274 HORAS, 27 MINUTOS
EL HUMMER SERPENTEABA hacia delante y atrás por la carretera, pero no podían pretender que no los alcanzaría.
—¿Sigo o paro? —preguntó Edilio.
Sus manos se aferraban ansiosas al volante.
—¡Ahora nos van a patear el culo! —gritó Quinn—. Tendríamos que haber parado sin más. Te he dicho que paráramos sin más, pero no.
El Hummer se acercaba a una velocidad inaudita.
—¡Nos van a dar! —gritó Astrid.
Quinn saltó del carrito y corrió. El Hummer se detuvo de golpe. Cookie y el chico del mazo se bajaron en tropel y salieron tras Quinn.
—Para —indicó Sam, tras lo cual saltó y corrió a ayudar a Quinn.
El chico intentó saltar a la cuneta junto a la carretera, pero aterrizó mal. Los dos matones lo alcanzaron antes de que pudiera recuperarse. Cookie le golpeó en la espalda con el puño.
Sam tomó impulso para abalanzarse sobre Cookie, lo agarró por el interior del codo y tiró hacia delante para hacerlo caer.
Cookie aterrizó boca abajo bruscamente y Sam lo soltó. Cookie había dejado caer el bate para golpear a Quinn con los puños, y Sam se lanzó a recogerlo. El chico del mazo, Edilio y Quinn tuvieron una pelea breve pero violenta en la que Edilio y Quinn terminaron de pie y el otro chico en el suelo. Pero así Orc y Howard tuvieron tiempo de bajar del camión.
Orc balanceó el bate y golpeó a Edilio detrás de las rodillas, por lo que el chico cayó como un saco de cemento.
Tras agarrar el bate de Cookie, Sam corrió a interponerse entre Orc y Edilio.
—¡No quiero pelearme con vosotros! —gritó Sam.
—Sé que no quieres pelearte conmigo —afirmó Orc, seguro de sí mismo—. Nadie quiere pelearse conmigo.
Astrid se acercó a grandes zancadas.
—¡Parad todos! —gritó. Tenía los puños cerrados. Y lágrimas en los ojos. Pero estaba enfadada, no triste—. ¡No necesitamos esta mierda!
Howard se deslizó entre Orc y Astrid.
—Apártate, Astrid, aquí mi Orc tiene que darle una lección a este gamberro.
—¿Que me aparte? No eres quién para decirme que me aparte… so… invertebrado…
—Astrid, mantente al margen, yo me encargo —intervino Sam.
Edilio intentaba seguir firme, pero a duras penas lograba mantenerse en pie.
Sorprendentemente, Orc propuso:
—Oye, dejemos hablar a Astrid.
Con el subidón de adrenalina, Sam por poco no lo oye. Pero entonces procesó lo que Orc había dicho y mantuvo la boca cerrada.
Astrid tomó aire. Tenía el pelo alborotado. La cara roja. Finalmente, esforzándose por calmarse, dijo:
—No buscamos pelea.
—Habla por ti —murmuró Cookie.
—Esto es una locura —siguió Astrid—. Solamente buscamos a mi hermano.
Orc entrecerró aún más los ojos.
—¿El retrasado?
—Es autista —replicó Astrid.
—Sí. El pequeño Pe-tardo —se burló Orc, pero no insistió más.
—Deberías haber parado, Sammy.
Howard chasqueó la lengua, y meneó la cabeza como si lo lamentara.
—Ya lo he dicho antes, ¿y soy yo el que acaba recibiendo?
Quinn gesticulaba mucho, estaba furioso con Sam.
Howard asintió en dirección a Quinn, con aire burlón.
—Tendrías que haber escuchado a tu colega, Sam. Ya te lo dije anoche, tienes que cuidar de mi Orc.
—¿Cuidar de él? ¿Qué quieres decir? —preguntó Astrid.
Howard la miró con dureza.
—Tienes que mostrar respeto al capitán Orc, eso quiero decir.
—¿El capitán?
Sam contuvo el deseo de reírse.
Howard se acercó a Sam. Se crecía al tener a Orc justo detrás de él.
—Sí. El capitán. Alguien tenía que tomar la iniciativa y ponerse al mando, ¿no? Tú estabas ocupado, supongo que surfeando o lo que sea, así que el capitán Orc se ofreció a ponerse al mando.
—¿Al mando de qué? —preguntó Quinn.
—De evitar que todos se vuelvan locos, fíjate.
—Sí…
Orc estaba de acuerdo.
—Los chicos lo estaban reventando todo, se llevaban todo lo que querían… —prosiguió Howard.
—Sí…
—Y todos esos mocosos, esos pequeñajos corriendo por ahí, y no había nadie para que dejaran de llorar o para cambiarles los pañales. Orc se ha asegurado de que cuidaran de ellos. —Howard sonrió con toda la cara—. Los ha consolado. O al menos se ha asegurado de que alguien lo hiciera.
