255 HORAS, 42 MINUTOS
SAM, ASTRID, QUINN y Edilio se dejaron caer en el césped de la plaza, agotados. Pete permaneció de pie, jugando a su juego, ignorándolo todo, como si una caminata de más de quince kilómetros durante toda la noche no fuera más que un paseo. El sol se alzaba recortado contra las montañas detrás de ellos e iluminaba el océano demasiado calmo.
La hierba estaba húmeda de rocío y empapaba la camisa de Sam. Pensó que nunca podría dormirse allí. Y entonces se durmió.
Despertó con el sol en la cara. Parpadeó y se incorporó. El rocío había desaparecido, y la hierba chisporroteaba por el calor. Había un montón de chicos por allí. Pero no veía a sus amigos. Quizás habían ido a buscar comida. También él tenía hambre.
Al incorporarse se dio cuenta de que toda la multitud se movía en una única dirección, hacia la iglesia.
Se sumó al movimiento. Una chica que conocía pasó por su lado. Le preguntó qué pasaba.
—Tan solo sigo a los demás —le comentó la chica.
Sam siguió caminando hasta que la multitud empezó a espesarse. Entonces se encaramó al respaldo de un banco del parque, aguantándose apenas, pero así veía por encima de las cabezas de todos.
Cuatro coches bajaban por Alameda Avenue. Conducían como coches oficiales, como si se tratara de un desfile. A esa impresión contribuía que el tercer coche de la fila fuera un convertible con la capota bajada. Los cuatro eran vehículos oscuros, potentes y caros. El último coche de la fila era un monovolumen negro. Conducían con las luces encendidas.
—¿Viene alguien a rescatarnos? —le preguntó un chico de quinto a Sam.
—No veo coches de policía, así que lo dudo. Mejor quédate atrás, chico.
—¿Son alienígenas?
—Creo que si fueran alienígenas veríamos naves espaciales, no BMW.
La procesión o desfile o caravana o lo que quiera que fuera aquello condujo siguiendo el bordillo de la acera hasta llegar a lo alto de la plaza, cruzando la calle desde el ayuntamiento, y se detuvo.
Salieron chicos de todos los coches. Los chicos llevaban pantalones deportivos negros y camisas blancas. Las chicas llevaban faldas negras plisadas y calcetines a juego que les llegaban por las rodillas. Tanto chicos como chicas llevaban chaquetas de un rojo apagado, con un emblema grande cosido sobre el corazón, y llevaban corbatas rayadas en rojo, negro y dorado.
El emblema presentaba las letras C y A recargadas, cosidas con hilo dorado sobre un fondo que mostraba un águila real y un puma. Debajo del emblema se encontraba el lema latino de la Academia Coates: «Ad augusta, per angusta». A lugares elevados por caminos angostos.
—Son todos chicos de Coates. —Quien hablaba era Astrid. Pete y ella estaban de pie junto a Edilio. Sam bajó del banco para ponerse a su lado—. Una exhibición bien ensayada —comentó la chica, como si leyera la mente a Sam.
Cuando los chicos de Coates salieron de los coches, la multitud dio un paso atrás. Siempre hubo rivalidad entre los chicos de la ciudad, que pensaban que eran normales, y los de Coates, que tendían a ser ricos, y aunque la academia intentaba ocultarlo, extraños.
Coates era el lugar al que tus padres ricos te mandaban cuando en otras escuelas les resultabas «difícil».
Los chicos de Coates se pusieron en fila, no como un equipo de entrenamiento en términos de orden y precisión, pero sí como si lo hubieran practicado.
—Casi militares… —comentó Astrid en voz baja, tratando de ser discreta.
Entonces un chico, que llevaba un jersey amarillo con cuello en pico en vez de chaqueta, se puso en pie en el convertible. Sonrió tímidamente y trepó con agilidad desde el asiento de atrás hasta el maletero. Entonces saludó como si no confiara en sí mismo, como si no se creyera lo que estaba haciendo.
Era guapo, incluso Sam se había fijado. Tenía ojos y cabello oscuros, no muy distintos a los del propio Sam. Pero el rostro del chico parecía brillar con una luz interior. Irradiaba seguridad, pero sin arrogancia o condescendencia. De hecho, incluso parecía realmente humilde, ahí solo, de pie, mirando por encima de todos los demás.
