251 HORAS, 32 MINUTOS
JACK TARDÓ EN darse cuenta de que tenía que seguir a Caine y los demás al exterior de la iglesia. Se levantó de repente y se golpeó contra el banco, haciendo un ruido que atrajo la atención del chico callado del que Caine había dicho que era un héroe.
—Perdón… —murmuró Jack.
El chico caminó rápidamente hasta la salida. Al principio no veía a ningún otro de los chicos de Coates. Había mucha gente fuera de la iglesia, dando vueltas, hablando de lo que había pasado dentro. Los gritos de dolor de Cookie apenas quedaban amortiguados.
Jack localizó a la chica alta y rubia que había visto antes dentro con su hermano pequeño.
—Perdona, ¿sabes dónde han ido Caine y los demás?
La chica cuyo nombre no recordaba lo miró a los ojos.
—Está en el ayuntamiento. ¿Dónde podría estar si no nuestro nuevo líder?
A Jack le costaba detectar los matices en el habla de la gente. Pero no pasó por alto el frío sarcasmo de la chica.
—Siento haberte molestado.
Jack se subió las gafas e intentó sonreír al mismo tiempo. Inclinó la cabeza y buscó el ayuntamiento.
—Está aquí mismo —señaló la chica, y añadió—: Me llamo Astrid. ¿Realmente crees que puedes conseguir que funcionen los teléfonos?
—Claro. Aunque tardaré. Ahora mismo la señal va de tu teléfono a la torre, ¿verdad? —El chico adoptó un tono condescendiente y dibujó con las manos la forma de la torre con rayos radiando hacia ella—. Entonces pasa a un satélite, y de ahí a un router. Pero ahora no podemos enviar señales a un satélite, así que…
Le interrumpió un grito terriblemente fuerte de dolor procedente del interior de la iglesia, que le hizo estremecerse.
—¿Cómo sabes que no podemos comunicarnos con un satélite? —preguntó Astrid.
Jack parpadeó sorprendido y adoptó la expresión arrogante habitual cuando alguien cuestionaba su dominio tecnológico.
—Dudo que pudieras entenderlo.
—Ponme a prueba, chico —lo retó Astrid.
Para sorpresa de Jack, la chica parecía seguir todo lo que decía. Así que se puso a explicarle cómo podría volver a programar unos cuantos ordenadores buenos para que hicieran de router primitivo del sistema telefónico.
—No iría rápido. Quiero decir que no podría aguantar más de, pongamos, una docena de llamadas a la vez, pero debería funcionar a un nivel básico.
El hermano pequeño de Astrid parecía mirar fijamente las manos de Jack, que el chico retorcía nervioso. Jack se ponía nervioso por no estar cerca de Caine. Antes de que bajaran desde la Academia Coates, Drake Merwin había advertido a todo el mundo que debía limitarse a hablar con los chicos de Perdido Beach el mínimo imprescindible. Y las advertencias de Drake iban en serio.
—Bueno, mejor voy tirando… —empezó a decir Jack.
—Así que te van los ordenadores —Astrid lo detuvo.
—Sí. Me va la tecnología.
—¿Cuántos años tienes?
—Doce.
—Muy joven para tener esas habilidades.
Jack se rio restándole importancia.
—No me cuesta hacer nada de lo que he estado hablando. Mucha gente no puede, pero a mí no me cuesta.
Jack nunca había ocultado sus habilidades tecnológicas. Consiguió su primer ordenador en su cuarta Navidad. Sus padres aún explicaban la historia de cómo se pasó catorce horas delante del ordenador aquel primer día, parando solamente para tomar barras de Nutri-Grain y zumos.
Cuando tenía cinco años ya sabía instalar programas sin dificultad y navegar por la web. Cuando cumplió los seis sus padres le pedían que les ayudara con el ordenador. A los ocho tenía su propia web y aportaba asistencia técnica no oficial en su escuela.
A los nueve, Jack entró en el sistema informático de la policía local para borrar una multa por exceso de velocidad del padre de un amigo.
Sus padres se enteraron y les entró el pánico. El semestre siguiente lo pasó en la Academia Coates, que era el lugar donde enviaban a los niños listos y difíciles.
Pero Jack no era difícil, y le molestaba que pensaran que sí. En cualquier caso, el cambio no le sirvió para no meterse en líos. Al contrario, en Coates había chicos a los que los padres de Jack habrían considerado una mala influencia. Algunos de ellos, muy mala.
Y algunos eran malos sin más.
