132 HORAS, 46 MINUTOS
—NO TE TIENE que gustar, tío, pero ese tipo está haciendo cosas buenas.
Quinn estaba a punto de llamar a la tercera casa aquella mañana. Iban con él Sam y Quinn y una chica de Coates llamada Brooke. Eran el «equipo de registro tres».
Era el octavo día de la ERA. El quinto día desde que Caine apareció y se apoderó de todo.
El segundo desde que Sam besó a Astrid junto a una tumba recién cavada.
Caine había organizado diez equipos de registro para que recorrieran la ciudad, cada uno de los cuales empezaba cubriendo una manzana. La idea era entrar en cada casa de cada una de las cuatro calles que formaban la manzana. Entraban para asegurarse de que el fuego estuviera apagado, el aire acondicionado estuviera apagado, la tele estuviera apagada, las luces interiores estuvieran apagadas y las luces del porche encendidas. Tenían que apagar los sistemas de riego automático y los calentadores de agua.
Si no encontraban ninguna de esas cosas, tendrían que añadirlo a una lista para que luego interviniera Edilio. Parecía que se le daban bien las cosas mecánicas. Recorría Perdido Beach con un cinturón de herramientas y dos niños de Coates que le hacían de «ayudantes».
Los equipos de registro también buscaban niños perdidos, bebés que podían haber quedado abandonados, quizás atrapados en las cunas. Y mascotas también.
En cada casa hacían una lista con cualquier cosa útil, como los ordenadores, y cualquier cosa peligrosa, como las armas o las drogas. Tenían que anotar cuánta comida había y recoger todas las medicinas para enviárselas a Dahra. Los pañales y la leche en polvo para bebés iban a la guardería.
Era un buen plan. Una buena idea.
Caine tenía algunas ideas buenas, de eso no había duda. Había encargado a Jack el del ordenador que organizara un sistema de comunicación de urgencia. El chico tuvo la idea de hacerlo a la antigua: instalaría radios de corto alcance en el ayuntamiento, el parque de bomberos, la guardería y la casa abandonada que Drake se reservaba para él mismo y para algunos de sus sheriffs.
Pero Caine no había emprendido ninguna acción contra Orc.
Sam se presentó ante él para exigirle que actuara.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —preguntó Caine como si realmente no supiera qué decirle—. Bette estaba rompiendo las reglas, y Orc es sheriff. Fue una tragedia para todos los implicados. A Orc le sabe fatal.
Así que Orc seguía rondando las calles de Perdido Beach. Que Sam supiera, aún había sangre de Bette en el bate del matón. Y el miedo a los denominados sheriffs había aumentado diez veces.
—Vamos a terminar con esto.
No iba a ponerse a discutir sobre Caine delante de Brooke. Daba por hecho que la niña de diez años era una espía. En cualquier caso, estaba de un humor pésimo porque una de las casas que tenía que visitar más tarde era la suya.
Quinn llamó con los nudillos y al timbre.
—Nada —comentó, e intentó forzar la puerta. Pero estaba cerrada, por lo que pidió—: Tráeme el mazo.
Cada equipo de registro tenía un carro, cogido de la ferretería o del jardín de alguien. Llevaban un mazo pesado en el carro.
Habían tardado dos horas en poner a punto las dos primeras casas. Aún tardarían un tiempo hasta haber registrado todas las casas de Perdido Beach y asegurarse de que eran seguras.
—¿Quieres darle al mazo? —preguntó Sam a Quinn.
—Vivo para el mazo, tío.
Quinn levantó el mazo con esfuerzo y lo estampó contra la puerta, justo por debajo del picaporte. Saltó la madera, y Quinn empujó la puerta para abrirla.
De inmediato notaron un olor muy fuerte.
—Ay, tío, ¿qué se ha muerto aquí? —preguntó Quinn, como si fuera un chiste.
Pero nadie le rio la gracia.
Nada más entrar, vieron en el suelo de madera dura el chupete de un bebé. Los tres chicos se lo quedaron mirando.
—No, no, no. No puedo hacer esto —negó Brooke con la cabeza.
Los tres chicos se quedaron en el porche, pues ninguno se atrevía a entrar. Pero tampoco parecían dispuestos a cerrar la puerta y pasar de largo.
A Brooke le temblaban tanto las manos, que Sam se las agarró y sujetó y murmuró:
—De acuerdo, de acuerdo. No tienes que entrar.
Era una niña regordeta y pecosa con el pelo pajizo y rojizo. Llevaba el uniforme de Coates y hasta ese momento casi le parecía que no tenía entidad propia. Nunca bromeaba ni jugaba, solo hacía lo que se suponía que tenía que hacer, tan solo seguía a Sam.