—Hola a todos —empezó—. Soy Caine Soren. Ya debéis de haberos dado cuenta de que yo… nosotros… venimos de la Academia Coates. Eso o es que todos tenemos el mismo mal gusto en ropa.
Algunos de entre la multitud se rieron.
—Un chiste autocrítico para que nos soltemos —continuó comentando Astrid en un susurro.
En un extremo, Sam detectó al chico del mazo. El chico se apartaba, se agachaba, actuaba como si intentara esconderse. El del mazo era de Coates. ¿Qué era lo que les había dicho? ¿Que no se llevaba bien con los chicos de Coates? Algo así.
—Sé que hay una tradición de rivalidad entre los chicos de la Academia Coates y los de Perdido Beach —señaló Caine—. Pues bien, eso era antes. Me parece que ahora estamos juntos en esto. Ahora tenemos los mismos problemas. Y deberíamos trabajar unidos para enfrentarnos a ellos, ¿no os parece?
Varias cabezas asintieron a modo de respuesta.
Su voz era clara y un poco más aguda, quizá, que la de Sam, pero fuerte y decidida. Tenía un modo de mirar a la multitud delante de él que parecía como si mirara a cada persona a los ojos, como si viera a cada persona como un individuo único.
—¿Sabéis lo que ha pasado? —preguntó una voz.
Caine negó con la cabeza.
—No, no creo que sepamos más que vosotros. Todos los que tienen más de quince años han desaparecido. Y está el muro, la barrera.
—La llamamos ERA —gritó Howard.
—¿Cómo?
Caine parecía interesado.
—ERA. Espacio Radiactivo Adolescente.
Caine reflexionó un momento, y a continuación se rio.
—Es fantástico. ¿Se te ha ocurrido a ti?
—Sí.
—Es esencial mantener el sentido del humor cuando de repente parece que el mundo se ha convertido en un lugar muy extraño. ¿Cómo te llamas?
—Howard. Soy el número uno del capitán. El capitán Orc.
Una oleada de inquietud recorrió la multitud. Caine la interpretó al instante.
—Espero que el capitán Orc y tú os suméis a mí y a cualquier otro que quiera sentarse a hablar de nuestros planes de futuro. Porque tenemos un plan para el futuro —recalcó esta última frase con un movimiento de corte, como si dejara atrás el pasado.
—¡Quiero a mi mami! —gritó de repente un niño pequeño.
Todos se callaron. El chico expresaba lo que todos sentían.
Caine bajó de un salto del coche y se acercó hasta el niño. Se arrodilló ante él y le cogió las manos. Le preguntó cómo se llamaba, y volvió a presentarse.
—Todos queremos que vuelvan nuestros padres —dijo en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyeran claramente los que quedaban más cerca—. Todos queremos eso. Y creo que eso sucederá. Creo que veremos a todos nuestros padres, y a nuestros hermanos mayores, e incluso a nuestros profesores. De verdad lo creo. ¿Tú también lo crees?
—Sí —sollozó el niño.
Caine lo envolvió en un abrazo y añadió:
—Sé fuerte. Sé el niño fuerte que querría tu mami.
—Qué bueno es —señaló Astrid—. Es buenísimo.
Entonces Caine se puso en pie. La gente había formado un círculo a su alrededor, cerca, pero respetando su espacio.
—Todos tenemos que ser fuertes. Todos tenemos que superar esto. Si trabajamos juntos para elegir buenos líderes y hacemos lo que debemos, lo lograremos.
La multitud entera de niños pareció crecer un poco. Había miradas decididas en rostros antes agotados y asustados.
Sam estaba hipnotizado ante aquella actuación. En pocos minutos, Caine había imbuido esperanza a un grupo muy asustado y desanimado.
Astrid también parecía hipnotizada, aunque Sam detectó el destello frío del escepticismo en su mirada.
El propio Sam se mostraba escéptico. Desconfiaba de las exhibiciones ensayadas. Desconfiaba del encanto. Pero costaba no pensar que al menos Caine intentaba llegar a los chicos de Perdido Beach. Costaba no creer en él, aunque fuera un poco. Y si Caine tenía realmente un plan, ¿acaso eso no era bueno? Nadie parecía tener ni idea.
