El asalto
Las lluvias se volvieron tan intensas que a veces casi no podíamos ver a nuestros compañeros de la trinchera de al lado. Teníamos que achicar el foso de nuestro mortero y las trincheras durante y tras cada aguacero.
Snafu y yo cavamos una trinchera cerca del foso del mortero y situamos trozos de cajones de munición de madera cruzados sobre unos topes en la arcilla embarrada del fondo. En un extremo de esta trinchera, más allá de las tablas, cavamos un sumidero. Durante un día o dos, a medida que las aguas superficiales afluían a nuestra trinchera y pasaban por debajo de las tablas, nosotros achicábamos el sumidero con una lata de raciones. Sin embargo, los aguaceros ininterrumpidos encharcaron tanto la tierra que el agua entraba por los cuatro lados de la trinchera como si fuera un colador. Entonces tuvimos que utilizar un casco desechado para achicar el sumidero, porque la lata de raciones no podía sacar agua lo bastante rápido.
El suelo de tablas nos mantenía a salvo del agua y el barro, siempre y cuando achicásemos con la suficiente diligencia. Como la necesidad agudiza el ingenio, «reinventamos» el equivalente a los pasos de tablones que se solían utilizar en las trincheras inundadas en la primera guerra mundial. Naturalmente, los pasos de tablones que aparecían en fotografías y descripciones entre 1914 y 1918 en Flandes muchas veces se prefabricaban. El pequeño suelo de tablas que pusimos en nuestro hoyo cumplía la misma función.
Al final, los constantes disparos provocaron que la placa de la base de mi mortero hundiera los trozos de madera que le servían de apoyo en el fondo del foso. No podíamos ajustar la mira del arma debidamente. Sacamos el mortero del barro y luego era cuestión de emplazarlo en alguna base más firme en el foso o fuera en la superficie. La segunda posibilidad habría supuesto una muerte segura debido al bombardeo enemigo, así que teníamos que conseguir algo mejor a toda prisa.
A alguien se le ocurrió la brillante idea de levantar un «punto de apoyo» en el que apoyar la placa de la base. Así que cavamos un hoyo profundo y cuadrado más grande que la base del fondo del foso y lo cubrimos de tablas. Luego vaciamos varios cascos llenos de gravilla de coral que encontramos al lado de la vía férrea. Situamos la base del mortero en el coral, volvimos a ajustar la mira del arma y no tuvimos más problemas. Supongo que los otros dos pelotones de nuestra sección de morteros aseguraron las bases de sus armas del mismo modo.
La infantería nipona mantuvo su actividad e intentó infiltrarse en nuestras líneas cada noche, a veces con éxito. Más o menos entonces, Snafu cumplió la amenaza que había proferido contra el puesto de mando en Peleliu sobre cualquier enemigo que se dirigiera hacia el puesto de mando de la Compañía K. Una noche, en Peleliu, después de retirarnos del frente, Snafu disparó a dos japoneses con su Thompson. Había matado a uno y herido de muerte al otro. Un sargento obligó a Snafu a enterrar al soldado muerto. Snafu se opuso enérgicamente porque afirmó, y con razón, que si no le hubiera disparado a los japoneses estos habrían seguido adelante hasta llegar al puesto de mando de la compañía. El sargento repuso que tal vez fuera cierto, pero que había que enterrar el cadáver y que puesto que Snafu le había disparado debía enterrarlo. Snafu prometió que nunca le dispararía a otro soldado enemigo que fuera camino del puesto de mando.
Un día, mientras rayaba el alba con una fina niebla y un fuerte aguacero, Snafu me despertó de lo más parecido al sueño que se podía lograr en ese lamentable lugar exclamando:
—¡Alto, ¿quién va? Contraseña!
Aquello me sacó del estupor provocado por la fatiga y vi la cara de Snafu recortada contra el cielo gris. La lluvia caía en grandes chorretones de su casco y las gotas que colgaban en el extremo de cada pelo de su poblada barba atrapaban la tenue luz como si fueran cuentas de cristal. Agarré rápidamente la Tommy que tenía en el regazo mientras él levantaba su revólver del 45 y apuntaba hacia dos figuras borrosas que avanzaban a grandes zancadas a unos veinte metros de distancia. La visibilidad era escasa por la débil luz, la neblina y la lluvia. No habría sabido decir mucho de las dos imprecisas figuras aparte de que llevaban cascos estadounidenses. Al oír el alto de Snafu, los dos hombres apretaron el paso en lugar de detenerse e identificarse.
—¡Alto o disparo! —gritó.
Los dos se lanzaron hacia la vía férrea tan rápido como pudieron por el terreno resbaladizo. Snafu descargó varios disparos con su 45 pero falló. Poco después oímos estallar un par de granadas en el tendido del ferrocarril. A continuación, un compañero gritó que sus granadas habían matado a unos japoneses. El amanecer llegó rápidamente, así que nos acercamos al terraplén del ferrocarril para preguntar qué había ocurrido.
Cuando Snafu y yo llegamos a la trinchera situada junto al terraplén de la vía férrea, encontramos dos francotiradores de los marines que sonreían. Las explosiones de las granadas habían despertado del susto a los marines que dormían secos bajo la lona en el puesto de mando de la compañía, y los había hecho salir bajo la lluvia. Cuando llegamos estaban regresando poco a poco a su refugio. Los saludamos con la mano, pero sólo obtuvimos miradas ceñudas a cambio.
Les echamos un vistazo a los enemigos muertos antes de volver a nuestra trinchera. Se habían puesto cascos de marine, pero por lo demás vestían uniformes nipones. A uno le había estallado una granada en la cara. No quedaba nada de esta y muy poco de la cabeza. El otro no estaba tan destrozado.
Snafu y yo regresamos a nuestro hoyo y nos instalamos justo a tiempo de ver cómo Hank se acercaba con aire amenazador procedente del puesto de mando. Por el camino se iba deteniendo en cada trinchera para averiguar quién había sido tan negligente como para dejar que unos japoneses pasaran por delante de ellos y casi llegaran al puesto de mando. Hank llegó a nuestra trinchera y nos preguntó por qué no habíamos visto pasar a los dos soldados si uno de nosotros estaba de guardia. Snafu habló de inmediato y contestó:
—Vaya, yo los vi pasar justo por aquí, pero creí que se dirigían al puesto de mando de la compañía.
