DIECIOCHO

164 HORAS, 32 MINUTOS

ALBERT SE MARCHÓ del funeral y atravesó la plaza hacia el McDonald’s. Deseaba tener a alguien con quien hablar. Igual si encendía las luces vendría alguien a tomarse una hamburguesa tardía.

Pero la pequeña multitud se dispersó antes de que pudiera abrir la puerta de entrada del McDonald’s —su McDonald’s—, y la plaza quedó vacía y silenciosa a excepción del débil zumbido de las líneas eléctricas sobre sus cabezas.

Albert se quedó en la puerta con las llaves en una mano y su gorra de McDonald’s en la otra —se la había quitado por respeto a la chica muerta—, y dejó que el pesimismo y la aprensión se apoderaran de él. Era una persona optimista por naturaleza, pero un funeral nocturno por una chica asesinada por matones… no es que sirviera exactamente para levantarle el ánimo.

Albert disfrutaba de su soledad desde que empezó la nueva ERA. Estaba preocupado por sus hermanos y hermanas. Añoraba a su madre. Pero, en un instante, pasó de ser el menor de seis hermanos, el cabeza de turco, la víctima, el pequeño explotado e infravalorado, a convertirse en una persona responsable y respetada en aquella nueva y extraña comunidad.

Pero todas esas cosas no cambiaban el hecho de que, en aquel momento, con el olor de la tierra recién removida en la nariz y la inquietud y el aburrimiento apoderándose de su mente, le habría encantado estar viendo una de las truculentas series policíacas favoritas de su madre y robarle palomitas del cuenco en su regazo.

Las grandes preguntas sobre la ERA —qué, por qué y cómo— no le preocupaban mucho. Era un tipo práctico y, en cualquier caso, eran cosas sobre las que tenía que reflexionar alguien como Astrid. Respecto a lo sucedido aquella noche, al asesinato de Bette, era algo de lo que tenían que encargarse chicos como Sam, Caine y los otros.

Lo que preocupaba a Albert era algo totalmente distinto: que nadie trabajaba. Nadie excepto Mary y Dahra y a veces Edilio. Todos los demás se lamentaban o vagaban por ahí o se peleaban o se quedaban sentados jugando a videojuegos o viendo DVD. Eran todos como ratas viviendo en una casa abandonada: se comían lo que encontraban, la liaban donde querían, y dejaban las cosas más sucias y estropeadas de lo que se las habían encontrado.

Aquello no podía durar. Todo el mundo se dedicaba a matar el tiempo. Pero si lo único que hacían era matar el tiempo, el tiempo acabaría matándolos a ellos.

Eso era lo que pensaba Albert. Lo que sabía. Pero no podía explicárselo a nadie y hacerles escuchar. No sabía hablar con la seguridad y aplomo de Caine, o la actitud distanciada y sabelotodo de Astrid. Cuando Albert hablaba, la gente no le prestaba atención como hacían con Sam.

Necesitaba las palabras de otra persona para explicar lo que sus instintos le indicaban que debía de ser verdad.

Albert se metió las llaves en el bolsillo y empezó a recorrer la calle con pasos decididos que resonaban en los escaparates de las tiendas oscuras. Lo más inteligente habría sido irse a casa, dormir unas cuantas horas. Pronto amanecería. Pero él sabía que no podría dormirse. Sam, Caine, Astrid y Jack el del ordenador sabían hacer ciertas cosas, sabían ciertas cosas, pero aquello era un tema para Albert.

—No podemos ser ratas —murmuró para sí—. Tenemos que ser…

Pero incluso cuando intentaba explicárselo a sí mismo, no encontraba las palabras adecuadas.

La biblioteca del condado en Perdido Beach no era un lugar impresionante. La entrada sombría, polvorienta y de techo bajo lo recibió con un tufillo a moho cuando abrió la puerta de golpe. Nunca había entrado antes y se quedó sorprendido al encontrarla abierta, con los tubos fluorescentes sobre su cabeza parpadeando y zumbando.

Albert miró a su alrededor y se rio.

—No ha venido nadie desde la nueva ERA —le dijo a una estantería de libros amarillentos.

Miró el viejo escritorio de roble de la bibliotecaria. Nunca sabías dónde podía ocultarse una barrita de caramelo. Encontró una lata de caramelos de menta. Parecía que llevaban tiempo allí, como regalitos que entregar a niños que venían en raras ocasiones.

