El fin de la agonía
Del 11 al 18 de junio la feroz batalla por Kunishi-Yuza-Dake le costó a la 1.ª División de marines 1150 bajas. Estos enfrentamientos marcaron el final de la resistencia organizada nipona en Okinawa.
La batalla por Kunishi fue inolvidable. A muchos nos recordó los cerros de Peleliu y nos sorprendió el hecho de que los ataques nocturnos que habían efectuado los marines desempeñaran un papel significativo en la captura de tan difícil objetivo. Entre mis amigos de la tropa, la mayor sorpresa fue el mal estado de preparación y entrenamiento de nuestros nuevos reemplazos, comparados con los reemplazos que habían llegado a la compañía en anteriores momentos de la campaña (habían recibido cierto adiestramiento de combate en las zonas de retaguardia antes de unirse a nosotros). Pero la mayoría de los nuevos que se sumaron a nuestras filas justo antes del cerro Kunishi habían llegado directamente de Estados Unidos. Algunos nos contaron que sólo habían tenido unas pocas semanas de adiestramiento o menos después del campamento de instrucción.
No era de extrañar que estuvieran tan confundidos y fueran tan ineficientes la primera vez que se veían expuestos a los intensos disparos enemigos. Cuando teníamos que evacuar a alguna baja mientras nos disparaban, algunos de los nuevos se mostraban reacios a correr los riesgos que eran necesarios para salvar a un marine herido. Esta reticencia enfurecía a los veteranos, que los amenazaban de tal modo que los nuevos al final hacían su parte. Los motivaba un miedo mayor a los marines veteranos que a los japoneses. Esto no tiene relación alguna con su valor; sencillamente no los habían adiestrado ni preparado para hacer frente a la conmoción, la violencia y las infernales condiciones en las que los arrojaron. La tropa, que normalmente se mostraba comprensiva con los nuevos reemplazos, decían de ellos que estaban «más perdidos que un pulpo en un garaje» o alguna otra descripción más profunda aunque irreverente.
Bajamos del cerro Kunishi a última hora del día del 18 de junio con una sensación de intenso alivio. Tras reincorporarnos a las otras compañías del 3/5, formamos una columna en una pista que atravesaba el cerro. Mientras nos dirigíamos al sur, hablamos con hombres del 8.º de marines que avanzaban con nosotros. Nos alegramos de ver llegar a un regimiento de marines veteranos para encabezar la ofensiva final hacia el sur. Estábamos agotados.
Los veteranos de nuestra tropa inspeccionamos a los hombres del 8.º de marines con la dura mirada profesional de unos viejos lobos de mar evaluando a otra unidad. Todo lo que vimos suscitó comentarios de aprobación: tenían un aspecto cuidado y muchos de ellos eran veteranos de combate[62].
Estuve hablando con un servidor de morteros de 60 mm que llevaba casi un portamorteros completo de proyectiles de gran potencia en una mochila. Cuando le pregunté por qué iba tan cargado, me respondió que el jefe de su batallón quería que los servidores de mortero probaran el sistema porque podían transportar más munición que en una bolsa de munición normal. Deseé fervientemente que ninguno de nuestros oficiales viera esa mochila.
También vi un pelotón de ametralladora con las palabras «La Venganza de los Japos» cuidadosamente escritas en la cámara de agua de su ametralladora pesada del calibre 30. Formaban una dotación de aspecto duro.
Pasamos por una gran zona cubierta de barro. Allí yacía el cuerpo de un soldado japonés muerto con uniforme y equipo completo. Suponía un espectáculo dantesco. Las orugas de los carros de combate lo habían machacado en el barro y parecía un enorme insecto aplastado.
Nuestra columna descendió a un valle manteniendo un intervalo de cinco pasos, una fila a cada lado de la pista. Un carro anfibio se acercó traqueteando despacio. Se dirigía hacia el frente, más al sur. Pasó a mi lado mientras yo fantaseaba con la maravillosa posibilidad de que tal vez no nos bombardeasen ni nos disparasen más. Sin embargo, mi ensueño se vio interrumpido grosera y bruscamente por un sonido. «¡Zum… bum!», «¡zum… bum!».
—¡Dispérsense!
