171 HORAS, 12 MINUTOS
—PRIMERO TIENE QUE hervir el agua, y luego pones la pasta —indicó Quinn.
—¿Y eso cómo lo sabes?
Sam no las tenía todas consigo, y daba vueltas a una caja azul de rotini intentando encontrar las instrucciones.
—Porque he visto a mi madre hacerlo como un millón de veces. El agua debe empezar a hervir primero.
Sam y Quinn se quedaron mirando la olla grande de agua en el fuego.
—Si miras una olla nunca hierve —señaló Edilio.
Sam y Quinn apartaron la vista, y Edilio se rio.
—No es más que un dicho. No es verdad.
—Ya lo sabía —dijo Sam, y a continuación se rio—. De acuerdo, no lo sabía.
—Igual ya puedes calentarla con tus manos mágicas —sugirió Quinn.
Sam lo ignoró. Le molestaba que Quinn bromeara sobre eso.
El cuartel de bomberos era un cubo de hormigón de dos pisos. En la parte de abajo estaba el garaje que albergaba el coche de bomberos y la ambulancia.
El segundo piso era la zona habitable, una habitación grande que comprendía una cocina, una mesa oblonga y un par de sofás que no combinaban. Una puerta conducía a una habitación estrecha, aparte, con literas, donde cabían seis personas.
La habitación principal trataba de parecer alegre sin lograrlo. Había fotos de bomberos, algunos erguidos en poses formales, otros bromeando con sus colegas. Había cartas de agradecimiento, incluidas cartas ilustradas de la visita de los de primero, todas las cuales empezaban con «Querido bombero», aunque a veces estaban mal escritas.
Había una mesa redonda grande que mostraba los restos de una partida de póquer abandonada abruptamente —manos de cartas caídas, fichas, cigarros en ceniceros— cuando los tres llegaron, pero ya la habían limpiado.
Y había una despensa sorprendentemente bien provista: tarros de salsa de tomate, latas de sopa, cajas de pasta. Había una caja roja lacada de galletas caseras, bastante rancias pero no incomibles si se ponían quince segundos en el microondas.
Sam aceptó que lo nombraran jefe de bomberos. No porque quisiera, sino porque muchas otras personas parecían desear que lo fuera. Esperaba que en realidad nadie le pidiera hacer nada, porque tras pasar tres días en el cuartel de bomberos apenas sabían cómo poner en marcha el coche, y ya no digamos conducirlo o hacer algo con él.
La única vez que un chico se presentó corriendo y gritando «¡Fuego!», Sam, Quinn y Edilio cargaron y arrastraron una manguera y una llave de riego durante seis manzanas para luego descubrir que el hermano del chico había puesto una lata en el microondas. El humo tan solo procedía del horno quemado.
Pero, a su favor, hay que decir que sabían dónde encontrar todos los suministros de urgencia en la ambulancia. Y habían practicado con la manguera grande y la boca de riego para ser más rápidos y eficaces que Edilio en el primer incendio.
Y dominaban la barra de los bomberos.
—Se nos está acabando el pan —comentó Edilio.
—No necesitas pan si tenemos pasta —señaló Sam—. Ambos son hidratos de carbono.
—¿Quién habla de nutrición? Se supone que tienes que comer pan con la comida.
—Pensaba que tu gente comía tortillas —intervino Quinn.
—Las tortillas son pan.
—Bueno, pues no tenemos pan —resumió Sam—. De ninguna clase.
—En una semana o así, nadie tendrá pan —señaló Quinn—. Hay que ir cociendo pan. Si no, se pone mohoso al cabo de un tiempo.
Ya habían pasado tres días desde que Caine y su pandilla se habían diseminado por la ciudad y se habían apoderado de ella.
Tres días sin que apareciera nadie para rescatarlos. Tres días cada vez más deprimentes. Tres días en los que cada vez se hacían más a la idea de que, al menos de momento, aquella era su vida.
Y la ERA en sí —todo el mundo había pasado a llamarla así— ya tenía cinco días de vida. Cinco días sin adultos. Cinco días sin madres, padres, hermanos mayores, profesores, agentes de policía, dependientes de tiendas, pediatras, curas o dentistas. Cinco días sin televisión, internet o teléfonos.
