298 HORAS, 38 MINUTOS
LOS CHICOS SALÍAN a riadas de la escuela, solos o en grupos pequeños. Algunas de las chicas iban en tríos, abrazadas las unas a las otras, con las lágrimas resbalándoles por la cara. Algunos de los chicos caminaban encorvados, encogidos, como si se les pudiera caer el cielo encima, sin abrazar a nadie. Y muchos de ellos también lloraban.
Sam recordó de repente vídeos de noticias que había visto sobre tiroteos en escuelas. La imagen le resultaba muy familiar. Los chicos estaban perplejos, asustados, histéricos, u ocultaban la histeria tras risas y armando alboroto.
Los hermanos y las hermanas permanecían juntos. Los amigos, también. Algunos de los niños pequeños, los párvulos, los de primero, deambulaban por el patio sin dirigirse a ninguna parte. Eran demasiado pequeños para saber volver solos a casa.
La mayoría de los preescolares de Perdido Beach iban a la guardería Barbara, un edificio del centro decorado con aplicaciones desvaídas de personajes de dibujos animados. Estaba junto a la ferretería Ace, al otro lado de la plaza donde se hallaba el McDonald’s.
Sam se preguntaba si estarían bien los pequeñines que habían ido a la guardería. Probablemente. No era responsabilidad suya. Pero tenía que decir algo.
—¿Y qué pasa con los pequeños? —preguntó—. Saldrán a la calle y los atropellará un coche.
Quinn se detuvo y se quedó mirando, no a los pequeños sino hacia la calle.
—¿Ves algún coche circulando?
La luz del semáforo cambió de rojo a verde. Pero no había ningún vehículo preparado para arrancar. Las alarmas de los coches sonaban cada vez más fuerte, puede que sonaran tres o cuatro distintas a la vez, quizá más.
—Primero vamos a ver a nuestros padres —dijo Astrid—. No es que no haya ningún adulto —pero no estaba segura de ello, así que se corrigió—, quiero decir, que es improbable que no haya adultos.
—Sí —afirmó Sam—. Tiene que haber adultos, ¿verdad?
—Lo más probable es que mi madre esté en casa o jugando al tenis —explicó Astrid—. Si no tiene una cita o algo parecido. Mi madre o mi padre estarán con mi hermano pequeño. Mi padre estará en el trabajo. Trabaja en la CNPB.
La CNPB era la Central Nuclear de Perdido Beach. La central quedaba a dieciséis kilómetros de la escuela. Nadie en la ciudad pensaba mucho en ella, pero mucho tiempo atrás, en los años noventa, se produjo un accidente. Un accidente insólito, así lo calificaron. Una coincidencia que solo se da una vez en un millón de años. Nada de qué preocuparse.
La gente decía que ese era el motivo por el que Perdido Beach seguía siendo una ciudad pequeña, que por eso no había crecido de verdad como Santa Bárbara, que estaba más abajo en la costa. El apodo de Perdido Beach era Rincón Radiactivo. No había mucha gente que quisiera mudarse a un lugar llamado Rincón Radiactivo, aunque hubieran limpiado toda la lluvia radiactiva que cayó.
Los tres chicos, con Quinn unos pasos por delante gracias al rápido caminar que sus largas piernas le permitían, bajaron por Sheridan Avenue hasta girar a la derecha por Alameda.
En la esquina de Sheridan y Alameda había un coche con el motor en marcha. El coche había chocado contra un monovolumen aparcado, un Toyota. La alarma del Toyota iba y venía, sonando y callando alternativamente.
Los airbags del Toyota se habían desplegado: unos globos blancos mustios, desinflados, caían del volante y el salpicadero.
Sam se dio cuenta de algo, pero no quiso decirlo en voz alta.
—Las puertas siguen cerradas. ¿Ves los tiradores? Si hubiera habido alguien dentro y hubiera salido, las puertas estarían abiertas —señaló Astrid.
—Alguien iba conduciendo y se ha esfumado —resumió Quinn.
No lo dijo como si fuera divertido. La diversión se había terminado.
