131 HORAS, 03 MINUTOS
—HA PASADO SIN más —anunció Drake.
Caine estaba sentado en su silla de cuero demasiado grande, la que antes pertenecía al alcalde de Perdido Beach. Le hacía parecer pequeño. Le hacía parecer muy joven. Y, para empeorar las cosas, se mordisqueaba la uña del pulgar, con lo que casi parecía que se estaba chupando el dedo.
Diana estaba recostada en el sofá, leyendo una revista y casi sin prestar atención.
—¿Qué ha pasado?
—Dos chicas a las que me mandaste seguir. Acaban de dar el gran salto. Han hecho puf, como dice ese idiota de Quinn.
Caine se puso en pie de repente.
—Tal y como predije. Tal y como dije.
Caine no parecía contento de tener razón. Salió de detrás de su escritorio y, para gran regocijo de Drake, arrancó la revista a Diana de las manos y la arrojó al otro lado de la habitación.
—¿Crees que quizá podrías prestar atención? —le espetó.
Diana suspiró y se incorporó lentamente, sacudiéndose un poco de pelusa de la blusa.
—No te enfades conmigo, Caine —protestó la chica—. Yo fui la que dijo que teníamos que empezar a recopilar partidas de nacimiento.
Drake se reservó tiempo para revisar el perfil psicológico de Diana el día después de que empezara la nueva ERA. Pero para entonces los archivos de la chica ya se habían perdido. En su lugar, Diana dejó el perfil de Drake abierto en la mesa del doctor, y dibujó una carita sonriente junto a la palabra «sádico».
Hacía mucho que Drake la odiaba. Pero después de aquello, odiar a Diana se convirtió en una ocupación a tiempo completo.
Pero para indignación de Drake, Caine aceptaba la insolencia de Diana.
—Sí. Esa fue una buena idea. Muy buen a idea.
—El chico de Diana, Sam, estaba allí —intervino Drake.
Diana no respondió a la provocación.
—Le sostenía la mano a una de las chicas cuando se ha esfumado —añadió Drake—. La miraba directamente a los ojos. Mira, desaparece la primera chica y todos saben lo que va a pasar a partir de ahí. La segunda chica no paraba de lloriquear. Estaba demasiado lejos para oír lo que ha dicho, pero se notaba que se estaba meando encima.
—Sadismo —intervino Diana—. El disfrute del sufrimiento de otro.
Drake forzó su sonrisa de tiburón.
—Las palabras no me asustan.
—No serías un psicópata si te asustaran, Drake.
—Dejadlo estar, los dos —intervino Caine, y volvió a recostarse en la silla demasiado grande y a morderse otra vez el pulgar—. Estamos a diecisiete de noviembre. Tengo cinco días para averiguar cómo superar esto.
—Cinco días —repitió Drake—. No sé qué haríamos si te esfumaras, Caine…
Miró a Diana como indicándole que sabía exactamente lo que haría si Caine ya no estuviera.
Jack el del ordenador entró disparado por la puerta, tan nervioso y asustado como siempre, llevando un portátil abierto.
—¿Qué? —gruñó Caine.
—He entrado —anunció Jack el del ordenador orgulloso. Y cuando vio que nadie reaccionaba, añadió—: En el portátil de la enfermera Temple.
Caine parecía perplejo.
—¿El qué? Ah, genial. Tengo problemas más importantes. Dáselo a Diana. Y sal.
Jack el del ordenador entregó el portátil a Diana y se escabulló del despacho.
—Un pequeño gusano asustado, ¿eh? —señaló Drake.
—No te metas con él, es útil —le advirtió Caine—. Drake… ¿qué es lo que has visto exactamente cuando la chica… nos ha dejado?
—A la primera no la he mirado directamente cuando ha pasado. A la segunda sí. Estaba ahí, y al minuto siguiente ya no.
—¿A la una y diecisiete?
—Sí, más o menos.
Caine dio un manotazo en la mesa.
—¡No me digas más o menos, idiota! —gritó—. Estoy intentando entender todo esto. Ya sabes que no se trata solo de mí. Todos nos hacemos mayores. También te llegará el día en que estarás esperando desaparecer.
—Doce de abril, un minuto después de la medianoche, Drake —le recordó Diana—. No es que haya memorizado el día, la hora o el minuto exacto o… —dejó de hablar mientras leía la pantalla del ordenador.
—¿Qué? —preguntó Caine.
