CAPÍTULO ONCE

Impactos y proyectiles

Las fuertes lluvias comenzaron el 6 de mayo y duraron hasta el 8 de mayo, un anticipo de la pesadilla de barro que soportaríamos desde finales de la segunda semana de mayo hasta finales de mes. Nuestra división llegó a las orillas del Asato Gawa al precio de 1409 bajas, entre muertos y heridos. Yo sabía que las pérdidas habían sido numerosas durante la primera semana de mayo debido al gran número de bajas que vi sólo en la pequeña área en la que estábamos operando.

El 8 de mayo, la Alemania nazi se rindió sin condiciones. Nos contaron esta noticia trascendental, pero dados nuestros peligros y sufrimientos, a nadie le importó mucho. «¿Y qué?» era el comentario típico que oía a mi alrededor. Estábamos resignados al hecho de que los japoneses lucharían hasta la extinción total en Okinawa, como lo habían hecho en otras partes, y que habría que invadir Japón con las mismas perspectivas descorazonadoras. Total, la Alemania nazi podría haber estado en la luna.

Lo que más nos impresionó del día de la victoria aliada en Europa fue una aterradora y estruendosa descarga de cañoneo naval y artillería que pasó tronando y retumbando hacia los japoneses. Yo pensé que formaba parte de los preparativos para el ataque del día siguiente. Años después leí que la descarga se había disparado contra objetivos enemigos para apoyar el avance pero también como homenaje a la victoria en Europa.

La 6.ª División de marines se situó a nuestra derecha y nuestra división se movió un tanto a la izquierda. Esto nos situó en el centro del frente estadounidense. Mientras nos agazapábamos en nuestras embarradas trincheras bajo la fría lluvia, la llegada de la 6.ª División de marines, sumada a la enorme descarga de artillería, hizo más por nuestra moral que las noticias sobre Europa.

El 5.º de marines se aproximó a la aldea de Dakeshi y tropezó con un fuerte sistema defensivo en una zona conocida como el área de Awacha. Se decía que nos estábamos acercando a la principal línea de defensa japonesa: el frente de Shuri. Sin embargo, debíamos enfrentarnos a Awacha y Dakeshi antes de llegar a los cerros principales del frente de Shuri.

Cuando nuestro batallón se atrincheró delante de Awacha, emplazamos nuestros morteros en la ladera de una colina, unos setenta y cinco metros por detrás de la primera línea. La lluvia torrencial nos estaba ocasionando otros problemas además del suplicio del frío. Nuestros carros de combate no podían venir a apoyarnos. Los carros anfibios tuvieron que transportar muchos suministros, porque los jeeps y los remolques se quedaban empantanados en la tierra blanda.

Nos trajeron munición, cajas de raciones y latas de agua de cinco galones lo más cerca posible. Sin embargo, debido al barro que cubría la quebrada que se extendía por la retaguardia de la sección de morteros, todos los suministros se apilaron a unos cincuenta metros de distancia, en un depósito, al otro lado del paso. Se envió a varios destacamentos para llevar los suministros desde el depósito hasta las secciones de fusiles y la de morteros.

Transportar munición y raciones era algo que los veteranos habían hecho muchas veces. Yo había subido y bajado con los demás por el terreno rocoso e increíblemente escarpado de Peleliu, en medio del calor sofocante, cargando munición, raciones y agua. Era un trabajo agotador, al igual que llevar heridos en camillas. Sin embargo, esta fue mi primera misión en un destacamento de trabajo con barro y supuso una carga mayor que cualquiera otra que me hubieran asignado antes.

Toda la munición pesaba mucho, por supuesto, pero alguna era más fácil de manipular que otra. Elogiábamos a los fabricantes de las cajas de granadas de mano y de munición para ametralladoras. Las cajas eran de madera, con una asa de cuerda a cada lado; las segundas eran de metal y tenían un asa plegable encima. Pero maldecíamos a los imbéciles que hacían los cajones de madera en los que venía la munición de nuestros fusiles del calibre 30. Cada caja contenía 1000 balas. Pesaba mucho y sólo contaba con un pequeño agujero abierto a cada extremo. Esto hacía que los dos hombres que normalmente se necesitaban para manipular un cajón tuvieran que agarrarlo con las yemas de los dedos.

Pasamos mucho tiempo transportando esta pesada munición sobre los hombros donde se la necesitaba —lugares a menudo totalmente inaccesibles para todo tipo de vehículos— y sacándola de los paquetes y cajones. En Okinawa esto se hacía a menudo bajo fuego enemigo, en medio de la lluvia torrencial y por un barro que nos llegaba a las rodillas. Tal actividad llevaba al soldado de infantería, que estaba agotado por la tensión mental y física del combate, casi al borde del colapso físico.

Muchos libros y películas acerca de la guerra ignoraban esta extenuante faceta de la guerra del soldado de infantería. Daban la impresión de que la munición siempre estaba «allí» cuando se la necesitaba. Tal vez simplemente dio la casualidad de que a mi unidad le tocó pasarlo mal transportando la munición hasta las posiciones en Peleliu debido al calor y al terreno accidentado, y en Okinawa por culpa del profundo barro. Pero ninguno de nosotros olvidaría ese trabajo. Era agotador, desmoralizante y parecía no tener fin.