Nos desperdigamos como una nidada de codornices. Unos diez de nosotros saltamos dentro de una zanja. El primer proyectil antitanque enemigo había pasado por encima del carro anfibio y había estallado en un campo más allá. Pero el segundo había logrado un impacto directo en el lado izquierdo del vehículo. La máquina se detuvo con una sacudida y empezó a echar humo. Nos asomamos fuera de la zanja mientras el conductor intentaba poner en marcha el motor. El otro miembro de la dotación echó un vistazo en el compartimento de carga para evaluar los daños. Otros dos proyectiles se incrustaron en el lateral del carro. Los dos marines se tiraron de la cabina, vinieron corriendo y se dejaron caer en la zanja junto a nosotros, jadeando.
—¿Qué clase de cargamento hay ahí dentro? —inquirí.
—Tenemos una carga de tiro completa para una compañía de fusiles: «treinta balas», granadas, munición de mortero… toda esa historia. Va a estallar de lo lindo cuando el fuego llegue a esa munición. Los depósitos de gasolina están tan destrozados que no hay forma de apagarlo.
El conductor se arrastró por la zanja para encontrar a un radiotelegrafista e informar de que su cargamento no podía llegar al frente.
Justo entonces un hombre se acercó a rastras a mi lado y se puso en pie. Levanté la mirada hacia él, sorprendido. Todos los marines de la zona estaban pegados al suelo, esperando la inevitable explosión del carro anfibio. El hombre llevaba pantalones limpios, aún con el brillo nuevo en la tela y hacía gala de la apariencia relajada de una persona que se podía lavar y beber café caliente en un puesto de mando cada vez que le apeteciera. Tenía en la mano un tomavistas portátil con el que empezó a filmar con avidez la nube de denso humo negro que brotaba del carro anfibio. Los cartuchos de fusil comenzaron a estallar en el carro a medida que el calor los alcanzaba.
—Eh, amigo —le dije—. ¡Será mejor que te agaches! Esa cosa va saltar por los aires en cualquier momento. ¡Está cargada de munición!
El hombre mantuvo la cámara en alto, pero dejó de filmar. Se giró y me dirigió una despectiva mirada de absoluto desdén e indignación. No se rebajó a hablarme mientras yo me encogía en la zanja, sino que se volvió hacia el ocular de su cámara y siguió filmando.
En ese preciso momento se produjo un fogonazo acompañado de una fuerte explosión y una espantosa sacudida mientras el carro anfibio hacía explosión. La onda expansiva derribó al cámara. Estaba ileso, pero muy sorprendido y terriblemente asustado. Atisbó con cuidado y con los ojos como platos por encima del talud de la zanja, hacia el carro retorcido que ardía en la carretera.
Me incliné hacia él y le comenté en tono agradable:
—Te lo dije.
El hombre me miró, ya sin arrogancia en el rostro. Le dediqué la sonrisa más amplia que pude lograr; «como un tonto con un lápiz», como diría mi abuela. Estupefacto, el cámara se giró rápidamente y se alejó a rastras por la zanja, hacia la retaguardia.
Había cuatro o cinco carros de combate de los marines estacionados en el valle, a unos cien metros. Las partes delanteras fuertemente blindadas estaban orientadas valle arriba. El primer disparo enemigo contra el carro anfibio había puesto en guardia a las dotaciones; los vimos girar sus 75 hacia nuestra izquierda y cerrar las escotillas de las torres. Justo a tiempo. Toda la batería de cañones japoneses de 47 mm abrió fuego graneado contra los carros de combate. Qué lástima que el cámara hubiera sentido que la llamada del deber lo reclamaba en la retaguardia después de la explosión del carro, porque se perdió una escena espectacular. Los cañones enemigos dispararon con admirable precisión. Varios de sus proyectiles perforantes parecidos a trazadoras golpearon las torres de los blindados y rebotaron en el aire. Los vehículos devolvieron los disparos. En cuestión de minutos, los cañones japoneses fueron destruidos o interrumpieron los disparos, y todo quedó en clama. Los carros de combate sólo sufrieron daños leves. Regresamos a la pista y nos dirigimos al sur sin más incidentes.
Hasta que la isla se aseguró el 21 de junio, llevamos a cabo una serie de rápidos desplazamientos hacia el sur, deteniéndonos únicamente para combatir contra grupos aislados de japoneses que residían en cuevas, fortines y aldeas en ruinas. El descansado 8.º de marines presionó hacia el sur con rapidez.
—El 8.º de marines va como alma que lleva el diablo —comentó uno.
