ONCE

273 HORAS, 39 MINUTOS

SAM, QUINN, EDILIO y Astrid se desplazaban a pie. Los insultos y las risas los seguían.

—Quinn, Edilio, chicos, ¿estáis bien? —preguntó Astrid.

—¿Aparte del moratón grande que probablemente tendré en la espalda? —replicó Quinn—. Claro. Aparte del hecho de que me han dado sin motivo, estoy perfecto. Qué buen plan, tío. Ha salido genial. Les damos el carrito de golf, nos pegan y nos humillan.

Sam reprimió el deseo de gritar a su amigo. Quinn no se equivocaba. Sam había decidido ignorar el control de carretera, y habían pagado un precio por ello.

Las palabras de Howard le hacían mucho daño. Era como si el pequeño gusano le hubiera arrancado la piel y hubiera mostrado al mundo cómo era en realidad. No es que tuviera razón en lo de que era demasiado bueno para todo el mundo, en eso se equivocaba, pero sí acertaba en lo de que no deseaba tomar la iniciativa. Sam tenía sus razones, pero en aquel momento no importaban tanto como la violenta sensación de que lo había avergonzado delante de sus amigos.

—Me recuperaré, no pasa nada —respondió Edilio a Astrid—. Si sigo caminando, desaparecerá.

—Sí, de acuerdo, pórtate como un hombretón, Edilio —se burló Quinn—. Igual te gusta que te arreen. Pues a mí no. No me gusta que me arreen. ¿Y ahora se supone que tenemos que ir caminando hasta la central? ¿Por qué, para ir a buscar a un niño que probablemente ni sabe que está perdido?

Sam volvió a reprimir el brote de ira, y dijo tan delicadamente como pudo:

—Tío, nadie te obliga a venir.

—¿Dices que no debería? —Quinn dio dos pasos rápidos y agarró a Sam del hombro—. ¿Dices que quieres que me vaya, colega?

—No, tío. Eres mi mejor amigo.

—Tu único amigo.

—Sí, tienes razón.

—Lo único que digo es: ¿quién ha muerto y te ha hecho rey? —preguntó Quinn—. Actúas como si fueras el jefe. ¿Y cómo ha sucedido eso? ¿Cómo es que recibo órdenes de ti?

—No recibes órdenes —replicó Sam, enfadado—. No quiero que nadie reciba órdenes de mí. Si quisiera que la gente recibiera órdenes de mí, lo único que tendría que hacer es quedarme en la ciudad y empezar a decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer —y añadió en voz más baja—: Tú puedes estar al mando, Quinn.

—Nunca he dicho que quisiera estar al mando —refunfuñó Quinn. Pero se le estaba agotando el rencor. Lanzó una mirada siniestra hacia Edilio, y otra de recelo a Astrid—. Es que es raro, tío. Antes estábamos tú y yo, ¿verdad?

—Sí —reconoció Sam.

—Lo único que quiero es coger las tablas e irnos a la playa —se lamentó Quinn, para a continuación sorprenderle gritando—: ¿Dónde están todos? ¿Por qué no han venido a por nosotros? ¿Dónde-están-mis-padres?

Se pusieron a caminar otra vez. Edilio cojeaba un poco. Quinn se quedó rezagado, murmurando. Sam caminaba junto a Astrid, aún nervioso en su presencia.

—Has manejado bien a Orc —comentó Sam—. Gracias.

—Le di clases de repaso de mates —sonrió Astrid con ironía—. Le intimido un poco. Aunque tampoco podemos contar mucho con eso.

Caminaban por en medio de la autopista. Era extraño ver la línea amarilla bajo sus pies. Extraño.

—Espacio Radiactivo Adolescente —dijo Astrid.

—Sí. Creo que se nos va a pegar, ¿no?

—Puede que no sea solo un chiste. ¿Y si es una zona radiactiva?

Sam miró a Astrid muy serio.

—¿Quieres decir que igual ha habido un accidente en la central nuclear?

—No sé qué quiero decir.

—¿Pero crees que podría estar conectado? ¿Como si hubiera explotado la central o algo así?

—Sigue habiendo electricidad. Perdido Beach obtiene toda la electricidad de esa planta. Las luces siguen encendidas. Así que, de un modo u otro, la planta sigue funcionando.