La casa de Quinn quedaba a solo dos manzanas siguiendo por Alameda. El chico intentaba contenerse, intentaba permanecer tranquilo. Intentaba seguir comportándose como Quinn el calmado. Pero de repente echó a correr.
Sam y Astrid también echaron a correr, pero Quinn iba más rápido. Se le cayó el sombrero. Sam se inclinó y lo recogió.
Cuando llegaron junto a él, Quinn había abierto de golpe la puerta de entrada de su casa y se hallaba ya en su interior. Sam y Astrid llegaron hasta la cocina y se detuvieron.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Eooo!
Quinn estaba arriba, gritando. Cada vez gritaba más fuerte. Más fuerte y más rápido, y sus sollozos resultaban ahora más audibles. Y les costaba fingir que no lo oían.
Quinn bajó las escaleras acelerado. Aún llamaba a su familia, pero a cambio solo obtenía silencio.
No se había quitado las gafas, por lo que Sam no le veía los ojos, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y su voz se quebró con el llanto. Sam casi podía sentir el nudo que se había formado en la garganta de Quinn porque también él tenía un nudo en la garganta. No sabía qué hacer para ayudar.
Sam dejó el sombrero de Quinn en la encimera.
Quinn se detuvo al llegar a la cocina. Respiraba con dificultad.
—No está aquí, colega. Mi madre no está aquí. Los teléfonos no funcionan. ¿Ha dejado una nota o algo? ¿Ves alguna nota? Busca alguna nota.
Astrid encendió un interruptor de la luz.
—La electricidad aún funciona.
—¿Y si están muertos? —preguntó Quinn—. Esto no puede estar pasando. Se trata de una pesadilla o algo parecido. Esto… esto no es ni siquiera posible.
Quinn levantó el auricular del teléfono, pulsó el botón para hablar y escuchó. Volvió a pulsar el botón y a ponerse el auricular en el oído, tras lo cual marcó, pulsando botones con el dedo índice y parloteando constantemente.
Al fin colgó el teléfono y se lo quedó mirando. Lo miraba como si esperara que sonara en cualquier momento.
Sam estaba desesperado por llegar a casa. Desesperado y asustado, deseando y, al mismo tiempo, temiendo saber. Pero no podía meter prisa a Quinn. Si le obligaba a salir de su casa en aquel momento, sería como decirle que se rindiera, que sus padres habían desaparecido.
—Anoche me peleé con mi padre —comentó Quinn.
—No pienses en eso ahora… —le aconsejó Astrid—. Si algo sabemos es que tú no has provocado esto. Ninguno de nosotros lo ha hecho.
Puso la mano sobre el hombro de Quinn, como si le diera la señal para poder venirse abajo. Quinn sollozó abiertamente, se quitó las gafas y las dejó caer en el suelo de baldosas.
—Todo saldrá bien —lo consoló Astrid.
Parecía que intentaba convencer a Quinn, pero también a sí misma.
—Sí —afirmó Sam sin creérselo—. Claro que sí. Esto no es más que… —pero no sabía cómo terminar la frase.
—Igual ha sido Dios —se le ocurrió a Quinn. Y levantó la vista, súbitamente esperanzado. Tenía los ojos rojos y miraba con una intensidad repentina y maníaca—. Ha sido Dios.
—Igual… —intervino Sam.
—Claro, ¿si no qué? Ass… ass… Assí —Quinn se contuvo; ahogó el tartamudeo fruto del pánico—. Así que todo irá bien —pensar en alguna explicación, cualquier explicación, por débil que fuera, parecía ayudarle—. Claaro, claro que irá bien. Irá muy bien.
—Ahora toca la casa de Astrid —indicó Sam—. Es la que está más cerca.
—¿Sabes dónde vivo? —se extrañó Astrid.
Aquel no era un buen momento para admitir que una vez la había seguido hasta su casa, porque quería hablar con ella y puede que preguntarle si quería ir a ver una peli, pero no se atrevió; así que Sam procuró fingir indiferencia.
—Debo de haberte visto alguna vez.