Tuvimos suerte de no sufrir muchas bajas en la compañía. Los japoneses estaban derrotados y la esperanza que todos los agotados veteranos tenían por encima de todo era que su suerte aguantara un poco más, hasta el final de la batalla.
Utilizamos altavoces, soldados japoneses capturados y civiles de Okinawa para convencer a los enemigos restantes de que se rindieran. Un sargento y un teniente japonés que se había licenciado en una universidad norteamericana de prestigio y hablaba inglés a la perfección se entregaron en una pista. Justo después de que salieran y se rindieran, un francotirador abrió fuego sobre nosotros. Ocho o diez marines nos refugiamos junto al terraplén, pero el oficial y el suboficial japoneses se quedaron en medio de la carretera mientras las balas levantaban polvo a su alrededor. Era evidente que el francotirador estaba intentando matarlos por haberse entregado.
Nos quedamos mirando a los dos japoneses, que permanecían en pie, con calma, y uno de nuestros suboficiales exclamó:
—Poneos aquí a cubierto, imbéciles.
El oficial enemigo sonrió afablemente e intercambió unas palabras con su suboficial. Se acercaron con tranquilidad y se agacharon como les habían ordenado.
Algunos hombres de la Compañía K dispararon a la dotación de un obús de 150 mm emplazado en la entrada de una cueva bien camuflada. Los japoneses defendieron la enorme pieza de artillería con sus fusiles y murieron hasta el último hombre. Más adelante, intentamos conseguir que un grupo de enemigos que se encontraba en una cripta funeraria se rindieran, pero se negaron. Nuestro teniente, Mac, saltó delante de la puerta y gritó en japonés:
—No tengáis miedo. Salid. No os haré daño.
A continuación, disparó un cargador completo de veinte balas en la puerta con su metralleta. Todos negamos con la cabeza y seguimos adelante. Aproximadamente media hora después, cinco o seis japoneses salieron rápidamente, peleando. Algunos de nuestros marines que iban por detrás de nosotros los mataron.
Nuestro batallón fue una de las primeras unidades estadounidenses en llegar al final de la isla. Había una vista preciosa, aunque aún quedaran francotiradores por la zona. Nos detuvimos en una alta colina que daba al mar. Debajo, a nuestra izquierda, vimos a la infantería del ejército avanzando hacia nosotros, haciendo salir y abatiendo a los soldados enemigos uno por uno y en pequeños grupos. Los morteros de 81 mm del ejército disparaban por delante de las tropas y algunas de nuestras armas se les unieron. Nos pusimos un tanto tensos cuando el fuego de mortero del ejército continuó acercándose cada vez más a nuestras posiciones incluso después de que se hubiera puesto a la unidad al tanto de nuestra situación. Uno de los oficiales de nuestro batallón se enfureció cuando los grandes proyectiles llegaron peligrosamente cerca. Ordenó a radiotelegrafista que le dijera al oficial del ejército al mando que si no interrumpían los disparos de inmediato, nuestros 81 abrirían fuego contra sus tropas. Los morteros del ejército dejaron de disparar.
La noche del 20 de junio montamos una línea defensiva en el terreno elevado que daba al mar. Mi mortero estaba atrincherado cerca de una pista de polvo de coral y debía iluminar o disparar proyectiles de gran potencia en la zona. Otras armas de la sección cubrían el sector de la compañía que daba al mar.
Antes habíamos visto y oído una especie de cohete de aspecto extraño que los japoneses lanzaron desde enfrente de nuestro sector. Los proyectiles se pudieron ver con claridad mientras ascendían con un sobrecogedor chillido. La mayoría hicieron explosión en el área del 8.º de marines. Aquellas cosas sonaban como enormes bombas. Se pidió que todo sanitario disponible ayudara con las bajas que habían ocasionado esas explosiones.
Los japoneses que se encontraban en Okinawa disponían de una unidad de mortero Spigot de 320 mm preparada para disparar un proyectil de 675 libras. Los estadounidenses se encontraron por primera vez con esta imponente arma en Iwo Jima. No sé si lo que vimos abrir fuego varias veces durante el último día o dos en Okinawa era un mortero Spigot, pero fuera lo que fuera se trataba de una arma de sonido aterrador que causaba grandes daños.