Edilio se detuvo y exclamó:

—Oíd, chicos, ¿por qué caminamos?

—Porque el imbécil de Orc y el idiota de Howard nos han robado el carrito de golf —gimió Quinn.

—Tío…

Edilio señaló un coche que se había salido de la carretera y había ido a parar a la cuneta. Había dos bicis colocadas sobre la baca del coche.

—Me da no sé qué coger la bici de alguien —comentó Astrid.

—Pues supéralo —le espetó Quinn—. Por si no te has fijado estamos en un nuevo mundo: una nueva ERA.

Astrid alzó la vista en dirección a una gaviota que volaba no muy lejos de ellos.

—Sí, Quinn, me he fijado.

Cogieron las dos bicis y se subieron dos a cada una, Quinn encaramado a los manillares de Edilio, y Astrid a los de Sam. El pelo de la chica le daba en la cara y le picaba un poco. Sam se lamentó cuando encontraron dos bicicletas más.

La carretera principal no llegaba a la central nuclear. Tenían que girar a una secundaria. Había una caseta de piedra impresionante en el giro, y una puerta a rayas rojas, como las de los cruces de las vías de tren. Estaba bajada para barrar el paso, así que pedalearon para rodearla.

La carretera serpenteaba a través de las laderas cubiertas de hierba seca y flores silvestres amarillas marchitas. No había ni casas ni tiendas cerca de la central. Estaba rodeada por centenares de acres de vacío en todas direcciones, laderas empinadas y algunos árboles escasos, prados y arroyos secos.

La carretera acababa descendiendo hasta la costa rocosa y escarpada. La vista era increíble, pero las olas, normalmente explosivas, estaban tranquilas, como domesticadas. La carretera se alzaba y caía, se enroscaba en sí misma un par de veces, se escondía detrás de las colinas, y luego se abría a un nuevo panorama del océano.

—Hay otra puerta de seguridad más adelante —señaló Astrid.

—Si hay un guardia allí, lo besaré —comentó Quinn.

—Esto está siempre vigilado y patrullado —informó Astrid—. Tienen casi un ejército privado para proteger la central.

—Pues ya no —indicó Sam.

Llegaron hasta una alambrada rematada con alambre de espino. La alambrada se extendía hasta las rocas de la izquierda, y desaparecía hacia las colinas a la derecha. Aquel cuartel era mucho más imponente, casi una fortaleza. Parecía capaz de resistir un ataque a gran escala. La puerta formaba una sección elevada de la alambrada que bajaba o subía al apretar un botón.

Los chicos dejaron de pedalear y se quedaron mirando el obstáculo.

—¿Y cómo entramos? —preguntó Astrid.

—Alguien trepa por la puerta —sugirió Sam—. Piedra, papel, tijeras.

Los tres chicos jugaron a piedra, papel, tijeras, y Sam perdió.

—Tío, ¿papel? Hombre… —Quinn se burló—. Todo el mundo sabe que hay que decir tijeras en la primera ronda.

Sam trepó rápido por la alambrada, hasta que el alambre de espino le hizo detenerse. Se quitó la camisa y la envolvió alrededor del filamento de alambre más peligroso. Pasó una pierna por encima y gritó cuando el alambre le pinchó en la pierna. Pero ya estaba. Se dejó caer al suelo, en el otro lado, dejando la camisa en la alambrada.

Entró en el cuartel. El aire acondicionado estaba puesto a una temperatura muy baja, por lo que lamentó enseguida haberse dejado la camisa.

Una hilera de monitores de colores mostraba la carretera por la que acababan de bajar, así como una selección rotatoria de escenas del exterior: del océano, la roca y la montaña. También mostraba diversas puertas de acceso con tarjeta a la central.

En el baño detectó un pase electrónico con un cordón colgado de un gancho. Algún tipo estaba en el váter cuando desapareció. Sam se colgó el cordón del cuello.

En un armario junto a la habitación principal halló una camisa de uniforme militar de un verde grisáceo, varias tallas demasiado grande. Contra la pared había una estantería cerrada con armas automáticas y pistolas. La habitación olía a aceite y a sulfuro.