Había diez minutos caminando hasta la casa de Astrid, una casa de dos pisos más bien nueva, con piscina en la parte de atrás. Astrid no era rica, pero su casa era mucho mejor que la de Sam. Le recordaba a la vivienda en la que Sam vivía antes de que su padrastro se marchara. Su padrastro tampoco era rico, pero tenía un buen trabajo.
Sam se sentía raro en la casa de Astrid. Todo lo que había en ella parecía bueno y un poco pijo. Pero estaba todo recogido. No había nada tirado por en medio que pudiera romperse. Las mesas tenían cojincitos de plástico en las esquinas. Los enchufes estaban tapados. En la cocina los cuchillos estaban en una vitrina con un cierre en el tirador. También los mandos de la cocina eran a prueba de niños.
Astrid se dio cuenta de que Sam había reparado en ello.
—No es por mí —explicó—. Es por mi hermano Pete.
—Ya lo sé. Él es… —Sam no encontraba la palabra correcta.
—Es autista —Astrid terminó la frase tranquilamente, como si no tuviera importancia—. Bueno, aquí no hay nadie —anunció.
Su tono de voz indicaba que era lo que esperaba, y que le parecía bien.
—¿Y tu hermano? —preguntó Sam.
Entonces Astrid gritó, que era algo que Sam no sabía que podía hacer.
—Pues no lo sé, ¿de acuerdo? No sé dónde está —y la chica se tapó la boca con la mano.
—Llámalo —sugirió Quinn, con una voz extraña, formal, vocalizando perfectamente.
Le avergonzaba el sofocón de antes. Pero al mismo tiempo no había terminado de desahogarse del todo.
—¿Que lo llame? ¡Si no podrá responder! —replicó Astrid apretando los dientes—. Es autista. Profundo. Él no… él no comprende. No va a responder, ¿de acuerdo? Me puedo pasar todo el día gritando su nombre.
—Vale, Astrid. Vamos a asegurarnos —trató de tranquilizarla Sam—. Si está aquí, lo encontraremos.
Astrid asintió y se tragó las lágrimas.
Inspeccionaron la casa palmo a palmo. Bajo las camas. En los armarios.
Cruzaron la calle y fueron a casa de una señora que a veces cuidaba del pequeño Pete. Allí tampoco había nadie. Inspeccionaron todas las habitaciones. Sam se sentía como un ladrón.
—Debe de estar con mi madre, o quizá mi padre se lo ha llevado a la central con él. Es lo que hace cuando nadie puede hacerse cargo de él.
Sam percibió la desesperación de su voz.
Puede que hubiera transcurrido media hora desde la desaparición repentina. Quinn seguía conmocionado. Astrid parecía a punto de desmoronarse. Aún no había llegado la hora de comer, pero Sam ya se preguntaba qué pasaría cuando fuera de noche. Los días eran cortos, estaban a 10 de noviembre, quedaba poco para del día de Acción de Gracias. Días cortos, noches largas.
—Sigamos —aconsejó Sam—. No te preocupes por el pequeño Pete. Lo encontraremos.
—¿Lo dices para tranquilizarme o te comprometes a ello? —preguntó Astrid.
—¿Perdona?
—No, perdóname a mí. Quiero decir que… ¿me ayudarás a encontrar a Petey? —le pidió Astrid.
—Claro.
Sam quería añadir que la ayudaría en cualquier momento y lugar, por siempre jamás, pero era su miedo el que hablaba, el que le empujaba a querer parlotear. En vez de eso empezó a caminar hacia su casa, sabiendo sin duda alguna lo que encontraría allí. Pero necesitaba comprobarlo de todos modos, y también comprobar algo más. Necesitaba comprobar si estaba loco.
Necesitaba ver si aún seguía ahí.
Todo aquello era una locura. Pero para Sam, la locura había empezado mucho tiempo atrás.
Por enésima vez, Lana estiró el cuello y se volvió para ver qué hacía el perro.
—Está bien. Deja de preocuparte —la riñó el abuelo Luke.
—Igual salta.