—Es que, después de lo de Coates… —empezó Brooke.
—¿Qué? —preguntó Sam.
Brooke se sonrojó.
—Nada. Tan solo… ya sabes… que han desaparecido todos los adultos. —Y entonces, al sentir como tenía que explicarse más, añadió—: Como que no quiero ver más cosas chungas, ¿de acuerdo?
Sam lanzó una mirada elocuente a Quinn, pero el chico se limitó a decir:
—Creo que hay, diría, un niño muerto dentro. No tenemos que entrar para saberlo.
—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó Sam, tan alto como pudo, y entonces se dirigió a Quinn—. No podemos ignorarlo sin más.
—Quizá deberíamos informar a Caine —propuso Quinn.
—No me lo imagino yendo casa por casa —replicó Sam—. Se pasa el día sentado como si fuera el emperador de Perdido Beach.
Como nadie le siguió el rollo, Sam añadió:
—Dame una de las bolsas grandes de basura.
Quinn arrancó una.
Diez minutos más tarde, Sam había terminado. Arrastró la bolsa y su penoso contenido por la alfombra hasta la puerta principal. La levantó con mucho esfuerzo por las asas y la colocó en el carro.
—Como sacar la basura —comentó a nadie en concreto.
Le temblaban las manos. Estaba tan enfadado que quería lastimar a alguien. Estaba tan enfadado que si hubiera podido poner las manos encima a quienquiera que hubiera causado todo aquello, lo habría estrangulado.
Pero, en realidad, Sam estaba furioso consigo mismo. No conocía bien a aquella familia. Solo estaba la madre, y luego sus diversos novios. Y el niño pequeño. No eran amigos, ni siquiera conocidos, pero aun así tendría que haber pensado en ir a ver cómo estaba el bebé. Ese tendría que haber sido su primer pensamiento. Tendría que haberse acordado, pero no lo hizo.
Sin volver la vista hacia Quinn y Brooke, Sam ordenó:
—Abrid varias ventanas. Dejad que entre aire fresco. Podemos volver cuando no esté tan… cuando haya desaparecido el olor.
—Tío, yo no voy a entrar —protestó Quinn.
Sam acortó rápidamente la distancia entre ambos. Al ver cómo Sam lo miraba, Quinn dio un paso atrás.
—He recogido al bebé y lo he metido en la bolsa de basura, ¿verdad? Así que entra y abre las ventanas. Hazlo.
—Tío, da un paso atrás, en serio. Tú no me das órdenes.
—No, pero Caine sí…
Quinn extendió la mano, casi provocándole.
—Perdona, ¿te molesto? ¿Por qué no me quemas la mano y ya está, chico mágico?
Sam y Quinn se habían peleado muchas veces a lo largo de los años. Pero desde el inicio de la nueva ERA, sobre todo desde que Sam explicó a Quinn la verdad sobre sí mismo, los desacuerdos más banales se enquistaban rápidamente. Estaban encarados el uno hacia el otro como si fueran a empezar a pegarse. Sam estaba lo bastante enfadado para hacerlo.
—Yo lo haré, Sam —intervino Brooke.
Todavía a pocos centímetros de Quinn, Sam le dijo:
—No quiero que las cosas sean así entre nosotros.
Quinn relajó los músculos y se obligó a sonreír.
—No es nada, tío.
—Abre las ventanas —pidió Sam a Brooke—. Luego ve a decirle a Edilio que cave otro hoyo. Yo voy a registrar mi casa. Estaría bien si pudieras empujar el carro hasta el centro. Pero si no puedes, lo entenderé.
Y, sin decir una palabra más a Quinn, salió disparado, pero se detuvo poco antes de que terminara el camino.
—Brooke, mira a ver si encuentras una foto de él con su madre, ¿de acuerdo? No quiero que lo entierren solo. Debería tener…
No pudo decir una palabra más. Medio cegado por unas lágrimas inesperadas, marchó calle abajo y subió a trompicones los escalones hasta su propia casa, aquella casa que odiaba, y cerró la puerta de un portazo detrás de él.
Tardó un rato antes de darse cuenta de que el portátil de su madre había desaparecido.
Se acercó hasta la mesa y tocó el tablero, justo donde estaba el portátil, como para asegurarse que no eran imaginaciones suyas.
Entonces se dio cuenta de que había cajones abiertos. Y armarios. No se habían llevado comida, solo la habían revuelto, y parte de la comida había terminado en el suelo.
Salió disparado hacia su cuarto. La luz seguía allí. Su intento inútil de camuflarla había quedado al descubierto.
Alguien lo sabía. Alguien la había visto.
Pero allí no acababa todo. Habían registrado los cajones y el armario del cuarto de su madre.
