DOCE

272 HORAS, 47 MINUTOS

CAFÉ… —MARY PRONUNCIÓ la palabra como si fuera mágica—. Café. Eso es lo que necesito.

Estaba en la atestada y estrecha sala de maestros de la guardería Barbara, buscando en la nevera algo, cualquier cosa, para alimentar a una niña que se negaba a comer. Estuvo a punto de caerse dentro de la nevera, estaba tan cansada… hasta que vio la cafetera.

Eso era lo que hacía su madre cuando estaba cansada. Era lo que hacía todo el mundo cuando estaba cansado.

En respuesta a su desesperada petición de ayuda a última hora de la noche, Howard proporcionó a la guardería una caja de pañales Huggies para recién nacidos, dos garrafas de leche y media docena de bolsas de patatas y Goldfish. También envió a Panda cuando Mary lo oyó amenazar con pegar a un niño lloroso de tres años y lo echó del edificio.

Pero las gemelas Anna y Emma se habían puesto las pilas para ayudarla. No era gente suficiente, ni de lejos, pero Mary había conseguido dormir dos horas enteras.

Pero entonces, cuando despertó aquella mañana —no, era por la tarde, ¿verdad?, había perdido la noción del tiempo—, estaba tan grogui que no solo no tenía ni idea de qué hora era, sino que durante los primeros segundos no tenía ni idea de dónde estaba.

Mary nunca había hecho café antes, pero había visto hacerlo. Había un medidor. Había filtros.

Su primer intento supuso una larga espera para nada. Se pasó diez minutos sentada mirando la cafetera en estado comatoso hasta que se dio cuenta de que se había olvidado de poner agua en la máquina. Y cuando la puso, salió en forma de chorro de vapor. Pero cinco minutos más tarde obtuvo una aromática cafetera.

Vertió una taza y sorbió sin estar muy convencida. Estaba muy caliente y amargo. No tenía leche para acompañarlo, pero sí azúcar. Empezó con dos cucharadas.

Eso estaba mejor.

No estaba bueno, pero sí mejor.

Se llevó la taza a la habitación principal. Había por lo menos seis niños llorando. Había que cambiar pañales. Había que dar de comer a los más pequeños. Otra vez.

Una niña de tres años con el pelo rubio ralo había visto a Mary y se le acercó corriendo. Sin pensar, Mary se agachó para cogerla. Y el café se derramó por el cuello y los hombros de la niña, que se puso a gritar.

Mary gritó también, asustada:

—¡Ay, Dios mío!

John se acercó corriendo.

—¿Qué ha pasado?

La niña aullaba.

Mary se quedó paralizada.

—¿Qué deberíamos hacer? —gritó John.

Anna se acercó corriendo con un bebé en brazos.

—Ay, Díos mío, ¿qué ha pasado?

La niña gritaba sin parar.

Mary dejó cuidadosamente la taza de café sobre el mostrador. Y, a continuación, atravesó corriendo todas las habitaciones de la guardería, hasta salir a la calle.

Corrió llorando hasta su casa que quedaba a dos manzanas. Abrió la puerta torpemente. Apenas podía ver debido a las lágrimas. Los sollozos eran tan intensos que todo su cuerpo se estremeció.

El interior de la casa estaba fresco y silencioso. Todo era como siempre, solo que muy tranquilo, tanto que sus sollozos parecían ruidos animales, discordantes.

Mary se tranquilizó a sí misma.

—Todo saldrá bien, todo saldrá bien.

La misma mentira que se dedicaba a decir a los niños. Y fue acallando los sollozos que la hacían temblar.

Mary se sentó a la mesa de la cocina. Apoyó la cabeza sobre los brazos, con la intención de llorar un poco más, en voz baja. Pero ese momento ya había pasado.

Pasó un rato escuchando el sonido de su propia respiración. Miraba las vetas de madera de la mesa. El agotamiento hacía que se arremolinaran.

No podía creer que su madre y su padre no estuvieran en casa.

¿Dónde estaban? ¿Dónde estaban todos?

Su dormitorio, su cama, estaban arriba.

No podía hacerlo. No podía irse a dormir. Si lo hacía, tardaría horas en despertar.

Los niños la necesitaban. Su hermano, el pobre John, encargándose de todo mientras a ella le daba un ataque…

Mary abrió la nevera. Había helado Ben & Jerry’s con brownie fundido. DoveBars. Podía comérselas y luego sentirse mejor.