Diana lo ignoró pero quedaba claro que había encontrado algo muy interesante en el diario de Connie Temple. La chica se levantó rápidamente, de un modo elegante y felino, y abrió el armario donde guardaban los archivos. Sacó la caja de metal gris y la colocó casi con reverencia sobre la mesa de Caine.
—¿Aún no la ha abierto nadie? —preguntó.
—Me interesaba más el portátil de la enfermera Temple —explicó Caine—. ¿Por qué?
—Haz algo útil, Drake —le ordenó Diana—. Rompe esta cerradura.
Drake agarró un abrecartas, metió la hoja por el cierre barato y lo hizo girar. El cierre se rompió, y Diana abrió la caja.
—Parece un testamento. Y, ah, esto es interesante, un recorte de prensa sobre aquella cosa del bus escolar de la que todos hemos oído hablar. Y… aquí está.
Sostuvo una funda de plástico que protegía una partida de nacimiento impresa de manera muy elaborada. Se la quedó mirando y empezó a reírse.
—Ya basta, Diana —le advirtió Caine.
Se levantó otra vez de un salto y le arrancó la partida de nacimiento de la mano. Se la quedó mirando y puso mala cara. A continuación se dejó caer como si fuera una marioneta y alguien le hubiera cortado los hilos.
—Veintidós de noviembre —dijo Diana, y se rio malévolamente.
—Coincidencia… —murmuró Caine.
—Es tres minutos mayor que tú.
—Es una coincidencia. No nos parecemos.
—¿Cuál es la palabra para los gemelos que no son idénticos? —Diana se puso el dedo en la boca, parodiando una reflexión muy sesuda—. Ah, sí, falsos gemelos. Mismo vientre, mismos padres, óvulos distintos.
Parecía que Caine fuera a desmayarse. Drake nunca lo había visto así.
—Es imposible.
—Ninguno de vosotros conoce a su auténtico padre —señaló Diana. Ahora se hacía la simpática, se mostraba tan comprensiva como podía—. ¿Y cuántas veces me has dicho que no te pareces en nada a tus padres, Caine?
—No tiene sentido —murmuró Caine.
Extendió la mano hacia Diana, y, tras dudarlo, ella le dejó que se la tomara.
—¿De qué habláis vosotros dos? —exigió saber Drake.
No le gustaba ser la única persona excluida de una conversación. Pero ambos lo ignoraron.
—También está en el diario —indicó Diana—. El de la enfermera Temple. Sabía que eras mutante. Sospechaba que tenías alguna clase de poder imposible, y es evidente que también lo había notado en otros. Sospechaba que habías provocado una docena de heridas de las que nadie sabía el motivo.
Drake ladró una risa, al entender de qué hablaban.
—¿Estás diciendo que la enfermera Temple era la madre de Caine?
El rostro de Caine ardió de rabia repentina.
—Cállate, Drake.
—Dos niños nacidos el veintidós de noviembre —insistió Diana—. Uno se queda con su madre. Al otro se lo llevan, y lo adopta otra familia.
—¿Era tu madre y te dio en adopción y se quedó con Sam?
Drake se reía, disfrutaba de la humillación de Caine.
Caine se apartó de Diana y se dio la vuelta extendiendo las manos, con las palmas hacia fuera, en dirección a Drake.
—Error… —empezó a decir Diana, aunque no quedaba claro si le hablaba a Caine o a Drake.
Algo golpeó el pecho de Drake. Era como si lo golpeara un camión. Lo hizo elevarse en el aire y lo estampó contra la pared. Hizo añicos un par de cuadros enmarcados y cayó desplomado.
Drake se obligó a dejar de temblar. Quería echarse encima de Caine y atacarlo, rematarlo antes de que ese loco pudiera golpearlo otra vez. Pero Caine se cernía sobre él, con la cara roja, enseñando los dientes, como un perro rabioso.
—Recuerda quién manda, Drake —señaló Caine en voz baja y gutural, como si procediera de un animal.
Drake asintió, abatido. De momento.
—Levántate —le ordenó a continuación Caine—. Tenemos trabajo que hacer.
Astrid estaba en el porche de la entrada con Pete. Era el mejor sitio para tomar el sol. Estaba sentada en la mecedora blanca grande de mimbre con los pies subidos a la verja. Las piernas desnudas brillaban por su blancura a la luz del sol. Siempre había sido pálida y nunca había sido la clase de persona que se obsesionara por ponerse morena, pero aquel día necesitaba que le diera el sol. Tendía a pasar los días con Pete en el interior. Y, tras estar un par de días dentro, la casa se estaba convirtiendo en una prisión.