Pasó un buen rato mirando las armas. Armas automáticas contra bates de béisbol.

—No vayas por ahí… —murmuró.

Dejó el armario atrás y cerró la puerta con firmeza. Pero mantuvo la mano apoyada en el picaporte durante un rato. Y entonces meneó la cabeza. No. No había llegado a ese punto.

Todavía no.

La fuerza de la tentación lo intranquilizó. ¿Qué diablos le pasaba para planteárselo siquiera, ni que fuera un segundo?

Apretó el botón para abrir la puerta de la alambrada.

—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó Quinn receloso.

—Buscaba una camisa —respondió Sam.

La central nuclear estaba perfectamente aislada, era un complejo enorme e imponente de edificios tipo almacén dominados por dos cúpulas inmensas de cemento con campana de vidrio.

Sam se había pasado la vida oyendo hablar de la central nuclear. Parecía que la mitad de la gente de Perdido Beach trabajaba en ella. De niño había oído recitar mensajes tranquilizadores. Y la verdad es que no le daba miedo. Pero ahora, al ver la planta en sí, como una bestia reluciente y erizada agazapada por encima del mar y bajo las montañas, se sentía intranquilo.

—Podrías meter todas las casas de Perdido Beach en este lugar —señaló el chico—. Nunca la había visto de cerca. Es grande.

—Me recuerda un poco a cuando estuve en Roma y vi San Pedro, esa catedral tan grande —explicó Quinn—. Como que… ya sabes… que te sientes muy pequeño al mirarla. Como que deberías arrodillarte, para estar en el lado seguro.

—Ya sé que es una pregunta estúpida, pero, no vamos a volvernos radiactivos, ¿verdad? —preguntó Edilio.

—Esto no es Chernóbil —intervino Astrid, cortante—. Ellos no tenían ni torres de contención. Eso es lo que son las dos cúpulas grandes. Los reactores en sí están debajo de las cúpulas de contención, de modo que si realmente pasa algo, el gas o vapor radiactivo queda contenido dentro.

Quinn dio una palmada a Edilio en la espalda, con cordialidad fingida.

—Y por eso no hay nada de qué preocuparse. Excepto que, ay, a esta zona la llaman el Rincón Radiactivo. Me pregunto por qué. Qué habrá pasado con eso de que todo es totalmente seguro y tal.

Quinn y Sam se sabían la historia, pero Astrid señaló a Edilio la cúpula más alejada de las dos.

—¿Ves que cada color es distinto y que una parece más nueva? A la de allí le cayó un meteorito. Hace casi quince años. Pero ¿cuántas posibilidades hay de que eso vuelva a suceder?

—¿Y cuántas de que suceda una sola vez? —murmuró Quinn.

—¿Un meteorito? —repitió Edilio, y alzó la vista al cielo.

El sol ya había alcanzado su punto más alto y se estaba poniendo en dirección al agua.

—Un meteorito pequeño que se movía a gran velocidad —explicó Astrid—. Chocó contra la vasija de contención y la hizo estallar. La vaporizó. Golpeó el reactor y siguió su curso sin más. En realidad, menos mal que se movía muy rápido.

Sam vio la imagen en su mente. Se imaginaba la gran roca espacial precipitándose a una velocidad imposible, como una cola de fuego, haciendo estallar la cúpula de cemento en mil pedazos.

—¿Y por qué es bueno que fuera muy rápido? —preguntó Sam.

—Porque perforó la tierra y se llevó el noventa por ciento del combustible de uranio consigo al interior del cráter. Hizo un agujero de más de treinta metros. Así que básicamente rellenaron el agujero, lo asfaltaron y reconstruyeron el reactor.

—He oído decir que un tipo murió —comentó Sam.

—Uno de los ingenieros —asintió Astrid—. Me imagino que estaba trabajando en la zona del reactor.

—¿Me estáis diciendo que hay un montón de uranio bajo tierra y se supone que nadie ha de pensar que es peligroso?

Edilio se mostraba escéptico.

—Un montón de uranio y los huesos de un tipo —puntualizó Quinn—. Bienvenido a Perdido Beach, donde nuestro eslogan es: «¿Radiación? ¿Qué radiación?».