Su madre guardaba una caja cerrada de metal, gris y plana, en su armario. Sam lo sabía porque se lo había señalado en más de una ocasión.
—Si alguna vez me ocurre algo, aquí está mi testamento —le dijo muy seria, pero entonces añadió—: Ya sabes, por si me atropella un autobús.
—No tenemos autobuses de línea en Perdido Beach —señaló Sam.
—De acuerdo… eso explica por qué nunca llegan a tiempo —concluyó ella, y entonces se rieron y ella lo rodeó con el brazo para abrazarlo y, sin soltarlo, susurró—: Sam, tu partida de nacimiento también está aquí.
—De acuerdo.
—Tú decidirás si quieres verla o no.
Sam se puso tenso mientras ella lo seguía abrazando. Le ofrecía la posibilidad de saber qué decía la partida de nacimiento. Habría tres nombres anotados: el suyo, el de su madre y el de su padre.
—Puede ser. O puede que no —le respondió Sam.
Ella lo abrazó con fuerza, pero él se soltó con delicadeza y se apartó de ella. Entonces quiso decir algo. Pedir disculpas por lo que le había sucedido a Tom. Preguntar a su madre si también él había asustado, de alguna manera, a su auténtico padre.
Había muchos secretos en la vida de Sam. Y, aunque su madre se había ofrecido a contárselos, Sam sabía que ella en realidad no quería.
Hacía meses que Sam sabía lo de la caja. Sabía dónde encontrar la llave.
Pero la caja había desaparecido.
No tenía muchas dudas acerca de quién podía habérsela llevado, sobre quién había registrado la casa.
Caine ya sabía que Sam tenía el poder.
Sam recuperó su bicicleta. En aquel momento lo que quería desesperadamente era estar con Astrid. Ella haría que todo tuviera sentido.
La mayoría de los chicos habían pasado a desplazarse en bicicletas —no siempre las suyas— o en monopatines. Solo los peques caminaban. Y cuando Sam atravesó la plaza de camino a casa de Astrid se encontró con una procesión de peques cruzando la calle. El hermano John iba a la cabeza. La madre Mary empujaba un carrito de dos asientos. Una niña vestida con el uniforme de Coates llevaba a un pequeño enganchado a la cadera. Dos niños más, reclutados para aquel día, guiaban la fila de una treintena de preescolares. Iban serios para tratarse de un grupo de niños pequeños, pero al menos había cierto jugueteo, el suficiente para que Mary tuviera que gritar:
—Julia y Zosia, volved a la fila.
Las gemelas Emma y Anna controlaban el final de la fila. Sam las conocía bastante bien, en realidad una vez salió con Anna. Emma llevaba un carrito individual, y Anna empujaba un carrito de supermercado Ralph’s con aperitivos, pañales y biberones.
Sam se detuvo y esperó a que cruzaran la calle. Se quedaron en el paso de peatones, lo que se imaginaba que debía de ser bueno. Era mejor que los peques aprendieran a cruzar la calle como si pudiera haber tráfico. Algunos niños se habían puesto a conducir, pero en general les había ido mal. Caine también tenía reglas respecto a eso: nadie podía conducir excepto parte de su gente y Edilio, quien en teoría tenía que conducir la ambulancia o el coche de bomberos. Si algún día averiguaba cómo.
—¿Qué tal estás, Anna? —preguntó Sam educadamente.
—Hola, Sam. ¿Dónde has estado?
—En el cuartel de bomberos. Ahora vivo allí —explicó.
Anna señaló a los peques que marchaban delante de ella.
—Turno con los bebés.
—Un rollo —comentó Sam.
—No pasa nada. No me importa.
—Y también se le da muy bien —exclamó Mary volviéndose hacia ellos, tratando de animarla.
—Puedo cambiar un pañal en menos de sesenta segundos —señaló Anna riéndose—. Menos, si es solo pis.
—¿Adónde vais?
—A la playa. Vamos de picnic.
—Qué bien, os veo luego.
—¡Oye, deséanos feliz cumpleaños a Anna y a mí, Sam! —exclamó Emma.
—¡Feliz cumpleaños a las dos! —exclamó Sam.
Se quedó parado sobre los pedales de la bici y cogió velocidad mientras se dirigía a casa de Astrid.
Sam se entristeció un poco al recordar su única cita con Anna. Era buena chica. Pero entonces no le interesaba salir con chicas, esa era la verdad. Solo había salido con ella porque le parecía que era lo que tenía que hacer. No quería que los chicos pensaran que era un soso. Y su madre no dejaba de preguntarle si salía con alguien, así que fue a ver una película con Anna. Recordaba la película: Stardust.