Caine volvió a alzar la voz:
—Si a todos los de aquí os parece bien, me gustaría tomar prestada la iglesia. Me gustaría sentarme con vuestros líderes, en presencia de nuestro Señor, y comentar mi plan, y cualquier cambio que queráis hacer. ¿Hay… ejem… una docena de personas que puedan hablar por vosotros?
—¡Yo! —exclamó Orc, abriéndose paso a empujones.
Aún llevaba su bate de béisbol de aluminio. Y se había apoderado de un casco de policía, uno de los cascos de plástico negro que usaban los policías de Perdido Beach cuando patrullaban en bicicleta.
Caine lanzó una mirada penetrante al matón.
—Tú debes de ser el capitán Orc.
—Sí. Ese soy yo.
Caine le tendió la mano.
—Encantado de conocerle, capitán.
Orc se quedó boquiabierto. Dudó. Sam pensó que debía de ser la primera vez en la turbulenta vida de Orc que alguien le decía que estaba encantado de conocerle. Y probablemente la primera vez que alguien se ofrecía a darle la mano. Orc estaba claramente confundido, y miró a Howard.
Howard miraba alternativamente a Orc y a Caine, tratando de evaluar la situación.
—Le está rindiendo honores, capitán —acabó señalando Howard.
Orc gruñó, se pasó el bate de la mano derecha a la izquierda, y le extendió su gruesa zarpa. Caine la agarró con ambas manos y miró con aire de gravedad a Orc a los ojos mientras se la estrechaba.
—Qué listo —comentó Astrid en voz baja.
Sosteniendo aún la mano de Orc con la suya, Caine los desafió:
—Vamos, ¿quién más habla por Perdido Beach?
Bette la Vivaracha intervino:
—Sam Temple entró en un edificio ardiendo para rescatar a una niña. Tiene permiso para hablar por mí.
Se oyó un murmullo colectivo a favor.
—Sí, Sam es un héroe de verdad —saltó una voz.
—Podría haber muerto —lo secundó otra.
—¡Sí, Sam es el indicado!
La sonrisa de Caine apareció y se desvaneció tan rápido que Sam no estaba seguro de lo que había sucedido. Durante un microsegundo le pareció que reflejaba una expresión triunfante. Caine caminó hasta Sam, abierto y decidido, con la mano extendida.
—Probablemente hay gente mejor que yo —opinó Sam, apartándose.
Pero Caine lo agarró del codo e hizo que le diera la mano.
—Sam, ¿verdad? Parece que eres un auténtico héroe. ¿Eres familia de la enfermera de nuestra escuela, Connie Temple?
—Es mi madre.
—No me sorprende que tenga un hijo valiente —comentó Caine—. Es una mujer muy buena. Veo que eres humilde además de valiente, Sam, pero yo… tengo que pedirte ayuda. Necesito tu ayuda.
Al mencionar a su madre, todo encajó en su sitio. Caine, «C». ¿Cuántas posibilidades había de que «C» fuera otro chico de Coates?
Tarde o temprano, C. o alguno de ellos hará algo grave. Alguien saldrá herido. Como le pasó a S. con T…
—Vale —accedió Sam—. Si eso es lo que la gente quiere.
Se mencionaron unos cuantos nombres más, y Sam, sin entusiasmo pero leal, mencionó a Quinn.
Los ojos de Caine pasaron de Sam a Quinn, y durante una décima de segundo la mirada del chico de Coates se reveló cínica y astuta. Pero no duró nada, sustituida por su expresión ensayada de humildad y determinación.
—Entremos juntos —propuso Caine.
Se volvió y se marchó decidido a subir los escalones de la iglesia. El resto de los elegidos formó una fila tras él.
Una de las chicas de Coates, de ojos oscuros y muy guapa, abordó a Sam y le tendió la mano. Sam se la cogió.
—Soy Diana —anunció, sin soltarle la mano—. Diana Ladris.
—Sam Temple.
La mirada negro azulado de la chica se encontró con la suya. Él quería apartar la vista, ya que se sentía incómodo, pero por algún motivo no podía.
—¡Ah! —exclamó ella, como si alguien le hubiera contado algo fascinante. Entonces lo soltó y sonrió—. Pues muy bien. Más vale que entremos. No querremos dejar al Líder Intrépido sin seguidores.