Astrid iba la primera. Había visitado la central varias veces con su padre. Encontró una puerta anodina sin señalizar en el lado recto del edificio de la turbina. Sam pasó la tarjeta por la ranura, y la puerta hizo clic al abrirse.

El interior era un espacio grande y oscuro con un techo alto de perfiles en doble T y el suelo, de cemento pintado. Había cuatro motores enormes, cada uno de ellos más grande que una locomotora. El ruido era increíble.

—Estas son las turbinas —gritó Astrid por encima del aullido huracanado de los motores—. El uranio provoca una reacción que calienta el agua que se convierte en vapor, que llega hasta aquí, hace girar las turbinas y genera electricidad.

—¿Me estás diciendo que no lo hacen con hámsteres gigantes en una rueda? —gritó Quinn—. Me habían informado mal.

—Será mejor que echemos un vistazo primero —gritó San, y miró a Quinn.

Quinn hizo un saludo lánguido a modo de burla.

Se repartieron por la sala de la turbina. Astrid les recordó que Pete no solía venir cuando lo llamaban. El único modo de encontrarlo era buscando en cada esquina, cualquier espacio donde un niño pudiera estar de pie, sentado o escondido.

Pero Pete no estaba en la sala de la turbina.

Astrid acabó haciéndoles señas para que siguieran adelante. Tras pasar por dos puertas, volvieron a oírse hablar con normalidad.

—Vamos a la sala de control —sugirió Astrid, y los condujo a través de un pasillo sombrío hasta una sala de control de aspecto anticuado.

Parecía sacada de una lanzadera espacial de la NASA, con ordenadores de los de antes, monitores parpadeantes y demasiados paneles con demasiadas luces brillantes, interruptores y puertos de datos antiguos.

Y ahí, sentado en el suelo de la sala de control, balanceándose ligeramente adelante y atrás y jugando a un videojuego en una consola portátil, estaba Pete.

Astrid no corrió hasta él. Se lo quedó mirando y a Sam casi le pareció decepcionada. Incluso le pareció que retrocedía un poco. Pero entonces se obligó a sonreír y se acercó hasta él.

—Petey… —empezó a decir Astrid con voz tranquila.

Como si nunca se hubiera perdido, como si hubieran estado juntos todo el rato y no resultara raro verlo solo en mitad de la sala de control de una central nuclear jugando a Pokémon en una Game Boy.

—Gracias a Dios que no estaba con los reactores —comentó Quinn—. Me habría negado en banda a registrarlos.

Edilio asintió para expresar que estaba de acuerdo.

Pete tenía cuatro años y el pelo rubio como su hermana mayor, pero era pecoso y casi femenino, por lo que era muy guapo. No parecía lento ni estúpido: de hecho, si no lo supieras, habrías pensado que era un niño normal, probablemente listo.

Pero cuando Astrid lo abrazó, apenas pareció darse cuenta. Tardó casi un minuto en quitar una mano del botón de control del videojuego y tocarle el pelo con gesto abstraído.

—¿Has comido algo? —le preguntó Astrid, para a continuación replantear la pregunta—. ¿Hambre?

Tenía un modo particular de hablar a Pete cuando deseaba captar su atención. Le sostenía la cara entre las manos, bloqueando cuidadosamente su visión periférica, medio cubriéndole las orejas. Acercaba la cara del chico a la suya y le hablaba con calma, pero articulando de modo lento y cuidadoso.

—¿Hambre? —repitió lentamente, pero con firmeza.

Pete parpadeó, y asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Astrid.

Edilio estaba inspeccionando el panel electrónico anticuado que cubría gran parte de la pared. Frunció el ceño y arrugó la frente.

—Todo parece normal —informó.

—Perdona, ¿eres ingeniero nuclear además de conductor de carritos de golf? —se burló Quinn.

—Solo me miro las lecturas, tío. Me imagino que lo verde es que está bien, ¿no? —Y se acercó hasta una mesa baja y curva donde descansaban tres monitores de ordenador delante de tres sillas giratorias desgastadas, donde admitió, fijándose atentamente en uno de los monitores—: No sé ni leer esto. Todo son números y símbolos.