No mencionó que les había dado el alto a los japoneses ni que les había disparado. Hank, que parecía estupefacto, inquirió:
—¿Qué quiere decir, Snafu?
Mi compañero se hinchó y explicó:
—¿Recuerda cuándo me hicieron enterrar a aquel japo al que le disparé en Peleliu cuando los dos se dirigían al puesto de mando?
—Sí, ¿y qué? —respondió Hank en voz baja y amenazadora.
—Bueno, pues les dije que si me hacían enterrarlo, la próxima vez que viera un japo camino del puesto de mando ¡no iba a detenerlo!
—Aaah, cierra el pico, Snafu —gruñí.
Uno no le hablaba así a un suboficial y se salía de rositas. Hank era una persona que imponía mucho y era digno del enorme respeto que sentíamos por él, pero pobre del marine que no realizara una tarea como era debido y provocara su ira. Hank nos trataba con respeto y compasión, si cumplíamos las órdenes y hacíamos todo lo que podíamos. No deseaba presenciar qué le haría a quien no actuase así, pero pensé que estaba a punto de verlo. Así que volví la cabeza y entrecerré los ojos, al igual que hicieron todos los atemorizados hombres de las trincheras que estaban lo suficientemente cerca como para oír y que estaban observando a Snafu y Hank.
No ocurrió nada. Les eché una mirada a Snafu y Hank mientras permanecían allí, fulminándose uno al otro con la mirada: un gallito mirando desafiante a una imponente águila.
—¡Más le vale que eso no vuelva a ocurrir! —exclamó Hank por fin.
Dio media vuelta y regresó al puesto de mando indignado.
Snafu refunfuñó. El resto de nosotros suspiramos aliviados. Estaba convencido de que, como mínimo, Hank le ordenaría a Snafu que enterrara a los dos japoneses de la vía férrea y que luego Snafu, como mi cabo, me ordenaría a mí participar en la cuadrilla de enterramiento como había sucedido en Peleliu. Pero no lo hizo y otra persona echó barro con una pala sobre los dos cadáveres.
Mucho después, cuando Hank dejaba la Compañía K para regresar a casa tras una extraordinaria trayectoria en tres campañas, le pregunté qué había pensado del incidente. Simplemente me miró y sonrió, pero no quiso decir nada. No obstante, su sonrisa dejó ver que respetaba a Snafu y que sabía que no era descuidado en ningún sentido, y que un oficial le hubiera ordenado que investigara el asunto.
A causa del entorno, nuestras bajas durante el punto muerto en Half Moon fueron de las más patéticas. Por supuesto, un paisaje hermoso no hacía que una herida doliera menos ni que una muerte fuera menos trágica. Pero nuestra situación allí era la más espantosa para que un hombre resultara herido o muriera.
La mayoría de las heridas eran resultado de fragmentos de proyectiles enemigos, pero a mí me parecía que sufríamos más casos de los habituales de conmociones cerebrales por explosiones de proyectiles. Era comprensible que fuera así debido a los frecuentes e intensos bombardeos a los que estábamos sometidos. Todos los heridos estaban cubiertos de barro y empapados como el resto de nosotros. Eso parecía hacer resaltar los ensangrentados apósitos de campaña que llevaban sobre las heridas y las apagadas expresiones de sorpresa y dolor que hacían que el horror de todo aquello fuera más vívido mientras los evacuábamos bajo aquella fría lluvia torrencial.
Algunos casos de conmoción podían caminar y se les ayudó a llegar y se les condujo (algunos no parecían tener muy buen sentido de la dirección) hasta la retaguardia como si fueran sonámbulos. Otros mostraban aterradas expresiones. Había unos terceros a los que conocía bien, aunque casi no podía reconocerlos, que tenían cara de idiotas. La conmoción los había dejado demasiado atontados para tener más miedo. La onda expansiva de un proyectil los había lanzado a un estado de conciencia diferente al resto de nosotros. Algunos de aquellos que no regresaron probablemente no se recuperasen nunca, sino que estuvieran condenados a permanecer en un limbo mental y pasar el resto de su vida en un hospital de veteranos como muertos vivientes.
Los casos de fatiga de combate eran angustiantes. Sus reacciones abarcaban desde un estado de apagada indiferencia, sin ser conscientes al parecer de lo que los rodeaba, a sollozar en voz baja, hasta chillar y gritar como locos. El estrés era un factor esencial al que teníamos que hacer frente en combate, cuando nos disparaban con armas ligeras y al rechazar infiltrados y asaltantes en las lluviosas noches en vela durante períodos prolongados. Sin embargo, el que nos bombardearan con tanta frecuencia durante el largo punto muerto de Shuri pareció incrementar la tensión más allá de lo que muchos marines podían soportar sin venirse abajo. Basándome en mi experiencia, de todas las dificultades y peligros que las tropas tuvimos que padecer, el fuego de artillería prolongado tendía a quebrantar psicológicamente a un hombre más que cualquier otra cosa.
Además de a los heridos, se evacuó a un número considerable de hombres a los que se describió en la lista de la unidad sencillamente como «enfermos». Algunos de ellos padecían ataques de malaria. Otros tenían fiebre, problemas respiratorios o simplemente estaban agotados y parecían haber sucumbido a los rigores de los elementos. Había numerosos casos de pulmonía. A muchos hombres no se los evacuó, a pesar de que sufrían graves dolencias como resultado de las lluvias heladas.
La mayoría teníamos graves problemas con los pies. Un soldado de infantería con los pies doloridos estaba en un estado lamentable por muy bien que estuviera en todo lo demás. A lo largo de unos catorce o quince días, aproximadamente (del 21 de mayo al 5 de junio), mis pies y los de mis compañeros estuvieron empapados y nuestras botas, cubiertas de barro pegajoso. El hecho de encontrarse en el frente y estar sometido a frecuentes bombardeos impedía que un hombre pudiera quitarse las botas para ponerse un par de calcetines secos. E, incluso si tenía calcetines secos, no había forma de limpiar y secar las botas de cuero. La mayoría nos quitamos las polainas de lona, cubiertas de barro, y nos metimos el dobladillo de los pantalones por dentro de los calcetines, pero eso no les sirvió de mucha ayuda a nuestros pies. Por consiguiente, los pies de la mayoría de los hombres estaban en muy malas condiciones.
