INTRODUCCIÓN

Hasta que llegue el milenio y los países dejen de intentar esclavizar a los demás, será necesario que aceptemos nuestras responsabilidades y estemos dispuestos a hacer sacrificios por nuestro país: como lo hicieron mis compañeros. Como solían decir las tropas: «Si el país es lo bastante bueno para vivir en él, es lo bastante bueno para luchar por él». El privilegio conlleva responsabilidad.

De este modo concluye E. B. Sledge sus memorias sobre los horrores de los enfrentamientos de los marines a finales de 1944 y durante la primavera de 1945 contra los japoneses en Peleliu y Okinawa. Deberíamos recordar estos pensamientos finales sobre el deber patriótico porque Diario de un marine ha logrado la condición de clásico militar; en parte debido a la imagen de la repulsa indiscriminada de Sledge hacia la brutalidad y el sinsentido de la propia guerra.

Aunque hay horrores en abundancia en las vívidas descripciones de la terrible experiencia de la 1.ª División de marines durante estas dos acciones, aun así su mensaje no es tan terriblemente condenatorio. El verdadero poder de las memorias de Sledge no se halla sólo en su melancolía. Incluso en su frecuente desesperación por la depravación que ve a su alrededor, existe una absoluta sensación de tragedia: hasta que la propia naturaleza del hombre cambie, a hombres como E. B. Sledge se les pedirá que hagan cosas que la civilización no debería exigirle a los suyos… pero deben hacerlo para vencer a la barbarie.

¿Quién era en realidad Eugene Bondurant Sledge, un profesor universitario jubilado antes desconocido que publicó al final de su vida su primer libro, pensado al principio sólo como unas memorias privadas para su familia? Sin embargo, menos de dos décadas después de su publicación, aquel borrador ha alcanzado reconocimiento como una de las mejores descripciones literarias que han surgido acerca de la guerra en el Pacífico.

A pesar de los elogios todavía crecientes que sigue recibiendo Diario de un marine —publicado por primera vez más de veinte años atrás por la editorial Presidio Press de Novate, California—, la muerte de Sledge a los setenta y siete años, en marzo de 2001, recibió poca atención de los medios. Tras su jubilación, Sledge fue una persona reservada que rara vez entró en la arena pública.

Incluso con su perfecta fama de marine, E. B. Sledge podría parecer un insólito veterano de combate. Hijo de un destacado médico local de Mobile, Alabama, el elocuente, menudo y tímido Sledge sólo pasó un año en el Marion Military Institute y después se matriculó en el Georgia Institute of Technology, antes de decidir dejar el programa de adiestramiento de oficiales para alistarse a finales de 1943 en el cuerpo de marines de Estados Unidos como soldado raso. Esta temprana experiencia íntima con el adiestramiento de oficiales, junto con la subsiguiente decisión de preferir servir con los soldados rasos, tiñe gran parte de la narración de Diario de un marine. Sledge se forma un juicio de los oficiales repetidas veces, y tanto los mejores como los peores hombres del cuerpo se contaban entre sus alféreces y capitanes.

Tras la derrota de Japón, Sledge sirvió en la fuerza de ocupación estadounidense en China; su descripción de aquel destino se publicó póstumamente con el título de China Marine. Sledge comentó más adelante que le resultó difícil regresar a la vida civil tras Peleliu y Okinawa, como les sucedió a numerosos veteranos de los enfrentamientos en las islas del Pacífico que no podían «comprender a la gente que refunfuñaba porque Estados Unidos no era perfecto o su café no estaba lo bastante caliente o tenían que hacer cola para esperar el tren o el autobús». Sledge, sin embargo, se adaptó muy bien y obtuvo su licenciatura en 1949. En 1960 ya había completado su doctorado en zoología y se había decantado por una carrera académica. A los treinta y nueve años entró como profesor en la Universidad de Montevallo, donde enseñó microbiología y ornitología hasta su jubilación.