Podía comérselas y luego sentirse peor.

Si empezaba, igual no terminaría. Si empezaba a comer cuando se sentía así, no terminaría hasta que se sintiera tan culpable que se obligara a vomitarlo todo.

Mary sufría bulimia desde que tenía diez años. Atracones seguidos de purgas, una y otra vez en un ciclo acelerado de reapariciones cada vez más esporádicas, que le hicieron llegar a pesar casi veinte kilos de más, y los dientes se le volvieron ásperos y descolorieron por el ácido estomacal.

Fue lo bastante lista para ocultarlo durante mucho tiempo, pero sus padres terminaron averiguándolo. Luego vinieron los terapeutas y un campamento especial, y cuando nada de todo aquello ayudó, empezó la medicación. Hablando de la cual, Mary se acordó de que tenía que sacar una botellita del armarito de las medicinas.

Estaba mejor con el Prozac. Tenía las comidas controladas. Ya no vomitaba más. Había perdido parte del peso extra.

¿Pero por qué no comer ahora? ¿Por qué no?

Sintió el aire frío del congelador. El helado, el chocolate, allí estaban. No le harían daño. No una sola vez. No cuando estaba muerta de miedo y sola y cansada.

Solo una DoveBar.

La sacó de la caja y con dedos torpes y ansiosos abrió el envoltorio. Se la metió en la boca de una vez, estaba tan buena… tan fría… notaba el chocolate resbaladizo y grasiento al fundirse en la lengua, el crujido de la cobertura al morderla, el helado blando y delicioso de vainilla en el interior.

Se la zampó toda. Se la zampó como un lobo.

Mary agarró la tarrina de Ben & Jerry’s. Volvía a llorar otra vez mientras la ponía en el microondas y la ablandaba durante veinte segundos. Quería que quedara blando, que fuera como sopa fría de chocolate. Quería tragársela toda.

El microondas pitó.

Agarró una cuchara, una grande, sopera. Hizo palanca para abrir la tapa del helado y lo vertió, a medias con la cuchara y a medias dejando que el denso chocolate de la tarrina cayera por la garganta, sin probarla apenas por la ansiedad.

Lloraba y comía, se lamía las manos, sacudía la cuchara.

Lamió la tapa.

Y entonces se dijo que ya había tenido bastante.

Sacó dos bolsas de basura de plástico grandes, de las de color negro. Y fue llenando sistemáticamente una de ellas con cualquier cosa que sirviera para alimentar a los niños: galletas saladas, mantequilla de cacahuete, miel, Rice Chex, barras de Nutri-Grain, anacardos.

Llevó la segunda bolsa al piso de arriba y la llenó de almohadones y sábanas, papel higiénico y toallas, sobre todo toallas porque podían reemplazar a los pañales.

Encontró la botellita de Prozac. La abrió y la inclinó en la mano. Las pastillas eran oblongas, de color verde y naranja. Sacó una y se la tragó bebiendo agua del grifo con la mano.

Solo quedaban dos pastillas.

Arrastró las dos bolsas hasta la puerta principal.

Entonces volvió a su baño, y cerró la puerta tras de sí con cuidado.

Se arrodilló delante del váter, levantó la tapa y se metió el dedo en la garganta hasta que la arcada le hizo devolver toda la comida.

Cuando terminó se lavó los dientes y volvió a bajar. Cogió las bolsas y empezó a arrastrarlas hasta la guardería.

—Me imagino que Pete no podrá sostenerse sobre los manillares de la bici —comentó Sam a Astrid.

—No, no puede —le confirmó Astrid.

—De acuerdo, entonces iremos a pie. ¿Qué hora debe de ser, las cuatro?

—Quizá mejor pasemos la noche aquí, y salgamos por la mañana. —Y como le preocupaban las quejas anteriores de Quinn, Sam añadió—: ¿Qué te parece, Quinn? ¿Nos quedamos o nos vamos?

Quinn no sabía qué decir.

—Estoy derrotado. Además, tienen una máquina de dulces.

En la oficina del jefe de la central había un sofá, que Astrid podía compartir con Pete. Ofreció a un Edilio todavía agarrotado los cojines para la espalda.

Sam y Quinn inspeccionaron las instalaciones hasta que se encontraron con la enfermería. Allí había camillas con ruedas.

Quinn se rio.

—A surfear, colega.