A mí me dolían y me costaba caminar o correr. El interior de las botas me daba la sensación de estar pegajoso cuando movía los dedos para intentar calentarme los pies. La repugnante sensación de tener los pies viscosos empeoraba cada día. Mis pies doloridos se deslizaban para atrás y para delante dentro de las botas empapadas cuando caminaba o corría. Por suerte nunca se infectaron, un milagro.
Más tarde me enteré de que tener los pies doloridos a causa de una exposición prolongada al barro y al agua se llamaba tener «pie de inmersión». En la primera guerra mundial, lo llamaban a la misma afección «pie de trinchera». Para mí supuso una inolvidable sensación de suciedad personal y doloroso malestar extremos. Fue la clase de experiencia que haría que un hombre estuviera sinceramente agradecido el resto de su vida por contar con calcetines limpios y secos. Algo tan simple como tener calcetines secos parecía un lujo.
La lluvia casi constante también provocó que la piel de los dedos de mis manos presentara un extraño aspecto arrugado. Las uñas se me ablandaron. Me salieron llagas en los nudillos y en el dorso de las manos. Estas crecían un poco más cada día y me dolían cada vez que movía los dedos. Siempre me estaba arrancando las costras contra las cajas de munición y cosas por el estilo. Llagas similares habían atormentado a las tropas de combate en las campañas del Pacífico Sur y se las llamaba «hongos de la jungla» o «llagas de la jungla[53]».
El correo nos llegaba en bolsas de lona, por lo general con la munición y las raciones. Resultaba enormemente valioso para levantar la moral cuando esta empezaba a flaquear. En varias ocasiones hasta tuve que inclinarme sobre mis cartas y leer lo más rápido que pude para protegerlas de los torrentes de lluvia antes de que la tinta se corriera por el papel empapado y la letra se volviera ilegible.
La mayoría recibíamos cartas de la familia y de amigos civiles. Pero de vez en cuando nos llegaban cartas de antiguos compañeros de la Compañía K que habían regresado a Estados Unidos. Sus primeras cartas expresaban alivio por estar de nuevo con su familia y con «música, vino y mujeres». Sin embargo, después las cartas muchas veces se volvían inquietantemente amargas. Algunos expresaban el deseo de regresar si pudieran volver al antiguo batallón. Teniendo en cuenta los peligros y las dificultades por los que habían pasado aquellos hombres antes de que los enviaran a casa, y dada nuestra situación enfrente de Shuri, esta actitud nos desconcertaba.
Se expresaban, de varias formas, pero en esencia su desilusión se debía a una sensación de distanciamiento de todo el mundo, salvo sus antiguos camaradas. Aunque en Estados Unidos había racionamiento de gasolina y carne, la vida era segura y fácil. Mucha gente estaba dispuesta a invitar a un veterano de combate de la infantería de marina que llevaba insignias de campaña y estrellas de combate a una copa o a una cerveza en cualquier momento. Sin embargo, toda la buena vida y el lujo no parecían desbancar a las viejas amistades forjadas en el combate.
Se hablaba de que había especuladores de la guerra y de hombres sanos que conseguían trabajos fáciles a expensas de otros. Algunas cartas simplemente decían que la gente de Estados Unidos «no entiende de qué diablos va todo, porque lo ha tenido muy fácil». Mientras estábamos sentados en el barro, oí a más de un amigo expresar la opinión de que los civiles «lo entenderían» si los japoneses o los alemanes bombardearan una ciudad estadounidense. Algunos pensaban que habría sido buena idea si no morían civiles americanos, bastaba con que se llevaran un susto. Pero nadie quería que fuera en su ciudad natal.
Resultaba difícil creer que algunos de nuestros viejos amigos que habían deseado tanto regresar a casa nos escribieran que estaban pensando en alistarse de nuevo como voluntarios para servir en el extranjero. (Algunos llegaron a hacerlo). Estaban hartos de la guerra, pero les costaba más adaptarse a puestos civiles o a cómodos puestos militares en Estados Unidos. No pudimos entender la actitud de estos hombres hasta que nosotros mismos regresamos a casa e intentamos comprender a la gente que refunfuñaba porque Estados Unidos no era perfecto o su café no estaba lo bastante caliente o tenían que hacer cola para esperar el tren o el autobús.
A los compañeros que habían vuelto les habían dado la bienvenida con entusiasmo (como más tarde nos recibieron a aquellos que sobrevivimos). Pero la gente de casa no entendía (y al mirar hacia atrás me doy cuenta de que no podía haberse esperado que lo hiciera) lo que habíamos sufrido, lo que en nuestras mentes parecía distinguirnos para siempre de cualquiera que no hubiera estado en combate. No queríamos permitirnos caer en la autocomplacencia. Sólo deseábamos que los de casa pudieran comprender la suerte que tenían y dejaran de quejarse por inconvenientes banales.
Siegfried Sassoon, un oficial de infantería de combate inglés y poeta de la primera guerra mundial, experimentó la misma sensación al regresar a casa. Lo resumió en el siguiente verso:
Vosotros, multitudes de rostro engreído y ojos encendidos que vitoreáis al paso de los jóvenes soldados, meteos dentro de casa y rezad porque nunca tengáis que conocer el infierno adonde van la juventud y la risa[54].
El poeta podría haberse estado refiriendo tanto a Peleliu o a los barrizales delante de Shuri como a Francia en la primera guerra mundial.
A algunos de los reemplazos más jóvenes que se unieron a nosotros entonces les costó adaptarse, y no sólo al bombardeo. Eso bastaba para impresionar al veterano más fuerte, pero nuestro espantoso entorno los dejó completamente consternados. Los nombres de numerosos reemplazos de marines para las unidades de combate en Okinawa nunca se añadieron a la lista de sus unidades porque les alcanzaron antes de que el aviso de su traslado a la unidad de combate llegara al cuartel general del cuerpo de marines de Estados Unidos. Así que se los incluyó en las listas de bajas de reemplazo.
También fue habitual a lo largo de toda la campaña que les dieran a los reemplazos antes de que supiéramos siquiera cómo se llamaban. Llegaban confundidos, asustados y esperanzados, los herían o los mataban y regresaban directamente a la retaguardia por la ruta por la que habían venido, horrorizados, sangrando o rígidos. Eran figuras desamparadas que venían a la picadora de carne y salían inmediatamente de ella como niños abandonados, desconocidos y anónimos para nosotros, como libros sin leer en un estante. Nunca «pertenecieron» a la compañía ni hicieron amigos.