Su madre los llevó. Era su noche libre. Los dejó en el cine y los recogió después. Anna y él fueron a California Pizza Kitchen y se partieron una pizza de pollo a la barbacoa.
¿Su cumpleaños?
Sam frenó la bici bruscamente y pedaleó hacia atrás, hacia donde había dejado a los peques. No tardó mucho en alcanzarlos. Acababan de llegar a la playa. Todos los peques se dirigían hacia el espigón bajo, riéndose al quitarse los zapatos y correr por la arena, mientras la madre Mary gritaba como una maestra:
—Coged los zapatos, no perdáis los zapatos, Alex, recoge los zapatos y llévalos contigo.
Anna y Emma habían aparcado el carrito de la compra lleno de aperitivos, pañales y botellas. Emma estaba vaciando la carga del carrito.
—Mírale el pañal —le recordó la madre Mary, y Emma lo hizo.
Sam dejó la bici en el suelo y corrió, sin aliento, hasta Anna.
—¿Qué pasa, Sam?
—¿Cuántos cumples? —jadeó Sam.
—¿Qué?
—¿Cuántos años cumples, Anna?
La chica tardó un rato en asimilar su miedo. Tardó un rato en percatarse del motivo del temor de Sam.
—Quince… —acabó susurrando Anna.
—¿Y qué pasa? —preguntó Emma, al notar el cambio de humor de su gemela—. No significa nada.
—Nada… —susurró Anna.
—Probablemente tengas razón —dijo Sam.
—Ay, Dios mío —exclamó Anna—. ¿Vamos a desaparecer?
—¿Cuándo nacisteis? —preguntó Sam—. ¿A qué hora?
Las gemelas se miraron asustadas.
—No lo sabemos.
—Sabéis que no ha desaparecido nadie desde el primer día, así que seguramente…
Entonces Emma desapareció.
Y Anna gritó.
Los otros niños mayores se dieron cuenta. Los pequeños también.
—¡Ay, Dios mío! —gritó Anna—. ¡Emma, Emma, ay, Dios mío!
Agarró las manos de Sam y él la sujetó con fuerza.
Algunos de los peques se contagiaron del miedo. La madre Mary se acercó y preguntó:
—¿Qué pasa? Estáis asustando a los niños. ¿Dónde está Emma?
—¡Ay, Dios mío!
Anna no paraba de decir esa frase y de repetir el nombre de su hermana.
—¿Dónde está Emma? —preguntó Mary—. ¿Qué pasa?
Sam no quería explicárselo. Anna le hacía daño al apretarle con los dedos el interior de las manos. La chica lo miraba fijamente con los ojos muy abiertos.
—¿Con cuántos minutos de diferencia nacisteis? —preguntó Sam.
Anna se limitaba a mirarlo, horrorizada.
—¿Con cuántos minutos de diferencia nacisteis, Anna? —susurró Sam, apremiándola.
—Seis minutos —susurró ella—. Sostenme las manos, Sam, no me dejes ir.
—No lo haré, Anna, no te dejaré ir.
—¿Qué va a pasar, Sam?
—No lo sé, Anna.
—¿Iremos a donde están nuestra madre y nuestro padre?
—No lo sé, Anna.
—¿Voy a morir?
—No, Anna. No vas a morir.
—No me sueltes, Sam.
Mary se acercó a ellos con un bebé enganchado a la cadera. John también. Algunos de los peques los miraban serios y preocupados.
—No quiero morir… —repetía Anna—. Yo… yo no sé cómo es.
—No pasa nada, Anna.
—Fue agradable. Cuando salimos —sonrió Anna.
—Lo fue…
Durante una décima de segundo, fue como si Anna se hiciera borrosa. Iba demasiado rápido para ser real. Se volvió borrosa, y Sam casi podría jurar que le sonrió.
Y entonces los dedos de Sam dejaron de agarrarla.
Durante un rato terriblemente largo nadie se movió ni dijo nada.
Los pequeños no gritaron. Los mayores se quedaron mirando sin más.
Las yemas de los dedos de Sam aún recordaban el tacto de las manos de Anna. El chico miraba el lugar donde había estado su cara. Aún veía sus ojos suplicantes.
Incapaz de controlarse, extendió una mano hacia el espacio que Anna había ocupado. Trató de tocar un rostro que ya no estaba allí.
Alguien se echó a llorar.
Alguien gritó, luego otras voces también, y los peques empezaron a llorar.
Sam se encontraba mal. Cuando su profesor desapareció, no se lo esperaba. Pero aquella vez lo había visto venir, como un monstruo en una pesadilla a cámara lenta. Aquella vez lo había visto venir, como si estuviera enganchado a las vías del tren y no pudiera saltar a un lado.