—De acuerdo con que es tonto. Pero no creo que salte.
—No es tonto. Es un perro muy listo.
Lana Arwen Lazar estaba en el asiento delantero de la camioneta abollada y antiguamente roja de su abuelo. Patrick, su labrador canela, iba detrás, con las orejas ondeando en la dirección de la brisa y la lengua fuera.
Patrick había recibido su nombre de Patrick Star, el personaje no demasiado brillante de Bob Esponja. Lana quería que fuera delante con él. Pero el abuelo Luke se negó.
El abuelo puso la radio. Música country.
El abuelo Luke era realmente viejo. Muchos chicos tenían padres más bien jóvenes. De hecho, los otros abuelos de Lana, los de Las Vegas, eran mucho más jóvenes. Pero el abuelo Luke era viejo como el cuero arrugado. Tenía la piel y las manos de un tono marrón oscuro, en parte debido al sol, en parte porque era indio chumash. Llevaba un sombrero vaquero de paja manchado de sudor y gafas de sol oscuras.
—¿Y qué se supone que voy a hacer el resto del día? —preguntó Lana.
El abuelo Luke dio un volantazo para evitar un bache.
—Haz lo que te dé la gana.
—No tienes ni tele ni DVD ni internet ni nada.
El llamado rancho del abuelo Luke estaba tan aislado, y el viejo era tan tacaño, que la única tecnología con la que contaba era una radio antigua que solo captaba una emisora religiosa.
—Has traído unos libros, ¿no? O puedes limpiar el establo. O subir por la colina. —Señaló con la barbilla en dirección a las colinas—. Hay buenas vistas allí arriba.
—Vi un coyote en la colina.
—Los coyotes suelen ser inofensivos. La mayoría. El viejo hermano coyote es demasiado listo para meterse con los humanos.
—Llevo una semana aquí —protestó Lana—. ¿No es suficiente? ¿Cuánto tiempo se supone que tengo que quedarme? Quiero irme a casa.
El viejo ni la miró.
—Tu padre te pilló sacando vodka de casa para algún gamberro.
—Tony no es un gamberro.
El abuelo Luke apagó la radio y adoptó el tono de voz con que solía sermonearla.
—Un chico que utiliza a una chica de ese modo, que la mete en sus líos, es que es un gamberro.
—Si yo no se lo hubiera conseguido, habría intentado usar un carné falso y podría haberse metido en líos.
—No digas podría. Si un chico de quince años bebe alcohol, seguro que se mete en líos. Yo empecé a beber a tu edad, a los catorce años. Malgasté treinta años de mi vida con la botella. Y ahora llevo treinta y un años, seis meses y cinco días sobrio gracias a Dios que está ahí arriba y a tu abuela, que en paz descanse —y, dicho esto, volvió a encender la radio.
—Además, la tienda más cercana está a más de quince kilómetros, en Perdido Beach.
—Sí, eso también ayuda —se rio el abuelo Luke.
Al menos tenía sentido del humor.
La camioneta rebotaba como una loca por el borde de un barranco seco que se extendía más de treinta metros, hasta donde había más arena y artemisa, pinos raquíticos, cornejos y pastos secos. El abuelo Luke le había explicado que unas cuantas veces al año llovía y luego el agua bajaba a todo correr por el barranco, formando a veces un torrente repentino.
A Lana le costaba imaginárselo mientras miraba sin comprender la larga pendiente.
Y em aquel momento, sin previo aviso, la camioneta se salió de la carretera.
Lana se quedó mirando el asiento vacío donde estaba sentado su abuelo una fracción de segundo antes.
Había desaparecido.
La camioneta avanzaba directa hacia el barranco. Lana daba bandazos contra el cinturón de seguridad.
El vehículo cogió velocidad, chocó con fuerza contra un árbol joven y lo partió.
Caía rodeado de una nube de polvo, dando botes tan fuertes que Lana se golpeó contra el techo de la camioneta, y se dio con los hombros contra la ventana. Le castañeteaban los dientes. Agarró el volante, pero daba sacudidas como un loco y, de repente, la camioneta dio un vuelco.