Naturalmente, aquellos reemplazos que recibían de inmediato la «herida del millón de dólares» en realidad tenían suerte[55].
Por lo general, nuestra comida constaba de una lata fría de raciones C y, rara vez, una taza de café caliente. Cuando podíamos hacerlo, suponía un lujo. Resultaba difícil calentar algo con nuestras pequeñas pastillas de fuego a causa de la lluvia casi constante. A veces tenía que encorvarme y proteger una lata de estofado de la lluvia porque la lata se llenaba de agua con la misma velocidad con la que me llevaba el estofado frío a la boca.
Sólo comíamos porque el hambre nos obligaba. Ningún otro estímulo podría haberme forzado a comer cuando tenía las fosas nasales tan saturadas con el olor de la descomposición que a menudo sentía náuseas. Comí poco durante ese período, pero bebía café caliente o caldo siempre que podía.
La lluvia constante hacía que se nos oxidaran las armas. La mayoría forramos la pistolera de nuestras pistolas automáticas del 45 con los forros de plástico verde que nos suministraron. Venían en largos trozos parecidos a mangas y se podían colocar sobre carabinas, fusiles y metralletas Tommy. Manteníamos una capucha de plástico sobre nuestro mortero cuando no lo usábamos. Nos habían proporcionado este forro de plástico para colocarlo sobre nosotros mismos mientras nos agachábamos para evitar que nos rociaran con gas mostaza, cosa que nunca ocurrió. Procuramos tener nuestras armas muy engrasadas y la verdad es que no nos dieron muchos problemas, teniendo en cuenta las condiciones del campo de batalla.
Las medidas sanitarias de campaña eran inexistentes debido al bombardeo y al barro. Cada hombre sencillamente utilizaba un cilindro de granada o un cartón de munición y lanzaba sus propios excrementos en el barro ya inmundo que rodeaba su trinchera.
De día el campo de batalla era un escenario horrible, pero de noche se convertía en la más atroz de las pesadillas. Los cohetes luminosos y las bengalas iluminaban la zona toda la noche pero se intercalaban momentos de escalofriante y aterradora oscuridad.
Resultaba casi imposible dormir con el barro y la fría lluvia, aunque a veces me envolvía con mi capote mojado y me quedaba dormido durante breves períodos mientras mi compañero de trinchera estaba de guardia y achicaba el hoyo. Normalmente tenías que intentar dormir estando sentado o agachado en la trinchera.
Como de costumbre, casi nunca nos atrevíamos a salir de nuestras trincheras de noche a menos que fuera para ocuparnos de los heridos o para buscar munición. Cuando una bengala o un cohete iluminaban la zona, todo el mundo se quedaba inmóvil donde estaba y luego se movía durante los breves espacios de oscuridad. Cuando el área se iluminaba con esa fantasmagórica luz verdosa, las grandes gotas de lluvia centelleaban como saetas plateadas mientras caían. Cuando soplaba un viento fuerte, parecía como si fueran casi paralelas al suelo. La luz se reflejaba en el agua sucia de los cráteres y en los cascos y armas de los vivos y los muertos.
Hice una relación mental de todos los detalles en el terreno alrededor de la posición. No había vegetación, así que mi lista estaba compuesta de los montículos y hondonadas en el terreno, las trincheras de mis compañeros, los cráteres, los cadáveres y los carros de combate y carros anfibios destrozados. Teníamos que saber dónde estaba situado todo el mundo, vivos y muertos. Si uno de nosotros disparaba contra un enemigo que estuviera infiltrándose o llevando a cabo una incursión, necesitaba saber dónde estaban sus camaradas para no darles. La ubicación y postura de cada cadáver era importante porque los infiltrados japoneses también se quedaban inmóviles cuando se encendían las bengalas de iluminación. Así podrían pasar desapercibidos entre los muertos.
Cuanto más tiempo permanecíamos en la zona, más interminables parecían volverse las noches. Llegué al estado en el que me despertaba bruscamente de mi semisueño y, si el área estaba iluminada, observaba con confianza que mi compañero estaba escudriñando el terreno en busca de algún indicio hostil. Miraba a mi alrededor, en especial detrás de nosotros, por si había problemas. Al final, antes de que nos marcháramos de la zona, con frecuencia me sobresaltaba hasta quedar semidespierto en los períodos entre los cohetes luminosos.
Imaginé que los marines muertos se habían levantado y se movían en silencio por la zona. Supongo que fueron pesadillas y que debía haber estado más dormido que despierto, o sólo embotado a causa de la fatiga. Posiblemente se tratara de alucinaciones, pero fueron extrañas y espantosas. El patrón siempre era el mismo. Los muertos se levantaban lentamente del barro y, con hombros encorvados y arrastrando los pies, deambulaban sin rumbo fijo, moviendo los labios como si intentaran decirme algo. Me esforzaba por oír lo que estaban diciendo. Parecían atormentados por el dolor y la desesperación. Sentía que me estaban pidiendo ayuda. Lo más horrible era que me sentía incapaz de socorrerlos.
En ese punto siempre me despertaba y el horror de mi sueño me dejaba con náuseas y medio enloquecido. Miraba atentamente hacia fuera de mi hoyo para ver si las silenciosas figuras seguían allí, pero no veía nada. Cuando se encendía una bengala, todo era calma y desolación, todos los cadáveres seguían en su lugar.
Entre los cráteres que se encontraban lejos del cerro, al oeste, había unos cuantos cadáveres de marines. Justo después del borde derecho de la última trinchera, el cerro caía abruptamente hasta el terreno llano y lleno de barro[56]. Junto al pie del cerro, casi directamente debajo de mí, había un cráter parcialmente inundado de unos noventa centímetros de diámetro y probablemente otros noventa de profundidad. En este cráter se encontraba el cuerpo de un marine cuyo espeluznante semblante ha permanecido inquietantemente claro en mi memoria. Si cierro los ojos, está tan vívido como si lo hubiera visto ayer.
La lastimosa figura estaba sentada de espaldas al enemigo y descansaba contra el borde meridional del cráter. Tenía la cabeza ladeada y el casco estaba apoyado contra el lado del cráter, de manera que la cara, o lo que quedaba de ella, miraba directamente hacia mí. Tenía las rodillas flexionadas y separadas. Cruzado sobre los muslos, aún aferrado entre sus manos esqueléticas, tenía un rifle oxidado. Llevaba las polainas de lona cuidadosamente sujetas por las pantorrillas y encima de las botas. El agua turbia le cubría los tobillos, pero las punteras de las botas se veían por encima. Los pantalones, el casco, el forro y el equipo parecían nuevos. No estaban salpicados de barro ni desteñidos.