En un primer momento, Caine había sido bien recibido. La gente quería saber que había alguien al mando. La gente quería respuestas. La gente quería reglas. A Caine se le daba muy bien establecer su autoridad. Cada vez que Sam había tratado con él, le había impresionado cómo Caine se comportaba con absoluta seguridad, como si hubiera nacido para ello.
Pero, en tan solo tres días, también habían surgido dudas. Las dudas se centraban en Caine y Diana, pero más aún en Drake Merwin. Algunos chicos afirmaban que se necesitaba a alguien que diera un poco de miedo para asegurarse de que se obedecían las reglas. Otros chicos estaban de acuerdo con eso, pero señalaban que Drake daba algo más que un poco de miedo.
Los niños que desafiaban a Drake o a sus llamadas recibían bofetadas, golpes, empujones, los tiraban al suelo y, en una ocasión, arrastraron a alguien a un baño y le metieron la cabeza en él. El miedo a Drake sustituía al miedo a lo desconocido.
—Sé hacer tortillas frescas —comentó Edilio—. Solo necesito harina, un poco de manteca, sal y levadura. Aquí tenemos de todo.
—Ahórratelo para la noche de tacos —le espetó Quinn, que agarró la pasta de las manos de Sam y la metió en la olla.
—¿Oís algo?
Edilio puso mala cara.
Sam y Quinn se quedaron inmóviles. El ruido más fuerte que oían era el del agua hirviendo.
Pero entonces todos lo oyeron. Una voz que gemía.
Sam dio tres pasos hacia la barra, enroscó las piernas y los brazos a su alrededor y se dejó caer a través del hueco hasta aterrizar en el garaje iluminado por una luz estridente.
El garaje estaba abierto al aire nocturno. Alguien —una chica, a juzgar por su pelo largo y rojizo— se había desplomado en el umbral. Parecía como si hubiera intentado arrastrarse, moverse, sin llegar realmente a ninguna parte.
Tres figuras avanzaron hasta la entrada procedentes de la calle.
—Ayúdame —suplicó la niña en voz baja.
Sam se arrodilló a su lado. Y retrocedió sorprendido.
—¿Bette?
El lado izquierdo de la cara de Bette la Vivaracha estaba cubierto de sangre. Tenía un tajo sobre la sien. Jadeaba, estaba sin aliento, como si se hubiera derrumbado tras una maratón e intentara acumular la energía que le quedaba para arrastrarse hasta la línea de meta.
—Bette, ¿qué ha ocurrido?
—¡Intentan cogerme! —gritó Bette, y se agarró al brazo de Sam.
Las tres figuras oscuras avanzaron hasta el borde del círculo de luz. Una de ellas claramente era Orc. No había ningún otro chico igual de grande. Edilio y Quinn se acercaron a la puerta del garaje.
Sam se soltó de Bette y se colocó junto a Edilio.
—¡Si queréis que os pegue, tíos, lo haré! —gritó Orc.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber Sam.
Entrecerró los ojos y reconoció a los otros dos chicos, uno de séptimo llamado Karl, y Chaz, uno de los de octavo de Coates. Los tres iban armados con bates de aluminio.
—Esto no es asunto tuyo —le advirtió Chaz—. Tenemos un asunto entre manos.
—¿Qué asunto? Orc, ¿has pegado a Bette?
—Ha roto las reglas.
—¿Has pegado a una chica, tío?
Edilio estaba indignado.
—Cállate, espalda mojada —le espetó Orc.
—¿Dónde está Howard? —le preguntó Sam, para entretenerlo un poco mientras trataba de decidir qué hacer.
Ya había perdido una pelea con Orc.
Orc se tomó la pregunta como un insulto.
—No necesito a Howard para tratar contigo, Sam.
Orc se dirigió hacia Sam, pero se detuvo a pocos centímetros de él, y se colocó el bate sobre el hombro como si estuviera a punto de golpear la pelota para un home run. Como un bateador listo para el siguiente lanzamiento. Solo que, en aquella ocasión, la pelota parecía ser la cabeza de Sam: era imposible que no le diera.
—Apártate, Sam —le ordenó Orc.
—De acuerdo, no volveré a pasar por esto —afirmó Quinn—. Déjale que le dé, Sam.
—Nada de «déjale» —protestó Orc—. Hago lo que quiero.
