TRECE

258 HORAS, 59 MINUTOS

NO SE LLEVARON nada, tan solo echaron a correr, con Quinn a la cabeza y Edilio acompañando a Astrid y Pete. Sam iba medio grogui detrás.

Corrieron hasta atravesar la puerta principal. Entonces se detuvieron, jadeando, inclinados, apoyando las manos en las rodillas. Estaba muy oscuro. La central nuclear parecía aún más un ser vivo de noche, como si respirara. La iluminaban un centenar de focos, por lo que las colinas que se cernían por encima aún resultaban más oscuras.

—De acuerdo, ¿qué ha sido eso? —exigió Quinn—. ¿Qué ha sido eso?

—Petey ha tenido un ataque de pánico —respondió Astrid.

—Sí, eso ya lo he pillado. ¿Pero y esa luz que se ha disparado?

—No lo sé —consiguió contestar Sam.

—¿Por qué te ahogabas, tío?

—Me ahogaba sin más.

—¿Sin más? ¿Te ahogabas con el aire sin más?

—No sé, igual… igual caminaba dormido o algo y he cogido algo de comer y me he atragantado.

No resultaba convincente, y la mirada de incredulidad de Quinn, compartida con la de Edilio, indicaba que no se lo creían.

—Ha debido de ser eso —añadió Astrid.

Ese último comentario resultó tan inesperado que incluso Sam fue incapaz de ocultar su sorpresa.

—¿Qué otra cosa podría haber provocado que se ahogara? —preguntó Astrid—. Y la luz debe de haber sido la de algún sistema de alarma interno al dispararse.

—No te ofendas, Astrid, pero de ninguna manera —intervino Edilio. Puso las manos en jarras, cuadrándose para hablar a Sam, y añadió—: Colega, ya va siendo hora de que empieces a contarnos la verdad. Te respeto, colega, pero ¿cómo voy a respetarte si me mientes?

Cogió desprevenido a Sam. Era la primera vez que él, o alguno de ellos, veía a Edilio enfadado.

—¿Qué quieres decir?

Sam trató de distraerlo.

—Pasa algo, colega, y tiene que ver contigo, ¿verdad? —planteó Edilio—. Esa luz que acaba de aparecer. La he visto antes. La vi justo antes de sacarte por aquella ventana del edificio en llamas.

Quinn volvió la cabeza de golpe.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo?

—La pared y la gente que desaparece, eso no es todo —explicó Edilio—. Hay algo más. Tiene que ver contigo, Sam. Y con Astrid, ya que ahora te ha cubierto enseguida.

Sam se sorprendió al darse cuenta de que Edilio tenía razón: Astrid también sabía algo. No era el único que guardaba secretos. Se sintió muy aliviado. No tenía por qué guardárselo para él solo.

—De acuerdo. —Sam respiró hondo y trató de organizar sus ideas antes de empezar a soltarlo todo—. Para empezar, no sé lo que es, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja—. No sé de dónde viene. No sé cómo ocurre. No sé nada al respecto excepto que, a veces…, es una… hay una luz.

—¿De qué hablas, tío? —exigió Quinn.

Sam levantó las manos, volviendo las palmas hacia su amigo.

—Yo puedo… Tío, sé que te parecerá una locura, pero a veces me sale luz de las manos.

Quinn ladró una carcajada.

—No, tío, no parece una locura. Una locura es que digas que eres mejor que yo montando una ola. Pero lo que dices es de psiquiátrico. Se sale de madre. Enséñame cómo lo haces.

—No sé cómo —reconoció Sam—. Ha pasado cuatro veces, pero no puedo hacer que pase sin más.

—Has disparado láseres cuatro veces con las manos. —Quinn no sabía si reír o gritar—. Te conozco desde hace, no sé, media vida, ¿y ahora eres Linterna Verde? De acuerdo…

—Es verdad —confirmó Astrid.

—Chorradas. Si es verdad, hazlo. Enséñamelo.

—Te lo estoy diciendo, solo me pasa cuando me entra el pánico o algo así. No hago que pase, pasa sin más.

—Acabas de decir cuatro veces. Vi la luz en el incendio. Y acabo de verla ahora. ¿Cuáles fueron las otras dos?

—Antes pasó en mi casa. Hizo… quiero decir, hice… una luz. Como si fuera una bombilla. Estaba oscuro. Tuve una pesadilla… —Se encontró con la mirada fija de Astrid y, de repente, se le encendió una bombilla—. ¡Tú la viste! —exclamó—. Viste la luz en mi cuarto. Lo has sabido desde el principio.