La noche se convirtió en una larga serie de tiroteos con los japoneses, que merodeaban por todas partes. Oímos que alguien se acercaba por la carretera, el coral crujía bajo sus pies. En aquella noche oscura como boca de lobo, un nuevo reemplazo disparó su carabina dos veces y pidió la contraseña a gritos. Alguien se rio y varios enemigos comenzaron a disparar hacia nosotros mientras pasaban corriendo por la carretera. Una bala pasó silbando a mi lado y golpeó el cilindro de hidrógeno de un lanzallamas que estaba situado a un lado de la trinchera adyacente. El cilindro agujerado emitió un agudo sonido sibilante.
—¿Esa cosa va a estallar? —pregunté con inquietud.
—No, sólo le han dado al tanque de hidrógeno. No se inflamará —me aseguró el servidor del lanzallamas.
Podíamos oír cómo los zapatos con tachuelas de los soldados enemigos golpeaban la carretera hasta que una mortal ráfaga de disparos de otros marines de la Compañía K acabó con ellos. Mientras los registrábamos a la mañana siguiente, me fijé en que todos llevaban arroz cocido en su fiambrera de campaña (todas acribilladas).
Otros japoneses nadaban por el mar, a poca distancia de la costa. Los divisamos a la luz de las bengalas. Una línea de marines que se encontraba detrás de un muro de piedra en la playa disparó contra ellos. Uno de nuestros hombres subió corriendo desde el muro para buscar más munición de carabina.
—Vamos, Mazo. Es como en Lexington y Concord.
—No, gracias. Estoy muy cómodo en mi agujero.
Volvió a bajar al muro y continuaron disparando toda la noche.
Justo antes del amanecer, oímos explotar un par de granadas enemigas. Unos japoneses chillaron y gritaron como locos en el lugar donde uno de nuestros cañones de 37 mm se había atrincherado, al otro lado de la carretera, para cubrir el valle por el frente. Resonaron unos disparos y después llegaron gritos desesperados y maldiciones.
—¡Sanitario!
Luego silencio. Un nuevo sanitario que se había unido a nosotros hacía poco empezó a dirigirse hacia la llamada de socorro, pero le dije:
—Espera, Doc. Iré contigo.
No estaba siendo heroico. Estaba bastante asustado. Pero conociendo la propensión del enemigo a la perfidia, pensé que alguien debería acompañarlo.
—Espere, Mazo. Podrían necesitarlo en el mortero. Vaya, Doc, y tenga cuidado —dijo un suboficial. Unos minutos después, añadió—: Muy bien, Mazo, vaya si quiere.
Cogí mi Tommy y seguí al sanitario. Estaba acabando de vendar a uno de los marines heridos de la dotación del cañón de 37 mm cuando yo llegué. Otros marines se estaban acercando para ver si podían ayudar. Varios hombres habían resultado heridos cuando dos oficiales enemigos subieron sigilosamente por la ladera empinada, lanzaron granadas en el emplazamiento del cañón y saltaron blandiendo los sables samurais. Un marine había parado un sablazo con la carabina. Entonces su compañero le había disparado al oficial nipón, que cayó de espaldas ladera abajo. El golpe de sable le había amputado un dedo y se había hundido en el guardamanos de caoba de la carabina.
El segundo oficial japonés yacía muerto de espaldas, junto a la rueda del cañón de 37 mm. Llevaba uniforme de gala con guantes blancos, lustrosas polainas de cuero, cinturón Sam Browne e insignias de campaña en el pecho. No quedaba nada de su cabeza de nariz para arriba: sólo una masa de cráneo machacado, sesos y pulpa ensangrentada. Un mugriento marine con una expresión aturdida se alzaba sobre el japonés. El marine tenía un pie plantado con firmeza en el suelo, a cada lado del cuerpo del oficial enemigo, sostenía su fusil por el guardamano y lenta y mecánicamente lo subía y lo bajaba, como si fuera un desatascador. Yo me estremecía cada vez que bajaba produciendo un nauseabundo sonido. Había sesos y sangre por todo el fusil, las botas y las polainas de lona del marine, además de en la rueda del cañón de 37 mm.
Era evidente que el marine estaba en un completo estado de choque. Lo cogimos por los brazos con cuidado. Uno de sus compañeros ilesos apartó el fusil manchado de sangre.
—Vamos a sacarte de aquí, amigo.
El pobre tipo respondió como un sonámbulo mientras se lo llevaban con los heridos, que para entonces estaban en camillas. El hombre que había perdido el dedo aferraba el sable japonés con la otra mano.
—Me voy a quedar con este cabrón de souvenir.