Sam percibió un movimiento detrás de Orc. Había gente bajando por la calle, veinte niños o más. Orc también se dio cuenta, y miró a su espalda.
—No te van a salvar —le advirtió Orc, y balanceó el bate con fuerza.
Sam se agachó. El bate pasó a toda velocidad por encima de su cabeza, y Orc dio media vuelta, llevado por el impulso.
Sam perdió el equilibrio, pero Edilio estaba preparado. Soltó un rugido y arremetió de cabeza contra Orc. Puede que Edilio fuera la mitad de grande que Orc, pero el matón cayó al suelo y quedó despatarrado en el suelo de hormigón.
Chaz fue a por Edilio, intentando separarlo de Orc.
La multitud de chicos que había llegado corriendo por la calle avanzó hacia ellos. Se oían voces enfadadas y amenazas, todas dirigidas contra Orc.
Sam se fijó en que gritaban, pero a nadie le dio precisamente por meterse en la desigual pelea.
Una voz interrumpió el griterío.
—Que nadie se mueva —ordenó Drake.
Orc apartó a Edilio y se puso en pie de un salto. Empezó a pegar al chico, dando puntapiés con sus Nike del 45 a un Edilio que se defendía con los brazos. Sam intervino para ayudar a su amigo, pero Drake fue más rápido. Saltó detrás de Orc, lo agarró del pelo, le tiró de la cabeza hacia atrás y le dio un codazo en la cara.
A Orc empezó a sangrarle la nariz y aulló de rabia.
Drake volvió a pegarle y dejó que Orc cayera de nuevo al suelo.
—¿Qué parte de «que nadie se mueva» no has entendido, Orc? —exigió saber Drake.
Orc se apoyó en una rodilla y embistió a Drake como un jugador de fútbol americano. Drake se apartó, ágil como un torero. Extendió la mano y ordenó a Chaz:
—Dame eso.
Chaz le entregó el bate.
Drake asestó un golpe breve y brusco con el bate en las costillas de Orc. Otra vez en los riñones, y otra vez en un lado de la cabeza. Cada golpe era medido, preciso, efectivo.
Orc se dio la vuelta impotente, desprotegido.
Drake presionó el extremo ancho del bate contra la garganta de Orc.
—Tío, realmente tienes que aprender a escuchar cuando hablo.
Entonces Drake se rio, dio un paso atrás, hizo girar el bate en el aire, lo atrapó y lo apoyó contra su hombro.
—De acuerdo, ¿por qué no me dices lo que está pasando, señor jefe de bomberos? —preguntó a Sam con una sonrisa dibujada en el rostro.
Sam se había enfrentado a matones. Pero nunca había visto a nadie como Drake Merwin. Orc debía de pesar veinticinco kilos más que Drake, pero este último lo había vapuleado como a un muñeco.
Sam señaló a Bette, que aún estaba tumbada.
—Creo que Orc la ha pegado.
—¿Sí? ¿Y?
—Pues que no iba a dejarle que volviera a hacerlo —afirmó Sam tan calmado como pudo.
—No me ha parecido que estuvieras a punto de rescatar a nadie. Me ha parecido que te iban a arrancar la cabeza de un golpe —señaló Drake.
—¡Bette no hacía nada malo! —gritó una voz joven y aguda procedente de la multitud.
—Cállate —le espetó Drake, y señaló a Chaz—. Tú. Explica de qué va esto.
Chaz era un chico atlético con el pelo rubio casi a la altura de los ojos y gafas modernas. Llevaba el uniforme de Coates, sucio y arrugado después de usarlo durante varios días.
—Esa chica estaba haciendo algo —señaló a Bette—. Estaba utilizando el poder.
Sam sintió escalofríos.
Había mencionado el poder. Como si fuera algo que se mencionara en una conversación informal. Como si fuera algo que todos conocían.
—Vaya, ¿a qué te refieres, Chaz?
Drake sonreía, pero su tono de voz era de indiscutible amenaza.
—A nada —se apresuró a responder Chaz.
—¡Hacía un truco de magia! —gritó una voz—. No hacía daño a nadie.
—Le he dicho que parara.
Orc volvía a estar en pie, mirando a Drake con odio no disimulado, pero también con cierta cautela.