Se preguntaba si era así como se sentía su madre. ¿Por eso había pasado de estar todos los días y todas las noches dedicada a Pete a buscar cualquier excusa para dejárselo a quien quisiera encargarse de él?
La calle donde vivía Astrid había cambiado en algunos sentidos desde que se inició la nueva ERA. Los coches estaban ahí parados y nunca se movían. Nunca había tráfico. Los céspedes estaban demasiado crecidos. Las flores que el señor Massilio siempre había mantenido tan bonitas dos puertas más allá se estaban marchitando, mustias por la falta de cuidados.
Las banderitas estaban subidas en un par de buzones, esperando a un cartero que nunca iba a venir. Había un paraguas abierto rodando lánguidamente calle abajo, que solo se movía uno o dos centímetros cada vez. A un par de casas de distancia, un animal salvaje, o quizás una mascota hambrienta, había volcado pieles de plátano ennegrecidas, periódicos empapados y huesos de pollo de la basura por la entrada.
Astrid vio que Sam llegaba pedaleando frenéticamente en su bici. Le había dicho que pasaría a buscarla para ir a la tienda y lo esperaba con una mezcla incómoda de sensaciones. Quería verlo, y al mismo tiempo estaba nerviosa.
Estaba claro que ese beso había sido un error.
O no.
Sam arrojó la bici en el césped y subió los escalones.
—Hola, Sam.
Era evidente que estaba preocupado. Astrid bajó las piernas y se inclinó hacia delante.
—Anna y Emma acaban de hacer puf.
—¿Qué?
—Yo estaba allí. Mirándolas. Le estaba sujetando la mano a Anna cuando ha sucedido.
Astrid se levantó y sin pensarlo mucho envolvió a Sam con sus brazos como cuando intentaba confortar a Pete.
Pero a diferencia de Pete, Sam respondió abrazándola también con torpeza. Durante un instante, Sam hundió la cara en el pelo de ella y la chica oyó cómo jadeaba. Parecía que iban a volver a hacerlo, lo de besarse, pero entonces, los dos se apartaron al mismo tiempo.
—Estaba asustada —señaló Sam—. Anna, quiero decir. Ha visto desaparecer a Emma. Solo se llevaban seis minutos. Así que primero Emma. Y luego Anna, que se lo esperaba. Sabía que iba a pasar.
—Qué horror. Sam, entra.
Astrid miró a su hermano. Estaba con su consola, como de costumbre.
Astrid condujo a Sam hasta la cocina y le sirvió un vaso de agua. Sam se bebió la mitad de un solo trago.
—Tengo cinco días —explicó preocupado Sam—. Cinco días. Ni siquiera una semana.
—Eso no lo sabes seguro.
—No, ¿verdad? No lo sé. No me sueltes el rollo de que todo irá bien. No irá bien.
—De acuerdo. Tienes razón. Por algún motivo, los quince años son el límite y, cuando llegas a ellos, haces puf.
Aquella confirmación pareció tranquilizarlo. Necesitaba que alguien expusiera claramente la verdad, sin evasivas. A Astrid le parecía que era el modo de ayudar a Sam, no solo ahora, sino en el futuro. Si es que tenían algún futuro.
—Lo he estado evitando. No quería pensar en ello. Me había convencido de que no iba a pasar. —Sam consiguió esbozar una sonrisa irónica para ella. Sam veía su propio miedo reflejado en ella e intentaba reprimirlo—. Lo bueno es que ya no tengo que preocuparme por lo deprimente que va a ser celebrar Acción de Gracias en esta ERA.
—Puede que haya un modo de vencerlo —sugirió Astrid con cautela.
Sam lo miró esperanzado, como si ella pudiera tener una respuesta, pero Astrid meneó la cabeza, por lo que el chico añadió:
—Nadie busca siquiera una salida de la ERA. Tiene que haber un modo de escapar. No sabemos si hay una puerta grande y abierta en la barrera. O una salida al mar. O hacia el desierto o el parque nacional. Nadie ha buscado siquiera.
Astrid se resistió a calificar ese sentimiento como el de «la esperanza es lo último que se pierde», y en vez de eso comentó:
—Si hubiera un modo de salir de aquí habría un modo de entrar. Y el mundo entero debe de saber lo que ha sucedido. Perdido Beach, la central nuclear, la autopista bloqueada de repente… el mundo tiene que haberse dado cuenta. Y tienen más gente y recursos que nosotros. Deben de tener a la mitad de los científicos del mundo trabajando en ello. Pero aquí seguimos.