Era una iglesia católica, construida un centenar de años atrás por un hombre rico que tenía una fábrica de conservas que se hallaba oxidada y abandonada, como una monstruosidad de zinc junto al puerto deportivo.
Con sus arcos elevados, media docena de estatuas de santos y maravillosos bancos de madera desgastados, la iglesia era probablemente mucho más majestuosa de lo que merecía la pequeña ciudad de Perdido Beach. De las seis ventanas altas y puntiagudas, tres conservaban sus vidrieras de colores con sus representaciones originales de Jesús en diversas parábolas. Las otras tres se habían perdido con el transcurso del tiempo, el vandalismo, el clima o los terremotos y se habían visto sustituidas por vidrieras de colores más baratas con dibujos abstractos.
Cuando Astrid entró en la iglesia se arrodilló y santiguó mientras miraba el intimidatorio crucifijo grande encima del altar.
—¿Aquí es donde vas a la iglesia? —le preguntó Sam en un susurro.
—Sí, ¿y tú?
Sam meneó la cabeza. Era la primera vez que entraba. Su madre era judía no practicante, nadie hablaba de la religión de su padre, y el propio Sam solo se interesaba vagamente por la religión. La iglesia le hacía sentir pequeño y desde luego fuera de lugar.
Caine se desplazó con seguridad hasta el altar, que no era muy grande, tan solo un rectángulo de mármol claro en lo alto de tres escalones cubiertos por una alfombra granate. No se acercó hasta el púlpito anticuado y alzado, sino que se quedó en el segundo de los tres escalones.
En total había quince chicos, incluidos Sam Temple, Quinn, Astrid y Pete, Albert Hillsborough y Mary Terrafino; Elwood Booker, el mejor atleta de noveno, y su novia, Dahra Baidoo; Orc, cuyo nombre real se rumoreaba que era Charles Merriman, Howard Bassem y Cookie, cuyo nombre real era Tony Gilder.
De la Academia Coates, además de Caine Soren, estaban Drake Merwin, un chico sonriente y juguetón de mirada malvada con el pelo enmarañado del color de la arena, Diana Ladris, y un chico de quinto con pinta de perdido, gafas grandes y el pelo rubio de recién levantado al que Caine presentó como Jack el del ordenador.
Todos los chicos de Perdido Beach se sentaron en los bancos, con Orc y los suyos repartidos por el de delante. Jack el del ordenador se sentó tan alejado en un lateral como pudo. Drake Merwin se quedó de pie sonriendo, con los brazos cruzados sobre el pecho, a la izquierda de Caine, y Diana Ladris vigilaba a la multitud a la derecha de Caine.
Sam volvió a darse cuenta de que los chicos de Coates lo habían ensayado todo para aquella mañana, desde el desfile de coches —debía de haberles costado horas de práctica al volante llegar a dominarlo— hasta aquella presentación. Los planes y las prácticas debían de haberse iniciado justo después de que empezara la ERA.
Eso le preocupaba.
Después de hacer todas las presentaciones, Caine se puso a explicar su plan.
—Tenemos que trabajar juntos —anunció—. Creo que deberíamos organizarnos para que no se destruyan las cosas, y para encargarnos de los problemas. Creo que nuestro objetivo debería ser mantener las cosas en marcha. Así, cuando baje la barrera y vuelva la gente que ha desaparecido, verán que se nos ha dado bastante bien mantenerlo todo en funcionamiento.
—El capitán ya se encarga de todo —comentó Howard.
—Es evidente que ha hecho un trabajo excelente —concedió Caine, bajando los escalones y dirigiéndose a Orc mientras hablaba—. Pero es una carga. ¿Por qué tendría que hacer el capitán Orc todo el trabajo? Creo que necesitamos un sistema, y creo que necesitamos un plan. Capitán Orc —se dirigió directamente al matón—: estoy seguro de que no quieres tener que asignar la comida y cuidar de los enfermos y mantener la guardería en marcha, y leer todas las cosas que tendrías que leer y escribir todas las cosas que tendrías que escribir, para establecer un sistema aquí en Perdido Beach.
—Ha adivinado que Orc es casi analfabeto —susurró Astrid.
Orc miró a Howard, que parecía hipnotizado por Caine, y se encogió de hombros. Tal y como comentó Astrid, la mención de leer y escribir lo incomodaba.