Su pericia en el campo intelectual y su precisión de pensamiento y lenguaje, adquiridas durante casi treinta años como profesor y científico, podrían explicar gran parte de la fuerza de este libro. La narración está salpicada de variadas observaciones empíricas acerca de su nuevo entorno, y filosófica resignación por la incongruencia de todo aquello: «Las gentes de Okinawa habían cultivado su tierra con antiguos y rudimentarios métodos de labranza; pero la guerra había llegado y había traído con ella la tecnología más moderna y refinada para matar. Parecía descabellado, y comprendí que la guerra era como una especie de enfermedad que aquejaba a los hombres».

La revisión de la crueldad de Peleliu y Okinawa —basada en viejas notas de batalla que guardaba en trozos de papel en su volumen del Nuevo Testamento— se presenta con el cuidado de un clínico. El lenguaje de Sledge es modesto, no hay grandilocuencia. La autopsia de la batalla resulta inquietante, casi irreal. El comedimiento desapasionado acentúa en lugar de suavizar la barbarie. Sledge describe de este modo a un sanitario japonés muerto destrozado por los bombardeos estadounidenses: «El sanitario estaba tendido de espaldas y tenía la cavidad abdominal al descubierto. Me quedé mirando horrorizado, impresionado ante las relucientes vísceras salpicadas de fino polvo de coral. “Esto no puede haber sido un ser humano”, pensaba una y otra vez. Se parecía más a las tripas de uno de los tantos conejos o ardillas que había limpiado cuando iba de caza siendo niño. Sentí náuseas mientras clavaba los ojos en los cadáveres».

Las primeras páginas hacen que los lectores nos quedemos atónitos: ¿cómo pudo un hombre tan bueno haber soportado tamaño infierno, salir aparentemente sano y ahora décadas después llevarnos de regreso a aquellas espantosas islas para escribir de forma tan lógica sobre horrores tan abyectos? La víspera de la invasión de Peleliu, Sledge, curioso como siempre, le pregunta con total naturalidad a un marine de aspecto inteligente pero sentenciado qué piensa hacer tras la guerra, y luego describe la respuesta: «Quiero ser cirujano cerebral. El cerebro humano es algo increíble, me fascina», contestó.

Pero no sobrevivió a Peleliu para hacer realidad sus aspiraciones.

El teatro terrestre del Pacífico durante la segunda guerra mundial, desde Guadalcanal a Okinawa, que casi acaba con Sledge, como lo hizo con miles de jóvenes estadounidenses, no fue un sueño, sino una pesadilla diferente de todos los enfrentamientos que había vivido la nación. Fue una lucha de aniquilación. Y la matanza se vio alimentada por un odio político, cultural —y racial— sin cuartel: «Una animadversión brutal y primitiva —nos recuerda Sledge décadas después—, tan característica del horror de la guerra en el Pacífico como las palmeras y las islas».

Las meras distancias a través de los mares, el imponente tamaño de la flota imperial japonesa y el hecho de que Estados Unidos le diera prioridad a derrotar primero a la Alemania nazi, todo ello supuso que el enemigo tuviera a menudo las de ganar. En ciertos teatros en concreto, los japoneses tenían ventaja sobre los estadounidenses en número, elección del terreno e incluso en pertrechos. Ahora podríamos menospreciar la tecnología bélica del Japón imperial, olvidando que muchas veces igualaba, o incluso superaba, a la americana. En ambas islas, Sledge escribe con todo lujo de detalles acerca de los extraños morteros y artillería japoneses que se asomaban, disparaban y luego se ponían a salvo tras pesadas puertas de acero. Se le tenía miedo sobre todo a «una unidad de mortero Spigot de 320 mm preparada para disparar un proyectil de 675 libras. Los estadounidenses se encontraron por primera vez con esta imponente arma en Iwo Jima».

Como relata Sledge, el calor, las escarpadas cimas de coral y la incesante lluvia caliente de las exóticas islas del Pacífico, tan diferentes al teatro europeo, les era tan ajenos a los norteamericanos como las debilitantes enfermedades tropicales. Los cangrejos de tierra y el omnipresente hongo de la jungla corroían el cuero, la lona… y la carne. Sledge, el biólogo, escribe sobre Peleliu: «Resultaba truculento contemplar las fases de descomposición, pasar de recién muerto a la hinchazón, a la putrefacción infestada de gusanos, a huesos parcialmente expuestos; como si se tratara de un reloj biológico que marcara el inexorable paso del tiempo». Añade acerca del hedor: «Cada vez que respirabas inhalabas aire caliente y húmedo cargado de incontables olores repugnantes».