Se metió uno en la boca y empezó a recorrer las escasas estanterías del lugar. Sabía que necesitaba averiguar algo, pero no sabía el qué. Parecía que la mayoría de los libros llevaban allí, sin que nadie los tocara, desde antes de que naciera Albert.

Encontró una enciclopedia, como la Wikipedia pero en papel y muy voluminosa. Se dejó caer sobre la alfombra raída y abrió el primer tomo. No sabía lo que buscaba, pero sabía por dónde empezar. A partir de ahí buscó el tomo de la letra T y la entrada llamada «trabajo». Había dos entradas principales. Una se refería al trabajo físico.

La otra hablaba sobre el trabajo como las «actividades necesarias para la supervivencia de la sociedad».

—¡Sí! —exclamó Albert—. De eso estoy hablando.

Empezó a leer. Fue de entrada en entrada, entendiendo solo en parte lo que leía, pero lo suficiente para seguir una pista tras otra. Era lo mismo que seguir enlaces de la web, solo que más despacio, y levantando más peso.

La entrada de «trabajo» le condujo a «productividad», que le condujo a alguien llamado «Karl Marx», que le condujo a otro tipo antiguo llamado «Adam Smith».

Albert nunca había sido buen estudiante. Pero lo que había aprendido en la escuela nunca le había importado mucho. Aquello sí importaba. Todo importaba ahora.

Albert se adormeció lentamente y se despertó de repente al notar unos ojos que lo miraban.

Se dio la vuelta, se puso en pie de un salto y suspiró aliviado cuando vio que no era más que un gato. Era un gatito atigrado amarillo, regordete, probablemente viejo. Llevaba un collar rosa y una placa de latón en forma de corazón. Estaba de pie, sereno y seguro de sí mismo, en mitad del pasillo. Le miraba con sus ojos verdes, y meneaba la cola.

—Hola, gatito —saludó Albert.

El gato desapareció.

Se había ido.

Albert retrocedió asustado. De repente le ardía la cara de dolor. Tenía al gato encima, sobre la cara, clavándole las garras en la cabeza. El gato bufó, mostrando feroz sus dientes como agujas a un milímetro de los ojos de Albert.

El chico gritó pidiendo ayuda, y gritó al gato, que le clavó aún más las garras. Albert aún tenía un tomo de la enciclopedia en la mano derecha, el de la letra S. Y se atizó en la cabeza con él.

El gato desapareció. Y Albert quedó aturdido por el golpe del libro.

El gato estaba al otro lado de la sala, recostado con toda tranquilidad sobre la mesa de la bibliotecaria.

Era imposible. Nada se movía tan rápido. Nada.

Albert respiró entrecortadamente y empezó a recular hacia la puerta que daba a la calle.

Sin que hiciera algún movimiento que los ojos de Albert lograran detectar, el gato saltó del escritorio a su nuca. Lo tenía encima como un poseso, clavándole las garras, arañándole, rasgándole la ropa, bufándole.

Albert volvió a golpearse con el libro pesado y a darse en la cabeza porque el gato se había encaramado a una estantería y le miraba, burlándose con su mirada fría y verde de desprecio.

Iba a atacarlo otra vez.

El instinto hizo que Albert levantara el libro para protegerse la cara, pero sintió que el tomo le caía violentamente en las manos.

La cara del gato, deformada por la rabia, quedaba a un centímetro de la de Albert.

Pero el libro seguía en el mismo sitio.

Y el gato estaba sobre el libro.

No, lo atravesaba.

Albert miró estupefacto cómo los ojos del gato se oscurecían y su alma animal se esfumaba.

El chico dejó caer el tomo de la enciclopedia en el suelo. El pesado tomo azul encuadernado en cuero seccionaba al gato justo por detrás de las patas delanteras. Era como si alguien lo hubiera cortado por la mitad y hubiera cosido las dos partes al libro. La parte de atrás salía por la contracubierta.

—Una pesadilla, es una pesadilla… —murmuró Albert.

Pero si estaba soñando, desde luego era un sueño muy realista. Estaba seguro de que no podía soñar el olor a moho. Y de que tampoco podía soñar cómo se habían vaciado la vejiga y los intestinos del gato ensuciándolo todo tras su muerte.

Albert recordaba haber visto el bolso de la bibliotecaria en su escritorio. Con manos temblorosas, vació su contenido en la mesa: pintalabios, cartera, polvera, un teléfono móvil.