—Exactamente —afirmó Caine como si Orc le hubiera dado la razón con palabras. Y volvió a convertirse en el centro de atención, dirigiéndose al grupo entero—: Parece que la electricidad funciona. Pero las comunicaciones no. Mi amigo Jack el del ordenador cree que puede hacer funcionar los móviles otra vez. —Se oyó un murmullo de excitación, y Caine alzó las manos—. No quiero decir que podamos llamar a nadie fuera de… ¿cuál era el término brillante de Howard? La ERA. Pero al menos podremos comunicarnos entre nosotros.
Las miradas se concentraron en Jack el del ordenador, que tragó saliva y asintió con la cabeza, se colocó bien las gafas y se sonrojó.
—Tardaremos, pero juntos podemos conseguirlo —los alentó Caine. Y enfatizó su certeza golpeando el puño derecho cerrado contra su palma izquierda—. Además de un sheriff que de alguna manera se asegure de que se siguen las reglas, un trabajo que creo que Drake Merwin está capacitado para hacer ya que su padre es teniente de la patrulla de carretera, necesitaremos un jefe de bomberos para encargarse de las urgencias, y para ello propongo a Sam Temple. Basándome en lo que ha dicho antes la gente sobre su valiente actuación en el incendio, creo que es la elección evidente, ¿no es así?
Varias personas asintieron y murmuraron mostrándose a favor.
—Te está marcando el terreno —susurró Astrid—. Sabe que compites con él.
—No confías en él —susurró también Sam. No era una pregunta.
—Es un manipulador —señaló Astrid—. No significa que sea malo. Igual no está mal.
—Sam salvó la ferretería y la guardería. Y casi salva a la niña. Hablando de la cual, alguien tiene que enterrarla —intervino Mary.
—Exacto —señaló Caine—. Si Dios quiere, no tendremos que enfrentarnos a esa necesidad otra vez, pero alguien tiene que enterrar a los muertos. Igual que alguien tiene que ayudar a los que estén enfermos o heridos. Y alguien tiene que cuidar de los niños pequeños.
—Mary se ha dedicado a cuidar de los peques, es decir, de los pequeños —explicó Dahra Baidoo—. Ella y su hermano John.
—Pero necesitamos ayuda —intervino Mary enseguida—. Aún no hemos podido dormir. Se nos acaban los pañales y la comida y… —suspiró— todo. John y yo conocemos a los niños ahora, y podemos mantener las cosas en marcha, pero necesitamos ayuda. Necesitamos mucha ayuda.
Pareció que a Caine se le empañaban los ojos, casi como si fuera a derramar una lágrima. Se dirigió rápidamente hasta donde estaba Mary, la hizo levantarse y la rodeó con el brazo.
—Eres una persona muy generosa, Mary. Tu hermano y tú tendréis el poder de reclutar… ¿cuántas personas necesitaréis para cuidar de los peques?
Mary calculó mentalmente.
—Nosotros dos y cuatro más, puede —entonces, al adquirir confianza, se corrigió—: De hecho, necesitamos cuatro por la mañana, cuatro por la tarde y cuatro de noche. Y necesitamos pañales y leche en polvo. Y tenemos que poder pedir cosas a la gente, como comida.
Caine asintió.
—Los más jóvenes son nuestra mayor responsabilidad. Mary y John, tenéis autoridad absoluta para reclutar a todos lo que necesitéis, y exigir los suministros que os hagan falta. Si alguien os discute, Drake y su gente, incluido el capitán Orc, se asegurarán de que consigáis lo que necesitáis.
Mary parecía abrumada y agradecida.
Pero Howard no.
—¿Qué dices, ahora? Antes lo he dejado pasar, ¿pero ahora dices que Orc trabaja para este tipo? —y apuntó con el pulgar a Drake, que sonrió como un tiburón—. No trabajamos para nadie. El capitán Orc no trabaja para nadie, ni con nadie, ni sigue las órdenes de nadie.
Sam vio que una expresión de furia helada aparecía brevemente en el rostro atractivo de Caine, pero se esfumó tan pronto como apareció.
Orc debió de verla también, porque se levantó, y Cookie con él. Ambos tenían bien agarrados unos bates. Drake, que aún sonreía, se interpuso entre ellos y Caine. Se avecinaba una pelea, repentina como un tornado.