Lo espantoso no consistía únicamente en que la fanática naturaleza de la resistencia japonesa significaba que los llamados a filas durante la Depresión a menudo se veían obligados a matar al enemigo en lugar de herirlo o capturarlo. En realidad, surgió cierto temor o incluso perplejidad entre los jóvenes llamados a filas sobre la naturaleza de una ideología que podía alimentar un odio tan primario hacia los estadounidenses. Al enterarse de la noticia de la capitulación nipona tras Hiroshima y Nagasaki, el veterano Sledge seguía perplejo: «Pensábamos que los japoneses no se rendirían nunca. Muchos se negaron a creerlo. Sentados en silencio, anonadados, recordamos a nuestros muertos. Tantos muertos. Tantos lisiados. Tantos futuros brillantes relegados a las cenizas del pasado».

El relato de E. B. Sledge comienza con su adiestramiento como marine en la Compañía K del 3.er Batallón del 5.º Regimiento de marines de la 1.ª División de marines. Sus memorias se centran en dos aterradoras batallas insulares que al final acabaron con la división. La primera se produjo en Peleliu (Operación Stalemate II, del 15 de septiembre al 25 de noviembre de 1944), donde durante 10 semanas de espantosos enfrentamientos 8769 estadounidenses resultaron muertos, heridos o desaparecidos. Perecieron alrededor de 11 000 japoneses: casi toda la guarnición enemiga de la isla. Se produjo una encarnizada controversia —que aún sigue vigente— sobre si el general Douglas MacArthur de verdad necesitaba tomar por asalto la guarnición japonesa de Peleliu para garantizar la seguridad de su flanco derecho de camino a Filipinas.

A Sledge, sin embargo, le importan poco estas discusiones en torno a las necesidades estratégicas. A él le preocupa la supervivencia de sus 235 compañeros de la Compañía K, de los que 150 resultaron muertos, heridos o desaparecidos. Por ello en este libro apenas se critica la insensatez que, retrospectivamente, fue la toma de Peleliu. El mejor modo de resumir la resignación de Sledge podría ser algo así: «El enemigo ocupaba la isla; la tomamos; ellos perdieron y nosotros seguimos adelante».

La Operación Iceberg (del 1 de abril al 2 de julio de 1945) del año siguiente para capturar Okinawa fue mucho peor. En efecto, se trató de la experiencia más aterradora para los norteamericanos durante toda la guerra del Pacífico: más de 50 000 bajas americanas, incluyendo unos 12 500 soldados y marineros muertos, y el mayor número de casos de fatiga de combate que se haya registrado nunca en una sola batalla estadounidense.

Mi tocayo Victor Hanson, de la 6.ª División de marines del 29.º Regimiento, murió cerca del frente de Shuri, en el último asalto a las cumbres, unas horas antes de su captura, el 19 de mayo de 1945. Sus cartas, y las de los oficiales al mando notificando su muerte a nuestras dos familias, resultan dolorosas de leer; sobre todo la descripción de sus últimos momentos en la colina Sugar Loaf. Es más, el mero nombre Okinawa ha perseguido a la familia Hanson desde hace medio siglo, como le ha sucedido a la de Sledge y a otros miles de hogares estadounidenses. Durante décadas, en Estados Unidos nadie supo —o no quiso saber— qué sucedió de verdad en Okinawa.

De hecho, ninguna de las dos batallas de Sledge, a pesar de su ferocidad y de las brutales y posteriores victorias americanas —al producirse en lugares lejanos y poco conocidos, y en el denominado «teatro secundario»—, recibió la atención pública de la playa de Normandía o la batalla de las Ardenas. En el caso de Okinawa, la barbarie se vio eclipsada en primer lugar por la muerte casi simultánea de Franklin Roosevelt el 12 de abril y la capitulación alemana en Europa el 8 de mayo, y luego más tarde por el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto), poco más de cinco semanas después de que el 2 de julio se declarara que la isla estaba asegurada.