Albert recogió el tomo. Pesaba mucho. El peso del gato sumado al del libro debía de aproximarse a los diez kilos. Y el gato atravesado en el libro abultaba demasiado, era demasiado grande para caber en el bolso.

Pero tenía que enseñárselo a alguien. Era imposible. Imposible. Pero era real. Albert necesitaba que alguien más le dijera que era real, que alguien le confirmara que no soñaba o estaba loco.

Caine no. ¿Sam? Estaría en el parque de bomberos, pero aquello no era cosa de Sam, sino de Astrid. Dos minutos más tarde estaba en la entrada bien iluminada de casa de Astrid.

La chica abrió la puerta con cautela tras comprobar quién era por la mirilla.

—¿Albert? Son las tantas de… ay, Dios mío, ¿qué te ha pasado en la cara?

—Me vendrían bien unas tiritas —señaló Albert. Se había olvidado del aspecto que debía de tener. Se había olvidado del dolor—. Sí. Me vendría bien algo de ayuda. Pero no he venido por eso…

—Entonces…

—Astrid. Necesito…

No sabía qué decir. Pese a estar seguro en la entrada de casa de Astrid, el miedo se apoderó de él y tardó un minuto en poder pronunciar alguna palabra o emitir algún sonido.

Astrid lo hizo entrar y cerró la puerta.

—Necesito… —Volvió a empezar, y de nuevo no consiguió decir nada. Con voz ahogada, añadió—: Mira esto…

Descargó el gato y el tomo sobre la alfombra oriental.

Astrid se quedó inmóvil.

—¡Ha pasado tan rápido! Me ha atacado. Ni siquiera lo he visto moverse. Era como si estuviera en un sitio, ¿de acuerdo? Y luego estaba encima de mí. Quiero decir, que no ha saltado. Ha… aparecido.

Astrid se arrodilló para empujar cuidadosamente el libro. Trató de que se abriera, pero el cuerpo del gato atravesaba cada página y las mantenía juntas. No como si el gato hubiera hecho un agujero, sino como si se hubiera fundido con el papel.

—¿Qué ocurre, Astrid? —le suplicó Albert.

Ella no dijo nada, se quedó mirando sin más. Albert veía por su expresión que estaba dando vueltas y vueltas al asunto, pensando. Pero Astrid no le respondió, y al cabo de un rato Albert aceptó que no habría ninguna respuesta rápida. No había explicación posible para algo que no podía ser.

Pero ella había visto aquella cosa, aquella cosa imposible. No estaba loco.

Tras lo que pareció un montón de rato, Astrid susurró:

—Vamos, Albert, hagamos algo con esos arañazos.

Lana yacía en la oscuridad en la cabaña, escuchando los ruidos misteriosos del desierto. Algo emitía un sonido leve y parecía deslizarse como una mano acariciando seda. Había otra cosa que emitía ráfagas de percusión muy rápidas, un insecto batería diminuto que aminoró al cabo de segundos y se perdió y se calló del todo antes de volver a empezar otra vez.

El molino chirriaba de un modo exasperante. Nunca durante mucho rato, nunca siguiendo algún tipo de patrón. No había brisa auténtica, sino susurros que hacían girar las aspas de madera un cuarto de vuelta… chiic… o media vuelta… chiiiic, chiiic, o las empujaba suavemente sin más, de manera que emitían un ruido como el piar estridente de un pájaro.

Todos aquellos ruidos contrastaban con los ronquidos tranquilizadores de Patrick. Roncaba y dejaba de hacerlo, y volvía a roncar y de vez en cuando emitía un ruidito hiposo que a Lana le resultaba encantador.

El cuerpo de Lana estaba bien. Sus heridas se habían curado milagrosamente. Se había lavado la sangre incrustada. Tenía agua, comida y cobijo.

Pero su cerebro era como un motor acelerado. Daba vueltas y vueltas, se arremolinaban los recuerdos del dolor, del terror, los fogonazos del asiento vacío de su abuelo, la caída por la pendiente, los buitres, el puma.

Pero por escabrosas que resultaran aquellas imágenes, no estaban más que recién pintadas con relación a otras más permanentes. Las de su hogar. La escuela. El centro comercial. El coche de su padre y la furgoneta de su madre. La piscina comunitaria. El horizonte fantástico y fabuloso de la calle de Las Vegas visible desde la ventana de su habitación.

Sumándolo todo, las imágenes que daban vueltas y vueltas en su mente provocaban que le hirviera la sangre sin cesar.

