallaron las rodillas y cayó al suelo.
A lo lejos vio a unos chicos moviéndose rápido, puede que fueran cuatro o cinco. Dos agarraron a Astrid y le sujetaron las manos por detrás.
Entonces oyó una voz de chica, que Sam no reconoció hasta que Panda dijo:
—Diana…
Sam resistía pero no podía controlar los músculos. Algo pasó por encima de su mano izquierda, y luego de la derecha. Unos dedos fuertes lo mantenían bien sujeto.
Cuando por fin pudo centrarse se quedó mirando estúpidamente lo que había ocurrido. Le habían atado las muñecas con un cierre de plástico, al que habían anudado un globo desinflado, pegado con cinta adhesiva.
Diana Ladris se arrodilló y puso la cara a la altura de la de Sam.
—Es de plástico PET. Tiene la superficie reflectante. Así que no intentes hacer de las tuyas, Sam: te freirías las manos.
—¿Qué estás haciendo? —Sam hablaba arrastrando las palabras.
—Tu hermano quiere tener una agradable conversación contigo.
Aquella frase no tenía sentido y Sam no estaba seguro de haberla oído bien. La única persona que lo llamaba a veces «hermano» era Quinn.
—Dejad ir a Astrid —pidió.
Drake se puso delante de Diana y golpeó a Sam en la espalda, por lo que se le doblaron las piernas. Drake se colocó por encima de él y empujó el extremo de su bate contra la nuez de Sam. El mismo movimiento que empleó con Orc la noche anterior.
—Si eres buen chico, seremos amables con tu novia y su hermano retrasado. Si das problemas, me meteré con ella.
El mecanismo de Pete para empezar a gritar sin parar se había desencadenado.
—Calla a ese niño o lo callaré yo —amenazó Drake a Astrid. Y luego ordenó a Howard, Panda y los demás—: Coged al gran héroe y arrojadlo en el carro de la compra.
Levantaron a Sam y lo soltaron dentro del carro.
Howard era el que empujaba y tarareaba:
—Sammy, Sammy, Sammy. Sam Bus Escolar ahora es Sam Carro del Súper, ¿eh?
Drake se inclinó hacia Sam, quien lo último que vio fue una tira de cinta adhesiva que le iban a poner sobre los ojos.
Lo empujaron carretera abajo en el carro del súper. Lo empujaron por la ciudad. No veía nada, pero notaba las sacudidas. Y oía la risa y las pullas de Howard y Panda.
Sam intentó descifrar la ruta, averiguar hacia dónde se dirigían. Después de lo que pareció mucho rato, notó que iban cuesta arriba.
—Tío, que alguien me ayude a empujar esta cosa —empezó a quejarse Howard—. Freddie, tío, ayúdame.
El carro aceleró durante un rato, hasta que perdió velocidad. Sam oyó que alguien iba sin aliento.
—Coge a algunos de esos que están mirando —exigió Freddie.
—Sí. ¡Oye, tú! Ven aquí y ayúdame a empujar este carro.
—No, tío. Ni de coña.
Era Quinn. El corazón de Sam dio un vuelco. Quinn le ayudaría.
Entonces el carro se detuvo.
—¿Qué, tienes miedo de que tu chico se entere de lo que has estado haciendo? —espetó Howard.
—Cállate, tío —saltó Quinn.
—Sammy, ¿quién crees que nos ha avisado de que ibas a comprar con Astrid, eh?
—Cállate, Howard.
Quinn parecía desesperado.
—¿Quién crees que nos ha hablado de tus poderes, Sam?
—No sabía que iban a hacer esto —suplicó Quinn—. No lo sabía, tío…
Sam se dio cuenta de que no le sorprendía. Pero aun así, la traición de Quinn le dolía más que cualquier otra cosa que le hubiera hecho Drake. Quería gritar a Quinn. Quería llamarlo Judas. Pero gritar y chillar le harían parecer débil.