—Así es —afirmó Orc, como si fuera la primera vez que lo hubiera oído expresado de aquella manera.
—Nadie más quería mantener las cosas bajo control, así que Orc es ahora el capitán, hasta que vuelvan los adultos —añadió Howard.
—Solo si vuelven… —lo corrigió Orc.
—Exacto —confirmó Howard—. Lo que ha dicho el capitán.
Sam miró a Astrid. La verdad es que alguien tenía que conseguir que la gente dejara de comportarse alocadamente. Sam no habría elegido a Orc para ese trabajo. Pero él tampoco quería hacerlo.
El enfrentamiento casi se había extinguido. Y ahora que los dos bandos estaban cara a cara, no quedaba duda acerca de quién ganaría si volvía a empezar. Eran cuatro contra cuatro, pero entre los cuatro matones estaba Orc, que contaba por lo menos como tres.
—Solo queremos ir a buscar a Pete —acabó diciendo Sam, tragándose su rabia.
—¿Sí? Si buscáis algo, es mejor ir más bien lentos —se burló Howard.
—Quieres el carrito… —dedujo Sam.
—De eso se trata, Sammy…
Howard extendió las manos en un gesto de conciliación.
—Es como cuando la gente paga impuestos, ¿de acuerdo? —añadió el del mazo.
—Exacto. —Howard estaba de acuerdo—. Es un impuesto.
—¿Y tú quién eres, si se puede saber? —Astrid desafió al del mazo—. Nunca te he visto por la escuela.
—Voy a la Academia Coates.
—Mi madre es la enfermera de noche de allí —comentó Sam.
—Pues ya no —repuso el chico.
—¿Y por qué estás aquí abajo? —preguntó Astrid.
—No me llevaba bien con los chicos de allí arriba.
El del mazo intentó soltar la frase como si fuera un chiste, pero el efecto quedó debilitado por el miedo que reflejaban sus ojos.
—¿Hay algún adulto allí? —preguntó Sam, expectante.
—Aaay, Sammy quiere a su mami… —se burló Howard.
—Llévate el carrito de golf —lo interrumpió Sam.
—No pierdas el tiempo intentando hacerte el duro conmigo. Te conozco, colega —explicó Howard—. Sam Bus Escolar, el señor bombero. Te pones todo heroico pero luego desapareces, ¿verdad? Contigo la cosa viene y se va. Anoche todo el mundo preguntaba: «¿Dónde está Sam? ¿Dónde está Sam?», y yo tenía que decir: «Bueno, Sam se ha ido con Astrid la Genio porque Sam no puede estar con gente normal como nosotros. Sam tiene que irse con su novia rubia y buenorra».
—No es mi novia —replicó Sam, y lo lamentó al instante.
Howard se rio, encantado de haberle provocado.
—Mira, Sam, siempre has conseguido vivir en tu propio mundo, demasiado bueno para todos, mientras que el capitán Orc y yo y nuestros chicos siempre estaremos por aquí. Si tú te apartas, nosotros tomamos la iniciativa.
Sam sentía cómo Astrid y Quinn lo observaban, esperando que negara lo que decía Howard. ¿Pero para qué? Sam había sentido las expectativas de muchos chicos de la plaza, chicos que esperaban que tomaran la iniciativa, como decía Howard. Y lo único que había querido hacer era huir. Aprovechó la oportunidad de marcharse con Astrid.
—Esto me aburre —gruñó Orc.
—De acuerdo, Sam. Vete a buscar al pequeño Petardo, pero cuando vuelvas, trae un buen regalo para el capitán. El capitán controla la ERA, tío.
—¿La qué? —preguntó Astrid.
Howard estaba encantado de que le preguntaran.
—Me lo he inventado yo mismo. ERA. E-R-A. Significa Espacio Radiactivo Adolescente. Una zona radiactiva solo para chicos. —Howard se rio malévolamente—. No te preocupes, Astrid, tú también te lo aprenderás: ERA, como una nueva ERA.
El sol le quemaba la cara. Lana abrió los ojos. Unas formas aladas de mal agüero volaban por encima de ella, atravesaban el sol y volvían a aparecer. Los buitres la vigilaban y esperaban, seguros de que acabaría siendo su comida.
Tenía la lengua tan hinchada que le llenaba la boca entera y casi la ahogaba. Tenía los labios partidos. Se estaba muriendo.
Miró a su alrededor en busca del cuerpo de su pobre perro. Tendría que haber estado allí, a su lado. Pero no había ningún cuerpo.
Entonces oyó un ladrido familiar.
—¿Patrick?
Se acercó dando saltos hacia ella, excitado, animándola a acercarse y jugar.
Lana levantó el brazo bueno y le tocó el cuello. El pelo estaba enmarañado y apelmazado por la sangre seca. Palpó donde había estado la herida fatal. Pero se había cerrado. Aún tenía la costra, pero ya no sangraba y, a juzgar por el comportamiento de Patrick, el perro nunca se había encontrado mejor.