Debería estar en casa, no allí. Debería estar en su habitación. Debería estar con sus amigos. No sola.

No sola escuchando aquellos ruidos inquietantes y un chirrido y un ronquido.

Si hubiera tenido un poco más de cuidado… Intentó meter la botella de vodka en el bolso, el bolso bonito con cuentas que le gustaba. Pero el bolso era demasiado pequeño, y la única bolsa lo bastante grande era la mochila para los libros, y no quería llevarla porque no pegaba con su ropa.

Por eso la pillaron. Por un tema estúpido de moda, por querer estar guapa.

Y ahora…

La rabia que sentía hacia su madre volvió a apoderarse de ella. Le parecía que se iba a ahogar en toda aquella rabia.

Era a ella a quien culpaba, a su madre. Su padre solo hacía lo que su madre le decía que hiciera. Él tenía que apoyarla aunque fuera más comprensivo, no tan estricto o quejica como ella.

¿Y qué si le daba una botella de vodka a Tony? No es que fuera a conducir bebido.

Sencillamente, la madre de Lana no entendía Las Vegas. Las Vegas no era Perdido Beach. Las Vegas le exigía mucho. Era una ciudad de verdad, y no cualquier ciudad. Los niños crecían antes en Las Vegas. Había muchas exigencias, incluso para chicos de séptimo y octavo, y ya no digamos para los de noveno como ella.

La estúpida de su madre. Era culpa suya.

Aunque costaba culpar a su madre de la pared lisa e intimidatoria del desierto. Costaba culparla de eso.

Puede que hubieran sido los extraterrestres y, en aquel momento, unos monstruos espeluznantes estuvieran persiguiendo a sus padres por las calles de Las Vegas, como en La guerra de los mundos. Puede.

Esa idea la reconfortó de un modo extraño. A fin de cuentas, al menos no la perseguían extraterrestres montados en trípodes gigantes. Puede que la pared fuera alguna clase de defensa contra los extraterrestres. Puede que estuviera a salvo en aquel lado del muro.

La vez de la botella de vodka no era la primera que robó para Tony. Lana birló un poco de Xanax de su madre para él. Y otra vez robó una botella de vino en una tienda.

No era inocente: nunca pensó que Tony la quería o algo así. Sabía que la utilizaba. Pero ella también lo utilizaba, a su manera. Tony tenía cierta reputación en el colegio, y parte de ella se había traspasado a Lana.

Patrick resopló y levantó la cabeza de repente.

—¿Qué pasa, muchacho?

Lana se levantó de la cama y se quedó agachada, en silencio y temerosa, en el fondo de la cabaña oscura.

Había algo fuera. Lo oía moverse. Oía pisadas débiles en el suelo.

Patrick se levantó pero lo hizo de un modo extraño, a cámara lenta. Se le erizó el pelo del lomo, se le puso de punta. Miraba fijamente la puerta de entrada.

Se oyó que algo rascaba, exactamente como intentaría hacer un perro, intentando entrar.

Y entonces Lana oyó, o le pareció oír, un susurro distorsionado.

—Sal.

Patrick tendría que estar ladrando, pero no lo hacía. Estaba rígido, jadeaba intensamente, y tenía la mirada clavada en la puerta.

—Te imaginas cosas —susurró Lana, intentando tranquilizarse.

—Sal —volvió a llamarla con voz áspera y susurrante.

Lana se dio cuenta de que tenía que orinar. Tenía muchas ganas y no había baño en la cabaña.

—¿Hay alguien ahí? —gritó.

No hubo respuesta. Puede que hubiera sido solamente su imaginación. O puede que solo el viento.

Se deslizó hasta la puerta y escuchó atentamente. Nada. Miró a Patrick. El perro continuaba con el pelo erizado, pero se había relajado un poco. La amenaza, fuera lo que fuera, se había marchado.

Lana abrió un poco la puerta. Nada. No veía nada, en cualquier caso, y estaba claro que Patrick ya no estaba preocupado.

No tenía elección: tenía que correr hasta el excusado exterior. Patrick saltó a su lado.

El excusado no era más que una caja vertical, sin decorar, sin adornar, no demasiado apestosa y bastante limpia. Claro que no había luz, por lo que tenía que orientarse palpándolo todo, localizar el asiento y el papel higiénico.

Llegó un momento en que Lana se echó a reír. A fin de cuentas, era un poco chistoso orinar en un excusado mientras su perro hacía guardia.