—No lo sabía, hermano. Te lo digo de verdad —insistió Quinn.
—Sí. Igual pensabas que queríamos organizar una reunión del club de fans de Sam Temple —comentó Howard, y se rio de su propia gracia—. Ahora agarra el carro y empújalo.
Y el carro empezó a moverse otra vez.
Sam estaba furioso. Quinn lo había traicionado. Astrid estaba con Drake y Diana. Y no podía hacer nada al respecto.
Parecía que no iba a pasar nunca, pero finalmente se detuvieron.
Sin avisar, volcaron el carro y Sam cayó sobre la acera. Dio una voltereta e intentó rascar el globo contra el suelo sin que se dieran cuenta.
Pero la patada que recibió en las costillas lo dejó sin aliento.
—¡Oye! —exclamó Quinn—. No le tienes que pegar.
Unas manos agarraron a Sam por los brazos y entonces oyó la voz de Orc:
—Si das problemas, te daré una paliza.
Le hicieron subir unas escaleras a trompicones. Había una puerta, grande a juzgar por el ruido que hacía. Entonces sus pies resonaron en el linóleo pulido.
Se detuvieron. Se abrió otra puerta. Hicieron entrar a Sam. Orc le dio en la espinilla y Sam cayó boca abajo.
Entonces Orc se montó sobre su espalda, le agarró del pelo y le tiró bruscamente de la cabeza hacia atrás.
—Quítale la cinta —ordenó una voz.
Howard levantó el borde de la cinta, lo agarró y la arrancó de cuajo, llevándose parte de las cejas de Sam en el proceso.
El chico reconoció dónde se encontraba. Era el gimnasio de la escuela.
Yacía en el suelo pulido de madera con Caine mirándolo tranquilamente, con los brazos cruzados, disfrutando del momento.
—Hola, Sam —le dijo.
Sam giró la cabeza a izquierda y derecha. Orc, Panda, Howard, Freddie y Chaz iban armados con bates de béisbol. Quinn intentaba encogerse como si quisiera desaparecer de su vista.
—Tienes muchos tíos, Caine. Debo de ser peligroso.
Caine asintió como si ya lo hubiera pensado.
—Me gusta ser cuidadoso. Claro que Drake tiene a tu novia. Así que si yo fuera tú, intentaría no causar ningún problema. Drake es un chico violento y perturbado.
Howard se rio.
—Déjalo que se levante —ordenó Caine.
Orc se levantó de la espalda de Sam pero no sin antes clavarle una rodilla en las costillas. Sam se puso en pie, tembloroso, pero se alegró de no seguir en el suelo.
Estudió atentamente a Caine. Se conocieron en la plaza cuando Caine acababa de llegar. Desde entonces, solo lo había visto de pasada.
Caine lo estudiaba con la misma atención.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Sam.
Caine empezó a morderse el pulgar, y luego bajó las manos casi como si adoptara la posición de firmes.
—Ojalá hubiera algún modo de que fuéramos amigos, Sam.
—Veo que te mueres de ganas de ser mi nuevo colega.
Caine se rio.
—¿Ves? Tienes sentido del humor. Eso no viene de tu madre. Nunca me pareció muy divertida. ¿Quizá viene de tu padre?
—Pues no lo sé.
—¿No? ¿Por qué no?
—Tienes el portátil de mi madre. Tienes todos sus documentos personales. Y tienes a Quinn para que te responda preguntas sobre mí. Así que me imagino que ya sabes la respuesta.
Caine asintió.
—Sí. Tu padre desapareció poco después de que tú nacieras. Creo que no le impresionaste mucho, ¿no? —Caine se rio de su propio chiste, y algunos de sus seguidores se le sumaron medio convencidos, ya que no lo acababan de entender—. Bueno, pues no te sientas mal. Resulta que mi padre biológico también desapareció. Igual que mi madre.
Sam no intervino. Tenía las manos entumecidas por el cierre de plástico que las ataba. Estaba asustado, pero decidido a no demostrarlo.