Llevamos a rastras al maltrecho oficial enemigo hasta el borde del emplazamiento del cañón y lo hicimos rodar colina abajo. Repleto de violencia, estupor, sangre, carnicería y sufrimiento, esta era la clase de incidente que debería presenciar todo aquel que se haga alguna falsa ilusión sobre la gloria de la guerra. Fue tan salvaje y brutal como si el enemigo y nosotros fuéramos bárbaros primitivos más que hombres civilizados.
Más tarde, aquel mismo día, 21 de junio de 1945, nos enteramos de que el alto mando había declarado la isla asegurada. Cada uno recibimos dos naranjas frescas con los saludos del almirante Nimitz. Así que me comí las mías, me fumé una pipa y contemplé el precioso mar azul. El sol danzaba sobre el agua. Tras ochenta y dos días con sus noches, no podía creer que Okinawa por fin hubiera terminado. Estuve tentado de relajarme y pensar que subiríamos a un barco de inmediato para reposar y recuperarnos en Hawái.
—Eso es lo que se rumorea, chicos. La pura verdad. Nos vamos a Waikiki —dijo un compañero sonriendo.
Sin embargo, la larga serie de dificultades que componían nuestro pan de cada día en una compañía de fusiles me hizo tener dudas. Mi intuición se confirmó poco después.
—Pónganse el equipo, comprueben las armas. Volvemos al norte. Limpiarán la zona de cualquier japo que siga oponiendo resistencia. Enterrarán a todos los enemigos muertos. Recuperarán equipo estadounidense y enemigo. Todos los casquillos de más de un calibre 50 se recogerán y se colocarán en montones ordenados. Preparados para partir.
Una última tarea
Si esta fuera una novela sobre la guerra, o si yo fuera un narrador de ficción, encontraría un modo romántico de terminar este relato mientras contemplaba esa magnífica puesta de sol desde los acantilados del extremo sur de Okinawa. Pero esa no fue la realidad a la que tuvimos que hacer frente. A la Compañía K aún le quedaba un trabajo desagradable más que desempeñar.
Para las tropas cansadas de combatir, agotadas tras una campaña de ochenta y dos días, encargarse de aquella limpieza supuso una noticia deprimente. Lo menos que se podría decir es que el asunto nos alteró los nervios. Los enemigos con los que nos encontramos eran los resistentes más duros y vendían sus vidas lo más caras posibles. Fugitivos de la ley de los promedios, estábamos nerviosos e inquietos. Un hombre podía sobrevivir a Gloucester, Peleliu y Okinawa sólo para que le disparase un japonés fanático y rezagado escondido en una cueva. Nos resultó difícil aceptar esa orden. Pero lo hicimos… con desaliento. Sin embargo, enterrar a los enemigos muertos y recuperar casquillos y equipo en el campo de batalla fue el colmo para nuestra decaída moral.
—Por el amor de Dios, ¿por qué rayos tenemos que enterrar a estos apestosos cabrones después de haberlos matado? Dejemos que la maldita gente de retaguardia los huela. No tuvieron que luchar contra ellos.
—Caray, recoger casquillos. Es la orden más estúpida y absurda que he oído nunca.
Nuestro deber era combatir, pero a nuestro entender enterrar enemigos muertos y limpiar el campo de batalla no era una labor para las tropas de infantería. Nos quejamos y refunfuñamos con amargura. Suponía la máxima humillación para hombres que habían luchado tan duro y tanto tiempo, y que habían ganado. Estábamos furiosos y frustrados. Por primera vez, vi a varios de mis compañeros veteranos negarse rotundamente a obedecer una orden. Si algunos de nosotros no los hubiéramos convencido para que dejaran de discutir acaloradamente con un suboficial, los habrían sancionado con severidad por insubordinación.
Nunca olvidaré que tuve que engatusar, reñir y rogar a dos amigos veteranos para que se callaran y cumplieran las órdenes mientras soltaba mi pala de la mochila. Agotados, nos encontrábamos en un campo de caña de azúcar pisoteado junto al cadáver hinchado de un japo. Mis dos amigos eran hombres con tres campañas a sus espaldas y que habían desempeñado una labor extraordinaria en combate, pero ya no podían aguantar más. No tenían la más mínima intención de enterrar a ningún japonés apestoso, no señor. Sin embargo, al final me impuse justo cuando Hank Boyes se acercó con rostro adusto y gritándoles que se pusieran manos a la obra.