—Así que, ¿qué es lo que te resultaría difícil? —preguntó Astrid.
—Casi nada —respondió el chico sinceramente—. Pero lo que me gustaría hacer es conseguir que funcione internet. Aquí en la… como se llame.
—Parece ser que la llamamos la ERA.
—Sí. Aquí en la ERA. Quiero decir, basándome en el número de casas y tiendas, diría que hay unos doscientos veinticinco ordenadores decentes. El territorio es bastante pequeño, así que resultaría bastante fácil montar una red wi-fi. Eso es fácil. Y si tuviera aunque solo fuera un par de G5 para trabajar, creo que podría montar una red local limitada.
Jack sonrió feliz al pensar en todo aquello.
—Eso estaría genial. Así que, dime, Jack el del… ¿debería realmente llamarte Jack el del ordenador?
—Todo el mundo me llama así. O a veces solo Jack.
—De acuerdo, Jack. ¿Qué es lo que quiere hacer Caine?
A Jack lo pilló desprevenido.
—¿Qué?
—¿Qué es lo que quiere hacer? Eres un chico listo, seguro que algo sabes.
Jack quería marcharse, pero no sabía cómo. Astrid se acercó y le puso la mano en el brazo. Él le miró la mano.
—Sé que trama algo —comentó Astrid. Su hermano pequeño concentró sus ojos grandes como platos y habitualmente distraídos en Jack—. ¿Sabes lo que creo?
Jack negó con la cabeza lentamente.
—Creo que eres una buena persona —continuó Astrid—. Creo que eres muy listo, así que a veces la gente no te trata muy bien. Les asusta tu talento. E intentan utilizarte.
Jack no pudo reprimirse y asintió al oír aquellas afirmaciones.
—Pero no creo que Drake sea buena persona. No lo es, ¿verdad?
Jack se mantuvo muy quieto. No quería decir nada. No era tan rápido entendiendo a las personas como a las máquinas. La gente no solía ser tan interesante…
—Es un matón, ¿verdad? Drake, quiero decir.
Jack no dijo nada.
—Eso me parecía. ¿Y Caine?
Jack no respondió, pero Astrid dejó la pregunta en el aire. Jack tragó saliva e intentó apartar la vista, pero no le resultaba fácil.
—Caine —repitió Astrid—. Le pasa algo malo, ¿verdad?
La resistencia de Jack el del ordenador se desmoronó, pero no su cautela.
—Puede hacer cosas —susurró—. Puede…
—¡Jack, estás ahí!
Jack y Astrid dieron un respingo. Era Diana Ladris, que asintió cordialmente al ver a Astrid.
—Espero que tu hermano pequeño esté bien. Has salido tan rápido que pensaba que igual estaba enfermo…
—No, no, está bien.
—Tiene suerte de tenerte —y, mientras lo decía, Diana cogió la mano de Astrid, como si fuera a estrechársela. Pero Jack sabía que no era así.
Astrid apartó la mano.
Diana tenía una bonita sonrisa, pero en aquel momento no la mostraba. Jack se preguntaba si Diana habría podido terminar con Astrid. Probablemente no: solía tardar más en interpretar el nivel de energía de los demás.
El ambiente tenso se vio interrumpido por el ruido de un motor diésel. Era un chico con pinta de mexicano, que conducía una excavadora por la calle.
—¿Quién es ese? —preguntó Diana.
—Edilio —explicó Astrid.
—¿Y qué hace?
El chico de la excavadora empezó a cavar una zanja justo en el césped de la plaza, cerca de la acera donde yacía el cuerpo de la niña bajo la manta, que todos evitaban.
—¿Qué hace? —repitió Diana.
—Creo que enterrar a la niña muerta —respondió Astrid en voz baja.
—Caine no le ha dicho que hiciera eso.
Diana frunció el ceño.
—¿Y qué más da? —le espetó Astrid—. Hay que hacerlo. De hecho, creo que voy a ir a ver si puedo ayudar. Ya sabes, si le parece bien a Caine.
Diana no sonrió. Pero tampoco gruñó, y Jack le había visto hacerlo en más de una ocasión.
—Pareces buena chica, Astrid —comentó Diana—. Seguro que eres una de esas chicas listas al estilo de Lisa Simpson, llena de buenas ideas y preocupada por salvar el planeta o qué sé yo. Pero las cosas han cambiado. Esta ya no es tu antigua vida. Es… ¿sabes cómo es? Como si antes vivieras en un barrio muy bueno, y ahora vives en uno muy duro. Y no pareces dura, Astrid.