—No se pueden llevar zapatos de calle en el suelo del gimnasio —señaló Sam.
—¿Así que tu padre desaparece y ni siquiera quieres saber por qué? —preguntó Caine—. Qué interesante. Yo siempre he querido saber quiénes fueron mis padres de verdad.
—Déjame adivinarlo: en realidad eres un mago criado por muggles.
La sonrisa de Caine era fría. Levantó la mano con la palma hacia fuera. Un puño invisible golpeó a Sam en la cara y lo hizo tambalearse hacia atrás. Estuvo a punto de caer al suelo, todo le daba vueltas y le salía sangre de la nariz.
—Sí. Algo así —repuso Caine.
Extendió ambas manos y Sam sintió que se elevaba del suelo.
Caine lo levantó un metro y luego entrecruzó los dedos y Sam cayó de golpe.
El chico se levantó lentamente. La pierna izquierda le temblaba. Le parecía que se había hecho un esguince en el tobillo.
—Tenemos un sistema para medir el poder —explicó Caine—. Se lo inventó Diana. Puede leer a la gente si les sostiene la mano, puede decirnos cuánto tienen. Lo describe como la señal de un teléfono móvil. Una barra, dos barras, tres barras. ¿Sabes qué me sale a mí?
—Que estás loco.
Sam escupió la sangre que le recorría la boca.
—Cuatro barras, Sam. Soy el único al que ha leído que tiene cuatro barras. Puedo levantarte, hacerte volar hacia el techo o estamparte contra la pared.
Ilustró lo que quería decir con movimientos de manos con los que parecía que estuviera haciendo una danza hawaiana hula.
—Podrías conseguir trabajo en un circo —señaló Sam, inspirado.
—Aaah, chico duro…
A Caine parecía molestarle que Sam no hubiera respondido maravillado.
—Mira, Caine, tengo las manos atadas, tienes a cinco de tus matones a mi alrededor con bates de béisbol, ¿y se supone que debo asustarme porque sabes hacer trucos de magia?
Sam contó cinco y no seis. No quería contar a Quinn.
Caine tomó nota de la omisión y lanzó una mirada de sospecha hacia Quinn, que aún parecía el típico chico que no sabía dónde ponerse o qué hacer consigo mismo.
—Y uno de esos cinco —señaló Sam— es un asesino. Un asesino y un hatajo de cobardes. Esa es tu pandilla, Caine.
Caine abrió mucho los ojos, mostró los dientes, furioso, y de repente Sam salió disparado al otro lado del gimnasio. Disparado como si lo hubieran arrojado desde una catapulta.
El gimnasio daba vueltas a su alrededor.
Sam se estampó contra el aro de la canasta, y se dio con la cabeza contra el tablero de fibra de vidrio. Quedó colgado del aro durante un instante y luego cayó de espaldas.
Lo arrastraron unas manos invisibles con una fuerza aterradora, como si lo hubiera barrido un tornado, hasta que acabó a los pies de Caine.
Aquella vez tardó en levantarse. Al flujo de sangre de la nariz se sumaba un hilo de sangre de la frente.
—Varios de nosotros desarrollamos poderes extraños, desde hace unos meses —explicó Caine como si fuera lo más natural del mundo—. Somos como un club secreto. Frederico, Andrew, Dekka, Brianna, y otros más. Trabajamos unidos para desarrollarlos. Nos animamos los unos a los otros. Verás, esa es la diferencia entre la gente de Coates y los de la ciudad. En un internado cuesta guardar secretos. Pero enseguida quedó claro que mis poderes son de un orden totalmente distinto. ¿Lo que te acabo de hacer? Nadie más podría hacerlo.
—Sí, eso ha sido una pasada —comentó Sam, tratando de mostrarse desafiante—. ¿Puedes volver a hacerlo?
—Te está provocando.