El paseo de vuelta a la cabaña fue un poco más relajado. Lana se reservó un momento para alzar la vista hacia el cielo nocturno. La luna ya descendía hacia el horizonte occidental. Las estrellas… pues la verdad es que las estrellas tenían un aspecto extraño. Pero no estaba muy segura de por qué pensaba eso.

Continuó caminando hacia la cabaña hasta que paró en seco. Entre la puerta y ella se interponía un coyote. Pero no era como ninguno de los coyotes que su abuelo le había mostrado. Ninguno de ellos era ni tan siquiera tan grande como Patrick, pero aquel animal amarillo y peludo era del tamaño de un lobo.

Patrick no había visto ni oído al animal acercarse y parecía demasiado estupefacto para reaccionar. Patrick, que no había dudado en enfrentarse a un puma, parecía intimidado e indeciso.

El abuelo de Lana le había enseñado cosas sobre los animales del desierto: había que respetar pero no temer al coyote; los lagartos asustaban con sus repentinos cambios de velocidad; los ciervos se parecían más a ratas gigantes que a Bambi; los burros silvestres no tenían nada que ver con sus hermanos domésticos, y las serpientes de cascabel no eran una amenaza siempre y cuando llevaras botas y te anduvieras con cuidado.

—¡Fuera! —gritó Lana, y agitó las manos como le había enseñado a hacer su abuelo si alguna vez llegaba a acercarse mucho a un coyote.

Pero el coyote no se movió, sino que emitió un sonido agudo y cortante que hizo que Lana diera un salto hacia atrás. Por el rabillo del ojo vio tres o cuatro figuras oscuras que se acercaban a toda prisa hacia ella, tres o cuatro sombras veloces.

Entonces Patrick reaccionó. Gruñó amenazador, mostró los dientes y erizó el lomo, pero el coyote no se movió y sus compañeros se acercaban rápidamente.

A Lana le habían explicado que los coyotes no eran peligrosos para los humanos, pero ya no se lo podía creer. Se inclinó hacia la derecha, esperando engañar al coyote, pero el animal era demasiado rápido para tomarle el pelo.

—Patrick, ¡atrápalo! —le apremió la chica, desesperada.

Pero lo único que hacía Patrick era gruñir y exhibirse, y en pocos segundos llegarían los demás coyotes y… bueno, ¿quién sabe lo que ocurriría entonces?

Lana no tenía elección: tenía que llegar hasta la cabaña. Tenía que llegar hasta la cabaña o moriría.

Gritó con todas sus fuerzas y corrió hacia donde estaba el coyote.

Para su sorpresa, el animal retrocedió.

Lana vio durante un instante algo pequeño y oscuro y el coyote aulló de dolor.

Lana lo dejó atrás al cabo de un segundo. Quedaban diez pasos hasta la puerta de la cabaña. Diez, nueve, ocho, siete, seis…

Patrick pasó corriendo delante de ella, presa del pánico, y se metió dentro.

Lana le pisaba los talones. Se dio la vuelta y cerró la puerta tras de sí sin ni siquiera aminorar. Derrapó hasta detenerse, se volvió, corrió otra vez hasta la puerta y se pegó a ella.

Pero los coyotes no la perseguían. Tenían otros problemas. Oyó aullidos salvajes, gritos caninos de dolor y rabia.

Al cabo de un rato los aullidos disminuyeron, espaciándose hasta que finalmente se detuvieron. Una nueva voz de coyote inició una nueva serie de aullidos salvajes, aullidos a la luna.

Y luego volvió el silencio.

Por la mañana, con la luz del sol y todos los terrores nocturnos desterrados, Lana halló al coyote muerto a treinta metros de su puerta. Aún pegada a su hocico había media serpiente con la cabeza ancha, en forma de diamante. Su cuerpo se había partido por la mitad, pero no antes de que el veneno penetrara en el torrente sanguíneo del coyote.

Lana pasó largo rato mirando la cabeza de la serpiente. Estaba segura de que era una serpiente. Y, aun así, estaba segura de haberla visto volar.

Lana trató de olvidarse de todo aquello. Y también pasar por alto el susurro que había oído, porque las serpientes voladoras y los coyotes susurrantes del tamaño de un gran danés no eran posibles. Había una palabra para definir a las personas que creían en cosas imposibles: locos.

—Creo que al final el abuelo no era tan experto en los animales del desierto como creía —comentó a Patrick.