—¿Qué la ha provocado? La ERA digo. ¿Lo sabes? —exigió saber Astrid, negándose a que la intimidara.
Diana se rio.
—Alienígenas. Dios. Un cambio repentino en el continuo espacio-tiempo. He oído a alguien llamarte Astrid la Genio, así que probablemente ya se te han ocurrido explicaciones que yo ni me imagino. No importa. Ha pasado. Y aquí estamos.
—¿Qué es lo que quiere Caine? —preguntó Astrid.
Jack no se podía creer que Astrid no se hubiera acobardado ante la seguridad de Diana. La mayoría de la gente sí se veía intimidada. La mayoría de gente no podía hacerle frente. Y si lo hacían, se arrepentían.
A Jack le pareció detectar un destello de admiración en los ojos oscuros de Diana.
—¿Que qué quiere Caine? Él quiere lo que quiere. Y lo conseguirá —respondió Diana—. Ahora, vete corriendo al funeral. Apártate de mi camino. Y cuida de tu hermano pequeño. ¿Jack?
Al oír su nombre, Jack salió de su trance.
—Sí.
—Ven.
Jack empezó a seguir a Diana, avergonzado de su obediencia inmediata y perruna.
Subieron los escalones del ayuntamiento. Caine había ocupado el despacho del alcalde, lo que no sorprendió a nadie que lo conociera. Estaba sentado tras un escritorio enorme de caoba, balanceándose lentamente de lado a lado en una silla de cuero granate demasiado grande.
—¿Adónde has ido? —preguntó Caine.
—He ido a buscar a Jack.
Caine parpadeó.
—¿Y dónde estaba Jack el del ordenador?
—En ningún sitio. Estaba dando vueltas, perdido.
Jack se percató, perplejo, de que Diana le estaba cubriendo.
—Me he topado con la chica —comentó Diana—. La rubia con el hermano extraño.
—¿Sí?
—La llaman Astrid la Genio. Creo que está relacionada con ese chico, el del incendio.
—Se llama Sam —le recordó Caine.
—Creo que tenemos que vigilar a Astrid.
—¿La has leído? —preguntó Caine.
—En parte, así que no estoy segura.
Caine extendió las manos mostrando su exasperación.
—¿Por qué tengo que suplicar información? Dímelo sin más.
—Creo que tiene dos barras.
—¿Y tienes alguna idea de cuáles pueden ser sus poderes? ¿Encendedor? ¿Acelerador? ¿Camaleón? Otra Dekka no, por favor. Era difícil. Y espero que no sea otra Lectora como tú, Diana.
Diana negó con la cabeza.
—Ni idea. Ni siquiera estoy segura de que llene dos barras.
Caine asintió, y acto seguido suspiró como si llevara el peso del mundo sobre los hombros.
—Ponla en la lista, Jack. Astrid la Genio: dos barras. Con un interrogante.
Jack sacó su PDA. Ya no tenía internet, claro, pero sus otras funciones aún servían. Introdujo el código de seguridad y abrió el archivo.
Se abrió la lista. Había veintiocho nombres en ella, todos de chicos de Coates. En la columna después de cada nombre había un número: uno, dos o tres. Solo un nombre tenía un cuatro a continuación: el de Caine Soren.
Jack se concentró en teclear la información.
Astrid. Dos barras. Interrogante.
Trató de no pensar en lo que eso significaba para la chica rubia y guapa.
—Ha ido mejor de lo que esperaba —comentó Caine a Diana—. Predije que habría algún matón al que tendríamos que enfrentarnos. Y dije que habría un líder natural. Hacemos que el matón trabaje para nosotros, y vigilamos al líder hasta que podamos enfrentarnos a él.
—Lo vigilaré —añadió Diana—. Es mono.
—¿Has podido leerlo?
Jack había visto que Diana le cogía la mano a Sam. Así que se quedó alucinado cuando Diana respondió:
—No. No he tenido ocasión.
Jack frunció el ceño, pues no sabía si debía recordárselo a Diana. Pero era estupidez. Claro que Diana sabría si había leído a Sam o no.
—Hazlo tan pronto como puedas —le insistió Caine—. ¿Has visto cómo lo miraban todos? Y cuando he pedido que me nombraran a gente, el suyo ha sido el primer nombre mencionado. No me gusta que sea hijo de la enfermera Temple. Vaya con la coincidencia. Léelo. Si tiene el poder, puede que no podamos esperar a enfrentarnos a él.
Lana se había curado.
Pero estaba débil. Hambrienta. Sedienta.