En medio de estos dos acontecimientos trascendentales, decenas de miles de estadounidenses olvidados se abrieron paso lentamente por la isla. Aceptaron que tal vez tuvieran que matar a todos los que formaban parte de las últimas unidades de primera japonesas a las que guiaban los oficiales más consumados del ejército nipón: los brillantes generales, aunque de triste fama, Mitsuru Ushijima e Isamu Cho y el estratega de gran talento, el coronel Hiromichi Yahara.

Cuando finalizó la batalla, la armada de Estados Unidos había sufrido las mayores pérdidas en una sola batalla de su historia. La recién constituida 6.ª División de marines y la veterana 1.ª División de marines de Sledge estaban destrozadas, casi la mitad de sus efectivos originales habían resultado muertos o heridos. El jefe de todas las fuerzas de tierra estadounidenses en Okinawa, el general Simon Bolivar Buckner, Jr., se convirtió en el soldado de mayor rango muerto en combate durante la segunda guerra mundial. El potencial destructor de miles de kamikazes, unido a la incorrecta información previa a la batalla, que había subestimado muchísimo la magnitud, armamento y ferocidad de la resistencia insular, causaron una sensación de temor acerca del próximo asalto programado para el 1 de noviembre contra la isla japonesa de Ryushu (Operación Olympic).

Sigue existiendo una intensa controversia en torno a la moralidad de lanzar las dos bombas atómicas que pusieron fin a la guerra antes de las invasiones americanas de Kyushu y Honshu. Sin embargo, nos olvidamos de que la decisión del presidente Truman se basó en buena parte en el deseo de evitar la pesadilla que marines como E. B. Sledge acababan de soportar en Peleliu y Okinawa. Si los estadounidenses de hoy en día, que disfrutan de una paz duradera, se plantean si nuestros abuelos se precipitaron al decidir recurrir a armas atómicas, olvidan que muchos veteranos del Pacífico se preguntaron por qué tuvieron que pasar por una conquista de Okinawa cuando la prueba positiva en Alamogordo, Nuevo México, el 16 de julio se produjo unos días después de que la isla se declarara segura. Sin duda, la carnicería de Okinawa se podría haber retrasado hasta finales de verano para permitir que la existencia de tales armas convenciera a los japoneses de que era inútil prolongar la guerra.

Existen excelentes memorias de Okinawa y descripciones narrativas del papel de la batalla en la victoria estadounidense sobre Japón, entre las que destacan Goodbye, Darkness, maravillosamente escrita por William Manchester, y la exhaustiva Tennozan: the battle of Okinawa and the atomic bomb de George Feifer. No obstante, el desgarrador relato de E. B. Sledge aún no ha sido igualado. Su libro está narrado con una prosa elegante, sin obscenidades, ni mucho argot (si bien el autor ni era un estilista ni tampoco habla con facilidad de sus más hondos sentimientos). John Keegan, Paul Fussel y Studs Terkel han elogiado la franqueza de Sledge, en especial su admisión explícita de que experimentó el mismo odio, pero que luchó cada día contra la barbarie que llevó a otros a casi igualar las atrocidades de sus enemigos.

A diferencia de muchas memorias de posguerra, la exactitud de la información de Sledge nunca se ha puesto en duda. No exagera sus logros ni los de su Compañía K. Sledge utiliza a veces unas cuantas notas explicativas a pie de página. A menudo informan al lector de que el maravilloso oficial al que Sledge acaba de describir en el texto más tarde recibió un disparo o saltó por los aires en Peleliu u Okinawa. Le recuerda al lector que sus marines, que eran tan humanos como cualquier otro soldado, podían ser muy crueles: «Un vehemente odio por los japoneses consumía a todos los marines a los que conocí». Sin embargo, dicho esto, la censura moral de Sledge deja ver que tal barbarie debería y por lo general tendía a condenarse como una desviación más que aceptarse como normal, algo muy diferente de lo que ocurría con los japoneses:

Me quedé mirando la cara, sin dar crédito a lo que veía, al darme cuenta de que los japoneses le habían cortado el pene al marine muerto y se lo habían metido en la boca. […] Mis emociones cristalizaron en una ira y un odio hacia los japoneses muy superior a nada que hubiera experimentado antes. A partir de ese momento nunca sentí la más mínima lástima ni compasión por ellos, fuesen cuales fueran las circunstancias. Puede que mis compañeros les vaciaran las mochilas y los bolsillos en busca de souvenires y les arrancaran los dientes de oro, pero nunca vi a un marine cometer la clase de mutilación brutal que los japoneses perpetraban si tenían acceso a nuestros muertos.