—Sí —admitió Astrid—. Lo sé desde aquel primer día. Y sé lo de Petey desde hace más tiempo.

Edilio aún quería saber lo básico.

—El incendio, aquí, la bombilla, eso son tres.

—La primera vez fue con Tom —explicó Sam.

Aquel nombre no significaba nada para Edilio, pero sí para Quinn.

—¿Tu padrastro? —preguntó Quinn bruscamente—. Expadrastro, quiero decir.

—Sí.

Quinn miraba fijamente a Sam.

—Tío, no estás diciendo lo que parece que estás diciendo, ¿verdad?

—Pensé que iba a hacer daño a mi madre. Pensé… Yo estaba dormido, me desperté, bajé las escaleras. Estaban los dos en la cocina gritando, vi a Tom con un cuchillo, y me salió un destello de luz de las manos.

Sam sintió que las lágrimas le escocían los ojos. Le sorprendió. No estaba triste. En todo caso, se sentía aliviado. Nunca se lo había contado a nadie. Era como si le quitaran un peso de encima. Pero al mismo tiempo notó cómo Quinn daba un paso atrás, poniendo distancia entre ambos.

—Mi madre lo sabía, claro. Me cubrió en la sala de urgencias. Tom gritaba que yo le había disparado. Los médicos vieron una quemadura, por lo que sabían que no era un disparo. Mi madre contó la mentira de que Tom se había golpeado contra la cocina.

—Tuvo que elegir entre protegerte a ti o apoyar a su marido —comentó Astrid.

—Sí. Y Tom se dio cuenta, cuando el dolor ya estaba controlado, de que acabaría en un ala psiquiátrica si seguía hablando de que su hijastro le lanzaba rayos de luz.

—¿Le quemaste la mano a tu padrastro? —preguntó Quinn en tono estridente.

—Guau, repite eso. ¿Hiciste qué? —exigió Edilio.

Ahora era él quien estaba sorprendido.

—Su padrastro terminó con un gancho, tío —explicó Quinn—. Le tuvieron que amputar la mano, por aquí —hizo un movimiento como de cortar a la altura del antebrazo—. Lo vi hace una semana, en San Luis. Ahora lleva uno de esos ganchos, ya sabes, como unas tenazas o algo así. Estaba comprando cigarros y le daba el dinero al dependiente con el gancho. —Hizo los gestos correspondientes, empleando dos dedos para simular las pinzas del brazo ortopédico, y añadió dirigiéndose a Sam—: ¿Así que eres una especie de fenómeno? —preguntó.

No parecía haber decidido si estaba enfadado o le resultaba divertido.

—No soy el único —replicó Sam poniéndose a la defensiva—. La niña del incendio. Creo que lo empezó ella. Cuando me vio, le entró el pánico. Era como si le saliera fuego líquido de las manos.

—Así que tú contraatacaste. Hiciste tu cosa a la niña. —Sam solo veía el contorno del rostro de Edilio hablando en la oscuridad—. Eso es lo que te ha estado preocupando. Crees que le hiciste daño.

—No sé cómo controlarlo. No le pido que se presente. No sé cómo hacer que desaparezca. Tan solo me alegro de no haber hecho daño a Pete. Me ahogaba.

Quinn y Edilio pasaron a centrar su atención en el niño. Pete se frotaba los ojos adormilado y miraba hacia delante, indiferente a ellos, puede que ni fuera consciente de que existían. Puede que se preguntara qué hacía de pie en la noche húmeda fuera de una central nuclear. Puede que no se preguntara nada.

—Y él también —lo acusó Quinn—. Es un fenómeno.

—No sabe lo que hace —protestó Astrid.

—Eso no resulta precisamente tranquilizador —le espetó Quinn—. ¿Qué es lo que sabe hacer? ¿Dispara misiles con el culo o algo parecido?

Astrid le mesó el pelo a su hermano y le acarició con los dedos un lado de la cara.

—Asiento de ventana —suspiró—. Asiento de ventana es la expresión clave. Le ayuda a encontrar un sitio tranquilo. Es el asiento bajo la ventana de mi cuarto.

—Asiento de ventana —dijo Pete inesperadamente.

—Habla —observó Edilio.

—Sí habla, pero no mucho —comentó Astrid.

—Habla. Estupendo. ¿Qué más sabe hacer? —preguntó Quinn con sarcasmo.