Diana acababa de entrar en el gimnasio y era evidente que no le gustaba lo que veía.
—Intenta demostrar lo duro que es —comentó Caine.
—Sí. Y lo ha hecho. Sigamos.
—No me hables en ese tono, Diana —le advirtió Caine, crispado.
Diana se paseó por el gimnasio hasta quedarse de pie junto a Caine. Cruzó los brazos por encima del pecho y meneó la cabeza hacia Sam, burlándose de su desdicha.
—Vaya, qué mal aspecto tienes, Sam.
—Y peor que tendrá —amenazó Caine.
—Este es el trato, Sam —suspiró Diana—. Caine quiere que le des algunas respuestas.
—¿Por qué no se lo pregunta a Quinn?
—Porque no sabe las respuestas, pero tú sí, así que se trata de lo siguiente: si no respondes a las preguntas del Líder Intrépido, Drake va a empezar a pegar a Astrid. Y para que lo sepas: Drake está mal de la cabeza. No te lo digo para asustarte, te lo digo porque es verdad. Yo soy mala, Caine tiene delirios de grandeza, pero Drake está totalmente majara. Podría matarla, Sam. Y empezará dentro de cinco minutos si no vuelvo y le digo que no lo haga. Así que… tictac…
Sam tragó sangre y bilis.
—¿Qué preguntas?
Diana puso los ojos en blanco y se volvió hacia Caine.
—¿Ves qué fácil ha sido?
Y, por increíble que pareciera, Caine aceptó la chulería de Diana. Sin amenazas, sin atacarla, se limitó a aceptarlo con una mezcla de rabia y resentimiento.
Sam se quedó perplejo al darse cuenta de que Caine estaba enamorado de ella. Las veces que los había visto juntos no mostraban ninguna señal externa de afecto, pero no podía ser de otro modo.
—Háblame de tu padre —le exigió Caine.
Sam se encogió de hombros, un movimiento que le hizo estremecerse de dolor.
—No formaba parte de mi vida. Lo único que sé es que a mi madre no le gustaba hablar de él.
—A tu madre. A la enfermera Temple.
—Sí.
—En el nombre de tu partida de nacimiento, donde dice «nombre del padre» pone «Taegan Smith».
—De acuerdo.
—Taegan. Un nombre muy raro. Muy raro.
—¿Y qué?
—Pero Smith es muy común. Es el nombre que podría usar un hombre para ocultar su verdadero nombre.
—Mira, estoy respondiendo a tus preguntas, deja que Astrid se vaya.
—Taegan —repitió Caine—. Ahí mismo en la partida de nacimiento. Madre: Constance Temple. Padre: Taegan Smith. Fecha de nacimiento: 22 de noviembre. Hora de nacimiento: 22:10 horas. Sierra Vista Regional Medical.
—Así que ahora puedes hacerme el horóscopo.
—¿No te interesa nada de todo esto?
—Me interesa saber lo que está pasando —suspiró Sam—. Por qué estamos en una nueva ERA. Cómo hacer que pare o cómo escapar de ella. En la larga lista de cosas que me preocupan, mi padre biológico, al que no conocí, y que no significó nada para mí, queda bastante al final.
—Te esfumarás dentro de cinco días, Sam. ¿Eso te interesa?
—Deja que Astrid se vaya.
—Vamos, Caine. Déjalo estar —insistió Diana.
Caine sonrió con suficiencia.
—Me interesa mucho la cuestión de la desaparición. ¿Sabes por qué? Porque no quiero morir. Y no quiero encontrarme de repente otra vez en el mundo de antes. Me gusta la nueva ERA.
—¿Eso es lo que crees que pasa, que volvemos al mundo de antes?
—Yo hago las preguntas —replicó Caine.
—Deja que Astrid se vaya.
—Lo que quiero decir es —continuó Caine— que tú y yo tenemos algo en común, Sam. Nacimos con tres minutos de diferencia.
Sam sintió escalofríos de repente.