Así que nos arrastramos de regreso al norte. Maldijimos a cada enemigo muerto que tuvimos que enterrar. (Simplemente les echábamos tierra encima con las palas para hacer trincheras). Maldijimos cada casquillo «de más de un calibre 50» que recogimos para colocarlos «en montones ordenados». Nunca antes nos alegramos más de contar con el apoyo de nuestros carros de combate. Los tanques lanzallamas, en particular, resultaron muy eficaces para obligar a salir de sus cuevas a japoneses problemáticos[63]. Por suerte, sufrimos pocas bajas.
Pocos días después nos reunimos en un campo abierto y rompimos filas para esperar más órdenes. Hacía calor, así que todos nos quitamos las mochilas, nos sentamos en los cascos, bebimos un poco de agua y nos fumamos un cigarrillo. Un suboficial nos indicó que íbamos a estar allí varias horas, así recibimos la orden de ponernos a comer.
Al final de la batalla, tres agotados servidores de mortero de la compañía K: (de izquierda a derecha) John Redifer, Vincent Santos y Gene Farrar.
Un amigo y yo nos dirigimos a una pequeña zona boscosa que había cerca del campo para comer nuestras raciones K a la sombra. Entramos en un lugar totalmente intacto que se asemejaba a un parque natural: pinos bajos y gráciles proyectaban densas sombras y en las rocas y riberas crecían helechos y musgo. Hacía una temperatura agradable y el olor a pino fresco impregnaba el aire. Milagrosamente, no presentaba ni un solo indicio de guerra.
—Vaya, este sitio es precioso, ¿verdad, Mazo?
—Parece irreal —apunté mientras me quitaba la mochila y me sentaba en el blando musgo verde junto a grupo de elegantes helechos.
Cada uno comenzó a calentar una taza de agua para hacer café instantáneo. Saqué mi preciada lata de jamón curado que había conseguido mediante un intercambio con un hombre del puesto de mando. (Él se la había robado a un oficial). Nos recostamos en medio del fresco silencio. La guerra, la disciplina militar y otras realidades desagradables parecían encontrarse a un millón de millas. Por vez primera en meses, comenzamos a relajarnos.
—Muy bien, muchachos. Salgan. ¡Vamos! ¡Vamos! Vengan aquí —ordenó un suboficial, la autoridad resonaba en cada una de sus palabras.
—¿La compañía se va ya? —preguntó mi amigo sorprendido.
—No, pero ustedes sí.
—¿Por qué?
—Porque esto es zona prohibida para los soldados rasos —respondió el suboficial mientras se giraba y señalaba un grupo de oficiales que masticaban sus raciones a la vez que entraban tranquilamente en nuestro recién encontrado santuario.
—Pero no les estorbamos —protesté.
—Salgan y cumpla las órdenes.
Dicho sea en su honor, el suboficial parecía solidarizarse con nosotros y daba la impresión de que sentía el peso de esa desagradable tarea. Recogimos con resentimiento nuestras raciones a medio comer y nuestro equipo, regresamos al sol y nos dejamos caer en el campo polvoriento.
—Una estupidez, ¿no?
—Sí —contesté—, ni siquiera debemos estar cerca de esos oficiales. Los enfrentamientos en esta maldita isla ya han terminado. Los oficiales han empezado a acobardarse otra vez y a decir gilipolleces. Ayer, mientras el tiroteo todavía estaba en marcha, estaban a partir un piñón con los soldados rasos.
Nuestras quejas se vieron interrumpidas por el sonido de un disparo de fusil. Un marine al que conocía muy bien retrocedió tambaleándose y cayó al suelo. Su compañero soltó su fusil y corrió hacia él, seguido de muchos más. El chico estaba muerto, su amigo le había disparado en la cabeza. El otro hombre había pensado que el fusil estaba descargado cuando su joven amigo se había puesto frente él y había colocado jugando el pulgar sobre la boca del arma.
—Aprieta el gatillo. Apuesto a que no está cargado.
Apretó el gatillo. El fusil cargado disparó y lanzó una bala que atravesó la cabeza de su mejor amigo. Ambos habían violado la regla fundamental: «No apuntes un arma a nada a lo que no pienses dispararle».
El rostro del hombre reflejó conmoción y consternación desde ese momento hasta que dejó la compañía un par de semanas después. Oímos que tenía que hacer frente a un consejo de guerra general y una probable pena de prisión. Pero su peor castigo era vivir con el horror de haber matado a su mejor amigo jugando con un arma cargada.