—Lo sé. Todo eso ya lo sé. —Sam se había calmado un poco y sentado en uno de los taburetes que rodeaban el mostrador de la cocina. Pasó una mano por la superficie lisa de granito como para apreciar la frialdad de la piedra—. He estado pensando, Astrid. ¿Y un huevo?
—Ups, no me quedan huevos.
—No, quiero decir, piensa en un huevo. El pollito sale del huevo, ¿verdad? Pero si intentas entrar tú, se deshace. —Hizo un gesto con los dedos, como si desmenuzara algo, para ilustrarlo. Como Astrid no respondió, Sam se entristeció y añadió—: Tenía sentido cuando me lo he planteado.
—La verdad es que algo de sentido tiene.
Sam estaba claramente sorprendido. Los ojos le brillaban de un modo que a Astrid le gustaba, y esbozó una sonrisa torcida.
—Pareces sorprendida… —señaló.
—Sí, la verdad. Puede que sea una analogía apta.
—Solo dices «analogía apta» para recordarme que eres más lista que yo —se burló Sam.
Se miraron fijamente y acto seguido apartaron la vista, sonriendo avergonzados.
—No lo lamento, ¿sabes? —empezó Sam—. Quiero decir, que era un mal momento, un mal sitio y todo eso, pero aun así no lo lamento…
—Quieres decir…
—Sí…
—No, yo tampoco —dijo Astrid—. Esto… ha sido mi primer beso. Si no cuentas cuando besé a Alfredo Slavin en primero, claro.
—¿El primero?
—Pues… sí… ¿y tú?
Él meneó la cabeza y se estremeció lamentándolo.
—Pero ha sido la primera vez que realmente quería.
Ambos permanecieron en un silencio cómodo durante unos instantes, tras el cual Astrid añadió:
—Sam, lo de la cáscara del huevo, lo que quieres decir es que si la gente de fuera intenta penetrar en el muro de la barrera, puede ser peligroso para nosotros. Y puede que ya se hayan dado cuenta. Puede que lo que ocurre es que solo nosotros podemos romper la barrera y salir. Puede que el mundo entero esté esperando, mirando, esperando que averigüemos cómo salir del cascarón. —Astrid abrió el armario por encima de ella y sacó una bolsa de galletas a medias. La puso sobre el mostrador y cogió una para ella—. Es una buena teoría, pero te das cuenta de que sigue sin ser probable.
—Ya lo sé. Pero no quiero quedarme aquí sentado a esperar a que me llegue la hora si hay un modo de salir de la ERA.
—¿Y qué es lo que quieres hacer?
Sam se encogió de hombros. Tenía una manera de hacerlo con la cual no expresaba ni dudas ni incertidumbre sino que era más bien como si una persona se deshiciera de una carga pesada, se liberara para poder actuar.
—Quiero empezar recorriendo la barrera y ver si resulta que hay alguna puerta grande. Igual pasas por esa puerta y están todos allí, ¿sabes? Mi madre, tus padres, Anna y Emma.
—Los profesores —añadió Astrid.
—No arruines una bonita imagen.
—Y si encuentras la puerta, ¿Sam? ¿La atravesarás? ¿Qué les pasará a todos los niños que siguen en esta ERA?
—También saldrán.
—No sabrás si es una puerta hasta que la atravieses. Y, en cuanto lo hagas, puede que no haya modo de volver a entrar.
—Astrid, dentro de cinco días desapareceré. Haré puf. Me abriré.
—Tienes que pensar en ti mismo —dijo Astrid sin ninguna inflexión en la voz.
Sam parecía ofendido.
—No me parece justo que…
Lo que fuera que estuviera a punto de decir se perdió porque en ese momento se oyeron dos ruidos en una sucesión rápida. El primero fue un golpetazo procedente de fuera. El segundo fue el chillido de Pete.
Astrid corrió hasta la puerta, la atravesó a toda velocidad, y se encontró a Pete hecho una bola, temblando, aullando, listo para que le diera un ataque.
Había una piedra en el suelo entarimado junto a él.
Y en la acera, riéndose, estaban Panda, un chico de Coates llamado Chris y Quinn. Panda y Chris llevaban bates de béisbol. Chris también llevaba una bolsa blanca de basura. Dentro de la bolsa se veía el logo de una consola nueva.
—¿Le habéis arrojado una piedra a mi hermano? —gritó Astrid, a quien la indignación le había quitado el miedo.
Se arrodilló junto a Pete.
Sam cruzó la mitad del césped, muy decidido.
—¿Qué has hecho, Panda?
—Me ignoraba —repuso el chico.
—Panda solo bromeaba, Sam —señaló Quinn, y se interpuso entre Sam y Panda.