Estaba seguro de que era un nuevo reemplazo. Todo en aquel hombretón se parecía mucho a un marine tomándose un descanso durante unas maniobras antes de recibir la orden de ponerse en marcha otra vez. Al parecer lo habían matado al principio de los ataques contra Half Moon, antes de que comenzaran las lluvias. Bajo el borde del casco pude ver la visera de una gorra de faena de algodón verde. Debajo de la gorra estaban los restos esqueléticos más espantosos que había visto nunca… y ya había visto demasiados.
Cada vez que miraba por encima del borde de aquella trinchera hacia el cráter, aquella cara medio desaparecida me lanzaba una mirada maliciosa acompañada de una sonrisa sarcástica. Era como si se mofara de nuestros lastimosos esfuerzos para aferrarnos a la vida. O tal vez se burlaba de la locura de la propia guerra: «Soy la cosecha de la estupidez del hombre. Soy el fruto de la hecatombe. Rogué como tú por sobrevivir, pero mírame ahora. Para los que estamos muertos ya ha terminado, pero tú debes luchar, y llevarás estos recuerdos toda tu vida. Los de casa se preguntarán por qué no puedes olvidar».
A veces durante el día observaba cómo las grandes gotas de lluvia chapoteaban en el cráter alrededor del cadáver y recordaba que, siendo niño, me habían fascinado las gotas de lluvia que salpicaban alrededor de una gran rana verde que estaba sentada en una acequia cerca de casa. Mi abuela me había dicho que los elfos provocaban pequeñas salpicaduras como esa y que se llamaban los «niños del agua». Así que me senté en mi trinchera y observé cómo los niños del agua chapoteaban alrededor del cadáver vestido de verde. Qué combinación más inverosímil. La guerra había transformado a los niños del agua en pequeños demonios necrófagos que danzaban alrededor de los muertos en lugar de pequeños elfos que danzaban alrededor de una tranquila rana. Un hombre tenía poco con lo que entretenerse en Shuri: sólo podía quedarse sentado en el barro sufriendo y asustado, temblar durante los bombardeos y dejar que su imaginación fuera a donde quisiera.
Uno de los poquísimos episodios divertidos que vi a lo largo de aquellos espantosos días tuvo lugar hacia el final del horrible punto muerto. Dos marines del otro pelotón de morteros estaban atrincherados a mi izquierda. Una mañana, con las primeras y pálidas luces del amanecer, oí un alboroto en su trinchera. Pude oír cómo apartaban un capote mientras alguien empezaba a revolverse. Surgieron gruñidos y reniegos. Forcé la vista entre la tórrida lluvia y me llevé la metralleta Tommy al hombro. Todo parecía indicar que uno o más japoneses se habían acercado sigilosamente a los cansados ocupantes de la trinchera y que estaban enzarzados en una lucha a vida o muerte. Pero yo no podía hacer nada salvo esperar y alertar a los otros hombres que se encontraban a nuestro alrededor.
El alboroto aumentó de volumen, pero yo apenas podía distinguir dos figuras oscuras forcejeando en la trinchera. No podía hacer absolutamente nada para ayudar a un compañero en peligro porque no podía identificar quién era marine y quién japonés. Ninguno de nosotros se atrevía a salir de su hoyo y acercarse a los dos combatientes. Pensé que el soldado enemigo debía haber acuchillado ya a uno de los marines y que estaba forcejeando con el otro.
Las figuras oscuras se levantaron. Estando a la misma altura, se inclinaron uno hacia el otro y se dieron puñetazos. Todas las miradas estaban clavadas en las figuras que se debatían, pero no podían ver mucho a través de la penumbra y la lluvia torrencial. Las palabras entre dientes y los reniegos se hicieron más fuertes y comprensibles y oímos:
—Imbécil, dame la tarjeta de alcance. Es mía.
Reconocí la voz de un hombre que había llegado a la Compañía K antes de Okinawa.
—No, es mía. Será mejor que me la des. Conmigo no se juega.
Esta era la conocida voz de Santos, un veterano de Peleliu. Todos dimos un respingo de sorpresa.
—Eh, muchachos, ¿qué diablos está pasando ahí? —gruñó un suboficial.
Las dos figuras que forcejeaban reconocieron la voz y dejaron de golpearse de inmediato.
—Inútiles —exclamó el suboficial mientras se acercaba a ellos—. Les estaría bien empleado si les hubiéramos pegado un tiro a los dos. Creíamos que se les había metido un japo en la trinchera.
Cada uno de los dos combatientes se quejó de que el otro era el causante de todo el problema. Para entonces ya había suficiente luz y algunos fuimos hasta su trinchera a investigar.
—¿De qué iba la pelea? —pregunté.
—De esto, por Dios. ¡Nada más que esto! —gruñó el suboficial mientras fulminaba con la mirada a los dos avergonzados ocupantes de la trinchera y me pasaba una tarjeta de alcance.
Yo no entendía por qué dos marines pelearían por una tarjeta de alcance[57]. No obstante, cuando miré la tarjeta, vi que era especial y única. Tenía estampada con lápiz de labios la marca rojo rubí de los labios de una mujer. Los hombres habían encontrado la excepcional tarjeta en un bote mientras sacaban munición para las armas la tarde anterior y habían discutido toda la noche sobre quién se la quedaría. Hacia el amanecer habían llegado a las manos por ella.
El suboficial seguía regañándolos cuando le devolví la tarjeta y regresé a mi trinchera. Todos nos partimos de risa con el episodio. A menudo me pregunté qué habría pensado aquella mujer, allá en la fábrica de munición en Estados Unidos, de los resultados de sus esfuerzos por aumentar nuestra moral.
Durante los últimos días de mayo, recibimos varios contraataques pequeños, aunque feroces, por parte de los japoneses que habían estado ocupando las cuevas situadas en la ladera opuesta al brazo izquierdo de Half Moon. Una mañana nos informaron de que un gran número de enemigos se estaba concentrando detrás de la media luna. Me ordenaron dejar el puesto de observación y regresar al foso del mortero. Descendí por el cerro y crucé el páramo maloliente y marcado por los proyectiles hasta los fosos de los morteros sin contratiempos. Una vez allí, organizamos los tres morteros de 60 mm para disparar contra la loma opuesta del brazo izquierdo de la media luna.