Mientras la compañía seguía sentada en el campo, a cinco o seis hombres y a mí nos dijeron que cogiéramos nuestro equipo y siguiéramos a un suboficial hasta unos camiones. Debíamos ir al norte, a un emplazamiento en el que nuestra división montaría un campamento de tiendas de campaña después de completar la limpieza en el sur. Nuestra labor consistía en descargar y vigilar el equipo de la compañía.
Nos inquietaba separarnos de la compañía, pero fue una buena misión. Durante el largo y polvoriento viaje en camión hacia la península de Motobu, pasamos por algunas áreas en las que habíamos luchado. Casi no pudimos reconocerlas: las habían transformado con pistas, campamentos de tiendas de campaña y depósitos de suministros. El número de tropas de servicio y la cantidad de equipamiento nos resultaban increíbles. Caminos embarrados o senderos cubiertos de coral ahora eran limpias pistas con vehículos circulando de un lado a otro y policías militares en cuidados caquis dirigiendo el tráfico. A lo largo de nuestra ruta se extendían campamentos de tiendas de campañas, cobertizos prefabricados y enormes parques de vehículos.
Habíamos regresado a la civilización. Habíamos salido del abismo una vez más. Resultaba excitante. Cantamos y silbamos como niños hasta que nos dolieron los costados. A medida que nos dirigíamos al norte, la campiña se volvió hermosa. La mayor parte parecía no haber sido tocada por la guerra. Por fin, nuestro camión se metió en un patatal a poca distancia de unos altos acantilados que daban al mar y a una pequeña isla que nuestro conductor nos dijo que se llamaba Ie Shima.
El terreno que rodeaba nuestro futuro campamento estaba intacto. Descargamos el equipo de la compañía del camión. El conductor nos había conseguido latas de agua de cinco galones. Nos habían suministrado muchas raciones K. Levantamos un campamento. El cabo Vincent estaba al mando, y nos alegrábamos. Era un tipo sensacional y un veterano de la Compañía K.
Pasamos varios días tranquilos y libres de preocupaciones disfrutando del sol durante el día y montando guardias de un centinela por la noche. Éramos como niños de acampada. El miedo y el terror habían quedado atrás.
Nuestro batallón vino unos días después. Todo el mundo se puso a trabajar en serio para completar el campamento. Se montaron tiendas en forma de pirámide, se cavaron zanjas de desagüe, nos trajeron catres plegables y sacos de dormir, y se levantó un comedor de lona. Todos los días regresaban viejos amigos de los hospitales; algunos estaban fuertes como robles pero otros mostraban los efectos de sólo una recuperación parcial de sus graves heridas. Para nuestra indignación, los rumores de que íbamos a Hawái se desvanecieron. Sin embargo, el alivio que sentíamos porque el largo suplicio de Okinawa por fin había terminado era indescriptible.
Había muy pocas caras conocidas. Sólo quedaban veintiséis veteranos de Peleliu de los que habían desembarcado con la compañía el 1 de abril. Y dudo que hubiera diez veteranos siquiera que se hubieran librado de resultar heridos en un momento u otro en Peleliu u Okinawa. Las bajas estadounidenses totales fueron de 7613 muertos y desaparecidos y 31 807 heridos en acción. Las bajas neuropsiquiátricas, «no producidas en combate», ascendieron a 26 221 (probablemente más que en ninguna otra batalla previa del teatro del Pacífico). Esta segunda cifra tan alta se atribuye a dos causas: las concentraciones de fuego de artillería y mortero que los japoneses lanzaron sobre las tropas estadounidenses, y que fueron las más intensas que se sufrieron en el Pacífico, y los enfrentamientos prolongados y de cerca contra un enemigo fanático.
Los marines y el personal médico de la armada sufrieron unas bajas totales de 20 020 muertos, heridos y desaparecidos.
Los datos de bajas japonesas son confusos. No obstante, en Okinawa se contaron 107 539 enemigos muertos. Aproximadamente 10 000 tropas enemigas se rindieron y unas 20 000 fueron selladas en cuevas o enterradas por los propios japoneses. Incluso careciendo de cálculos exactos, en última instancia la guarnición enemiga, salvo raras excepciones, fue aniquilada. Por desgracia, aproximadamente 42 000 civiles de Okinawa se vieron atrapados entre los dos ejércitos enemigos y perecieron debido al fuego de artillería y a los bombardeos.