—Orc es el ayudante del sheriff —recordó Drake—. Así que cuando le dice a alguien que deje de hacer algo malo, tiene que dejar de hacerlo. Si esta chica se ha negado a obedecer, creo que se lo ha buscado.
—No tiene derecho a pegar a la gente —protestó Sam.
Drake sonreía como un tiburón: con demasiados dientes y muy poco humor.
—Alguien tiene que hacer que la gente siga las reglas, ¿verdad?
—¿Hay reglas en contra de hacer trucos de magia? —preguntó Edilio.
—Sí —respondió Drake—. Pero supongo que alguna gente no lo sabía. ¿Chaz? Dale al jefe de bomberos la última copia de las reglas.
Sam aceptó una hoja arrugada y doblada sin mirarla.
—Ya las tienes. Ahora ya conoces las reglas —dijo Drake.
—Aquí nadie hace magia —intervino Quinn en tono conciliador.
—Entonces mi trabajo ha terminado. —Drake se rio de su propia gracia y lanzó el bate de béisbol a Chaz—. De acuerdo. Id todos a casa.
—Bette se quedará aquí un rato —comentó Sam.
—Lo que tú digas.
Orc y los demás se fueron tras Drake. La multitud se abrió paso para dejarle pasar.
Sam se arrodilló ante Bette.
—Vamos a ponerte unas tiritas —le dijo.
—¿Qué es eso de los trucos de magia? —le preguntó Quinn.
Bette meneó la cabeza.
—No ha sido nada.
—Ha hecho que le salieran bolitas de luz de las manos —intervino una voz joven—. Ha sido un truco muy guay.
—De acuerdo, chicos, ya habéis oído lo que ha dicho Drake: marchaos todos de aquí —ordenó Quinn en voz alta—. Id todos a casa.
Sam, Quinn y Edilio ayudaron a Bette a entrar y la sentaron en la ambulancia. Edilio usó las toallitas esterilizadas para limpiarle la sangre de la cara, aplicó crema antibiótica y usó dos tiritas para cerrar la herida.
—Puedes pasar la noche aquí, Bette —le indicó Sam.
—No, tengo que volver a casa, mi hermano me necesitará, pero gracias —Bette consiguió esbozar una sonrisa para Edilio—. Siento que te hayan pateado.
—No ha sido nada.
Edilio se encogió de hombros, un tanto incómodo.
Sam acompañó a Bette a casa. Quinn y Edilio subieron las escaleras con paso cansino.
Quinn se acercó a la olla y utilizó la espumadera para sacar unos pocos rotini. Probó uno.
—Parece papilla, tío —se lamentó.
—Demasiado hecho.
Edilio le dio la razón al verlo por encima del hombro.
—¿Cheerios? —propuso Quinn.
Se sirvió unos cuantos y empezó a tararear para sí, decidido a no trabar conversación con Edilio. Apenas podía aguantar al chico. Su alegría. Lo competente que era en todo. Y, en aquel mismo momento, el modo en que se había lanzado contra Orc como el soldado de un comando mexicano.
Quinn pensaba que era una estupidez, una estupidez atacar a un tipo como Orc. Era terrible lo que le había pasado a Bette, pero ¿de qué servía meterse con alguien a quien no podías ganar? Si Drake no hubiera aparecido, Edilio tendría suerte de poder seguir caminando.
Aunque pensando en ello…
Sam volvió. Saludó con la cabeza a Edilio y apenas miró a Quinn, que apretó los dientes. Perfecto. Sam estaba furioso con él por no haberse metido en la pelea. ¡Como si Sam fuera un gran héroe! Quinn recordaba muchas veces en las que Sam se había rajado ante olas a las que Quinn se había subido. Muchas.
—La pasta no ha sobrevivido —informó Quinn.
—He llevado a Bette a casa. Espero que esté bien —comentó Sam—. Me ha dicho que estaba bien.
—Bette tiene lo mismo que tú, ¿verdad? —afirmó Quinn, mientras Sam se sentaba y se disponía a comer un cuenco de cereales.
—Sí. Puede que menos, supongo. Me ha dicho que lo único que sabe hacer es que le brillen las manos.
—Así que aún no le ha quemado el brazo a nadie, ¿eh?