Sam dudó. Pero entonces Quinn echó a correr, imprimió velocidad a la camilla, saltó encima de ella e incluso consiguió ponerse en pie antes de estamparla contra la pared.

—De acuerdo —dijo Sam—. Yo puedo hacer eso.

Pasaron unos minutos surfeando en las camillas a través de los pasillos abandonados. Y Sam descubrió que aún era capaz de reírse. Parecía que habían pasado un millón de años desde que Sam surfeaba con Quinn. Un millón de años.

Sam y Quinn aparcaron las camillas en la sala de control. Ninguno de ellos entendía los mandos, pero parecía que era el lugar donde debían estar.

Vieron que Edilio había recopilado cinco trajes antirradiación, que parecían trajes espaciales, cada uno con su capucha, su máscara antigás y una botella pequeña de oxígeno.

—Qué bien, Edilio —comentó Quinn—. ¿Por si acaso?

Edilio parecía incómodo.

—Sí, por si acaso.

Cuando Quinn le sonrió otra vez con suficiencia, Edilio añadió:

—¿No crees que todo lo que ha pasado es por este lugar? Mira el mapa, colega. ¿La diana roja que resulta que está justo por donde va la barrera? Igual ese Howard tenía razón, ¿sabes? ¿Espacio Radiactivo Adolescente? Menuda coincidencia.

—La radiación no provoca que aparezcan barreras o desaparezca gente —intervino Astrid, cansada.

—Pero es mortal, ¿no? —presionó Edilio.

Quinn suspiró y empujó su camilla hacia un rincón oscuro, aburrido de la discusión. Sam esperó a oír la respuesta de Astrid.

—La radiación puede matar —reconoció Astrid—. Te puede matar lentamente, te puede matar despacio, te puede provocar cáncer, te puede poner enfermo, o no hacerte nada. Y puede causar mutaciones.

—¿Mutaciones como las de una gaviota que de repente tiene garras de halcón? —preguntó Edilio deliberadamente.

—Sí, pero solo después de mucho, mucho tiempo… No de un día para otro. —La chica se levantó y cogió a Pete de la mano—. Tengo que llevarlo a la cama. —Y añadió por encima del hombro—: No te preocupes, no te mutarás esta noche, Edilio.

Sam se estiró en la camilla. La habitación proyectaba una luz débil que se oscureció casi del todo cuando Astrid encontró los interruptores correspondientes. Los monitores de ordenador y las lecturas de LCD brillaban.

Puede que Sam hubiera decidido dejar más luces encendidas. Dudaba que fuera capaz de dormir.

Descansaba recordando la última vez que había ido a surfear con Quinn. El día después de Halloween. EL sol de principios de noviembre era débil, pero en su recuerdo brillaba; cada roca, guijarro y cangrejo de arena se recortaban contra la luz dorada. En su memoria, las olas eran como criaturas maravillosas, casi vivas, azules, verdes y blancas, que lo llamaban, que lo retaban a que olvidara sus penas y se acercara a jugar.

Luego la escena cambió de lugar y su madre estaba en lo alto del acantilado, sonriendo y saludándole. Recordó ese día. Casi siempre estaba dormida por la mañana mientras él surfeaba. Pero aquel día había ido a verlo.

Llevaba su falda cruzada de flores blancas y azules y una blusa blanca. Su pelo, mucho más claro que el de Sam, ondeaba con la fuerte brisa, y parecía frágil y vulnerable allí arriba. Él quería gritar para que se apartara del borde.

Pero ella no lo oía.

Él le gritaba, pero ella no lo oía.

Sam se despertó de repente del recuerdo convertido en sueño. No había ventanas, no había modo de ver si era de noche o de día. Pero nadie más estaba despierto.

Se bajó deslizándose de la camilla y se puso en pie, procurando no hacer ruido. Fue a ver cómo estaban los demás, uno por uno. Por una vez, Quinn estaba callado y no hablaba en sueños; Edilio roncaba sobre los cojines que Astrid le había dado, y Astrid estaba enroscada en un extremo del sofá de la oficina, con Pete dormido en el otro.

La segunda noche sin padres. La primera noche en un hotel, y ahora allí, en aquella central nuclear.

¿Dónde estarían la noche siguiente?

Sam no quería volver a vivir en su casa. Quería que volviera su madre, pero no volver a su casa.

En la mesa del jefe de la central Sam vio un iPod. No se fiaba de los gustos musicales del jefe, quien, a juzgar por la foto familiar de su escritorio, debía de tener sesenta años. Pero no le parecía que pudiera volver a dormirse.