Lo que me resulta más memorable de Diario de un marine es la empatía que Sledge siente por aquellos con quienes no se esperaría que compartiera una afinidad natural, entre ellos a veces incluso el enemigo (al que a menudo no quiere matar gratuitamente y cuyos cadáveres se niega a profanar). El suyo es un mundo sureño muy cortés, donde se deja ver la caballerosidad de Alabama, Luisiana o Tejas; queda implícito que se enorgullece de la clásica hombría de bien o del viejo Sur, pero también su amor por sus camaradas yanquis, de los que sabe que luchan tan bien como los suyos. Sledge admite sentir miedo, de vez en cuando reconoce que su valor sólo fue consecuencia de la desesperación o de cálculos razonables. Únicamente apunta su habilidad como marine de forma tangencial. Sin embargo, mediante sus descripciones pragmáticas, al lector le resulta fácil figurarse por qué sus compañeros apodaron Mazo a un hombre de sesenta kilogramos.

Los héroes de Sledge, en medio de la desolación de las islas calcinadas —los sargentos Baily y Hanney, el teniente Rústico Jones y el querido capitán Haldane—, destacan por su reflexión y humanidad. Sledge escribe sobre Jones: «Tenía la rara capacidad de mostrarse amable pero informal con los soldados rasos. Poseía una combinación única de valor, liderazgo, capacidad, integridad, dignidad, franqueza y compasión. Únicamente conocí a otro oficial que también contara con todas estas cualidades: el capitán Haldane».

Aunque el ímpetu y la destreza de los jóvenes compatriotas de Sledge dejan pasmado al lector, este los describe como aprendices a la sombra de los auténticos y «antiguos» marines: una generación casi mítica que llegó a la mayoría de edad entre las guerras y que eran aún más duros, que lucharon y ganaron las batallas iniciales del Pacífico en Guadalcanal y Cabo Gloucester, en Nueva Bretaña, contra los japoneses, supuestamente invencibles y superiores, de 1942 y 1943. Del sargento de artillería Elmo Haney, que se frotaba los genitales con un cepillo de cerdas y limpiaba su M1 y su bayoneta tres veces al día, Sledge concluye: «A pesar de sus particularidades, Haney nos servía de estímulo a los jóvenes de la Compañía K. Nos proporcionaba un vínculo directo con el “viejo cuerpo”. Para nosotros él era la vieja guardia. Lo admirábamos… y lo queríamos».

En efecto, en el Pacífico de Sledge hay héroes homéricos de todo tipo, héroes de una época que pasó hace mucho tiempo. Bob Hope en la cima de su carrera en Hollywood se presenta como un patriota leal en la apartada Pavuvu, a donde llega con cierto peligro para actuar ante las tropas. Y el futuro senador por Illinois, Paul Douglas —renombrado escritor y profesor de economía en la Universidad de Chicago—, aparece en lo peor del combate en Peleliu como un recluta de marines canoso y con gafas de cincuenta y tres años que le pasa munición al joven Sledge. Douglas resulta gravemente herido después en Okinawa y recibe la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura. Una vez más, si los lectores contemporáneos se asombran con la valiente generación de jóvenes marines que rodea a Sledge, que sepan que estamos aún más lejos de lo que creemos de aquellos estadounidenses, puesto que la auténtica «vieja guardia» era anterior e incluso superior a su generación.