—Parece que sabe hacer muchas cosas. La mayor parte del tiempo nos llevamos bien. Y el resto del tiempo no se fija en mí. Pero una vez estaba haciendo terapia, trabajando con un libro ilustrado con el que a veces trabajamos. Le enseño una imagen e intento que diga la palabra y, no sé, supongo que yo estaba de mal humor aquel día. Creo que fui demasiado brusca al cogerle la mano y ponerle el dedo sobre la imagen como se supone que tienes que hacer. Se puso furioso. Y, de repente, yo ya no estaba allí. Estaba en su cuarto y, al momento siguiente, estaba en el mío.

Se produjo un silencio mortal mientras los cuatro miraban fijamente a Pete.

—Entonces igual puede sacarnos de la ERA y devolvernos con nuestros padres —acabó diciendo Quinn.

Volvieron a sumirse en el silencio. Los cinco estaban de pie en mitad de la carretera, con la central bien iluminada zumbando detrás de ellos. La carretera oscura descendía por delante.

—Sigo esperando que te rías, Sam —señaló Quinn—. En plan: «Te he pillado, tío». Dime que es algún tipo de truco. Dime que solo te estás riendo de mí.

—Estamos en un mundo nuevo —comentó Astrid—. Mirad, hace tiempo que sé cómo piensa Petey. He intentado creer que se produciría algún tipo de milagro. Al igual que tú, Quinn, quería creer que era Dios quien lo provocaba.

—¿Y qué es lo que lo provoca? —preguntó Edilio—. Quiero decir, dices que todo esto pasaba antes de la ERA.

—Mira, se supone que yo soy lista, pero eso no quiere decir que entienda nada de esto —admitió Astrid—. Lo único que sé es que siguiendo las leyes de la biología y la física, nada de todo esto es posible. El cuerpo humano no posee un órgano que genere luz. ¿Y lo que hizo Petey, la capacidad de mover cosas de un lugar a otro? Los científicos han averiguado cómo hacerlo con un par de átomos. No con humanos. Haría falta más energía de la que produce la central nuclear entera, lo que significa, básicamente, que se habrían reescrito las leyes de la física.

—¿Cómo reescribes las leyes de la física? —se preguntó Sam.

Astrid alzó las manos.

—Apenas puedo seguir la física de las clases avanzadas. Para entender esto, tendrías que ser Einstein o Heisenberg o Feynman, a ese nivel. Yo solo sé que pasan cosas imposibles. Así que o bien esto no está pasando, o de alguna manera las reglas han cambiado.

—Como si alguien hubiera hackeado el universo —señaló Quinn.

—Exacto. —Astrid se mostró sorprendida de que Quinn lo hubiera entendido—. Como si alguien hubiera hackeado el universo y reescrito el software.

—No quedan más que chicos, hay una pared grande, y mi mejor amigo es mágico —resumió Quinn—. Pensaba: «Bueno, al menos, a pesar de todo, aún tengo a mi colega, aún tengo a mi mejor amigo».

—Sigo siendo tu amigo, Quinn.

—Sí, bueno, no es exactamente lo mismo, ¿verdad? —suspiró Quinn.

—Probablemente haya otros —les recordó Astrid—. Otros como Sam y Petey. Y la niña que murió.

—Tenemos que mantener esto entre nosotros —sugirió Edilio—. No se lo podemos decir a nadie. A la gente no le gusta las personas que creen que son mejor que ellos. Si los chicos normales se enteran de esto, habrá problemas.

—Puede que no —intervino Astrid sin querer perder la esperanza.

—Eres lista, Astrid, pero si crees que a la gente le va a gustar esto, es que no la conoces —le espetó Edilio.

—Bueno, no seré yo quien me vaya de la lengua —afirmó Quinn.

—De acuerdo, probablemente Edilio tenga razón —concedió Astrid—. Al menos por ahora. Y, sobre todo, no podemos dejar que nadie averigüe lo de Petey.

—Yo no voy a decir nada —confirmó Edilio.

—Vosotros lo sabéis. Con eso basta —comentó Sam.

Empezaron a andar juntos hacia la lejana ciudad. Caminaban en silencio. Al principio, todos al mismo paso. Luego Quinn saltó a la parte de delante. Y Edilio se alejó a un lateral. Astrid estaba con Pete.

Sam se quedó rezagado. Quería tranquilidad. Quería intimidad. A una parte de él le habría gustado quedarse cada vez más rezagado hasta quedarse atrás, olvidado por los demás.

Pero estaba unido a esas cuatro personas. Sabían lo que era. Conocían su secreto. Y no se habían vuelto en su contra.

El sonido de Quinn cantando Three Little Birds llegaba hasta donde él se encontraba. Sam aceleró el paso para alcanzar a sus amigos.