La sed era lo peor. No sabía si podría soportarlo.
Pero había vivido un infierno y sobrevivido. Y, por ese motivo, albergaba cierta esperanza.
El sol había salido, pero aún no la rozaba con sus rayos. El barranco estaba sombreado. Lana sabía que lo mejor que podía hacer era volver al rancho antes de que la tierra quemara tanto como un pastel recién salido del horno.
—No te pongas a pensar en comida —bramó.
La animó descubrir que aún tenía voz.
Trató de trepar otra vez hasta la carretera, pero dos rodillas peladas y dos palmas escoriadas más tarde reconoció que no podía conseguirlo. Ni siquiera Patrick podía. Estaba demasiado empinado.
Solo le quedaba seguir el barranco hasta que, con suerte, fuera a parar a alguna parte. No era un camino fácil. En general, la tierra estaba dura, pero en otros lugares se movía y deslizaba y la hacía tropezar.
Cada vez que caía, le costaba aún más volverse a levantar. Patrick resollaba, caminaba más que saltaba, tan cansado y dolorido como ella misma.
—Estamos juntos en esto, ¿verdad, muchacho? —comentó la chica.
Los arbustos le arañaban las piernas, y las rocas le amorataban los pies. En algunos puntos había que evitar matorrales de espino. Hubo un punto en el que no pudo sortearlos, y tuvo que atravesarlos con mucho cuidado, muy despacio, acumulando arañazos que ardían como el fuego en sus piernas desnudas.
Pero, una vez pasado el matorral, apoyó la mano en los arañazos y el dolor disminuyó. Unos diez minutos más tarde, ya no quedaba ni rastro de ellos.
Era un milagro. Lana estaba convencida. Sabía que no tenía el poder de curar a perros o personas. No lo había hecho nunca antes. Pero no sabía cómo se producía el milagro. Su mente estaba concentrada en temas más urgentes: cómo escalar una cuesta repentina, o bordear esa zona de zarzas, o dónde, dónde, dónde podría encontrar comida y agua en aquel paisaje reseco.
Deseaba haber prestado mucha más atención al terreno cuando iban y venían del rancho a la furgoneta. ¿Llevaba aquel barranco al rancho o pasaba de largo? ¿Estaba a punto de llegar? ¿Se dirigía a ciegas hacia el auténtico desierto? ¿La estaba buscando alguien?
Las paredes del barranco ya no eran elevadas, pero sí igual de empinadas, y cada vez se acercaban más. El barranco se estaba estrechando. Eso tenía que ser bueno. Si se estrechaba y se hacía más bajo, ¿no debía de estar acercándose al final?
Lana miraba el suelo, por si hubiera serpientes, cuando Patrick se detuvo en seco.
—¿Qué pasa, chico? —pero ella también vio lo que pasaba.
Una pared atravesaba el barranco. Una pared increíblemente alta, mucho más alta que el barranco en sí, una barrera hecha de… algo que no había visto antes.
El tamaño descomunal de la pared, combinado con lo extraño que resultaba que estuviera en aquel lugar, hizo que el miedo se apoderara de Lana. Pero no parecía que la pared hiciera nada. No era más que un muro. Un muro translúcido, como de leche aguada. Brillaba un poco, como si fuera un efecto especial en vídeo. Era absurdo. Imposible. Una pared donde no había motivos para que hubiera una pared.
Lana se acercó, pero Patrick no quiso.
—Tenemos que ir a ver qué es, muchacho —lo apremió.
Patrick no estaba de acuerdo. No tenía ningún interés en ver lo que era. Al acercarse, Lana vislumbró un débil reflejo de sí misma.
—Probablemente sea mejor que no me vea —murmuró.
Tenía el pelo tieso por la sangre reseca. Sabía que estaba sucia. Veía la ropa rasgada, y no de un modo artístico y moderno, sino hecha jirones por aquí y por allá.
Lana recorrió los últimos centímetros hasta la barrera y la tocó con un dedo.
—¡Aaah!
Gritó y apartó el dedo. Antes del accidente habría descrito el dolor como punzante. Ahora tenía un umbral de dolor más elevado. Pero no volvería a tocar el muro.
—¿Una especie de valla eléctrica? —preguntó a Patrick—. ¿Qué hace aquí?
Ya no le quedaba ninguna otra opción salvo intentar escalar por un lado del barranco. El problema era que Lana estaba bastante segura de que el rancho quedaba a la izquierda, y por ese lado no se podía trepar. Habría necesitado cuerda y clavos.