Sledge siente aversión hacia la barbarie de los japoneses, pero esta nunca le impide ver que tienen en común el horrible destino de morir juntos en lugares atroces como Peleliu y Okinawa. Así que se enfurece cuando ve a uno de sus compañeros marines arrancándole los dientes de oro a un soldado japonés herido de muerte, pero vivo, en Okinawa: «Era incivilizado, como lo es todo en la guerra, y se llevaba a cabo con aquel salvajismo particular que caracterizó el enfrentamiento entre los marines y los japoneses. No se trataba simplemente de buscar recuerdos o saquear al enemigo muerto; más bien eran como guerreros indios arrancando cabelleras. Tal era la increíble crueldad que podían cometer hombres decentes cuando se veían reducidos a una existencia salvaje en su lucha por la supervivencia en medio de la muerte violenta, el horror, la tensión, la fatiga y la mugre que componían la guerra de los soldados de infantería».

En efecto, el punto fuerte de la destreza narrativa de Sledge es su talento para apartarse y condenar la insensatez de la guerra, —para censurar su derramamiento de sangre, sin negar que a menudo haya un motivo—, y un profundo cariño por aquellos que comparten las cargas del conflicto.

La guerra es brutal, ignominiosa y una terrible destructora. El combate deja una marca indeleble en aquellos que se ven obligados a soportarlo. Los únicos factores positivos fueron el increíble coraje de mis compañeros y su dedicación mutua. El entrenamiento del cuerpo de marines nos enseñó a matar de manera eficiente y a intentar sobrevivir. Pero también nos enseñó lealtad mutua… y afecto. Ese espíritu de equipo nos mantuvo en pie.

Las memorias de Sledge vuelven a estar vigentes. Diario de un marine nunca ha tenido mayor validez que tras el 11 de septiembre; pues la guerra es un rasgo inalterable de la naturaleza humana y por lo tanto está sujeta a lecciones previsibles que trascienden el tiempo y el espacio. No se trata únicamente de que los marines estadounidenses de este milenio se enfrentan a una nueva variedad de pilotos o terroristas suicidas, o a enemigos fanáticos devotos de un credo antioccidental, o al mismo terror a las minas, los morteros y el combate cuerpo a cuerpo por el que pasó Sledge, en lugares como las ciudades iraquíes de Haditha y Ramadi.

Sledge nos recuerda más bien lo letal que puede llegar a ser lo que podríamos llamar el adolescente americano normal de uniforme, un crudo determinismo que también reconocimos en el Hindú Kush y Kirkuk. Criado en medio de la abundancia y la libertad, el soldado estadounidense no parece un buen candidato para aprender ex nihilo el arte de matar. ¿Cómo se le puede pedir de pronto a un adolescente aburguesado que se enfrente y derrote a los fanáticos, ya sea en el frente de Shuri en Okinawa o en Faluya, en el triángulo suní? «¿Cumpliría con mi deber o sería un cobarde?», se pregunta Sledge en su travesía inicial al Pacífico. «¿Podría matar?».

No obstante, al leer Diario de un marine se ve que cierta renuencia estadounidense a matar y el rechazo derivado del militarismo producen el extraño efecto de aumentar el valor, con lo que aquellos hombres libres demostraron que eran capaces de casi cualquier sacrificio para defender su libertad.

O como E. B. Sledge nos recuerda una vez más treinta y seis años después de sobrevivir a Okinawa:

Al escribirlo estoy cumpliendo con una obligación que he sentido durante mucho tiempo hacia mis compañeros de la 1.ª División de marines, que sufrieron tanto por nuestro país. Ninguno salió indemne. Muchos entregaron sus vidas, muchos su salud, y algunos su cordura. Todos los que sobrevivieron recordarán durante mucho tiempo el horror que preferirían olvidar. Pero sufrieron y cumplieron con su deber para que su patria pudiera disfrutar de una paz que se pagó muy cara. Tenemos una profunda deuda de gratitud con esos marines.

Nosotros tenemos la misma deuda con el difunto E. B. Sledge. Nos recuerda a los que vivimos en una «patria protegida» que Estados Unidos no es inmune a la «locura» de la guerra. Así que hace que vuelvan a cobrar vida los nombres, rostros y pensamientos de aquellos que nos dejaron en Okinawa y Peleliu, pero que transmitieron lo que nosotros debemos legarles a aquellos que nos sigan.

Victor Davis Hanson.