—¿Lanzar una piedra a un niño indefenso es solo bromear? —protestó Sam—. ¿Y se puede saber qué haces por ahí con este tío chungo?
—¿A quién llamas chungo? —exigió Panda, aferrándose a su bate de béisbol, pero no como si fuera a empezar a golpear.
—¿A quién llamo chungo? A cualquiera que lanza una piedra a un niño pequeño.
Sam no se acobardaba.
Quinn levantó las manos de manera conciliadora.
—Mira, tómate un respiro, tío. No es más que una misión para la madre Mary. Ha reclutado a Panda y lo ha enviado a buscar el osito de peluche de un niño, ¿de acuerdo? Estamos haciendo algo bueno.
—¿Haciendo algo bueno y robando cosas? —Sam señaló la bolsa de basura que Chris llevaba agarrada—. Y al volver, ¿se os ha ocurrido lanzar una piedra a un niño autista?
—Oye, para —protestó Quinn—. Llevamos el juego a Mary para que los niños tengan algo que hacer.
Pete se había puesto a gritarle a Astrid al oído, así que la chica no oía todo lo que decían, solo fragmentos de palabras furiosas entre un Quinn cada vez más susceptible y un Sam abrumado por la rabia contenida.
Entonces Sam se volvió sobre sus talones y se dirigió, muy ofendido otra vez hasta Astrid. Quinn le hizo un corte de mangas y se marchó tan campante con Panda y el chico de Coates.
Sam se dejó caer violentamente sobre la silla del porche. Durante los diez minutos que tardó Astrid en calmar a su hermano pequeño y hacer que volviera a concentrarse en su videojuego, Sam siguió furioso.
—Se está volviendo inútil. Pero qué inútil… —empezó Sam, pero entonces se echó atrás y añadió—: Bueno, lo superaremos…
—¿Te refieres a Quinn y a ti?
—Sí.
Astrid se planteó quedarse callada sin más, no forzarlo. Pero era una charla que tendría que tener con Sam tarde o temprano.
—No creo que vaya a superarlo…
—No lo conoces muy bien.
—Está celoso de ti.
—Bueno, claro, es que soy tan guapo…
Sam se esforzó por bromear al respecto.
—Es un tipo de persona, y tú otra. Cuando la vida sigue normalmente, eres más o menos el mismo. Pero cuando la vida se vuelve rara y da miedo, cuando hay una crisis, de repente te conviertes en una persona totalmente distinta. No es culpa de Quinn, pero él no es valiente. No es fuerte. Y tú sí.
—Aún quieres que sea un gran héroe.
—Quiero que seas quien eres. —Astrid permanecía junto a Pete, pero le extendió la mano a Sam—. Sam, las cosas van a empeorar. Ahora mismo todos los chicos están en estado de shock. Tienen miedo. Pero aún no saben cuán asustados deberían estar. Tarde o temprano se acabará la comida. Tarde o temprano fallará la central nuclear. Cuando estemos aquí sentados en la oscuridad, hambrientos y desesperados, ¿quién estará al mando? ¿Caine? ¿Orc? ¿Drake?
—Bueno… —empezó a responder Sam, muy seco—. Dicho así parece muy divertido.
—De acuerdo, dejaré de insistirte.
Le parecía que tenía que echarse atrás. Le pedía lo imposible a un chico al que apenas conocía. Pero Astrid sabía que era lo que tenía que hacer.
Creía en él. Sabía que estaba destinado a ello.
Se preguntaba por qué. En realidad no tenía nada de lógica. No creía en el destino. Astrid se había pasado la vida confiando en su cerebro, en su comprensión de los hechos. Y ahora una parte de ella que apenas sabía que existía, una parte enterrada y descuidada de su mente, se esforzaba por salir: no había ningún buen motivo para ello, tan solo un instinto que seguía empujándola a que empujara a Sam.
Pero estaba segura.
Segura.
Astrid se volvió hacia Pete para que Sam no viera lo preocupada que estaba, pero no le soltó la mano.
Estaba segura. Como si contestara a cuántos son dos más dos. Así de segura.
Soltó la mano del chico y respiró hondo, aunque temblaba. Y dejó de sentirse segura. La expresión de preocupación aumentó en su rostro.
—Vayamos a buscar comida —señaló.
Sam tenía la mente en otra parte, estaba preocupado, así que no se percató de cómo Astrid se miraba las manos, concentrada. La chica se limpió las palmas contra los pantalones cortos.
—Sí —dijo Sam—. Vayamos mientras podamos.