¿Lo había soñado todo? No, la sangre seca demostraba que no.
Se esforzó por recordar los últimos instantes que pasó consciente aquella noche. ¿Rezó? ¿Qué era aquello, un milagro? No recordaba haber rezado, no era una persona que se planteara rezar.
¿Lo había provocado ella? ¿Había conseguido de algún modo curar a Patrick?
Casi se rio. Estaba delirando. Se estaba volviendo loca. Se imaginaba cosas.
Se había vuelto loca por el dolor, la sed y el hambre.
Loca.
Algo olía fatal. Era un olor asquerosamente dulce y maloliente.
Miró su brazo derecho destrozado. La carne, sobre todo la carne tensa y estirada, que apenas cubría sus huesos rotos, se había oscurecido de un negro que tendía al verde. El olor era repugnante.
Lana respiró hondo varias veces, temblando, esforzándose por no gritar de horror. Había oído hablar de la gangrena. Era lo que pasaba cuando la carne moría o se interrumpía la circulación. Se le estaba muriendo el brazo. Notaba el hedor de la carne humana pudriéndose.
Un buitre revoloteó hasta posarse a pocos metros. Se la quedó mirando fijamente mientras meneaba el cuello sin plumas.
El buitre también conocía ese hedor.
Patrick volvió dando saltos, ladrando, y el buitre, reticente, echó a volar batiendo las alas.
—No me cogerás —graznó Lana, pero la debilidad de su propia voz aún la asustó más.
Los buitres la acabarían rodeando. Lo harían.
Pero ahí estaba Patrick, curado tras lo que parecía una herida fatal.
Lana apoyó la mano izquierda sobre la carne justo debajo del hueso de su brazo derecho. La carne estaba caliente al tacto. Parecía hinchada bajo la costra de sangre seca.
Cerró los ojos y pensó que fuera lo que fuera lo que lo provocara, lo que le hubiera sucedido a Patrick, quería que le sucediera también a ella. «No quiero morir. No quiero morir».
Entonces se puso a divagar pensando en su casa. En su habitación. En los pósteres en las paredes, en el atrapasueños colgado delante de una ventana, en los animales de peluche olvidados en una cesta de mimbre, en el armario repleto de ropa, en su colección de abanicos asiáticos que todo el mundo consideraba extraña.
Ya no estaba furiosa con sus padres. Tan solo los echaba de menos. Quería a su madre más que a ninguna otra cosa en el mundo. Y también echaba de menos a su padre. Él sabría cómo salvarla.
Tuvo sueños febriles, vio imágenes que le cortaron la respiración e hicieron que su corazón latiera como un martillo neumático.
Sintió que flotaba sobre una fina capa de tierra. La tierra era como la piel de un globo. Debajo había un espacio abierto repleto de nubes arremolinadas y llamaradas repentinas. Y más abajo aún, un monstruo, algo extraído de su infancia, el monstruo que a menudo la despertaba en sueños.
Estaba cincelado en la roca viva, era una bestia tosca, lenta y astuta cuyos ojos negros brillaban.
Y dentro de esa bestia terrible había un corazón. Pero aquel corazón brillaba en verde, no en rojo. Y era como un huevo, roto para que la luz brillante y dolorosa se escapara.
La despertó de un respingo el ruido de su propio grito.
Se incorporó, como siempre hacía cuando despertaba de una pesadilla en su propia cama.
Se incorporó.
El dolor era terrible. La cabeza le martilleaba, la espalda, el…
Se miró el brazo derecho.
Durante un instante se le olvidó respirar. Olvidó incluso el dolor en la cabeza, la espalda y la pierna. Se olvidó de todos ellos. Porque ya no le dolía el brazo.
El brazo estaba enderezado. Del codo a la muñeca formaba una línea recta.
La gangrena también había desaparecido. El olor a muerte había desaparecido.
Aún tenía la costra de sangre seca en el brazo, pero aquello no era nada, nada comparado con lo que había habido, ni punto de comparación con lo que había habido en él.
Temblando, levantó el brazo derecho.
Se movía.
Cerró lentamente el puño derecho.
Los dedos se cerraron.
No era posible. No era posible. Lo que veía no era posible.
Pero el dolor no mentía. Y el dolor punzante del brazo derecho se había vuelto sordo.
Lana puso la mano izquierda sobre la pierna rota.
No fue rápido. Tardó mucho y Lana estaba muy débil por la sed y el hambre. Pero mantuvo la mano allí hasta que, una hora más tarde, hizo lo que temía que no podría volver a hacer nunca más: Lana Arwen Lazar se puso en pie.
Dos buitres estaban parapetados en lo alto de la furgoneta volcada.
—Me parece que habéis esperado en balde —comentó Lana.