Lo extraño era que Diana Ladris miraba fijamente a Sam, como si Orc no la preocupara.
Caine suspiró, alzó las manos, y utilizó ambas palmas para mesarse el cabello.
Entonces se oyó un estruendo, que ascendió por el suelo y los bancos. Un terremoto pequeño, menor, nada que muchos californianos, Sam incluido, no hubieran sentido con anterioridad.
Todo el mundo se puso en pie, todo el mundo sabía qué hacer cuando se producía un terremoto.
Pero entonces oyeron un ruido como de acero y madera resquebrajándose, y el crucifijo se separó de la pared. Se soltó de los tornillos que lo sostenían, como si un gigante invisible lo hubiera arrancado.
Nadie se movió.
Una lluvia de yeso y piedras cayó sobre el altar.
El crucifijo cayó hacia delante. Cayó como un árbol derrumbado por una motosierra.
Mientras caía, Caine puso las manos en jarras, y adoptó una expresión sombría, dura, furiosa.
El crucifijo de más de tres metros y medio se estampó contra los bancos de la fila delantera. El impacto resultó tan fuerte e inesperado como un accidente de coche.
Orc y Howard saltaron a un lado. Pero Cookie fue demasiado lento. La barra horizontal de la cruz le alcanzó el omoplato derecho.
Cayó al suelo y empezó a extenderse una mancha roja.
Todo sucedió en unos pocos segundos. Tan rápido que los chicos que se pusieron en pie de un salto no tuvieron ocasión de echar a correr.
—¡Ayuda, ayuda! —gritó Cookie.
Yacía gimiendo en el suelo. La sangre le calaba la tela de la camiseta, y se extendía por el suelo.
Elwood le quitó la cruz de encima y Cookie gritó.
Caine no se movió. Drake Merwin miraba fríamente a Orc, con los brazos aún cruzados, mostrándose indiferente.
Diana Ladris seguía mirando a Sam. La sonrisa sagaz en su rostro no se quebró.
Astrid agarró a Sam del brazo y susurró:
—Salgamos de aquí. Tenemos que hablar.
Diana también detectó ese gesto.
—Aaaay, ayyy, ¡ayuda, ay tío, que me duele! —gritaba Cookie.
Orc y Howard no se movieron para ayudar a su colega caído.
Sin perder la calma, Caine intervino:
—Esto es terrible. ¿Alguien sabe primeros auxilios? ¿Sam? Tu madre era enfermera.
Pete, que permanecía callado y quieto como una piedra, comenzó a mecerse cada vez más rápido. Agitaba las manos como si ahuyentara un ataque de abejas.
—Tengo que sacarlo de aquí, se está descontrolando… —comentó Astrid, y agarró a Pete—. Asiento de ventana, Petey, asiento de ventana…
—No soy enfermero —protestó Sam—. No sé…
Fue Dahra Baidoo quien abandonó el trance provocado por lo atónita que estaba y se arrodilló junto al dolorido y quejoso Cookie.
—Yo sé algo de primeros auxilios. Elwood, ayúdame.
—Creo que tenemos una enferma nueva —anunció Caine, que no parecía ni más agitado ni preocupado que el director de la escuela cuando anunciaba un nombre para el cuadro de honor.
Diana se apartó, se deslizó hasta Caine y le susurró algo al oído. Los ojos oscuros de Caine recorrieron a los chicos perplejos, como si los analizara uno a uno. Sonrió, y asintió hacia Diana de manera imperceptible.
—Esta reunión se pospone hasta que podamos ayudar a nuestro amigo herido. ¿Cómo se llama?, ¿Cookie?
La voz de Cookie apremiaba aún más, exigía ayuda, rozaba la histeria.
—Me duele de verdad, me duele mucho, ay Dios…
Caine indicó a Drake y Diana que lo siguieran al bajar del altar. Pasaron por delante de Sam, siguiendo a Astrid y Pete que salían de la iglesia.
Drake se detuvo a medio camino, se volvió, y habló por primera vez.
—Ah… esto… ¿capitán Orc? —comentó en tono burlón—. Haz que tu gente, los que no están heridos, se alinee fuera. Decidiremos tus… tareas —y añadió con una sonrisa que era casi un gruñido—… más adelante.