Le pareció que podría ascender por la derecha, yendo de la roca escarpada al saliente con tendencia a desmoronarse. Pero, en ese caso, a no ser que estuviera totalmente desorientada, el barranco quedaría situado entre el rancho y ella.
La alternativa que le quedaba era volver por donde había venido. Había tardado medio día en llegar hasta allí. Se haría de noche antes de que volviera al punto de partida. Moriría justo donde había empezado.
—Vamos, Patrick. Salgamos de aquí.
Tardó lo que le pareció una hora en escalar por la cuesta de la derecha, bajo la mirada silenciosa y siniestra de la pared que Lana había llegado a considerar un ser vivo, una fuerza descomunal y malévola decidida a detenerla.
Cuando alcanzó finalmente la parte de arriba, parpadeó, se protegió del sol con la mano y examinó el espacio entero de izquierda a derecha. Y entonces fue cuando casi se vino abajo. No veía ni rastro de la carretera. Ni rastro del rancho. Solo una cadena escarpada y poco más de un kilómetro y medio de tierra llana antes de tener que empezar a escalar.
Y aquella pared imposible. Aquella pared imposible que no podía estar allí.
Uno de los caminos estaba bloqueado por el barranco, el otro por las montañas, y el tercero por la pared que atravesaba el paisaje como si acabara de caer del cielo.
El único camino abierto se hallaba por donde había venido, en una franja angosta de tierra que seguía el barranco. Se protegió los ojos y parpadeó por la luz del sol.
—Espera —le dijo a Patrick—. Allí hay algo.
Acurrucada junto a la barrera, no muy lejos del pie de las montañas… ¿había realmente una parcela verde, que brillaba debido al calor creciente? Tenía que ser un espejismo.
—¿Qué te parece, Patrick?
Patrick se mostraba indiferente. Ya no tenía ánimos. No estaba en mejor forma que la propia Lana.
—Me parece que lo único que tenemos es un espejismo —comentó Lana.
Se dirigieron hacia allí juntos. Al menos era más fácil que trepar por el barranco. Pero el sol se había convertido en un martillo, y golpeaba la cabeza desprotegida de Lana. Notaba cómo su cuerpo se iba rindiendo porque su espíritu estaba atormentado por las dudas. Perseguía un espejismo con las pocas fuerzas que le quedaban. Se moriría persiguiendo un estúpido espejismo.
Pero la parcela verde no desapareció. Aumentó un poco de tamaño al cerrar la distancia. La conciencia de Lana se consumía como una vela parpadeante, oscilante: se mantenía alerta unos segundos para, a continuación, perderse en un sueño informe.
Lana iba tambaleándose, arrastrando los pies, medio cegada por el brillo implacable del sol, cuando se dio cuenta de que ya no pisaba arena sino hierba.
Los dedos de los pies notaron la esponjosidad de la hierba.
Era una parcela minúscula, de tres metros y medio por tres metros y medio. En el centro había un aspersor que iba hacia delante y hacia atrás. No estaba encendido. Pero del aspersor salía una manguera. Y la manguera llevaba a una cabaña de madera, sin ventanas.
No era una gran cabaña, no mucho más grande que una habitación individual. Detrás de la cabaña había una caseta de madera medio derruida. Y una especie de molino, que en realidad no era más que una hélice de avión colocada en lo alto de una torre destartalada de seis metros de alto.
Lana recorrió la manguera tambaleándose, buscando su origen. Procedía de un tanque de acero antes pintado, ahora pulido, subido a una plataforma de traviesas colocadas bajo el molino. Una tubería oxidada sobresalía también de debajo. Había válvulas y tubos para conectarlos. La manguera terminaba en un grifo soldado al extremo del tanque.
—Es un pozo, Patrick —señaló.
Lana manipuló frenética y torpemente la conexión de la manguera hasta que se soltó. Abrió el grifo. Salió agua a chorros, caliente y apestando a minerales y óxido.
Lana dejó que el agua le resbalara por la cara. Dejó que le lavara la sangre del rostro. Dejó que le suavizara el pelo lleno de costras.
Pero no había llegado tan lejos como para dejar que la salvación se le escurriera por un placer momentáneo. Volvió a cerrar el grifo. La última gota tembló en el labio seco. La cogió con la yema del dedo y la utilizó para limpiarse la costra del ojo ensangrentado.
Y entonces, por primera vez en no sabía cuánto tiempo, se rio.
—Aún no estamos muertos, ¿verdad, Patrick? —comentó Lana—. Aún no.