—Voy a la sala de descanso a ver si encuentro comida para Petey —anunció Astrid, que empezó a moverse, pero Pete se puso a gimotear. Hacía el ruido de un cachorro cuando quiere algo. Astrid miró a Sam suplicante—. La mayor parte del tiempo no se da cuenta de que estoy. Detesto marcharme cuando sí se da cuenta.

—Iré a buscar la comida —se ofreció Sam—. ¿Qué le gusta?

—Nunca rechaza el chocolate. Él… —Astrid empezó a decir algo más, pero se frenó.

—Iré a buscarle algo —dijo Sam.

Edilio se había acercado hasta lo que parecía la parte más modernizada de equipo en la sala, una pantalla de plasma empotrada en la pared.

Quinn también miraba la pantalla, mientras hacía girar lentamente una de las sillas de ingeniero.

—Mira a ver si encuentras otro canal, este es aburrido.

—Es un mapa —señaló Edilio—. Ahí está Perdido Beach. Hay algunos pueblecitos atrás en las colinas. Llega hasta San Luis.

El mapa brillaba en azul claro, blanco y rosa, con una diana roja en el centro.

—El rosa indica el patrón de radiactividad por si alguna vez hay una fuga —explicó Astrid—. El rojo es la zona inmediata donde la radiación sería intensa. Extrae sus datos de los vientos, los contornos terrestres, las corrientes de chorro, todo eso, y lo ajusta.

—¿El rojo y el rosa indican peligro? —preguntó Edilio.

—Sí. Esa es la columna donde la radiactividad estaría por encima de los niveles aceptables.

—Es mucho terreno —comentó Edilio.

—Pero es raro. —Astrid ayudó a Pete a levantarse y se acercó al mapa—. Nunca lo había visto con el aspecto de ahora. Normalmente, la columna se dirige tierra adentro, ya sabes, por los vientos preponderantes que vienen del océano. A veces se extiende y baja hasta Santa Bárbara. O sube y atraviesa el parque nacional, dependiendo del tiempo.

El rosa formaba un círculo perfecto. La zona roja era como una diana en el interior del círculo exterior.

—El ordenador no recibe datos del tiempo vía satélite —se percató Astrid—. Así que debe de haber vuelto a la configuración por defecto, que es este círculo rojo con un radio de algo más de quince kilómetros, y un círculo rosa con un radio de más de ciento cincuenta.

Sam echó un vistazo al mapa. Al principio no lo entendía, pero luego empezó a localizar la ciudad, playas que conocía, y otros elementos.

—La ciudad entera está dentro de la zona roja —indicó Sam, y Astrid asintió—. La zona roja va justo hasta el extremo sur de la ciudad.

—Sí.

Sam miró a la chica para averiguar si veía lo mismo que él.

—Atraviesa Clifftop.

—Sí… —afirmó Astrid lentamente—. Así es.

—¿Estás pensando…?

—Sí —repitió Astrid—. Me parece una coincidencia bastante increíble que la barrera parezca estar alineada con el borde de la zona de peligro. —Y añadió—: Al menos la parte que conocemos de la barrera. No sabemos si incluye el punto rojo entero.

—¿Esto significa que ha habido algún tipo de fuga radiactiva?

Astrid negó con la cabeza.

—No lo creo. Saltarían las alarmas por todo este lugar. Pero lo que resulta raro es que es como causa y efecto, pero al revés. La ERA fue lo que interrumpió los datos del tiempo, lo que provocó que el ordenador volviera atrás. Primero la ERA, y luego el mapa vuelve atrás. ¿Así que por qué habría de seguir la barrera de la ERA un mapa cuyas líneas ha provocado ella?

Sam meneó la cabeza y le sonrió un tanto compungido.

—Debo de estar cansado. Me he perdido. Voy a buscar comida —dijo, y recorrió el pasillo en la dirección que Astrid le indicó.

Cuando volvió la vista Astrid estaba de pie, mirando el mapa, con una expresión tensa y angustiada en el rostro.

Astrid se dio cuenta de que Sam la miraba. Sus ojos se encontraron. La chica se estremeció como si la hubiera pillado. Pasó un brazo protector alrededor de Pete, que volvía a concentrarse en el juego. Astrid parpadeó, bajó la vista, respiró hondo, sin poder evitar temblar, y apartó la vista deliberadamente.