El patrón de tiro de los morteros se había dispuesto para cerrarles el paso a los japoneses y evitar que escaparan mientras nuestras tres armas bombardeaban el área con intensidad. Por consiguiente, tuvimos que disparar fuego graneado, registrando y cruzando la zona objetivo. Pusieron a los portamuniciones a trabajar sacando más proyectiles de gran potencia, pero yo estaba tan ocupado con mi mortero que no tenía tiempo de fijarme en ellos. El tubo se calentó muchísimo. Envolvimos la parte inferior con una chaqueta y uno de los portamuniciones vertía cascos llenos de agua de un cráter de obús sobre la tela para enfriar el tubo humeante, mientras continuábamos con el fuego graneado[58].
No sé cuántos cientos de obuses disparamos antes de que llegara la orden de interrumpir los disparos. Me zumbaban los oídos. Estaba exhausto y tenía un dolor de cabeza espantoso. Junto a cada uno de los tres fosos de mortero había una pila enorme de vainas de obuses de gran potencia vacíos y cajones de munición del gran número de proyectiles que habíamos lanzado. Estábamos deseando saber cuál había sido el resultado de nuestros disparos. Pero nuestros observadores no podían ver la zona objetivo porque se encontraba en la ladera opuesta del cerro.
Algunos días después, cuando nuestro regimiento avanzó, no atravesamos la zona objetivo, así que seguimos sin ver nuestros efectos. Sin embargo, uno de los suboficiales de la Compañía K que sí había visto el área nos dijo que había contado más de doscientos enemigos muertos. Supongo que tenía razón, porque tras nuestra descarga, los japoneses interrumpieron toda actividad a lo largo del cerro.
Shuri
La lluvia comenzó a disminuir y corrió el rumor de que atacaríamos pronto. También oímos que la principal fuerza enemiga se había retirado del frente de Shuri. Sin embargo, los japoneses habían dejado una fuerte retaguardia para luchar a muerte. Así que no podíamos esperar ninguna señal de debilidad. Se había visto a los japoneses batiéndose en retirada de Shuri al amparo del mal tiempo. Nuestros cañones navales, artillería, morteros pesados e incluso unos cuantos aviones les habían lanzado un espantoso bombardeo. Pero, con o sin retirada, Shuri no iba a caer fácilmente. Preveíamos un combate duro en cuanto el tiempo se despejara.
Una tranquila mañana, uno o dos días antes de que el 5.º de marines partiera hacia la gran ofensiva contra Shuri, varios marines del registro de tumbas llegaron a nuestra zona para recoger a los muertos. Aquellos cuerpos que ya estaban en camillas no presentaron problemas, pero los cadáveres que se pudrían en los cráteres de proyectiles y en el barro eran otra cuestión.
Nos sentamos en nuestros cascos y observamos con tristeza cómo los del registro de tumbas intentaban llevar a cabo su macabra tarea. Cada uno iba equipado con largos guantes de goma y un largo palo con una hoja dura pegada en el extremo (como una enorme espátula). Tendían un capote junto a un cadáver, luego colocaban los palos bajo el cuerpo y lo hacían rodar sobre el capote. A veces hacían falta varios intentos y nos estremecíamos cuando un cadáver se deshacía. Había que empujar las extremidades o la cabeza dentro del capote como si fueran trozos de basura. Sentimos compasión por los hombres del registro de tumbas. Al mover los cadáveres, el hedor de la carne en descomposición empeoró (si eso era posible).
Al parecer, el enemigo había retirado tantos cañones y tropas de Shuri que el bombardeo sobre nuestra zona prácticamente se había detenido. Una deprimente llovizna comenzó de nuevo. Casi cayéndome de cansancio, decidí aprovechar la calma. Extendí una camilla sin usar, la coloqué sobre unas tablas, me tendí de espaldas y me cubrí la cabeza y el cuerpo con el capote. Era la primera vez en dos meses —desde que dejé mi litera a bordo del barco el 1 de abril (el día D)— que había podido tumbarme sobre otra cosa que no fuera suelo duro o barro. La camilla parecía una cama de lujo y el capote me protegía por completo de la lluvia salvo por los tobillos y las botas. Por primera vez en unos diez días, caí en un profundo sueño.
No sé cuánto tiempo dormí, pero después de un rato me di cuenta de que me levantaban. Al principio pensé que estaba soñando, pero entonces me desperté del todo y comprendí que alguien había cogido la camilla. Me quité el capote de encima, me bajé de la camilla de un salto, di media vuelta y vi a dos marines limpios y bien afeitados mirándome asombrados.
Varios de mis mugrientos compañeros, que estaban sentados en cuclillas sobre sus cascos embarrados allí cerca, comenzaron a reírse. Los dos desconocidos eran del registro de tumbas. Habían levantado la camilla pensando que sólo era otro cadáver cubierto con un capote. Nunca se les ocurrió que no era más que un marine agotado tratando de echar una cabezada en una cómoda camilla y que se había cubierto para resguardarse de la lluvia. Sonrieron cuando cayeron en la cuenta de lo que había ocurrido. Acusé a mis compañeros de decirles a los dos hombres que cogieran mi camilla, pero ellos simplemente se rieron y me preguntaron por qué mi sueñecito había terminado de forma tan repentina. El episodio me dejó una sensación inquietante, pero mis amigos se divirtieron muchísimo.
El 28 de mayo amaneció sin lluvia y nos preparamos para atacar más avanzada la mañana. Aproximadamente a las 10:15, atacamos hacia el sur contra fuego de ametralladora y mortero de largo alcance. Estábamos eufóricos porque la oposición fuera tan leve y brillara el sol. Ese día incluso avanzamos varios cientos de metros, todo un logro en ese sector.
Moverse por el barro todavía resultaba difícil, pero todos nos alegrábamos de salir de aquel apestoso vertedero seminundado que rodeaba Half Moon. Esa noche nos enteramos de que proseguiríamos el ataque al día siguiente, dirigiéndonos directamente contra el cerro Shuri.