—Tres minutos —repitió Caine, acercándose a él—. Primero tú. Y luego yo.
—No. No puede ser… —murmuró Sam.
—Sí puede —afirmó Caine—. Y tú eres… hermano…
La puerta se abrió de golpe. Drake Merwin entró disparado en el gimnasio. Buscaba algo.
—¿Está aquí?
—¿Quién? —preguntó Diana.
—¿A ti qué te parece? La rubia y su hermano el retrasado.
—¿La has dejado escapar? —exigió Caine, olvidándose de Sam por un instante.
—No la he dejado escapar. Estaban en la habitación conmigo. La chica me estaba molestando, así que le he dado. Entonces han desaparecido. Se han ido.
Caine lanzó una mirada asesina a Diana.
—No, no, le faltan meses para cumplir los quince. Y, en cualquier caso, su hermano pequeño tiene cuatro.
—¿Y entonces cómo…? —Caine arrugó la frente—. ¿Puede ser el poder?
Diana meneó la cabeza.
—He vuelto a leer a Astrid viniendo hacia aquí. Apenas tiene dos barras. No puede ser. ¿Se han teletransportado dos personas?
Caine palideció.
—¿Será el retrasado?
—Es autista, está como en su propio mundo —corrigió Diana.
—¿Lo has leído?
—Es un niño autista, ¿por qué habría de leerlo?
Caine se volvió hacia Sam y levantó la mano a modo de amenaza.
—¿Qué sabes de esto? —Caine acercó su cara hasta quedar a pocos centímetros de Sam, y gritó—: ¿Qué sabes?
—Bueno, sé que disfruto viéndote asustado, Caine.
El puño invisible hizo que Sam cayera desplomado de espaldas.
Diana, por primera vez, parecía preocupada. Su sonrisita habitual se había esfumado.
—La única vez que hemos visto teletransporte fue con Taylor en Coates. Y solo podía atravesar la habitación. Tenía tres barras. Si este niño puede teletransportarse a sí mismo y a su hermana a través de las paredes…
—Podría tener cuatro… —terminó la frase Caine en voz baja.
—Sí. Podría tener cuatro —repitió Diana. Y cuando dijo la palabra «cuatro» miró directamente a Sam—. Incluso más.
—Orc, Howard —ordenó Caine—: encerrad a Sam y atadlo para que no pueda desatarse el globo de las manos, y luego haced que Freddie os ayude. Ha puesto yeso antes, sabe qué hacer. Coged lo que necesitéis de la ferretería. —Agarró a Drake del hombro—. Encontrad a Astrid y a ese niño.
—¿Cómo voy a atraparlos si pueden desaparecer cuando les viene en gana?
—No he dicho que los atrapes —corrigió Caine—. Coge un arma, Drake.
—Dispárales antes de que te vean.
Sam cargó contra Caine y lo embistió antes de que pudiera reaccionar. El impulso hizo que ambos cayeran al suelo. Sam golpeó a Caine en la nariz con la cabeza. Caine tardó en recuperarse, pero Drake y Orc se abalanzaron sobre Sam y lo arrancaron a patadas de Caine.
—No puedes matar a la gente —gimió Sam, dolorido—. ¿Estás loco?
—Me has hecho daño en la nariz —gimió Caine.
—Estás fatal, Caine. Necesitas ayuda. Estás loco.
—Sí —afirmó Caine, palpándose la nariz y estremeciéndose del dolor—. Es lo que me dicen una y otra vez. Es lo que la enfermera Temple… mamá… me decía. Alégrate de que necesito mantenerte con vida. Sam. Necesito ver cómo desapareces, averiguar cómo evitar que me pase a mí. Orc, llévate a este héroe de aquí. Drake, vete.
—¡Si les haces daño, Drake, te atraparé y te mataré! —gritó Sam.
—No malgastes saliva —le advirtió Diana—. No conoces a Drake. Tu novia está prácticamente muerta.