Quinn estaba harto del modo en que Sam lo miraba con una mezcla de pena y desprecio. Estaba harto de que no lo respetaran solo porque tenía sentido común y no se metía en lo que no era asunto suyo.
Sam levantó la vista con los ojos entrecerrados, como si fuera a pelearse por lo que acababa de decirle. Pero apretó los labios adoptando una expresión grave, apartó la comida y no dijo nada.
—Por eso no se lo puedes contar a nadie —señaló Quinn—. La gente pensará que eres un bicho raro. Y ya ves lo que les pasa a los raros.
—Bette no es rara —replicó Sam obligándose a tranquilizarse, con los dientes apretados—. No es más que una niña de la escuela.
—No seas tonto, Sam —insistió Quinn—. Bette, Pete, la niña del incendio, tú. Si ya sois cuatro, es que hay más. A la gente normal no le va a gustar. La gente normal va a pensar que eres peligroso o qué sé yo.
—¿Eso es lo que piensas, Quinn? —preguntó Sam con voz contenida.
Seguía evitando mirar a Quinn a los ojos.
Sam encontró la hoja con las reglas en su bolsillo de atrás, la desplegó y extendió sobre la mesa.
—Solo te digo que eches un vistazo a tu alrededor, tío. Los niños ya tienen bastante de lo que asustarse. ¿Cómo va la gente normal…?
—¿Puedes parar de decir «gente normal» de esa manera? —protestó Sam.
Edilio, que había pasado a ejercer de conciliador habitual entre Sam y Quinn, intervino:
—Lee esas reglas en voz alta, colega.
Sam suspiró. Alisó el papel cuidadosamente, repasó la página y emitió un ruido grosero:
—La número uno dice que Caine es el alcalde de Perdido Beach y de toda la zona conocida como la ERA.
—No se lo tiene muy creído, ¿no? —resopló Edilio.
—Número dos. Drake es el sheriff y tiene el poder de hacer cumplir las reglas. Número tres, yo soy el jefe de bomberos y responsable de responder a las urgencias. Qué bien. Qué suerte tengo. —Sam levantó la vista y añadió—: Tenemos.
—Qué bien que te acuerdas de los de abajo —le espetó Quinn.
—Número cuatro, nadie puede entrar en ninguna tienda ni sacar nada sin permiso del alcalde o el sheriff.
—¿Y eso te molesta? —protestó Quinn—. La gente no puede dedicarse a robar cosas sin más.
—No me molesta —reconoció Sam, un tanto reticente—. La cinco dice que todos tenemos que ayudar a Mary en la guardería, proporcionarle lo que pida, y ayudarla cuando lo pida. De acuerdo, me parece justo. Seis: no matarás.
—¿De verdad? —preguntó Quinn.
Sam sonrió lánguidamente, como hacía cuando estaba cansado de estar enfadado y esperaba que todos los demás también lo estuvieran.
—Es broma —repuso.
—De acuerdo, deja de hacer el tonto y limítate a leerlo.
—Solo intento conservar el sentido del humor mientras el mundo se desmorona a nuestro alrededor —se defendió Sam—. Seis: todos tenemos que ayudar en tareas como registrar las casas o lo que sea. Siete: se supone que todos debemos informar sobre cualquier mal comportamiento a Drake.
—Así que todos tenemos que ser informantes —resumió Edilio.
—No te preocupes, no hay polis de inmigración, no hay migra —intervino Quinn—. Y, bueno, si alguien averigua cómo mandarte de vuelta a México, yo te acompaño.
—Honduras —replicó Edilio—. México no. Será ya la décima vez que te lo digo.
—Ahí va la número ocho. La leeré tal y como está escrita —continuó Sam—. La gente no hará trucos de magia ni ninguna otra acción que cause miedo o preocupación.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Quinn.
—Significa que obviamente Caine conoce el poder.
—Pues qué sorpresa. —Edilio asintió mientras seguía comiendo de su cuenco de cereales—. Chicos que hablan de ello como si fuera obra de Dios. Siempre he dicho que Caine tenía el poder. La gente dice que Caine es como un mago.
—No, tío —protestó Quinn—. Si tuviera el poder, no haría que Orc y Drake se dedicaran a intentar detener a los que lo usen.
—Claro que sí, Quinn —replicó Sam—. Si quisiera ser el único que lo tuviera…
—Mucha paranoia, ¿no, tío?