El 29 de mayo, más o menos a media mañana, el 3/5 atacó Shuri con la Compañía L a la cabeza y las compañías K e I siguiéndolos de cerca. Antes, aquella mañana, la Compañía A del 1.er Batallón del 5.º de marines había llevado a cabo un ataque en dirección este hacia las ruinas de la fortaleza de Shuri y había izado la bandera confederada. Cuando nos llegó la noticia de que habían enarbolado la bandera de los Estados Confederados sobre el mismo corazón de la resistencia nipona, todos los sureños vitoreamos. Los yanquis que había entre nosotros refunfuñaron y los del Oeste no supieron qué hacer. Más tarde nos enteramos de que se había izado sobre la fortaleza de Shuri la bandera de Estados Unidos que había ondeado sobre Guadalcanal, un digno tributo a los hombres de la 1.ª División de marines, que tuvo el honor de ser la primera en entrar en la ciudadela japonesa[59].
Recogiendo suministros lanzados desde aviones en el cerro Shuri después de que el barro impidiera el desplazamiento por tierra. Fotografía del USMC.
Todos sentimos una gran sensación de triunfo esa noche mientras nos atrincherábamos en algún lugar en los alrededores de la fortaleza de Shuri. La tropa tenía plena conciencia de su importancia estratégica para el desarrollo de la campaña.
A pesar de que todo el lugar estaba en ruinas, pudimos apreciar que la zona que rodeaba la fortaleza de Shuri había sido imponente y pintoresca antes de que el ininterrumpido bombardeo estadounidense la hubiera destruido. La fortaleza propiamente dicha era un desastre y no podía hacerme mucha idea de cómo era su antiguo aspecto. Se había tratado de un antiguo edificio de piedra rodeado de un foso y de lo que parecían haber sido terrazas y jardines. Mientras atravesábamos los escombros con cuidado, estudié la cantería, las tenazas y los tocones de árboles ennegrecidos y destrozados. Pensé que en su día debía haber sido un bonito lugar.
Esa noche nos atrincheramos sabiendo que aunque por fin nos encontrábamos en la fortaleza de Shuri, todavía había japoneses fuertemente atrincherados al norte de nosotros en la quebrada de Wana, al este y al sur. Para muchos de la tropa, las líneas eran tremendamente confusas, y suponíamos que el enemigo podía echársenos encima desde casi cualquier dirección. Sin embargo, permanecieron tranquilos durante la noche, salvo por los habituales infiltrados.
Atacamos de nuevo al día siguiente, y sufrimos un terrible bombardeo. Nuestra localización me tuvo completamente confundido durante varios días y no puedo aclararla ahora en mi mente ni siquiera tras estudiar las notas y referencias de que dispongo.
Al anochecer de uno de esos últimos días de mayo, nos trasladamos a un cerro embarrado y nos dijeron que nos atrincheráramos en la cima. Uno de los tres pelotones de morteros de 60 mm debía montar su arma abajo, detrás del cerro, pero a mi pelotón y al otro nos ordenaron que nos atrincheráramos a lo largo de la cima del cerro y que hiciéramos de fusileros durante la noche. El tiempo empeoró otra vez y comenzó a llover.
Mac, el jefe de nuestra sección de morteros, no estaba por ninguna parte. Pero Duke, que había sido el jefe de nuestra sección en Peleliu y que para entonces estaba al mando de la sección de morteros de 81 mm del batallón, llegó para hacerse cargo. Le ordenó a un suboficial que nos hiciera cavar trincheras para dos hombres a cinco metros de separación. Mi compañero bajó por el cerro para conseguir munición y comida mientras yo me preparaba para cavar.
El cerro tenía unos treinta metros de altura y era bastante empinado; nosotros nos encontrábamos en una cima estrecha. Varias mochilas japonesas, cascos y más equipo estaban desperdigados por la cima. Por el aspecto de la tierra embarrada, el lugar había sufrido un intenso bombardeo durante mucho tiempo. El cerro era un lugar asqueroso. Nuestra artillería debía haber matado japoneses allí, porque el aire estaba viciado a causa del olor a carne en descomposición. Era como regresar a la colina Half Moon. Lejos, por delante de nosotros, en dirección sur, sólo podía entrever a través de la creciente penumbra y la cortina de lluvia el valle cubierto de barro de debajo.
Los hombres que se estaban atrincherando a ambos lados de mí maldecían el hedor y el barro. Comencé a mover el pesado y pegajoso barro con mi pala para marcar la extensión de la trinchera antes de cavar más hondo. Había que golpear la pala para despegar cada palada porque la tierra parecía pegamento. Estaba completamente agotado y pensaba que las fuerzas me fallarían a la siguiente palada.
Arrodillado en el barro, no había profundizado el hoyo más de quince o veinte centímetros cuando el olor a carne en descomposición empeoró. No se podía hacer nada salvo seguir cavando, así que cerré la boca e inhalé con respiraciones cortas y poco profundas. Otra palada de tierra liberó una masa de gusanos retorciéndose que brotaban como si los que se encontraban debajo los estuvieran empujando. Solté un juramento y, cuando el suboficial vino, le expliqué en qué cochinada estaba cavando.
—Ya lo oyó, dijo que pusieran los hoyos a cinco metros de distancia.
Asqueado, clavé la pala en la tierra, saqué los gusanos y los lancé hacia abajo por la parte delantera del cerro. La siguiente palada desenterró botones y pedazos de tela de una chaqueta del ejército japonés enterrada en el barro… y otra masa de gusanos. Seguí adelante. Con el siguiente golpe, el metal golpeó el esternón de un cadáver japonés podrido. Me quedé mirando horrorizado y sin poder dar crédito a lo que veía mientras el metal raspaba, dejando un rastro limpio a través del barro a lo largo de un sucio y blancuzco hueso y cartílago. La pala se deslizó dentro del abdomen en descomposición con un sonido de succión. El olor casi pudo conmigo, me eché hacia atrás sobre los talones.
Escombros de los muros del castillo de Shuri. Okinawa. Fotografía del USMC.
Comencé a ahogarme y hacer arcadas mientras gritaba desesperado:
—¡No puedo atrincherarme aquí! ¡Hay un japo muerto!
El suboficial vino, bajó la mirada hacia mi problema y hacia mí, y gruñó:
—Ya lo oyó, dijo que pusieran los hoyos a cinco metros de distancia.
—¿Cómo coño voy a cavar una trinchera donde hay un japo muerto? —protesté.
Justo entonces Duke se acercó por el cerro y preguntó:
—¿Qué ocurre, Mazo?