La 1.ª División de marines sufrió cuantiosas bajas en Okinawa. Oficialmente, perdió 7665 hombres entre muertos, heridos y desaparecidos. También se produjo un número indeterminado de bajas entre los reemplazos cuyos nombres nunca llegaron a figurar en la lista de una unidad. Teniendo en cuenta que la mayoría de las bajas se produjeron en los tres regimientos de infantería de la división (unos 3000 efectivos en cada uno), es evidente que las compañías de fusiles soportaron la mayor parte del embate, como había sucedido en Peleliu. Las pérdidas de la división de 6526 hombres en Peleliu y 7665 en Okinawa suman un total de 14 191. Estadísticamente, las unidades de infantería habían sufrido más de un 150 por ciento de bajas a lo largo de las dos campañas. Los pocos hombres que, como yo, nunca resultaron heridos pueden afirmar con justificación que sobrevivieron al abismo de la guerra como fugitivos de la ley de los promedios[64].
Se había terminado
A medida que acabábamos de levantar nuestro campamento, comenzamos a intentar relajarnos tras la extenuante campaña. Algunos de los veteranos de Gloucester volvieron a casa casi de inmediato y llegaron reemplazos. Circuló el alarmante rumor de que a continuación atacaríamos Japón, con una cifra esperada de bajas de un millón de estadounidenses. Nadie quería hablar de ello.
El 8 de agosto oímos que se había lanzado la primera bomba atómica sobre Japón. Durante una semana abundaron los comentarios sobre una posible rendición. Entonces, el 15 de agosto de 1945, la guerra terminó.
Recibimos la noticia con incredulidad contenida, unida a una inefable sensación de alivio. Pensábamos que los japoneses no se rendirían nunca. Muchos se negaron a creerlo. Sentados en silencio, anonadados, recordamos a nuestros muertos. Tantos muertos. Tantos lisiados. Tantos futuros brillantes relegados a las cenizas del pasado. Tantos sueños perdidos en la locura que nos había envuelto. Salvo por unos cuantos gritos de júbilo muy aislados, los supervivientes del abismo nos quedamos sentados en silencio y con los ojos hundidos, tratando de imaginar un mundo sin guerra.
La 1.ª División de marines se trasladó al norte de China en septiembre como fuerza de ocupación; el 5.º de marines fue a la fascinante y antigua ciudad de Pekín. Tras unos cuatro meses y medio allí, volví a Estados Unidos.
Mi felicidad no tuvo límite cuando me enteré de que estaba previsto que me embarcara rumbo a casa. Había llegado el momento de despedirme de los viejos amigos del K/3/5. Cortar los lazos formados en dos campañas resultó doloroso. Una de las mejores y más famosas divisiones ofensivas de élite de Estados Unidos había sido mi hogar durante un período de extrema adversidad. En el frente, sin nada entre nosotros y el enemigo salvo espacio (y bien poco por cierto), habíamos forjado un vínculo que el tiempo no lograría borrar. Éramos hermanos. Partí con una sensación de pérdida y tristeza, pero el K/3/5 siempre formará parte de mí.
Resulta irónico que la trayectoria de nuestra compañía sea tan extraordinaria pero que tan pocos individuos recibieran condecoraciones al valor. Se daban pruebas de bravura poco frecuente tan a menudo que en gran parte pasaba desapercibida. Era de esperar. Sin embargo, a casi todos los hombres de la compañía se les concedió el Corazón Púrpura. El hecho que tuviera la fortuna de ser una de las pocas excepciones sigue asombrándome.
La guerra es brutal, ignominiosa y una terrible destructora. El combate deja una marca indeleble en aquellos que se ven obligados a soportarlo. Los únicos factores positivos fueron el increíble coraje de mis compañeros y su dedicación mutua. El entrenamiento del cuerpo de marines nos enseñó a matar de manera eficiente y a intentar sobrevivir. Pero también nos enseñó lealtad mutua… y afecto. Ese espíritu de equipo nos mantuvo en pie.
Hasta que llegue el milenio y los países dejen de intentar esclavizar a los demás, será necesario que aceptemos nuestras responsabilidades y estemos dispuestos a hacer sacrificios por nuestro país: como lo hicieron mis compañeros. Como solían decir las tropas: «Si el país es lo bastante bueno para vivir en él, es lo bastante bueno para luchar por él». El privilegio conlleva responsabilidad.
—oOo—