Y otro y otro y otro.
A Lana se le había desabrochado el cinturón, y daba vueltas en la cabina sin poder hacer nada. El volante la golpeaba como el agitador de una lavadora. El parabrisas le destrozaba el hombro, la palanca de cambios era como si un bastón le pegara en la cara, y el retrovisor se hizo añicos en su nuca.
Hasta que la camioneta se detuvo.
Lana yacía boca abajo, con el cuerpo contorsionado de un modo imposible, piernas y brazos extendidos por todas partes. El polvo le obturaba los pulmones. Tenía la boca llena de sangre. Tenía un ojo cerrado y no veía nada.
Lo que sí veía con el ojo bueno no tenía ningún sentido. Lana estaba boca abajo, mirando unos cactus bajos que parecían formar un ángulo recto respecto a ella.
Tenía que salir. Se orientó lo mejor que pudo y trató de alcanzar la puerta.
Pero no podía mover el brazo derecho.
Lo miró y gritó. Su antebrazo derecho, del codo a la muñeca, ya no describía una línea recta. Estaba doblado y formaba un ángulo como de V aplanada. Estaba torcido de tal modo que la palma de la mano miraba hacia fuera. Los extremos irregulares de los huesos rotos amenazaban con asomar a través de la carne.
Aterrorizada, Lana vomitó.
Le dolía tanto que puso los ojos en blanco y se desmayó.
Pero no durante mucho tiempo. No el suficiente.
Cuando despertó, el dolor del brazo, la pierna izquierda, la espalda, la cabeza y el cuello le revolvieron el estómago. Vomitó a través de lo que había sido el techo andrajoso de la camioneta.
—Ayuda… —dijo con voz ronca—. Ayuda. ¡Que alguien me ayude!
Pero, aun en su agonía, sabía que no había nadie que pudiera ayudarla. Estaban a kilómetros de Perdido Beach, donde había vivido hasta que un año antes sus padres se mudaron a Las Vegas. Aquella carretera no conducía a ningún lugar salvo al rancho. Puede que pasara alguien más, pero solo una vez por semana, algún mochilero perdido o la anciana que jugaba a damas con el abuelo Luke.
—Voy a morir —dijo Lana a la nada.
Pero aún no estaba muerta, y el dolor no disminuía. Tenía que salir de la camioneta.
Y Patrick. ¿Qué le había pasado a Patrick?
Lana graznó su nombre, pero no se oyó nada.
El parabrisas estaba hecho añicos y abollado, pero no lograba darle una patada con la pierna buena.
Solo podía salir por la ventanilla del conductor, que quedaba detrás de ella, pero sabía que el mero hecho de darse la vuelta le produciría un dolor insoportable.
Entonces apareció Patrick, olisqueándola con el morro oscuro, jadeando, gimoteando, ansioso.
—Buen chico…
Patrick meneó la cola.
Patrick no era un perro de novela que de repente aprendía a ser listo y heroico. No sacó a Lana de los restos humeantes, pero permaneció con ella la hora infernal que tardó en salir arrastrándose hasta la arena.
Entonces Lana descansó con la cabeza bajo la sombra de un cornejo. Patrick le lamió la sangre de la cara.
Con la mano buena, Lana empezó a palpar sus heridas. Tenía un ojo cubierto de la sangre que le brotaba de un corte en la frente. Tenía una pierna rota, o al menos torcida hasta el punto de no poder moverla. Algo le dolía en el interior de la parte donde acababa la espalda, cerca de los riñones. Tenía el labio superior entumecido. Y escupió un diente roto y ensangrentado.
Pero lo peor, de lejos, era el amasijo horripilante en que se había convertido su pierna derecha. No podía ni mirarlo. Trató de levantarla pero lo descartó de inmediato: el dolor era insoportable.
Lana se desmayó y volvió en sí mucho más tarde. El sol seguía implacable. Patrick yacía enroscado junto a ella. Y en el cielo que quedaba sobre su cabeza media docena de buitres, con las alas negras extendidas, revoloteaban, esperando.