—Número nueve —continuó leyendo Sam—: Estamos en un estado de excepción. Durante esta crisis nadie debería criticar, ridiculizar ni obstaculizar a ninguna de las personas que realizan sus tareas oficiales.
A Quinn no le parecía mal.
—Bueno, estamos en crisis, ¿verdad? Si esto no es una crisis, no sé qué lo puede ser.
—¿Así que de repente no podemos decir nada?
Sam negaba con la cabeza sin acabar de creérselo. El instante en que intentaba reconciliarse con él había terminado. Sam volvía a estar decepcionado con Quinn.
—Mira, es como la escuela, ¿no? —afirmó Quinn—. No puedes meterte con los profes. No en su cara, al menos.
—Entonces te encantará la número diez, Quinn: «El sheriff puede decidir que las reglas anteriores no son suficientes para algunas situaciones de urgencia. En esos casos, el sheriff puede formular las reglas necesarias para mantener el orden y a la gente a salvo».
—Formular —se burló Quinn—. Parece que Astrid les ha ayudado a escribirlas.
Sam apartó el papel.
—No. No es el estilo de Astrid. —Juntó las manos, las colocó sobre la mesa, y anunció—: Esto está mal.
La mirada de preocupación de Edilio reflejaba la de Sam.
—Sí, tío, esto no está bien. Es como decir que Caine y Drake pueden hacer lo que quieran, cuando quieran.
—En eso se resume. —Sam estaba de acuerdo—. Y hace que las personas empiecen a sospechar las unas de las otras, se vuelvan las unas contra las otras.
—No lo pillas, tío —se rio Quinn—. La gente ya sospecha. No vivimos una época normal, ¿de acuerdo? Estamos separados del mundo, no tenemos adultos ni policía ni profes ni padres y, no te ofendas, pero algunos de los nuestros, como que mutan y tal. Te comportas como si esperaras que todo siguiera normal, como si no fuera una nueva ERA.
Sam estaba harto de mostrarse paciente.
—Y tú te comportas como si pensaras que Bette merecía que le pegaran. ¿Por qué no estás enfadado, Quinn? ¿Por qué te parece bien la idea de que Orc pegue a una chica a la que conoces, una chica que nunca hace daño a nadie?
—Ah, ¿a eso vamos? ¿A que es culpa mía? —Quinn se puso en pie y apartó la silla—. Mira, Sam, no digo que me parezca bien que le peguen, ¿de acuerdo? Pero ¿qué esperas? Quiero decir, ya se meten con los chicos por llevar la ropa equivocada o por ser malos en deportes o lo que sea. Y eso cuando sí que hay profes y padres. Esa es la vida normal. ¿Y te parece que ahora, con lo liado que está todo, los chicos van a pensar: «Ah, Sam puede disparar rayos de fuego por los ojos o no sé qué, de acuerdo, ¡qué guay!»? No, tío, no funciona así.
Para sorpresa de Quinn, y aún más de Sam, Edilio comentó:
—Tiene razón. Si hay más gente como, ya sabes, como Bette y tú, habrá problemas. Algunos tienen poderes y otros no. Yo estoy acostumbrado a ser un ciudadano de segunda. —Lanzó una mirada sombría a Quinn mientras lo decía, mirada que Quinn ignoró—. Pero otras personas se pondrán celosas y tendrán miedo y, en cualquier caso, todos están asustados, así que buscarán a alguien a quien culpar. A alguien a quien culpar de todos sus problemas. Es lo que se llama cabeza… cabeza…
—… de turco —añadió Quinn.
—Sí, exacto, cabeza de turco.
Quinn abrió las manos como para indicar que se había ofendido, pues era inocente.
—¿Qué es lo que he estado diciendo? Así son las cosas: si eres diferente, eres la víctima. Intentas comportarte como si fueras superior, Sam, un tipo honrado, pero aún no sabes cómo hacerlo. Lo peor que nos pasaba antes era que nos metíamos en líos, nos echaban, nos suspendían o algo así. Si la cagas ahora te dan con un bate de béisbol. Siempre ha habido matones, pero los adultos mandaban. ¿Ahora? Ahora mandan los matones. Es un juego distinto, colega, un juego totalmente distinto. Ahora seguimos las reglas de los matones.