Señalé el cadáver parcialmente exhumado. De inmediato, Duke le dijo al suboficial que me hiciera atrincherarme a un lado, lejos de los restos podridos. Le di las gracias a Duke y fulminé al suboficial con la mirada. No sé cómo no vomité durante la repugnante experiencia. Quizá la constante suciedad había embotado mis sentidos y nervios, de forma que nada podía suscitar ninguna otra respuesta que gritar y retroceder.
Enseguida terminé de cavar una trinchera apropiada a un lado del emplazamiento de mi primer intento. (Volver a arrojar unas cuantas palas llenas de barro dentro de aquel hoyo no sirvieron de mucho para reducir el horroroso olor). Mi compañero regresó y comenzamos a organizar nuestro equipo para recibir la luz. Se oían disparos de armas ligeras a nuestra izquierda, pero el resto estaba en calma a nuestro alrededor. Duke se encontraba abajo, al pie del cerro, detrás de nosotros, con un mapa en la mano. Nos dijo que bajáramos para informarnos sobre el ataque del día siguiente.
Encantado de dejar la apestosa trinchera, me puse en pie y emprendí con precaución el descenso por el resbaladizo cerro. Mi compañero se levantó, dio un paso para descender por el cerro, resbaló y se cayó. Rodó hasta el mismo fondo, como una tortuga por un tronco. Cuando llegué al fondo lo vi ponerse en pie erguido con los brazos parcialmente extendidos y mirarse el pecho y el cinturón con una expresión que era una mezcla de horror, repugnancia e incredulidad. Estaba cubierto de barro, por supuesto. Pero eso era lo de menos. Gusanos blancos y gordos caían y salían rodando de su cartuchera, sus bolsillos y su pliegue de la chaqueta y pantalones. Cogí un palo y le pasé otro. Juntos raspamos las repugnantes larvas de sus malolientes pantalones.
Aquel marine era un veterano de Gloucester con el que había compartido trinchera con frecuencia en Peleliu y Okinawa. Era uno de los hombres más resistentes y duros que he conocido. Pero ese resbalón casi fue demasiado para él. Pensé que iba a gritar o a perder el juicio. Revolcarse en la putrefacción de la guerra casi era más de lo que los más fuertes de nosotros podíamos soportar. Sin embargo, mi compañero se sacudió como un perro mojado, maldijo y tiró el palo cuando se libró de todos los gusanos.
El grupo de Duke demostró compasión por mi compañero y estuvieron de acuerdo en que había sido un accidente repugnante. Cubierto de barro, barbudo y con los ojos rojos por el cansancio, Duke centró nuestra atención en el mapa y eso nos ayudó a olvidar lo ocurrido. Nos mostró dónde estábamos y nos contó algunos de los planes para el ataque del día siguiente, que se suponía que iba a atravesar por completo el frente de Shuri.
Lo que acababa de ocurrir me repugnaba y asqueaba tanto y estaba tan cansado que no recordé mucho de lo que nos dijo. Mirando hacia atrás me doy cuenta de que es una lástima porque aquella sesión de instrucciones fue la única vez en mi experiencia de combate en la que un oficial nos llegó a mostrar a un grupo de soldados rasos un mapa del campo de batalla y nos explicó acontecimientos recientes y futuros planes de ataque. Por lo general, un suboficial simplemente nos transmitía el mensaje. Seguíamos órdenes, sin saber casi nunca qué estaba pasando.
Nunca supimos por qué Duke nos dio aquella explicación, si se lo habían ordenado o no. Me imagino que lo hizo por su cuenta. Se dio cuenta de que queríamos saber y entender nuestro papel en el plan general.
Era un momento histórico, y estábamos tomando parte en acontecimientos de vital importancia para la campaña estadounidense en Okinawa. Todas las miradas estaban puestas en Shuri. Mis compañeros y yo éramos participantes clave en una coyuntura crítica, en una de las más épicas batallas terrestres de la segunda guerra mundial, y nos estaban explicando nuestro minúsculo papel en esa batalla. Duke quiso saber si había alguna pregunta. Se plantearon unas cuantas, a las que respondió con claridad. Yo me mantuve prácticamente estupefacto todo el rato. A continuación, volvimos a subir despacio por el asqueroso cerro después de que nos dijera que podíamos retirarnos.
Esa noche llovió a raudales. Fue, sin exagerar, el diluvio más increíble que he visto nunca. El viento sopló con violencia, golpeando la lluvia horizontalmente contra la cima del cerro y azotándonos las caras y las manos. Los cohetes luminosos estallaban pero proporcionaban poca iluminación porque la invisible mano del temporal los apagaba de inmediato. La visibilidad se limitaba a unos dos metros. No podíamos ver a nuestros compañeros en sus trincheras. Qué noche más espantosa para lidiar con infiltrados japoneses o un contraataque, pensé para mis adentros toda la noche.
A lo largo de toda la noche pudimos oír considerable fuego de ametralladora, ráfagas de disparos de fusil y explosiones de granadas un poco más abajo de la línea, a nuestra izquierda. Pero en nuestras inmediaciones, gracias a Dios, todo estaba en calma, aunque tenso. A la mañana siguiente comprendí por qué el enemigo no nos había molestado como les había sucedido a los hombres de nuestra izquierda. A lo largo de bastante distancia a nuestra derecha e izquierda, el cerro descendía casi perpendicularmente hasta el valle de abajo. Los japoneses sencillamente no podían trepar por la resbaladiza superficie.
En los últimos días del mes de mayo, mientras los japoneses se aferraban al centro de su línea alrededor de Shuri, las divisiones del ejército de Estados Unidos al este y la 6.ª División de marines al oeste (alrededor de Naha) por fin lograron avanzar hacia el sur. El desplazamiento conjunto de ambas fuerzas amenazó con envolver las principales fuerzas defensivas japonesas en el centro. Por consiguiente, el enemigo tuvo que retirarse. Al amanecer del 30 de mayo, la mayor parte del 32.º Ejército japonés ya había abandonado el frente de Shuri, dejando sólo los destacamentos de retaguardia para cubrir su repliegue.
Durante los sesenta y un días de enfrentamientos que se libraron en Okinawa tras el día D, aproximadamente 62 548 soldados japoneses habían perdido la vida y 465 habían sido capturados. Las muertes estadounidenses ascendieron a 5306; 23 909 habían resultado heridos y 346 estaban desaparecidos en acción. Y aquello aún no había terminado.