Se deslizó tan silenciosamente como pudo por la oficina, casi rozándole la mano a Astrid. Dio la vuelta al escritorio, moviendo la silla apenas, apoyándose con sumo cuidado para no rozar la estantería de trofeos, la mayoría de golf.

Pero entonces notó un movimiento repentino a sus pies, una rata. Dio un salto atrás y se golpeó contra la vitrina de trofeos.

Se produjo un estruendo tremendo.

Y Pete abrió los ojos de golpe.

—Lo siento… —murmuró Sam, pero no pudo añadir nada más, porque Pete soltó un chillido. Era un ruido primitivo. Un ruido estridente, repetitivo, histérico, como el de un babuino. Sam añadió—: No pasa nada. Es…

Se le hizo un nudo en la garganta y no pudo emitir ningún otro sonido. No podía hablar.

No podía respirar.

Sam se agarró la garganta. Sentía unas manos invisibles en torno a su cuello, unos dedos de acero que le arrebataban el aire. Tiró con fuerza de los dedos, mientras Pete chillaba y agitaba los brazos como un pájaro tratando de volar.

Pete gritaba.

Edilio y Quinn estaban despiertos.

Sam sintió que le ardían los ojos, que se le nublaba la vista. El corazón le latía aceleradamente. Los pulmones convulsionaban al no poder aspirar nada.

—Petey, Petey, está bien. —Astrid tranquilizó a su hermano, acariciándole la cabeza, arrullándolo. Sus ojos reflejaban un miedo desesperado—. Asiento de ventana, Petey. Asiento de ventana, asiento de ventana, asiento de ventana.

Sam se acercó al escritorio tambaleándose.

Astrid buscó a tientas la Game Boy de Pete. La encendió.

—¿Qué pasa? —gritó Quinn.

—Ha oído un ruido fuerte —gritó Astrid—. Le ha asustado. Cuando se asusta le da un ataque. Todo va bien, Petey, todo va bien, estoy aquí. Aquí tienes tu juego.

Sam quería gritar que todo no iba bien, que se ahogaba, pero no lograba emitir ningún sonido. La cabeza le daba vueltas.

—Oye Sam, ¿qué haces? —preguntó Quinn.

—¡Se está ahogando! —exclamó Edilio.

—¡Puedes callar a ese estúpido niño! —gritó Quinn.

—No parará hasta que todos se calmen —replicó Astrid entre dientes—. Asiento de ventana, Petey, vete al asiento de ventana.

Sam cayó apoyándose en una rodilla.

Qué locura.

Se iba a morir.

El miedo se apoderó de él.

El mundo se estaba volviendo negro.

Sus manos, con las palmas extendidas hacia fuera, trataban de empujar nada en absoluto.

De repente surgió un destello de luz.

Era como si una estrella pequeña se hubiera vuelto supernova en la oficina del jefe de la central.

Sam cayó, inconsciente.

Diez segundos más tarde, recuperó la conciencia. Estaba de espaldas, y los rostros asustados de Quinn y Edilio lo miraban fijamente.

Pete estaba callado. Sus ojos preciosos estaban enganchados al videojuego.

—¿Está vivo? —preguntó Quinn con una voz como distante.

Sam aspiró, de manera brusca y repentina. Y luego una vez más.

—Estoy bien —bramó.

—¿Está bien?

La voz de Astrid dejaba traslucir el pánico, pero se controlaba para evitar que Pete se descontrolara otra vez.

—¿De dónde ha venido esa luz? —exigió Edilio—. ¿Habéis visto eso?

—Tíos, eso fue lo que vieron en la luna.

Quinn tenía los ojos muy abiertos.

—Salgamos de aquí —propuso Edilio.

—¿Dónde podemos…? —empezó a preguntar Astrid.

Edilio la interrumpió:

—Me da igual. Fuera de aquí.

—Bien dicho —accedió Quinn, que se inclinó para darle la mano a Sam y ayudarlo a ponerse en pie.

A Sam la cabeza aún le daba vueltas, y todavía le temblaban las piernas. No valía la pena resistirse, el pánico estaba reflejado en todos los rostros que lo rodeaban. No era el momento de discutir o explicarse.

No se veía capaz de hablar, por lo que se limitó a señalar hacia la puerta y asentir.

Así que echaron a correr.