En esta primera posición antes de Awacha, los destinados a los destacamentos de trabajo habíamos cruzado un par de veces la quebrada cuando una ametralladora ligera Nambu abrió fuego desde una posición a nuestra izquierda. Yo me encontraba aproximadamente a mitad del paso, sin darme demasiada prisa, cuando el artillero japonés disparó las primeras ráfagas. Eché a correr, resbalando por el barro, hacia el área protegida donde estaba el depósito de suministros. Las balas restallaban con ferocidad a mi alrededor. Los hombres que me acompañaban también tuvieron suerte y pudimos protegernos en una loma situada junto a los suministros. El servidor de la ametralladora enemiga estaba bien oculto en lo alto de la quebrada, a nuestra izquierda, y contaba con un ángulo de tiro despejado. No cabía duda de que íbamos a perder hombres por culpa de esa Nambu si seguíamos cruzando por esa zona. Pero teníamos que distribuir la munición para el ataque que se preparaba.

Dirigimos la mirada al otro lado de la quebrada, hacia la sección de morteros, y vimos que Redifer lanzaba una granada de fósforo para proporcionarnos protección con una cortina de humo cuando regresáramos. Arrojó varias granadas más que estallaron con un «bum» sordo y un fogonazo. Densas nubes de humo blanco se extendieron y pendieron casi inmóviles en el aire pesado y neblinoso. Agarré una caja de metal de munición de mortero de 60 mm en cada mano. Todos los demás también se cargaron. Nos preparamos para cruzar. La Nambu continuaba disparando por la quebrada cubierta de humo. Me resistía a salir, al igual que les sucedía a los otros, pero Redifer seguía de pie, lanzando más granadas de fósforo para ocultarnos. Me sentí como un cobarde. Mis compañeros debían sentir lo mismo, pues nos mirábamos unos a otros con inquietud. Alguien dijo con resignación:

—Vamos, a paso ligero, y mantened el intervalo de cinco pasos.

Nos adentramos en el humo como una exhalación. Bajé la cabeza y apreté los dientes mientras las balas de la ametralladora restallaban a nuestro alrededor. Creía que me iban a dar. Al igual que los otros. Yo no estaba siendo valiente, pero Redifer sí, y prefería arriesgarme antes que ser un gallina frente a los riesgos que estaba asumiendo para protegernos. Si lo alcanzaban mientras yo me encogía en un lugar seguro, sabía que esa carga me perseguiría el resto de mi vida… es decir, si vivía mucho más, lo que cada día parecía menos probable.

El humo nos ocultaba del artillero, pero este siguió disparando ráfagas intermitentes por la quebrada para impedirnos cruzar. Las balas estallaban y chasqueaban, pero logramos llegar al otro lado. Corrimos detrás de la loma y tiramos las pesadas cajas de munición sobre el barro. Le dimos las gracias a Redifer, pero a él parecía preocuparle más solucionar el problema que teníamos entre manos.

—Vaya, ese japo tiene el índice mejor entrenado que he oído. Escuchad las ráfagas cortas que suelta —comentó un amigo.

Jadeamos y escuchamos la ametralladora medio aterrados y medio admirados de la habilidad del artillero nipón. Continuaba disparando por la retaguardia de nuestra posición. Cada ráfaga estaba compuesta de dos o tres balas y espaciada: «ra-ta… ra-ta-tá… ra-ta».

Justo entonces oímos el motor de un carro de combate a cierta distancia, al otro lado de la quebrada. Sin mediar palabra, Redifer atravesó el paso a toda velocidad. Cruzó sin ningún percance. Podíamos entreverlo a través del humo empujado por el viento mientras se ponía en contacto con los sirvientes del carro. Poco después lo vimos retroceder hacia nosotros despacio, haciendo señales con las manos a la dotación del blindado para indicarle al Sherman cómo cruzar la quebrada. La Nambu seguía disparando a ciegas a través del humo mientras observábamos a Redifer con inquietud. Él parecía no tener prisa y llegó a nuestro lado sin problemas con el carro de combate.

La dotación del vehículo había accedido a servirnos de escudo. Mientras varios de nosotros nos agachábamos junto a la grata protección que nos ofrecía, el carro se desplazaba de un lado a otro de la quebrada, manteniéndose siempre entre nosotros y la ametralladora enemiga. Nos cargábamos con munición y cruzábamos despacio la quebrada barrida por la ametralladora, pegados al lateral del vehículo como si fuéramos pollitos junto a una gallina clueca. Seguimos así hasta que pasamos toda la munición al otro lado sin peligro.

La tropa muchas veces era de la opinión de que el hecho de que se recomendara o no a un soldado raso para una condecoración por conducta excepcional en combate dependía sobre todo de quién lo veía realizar la acción. Esto sin duda fue cierto en el caso de Redifer. Yo había visto cómo les concedía condecoraciones a otros hombres por menos, pero Redifer no tuvo la suerte de recibir los elogios oficiales que se merecía. Ocurrió justo lo contrario.

Cuando concluimos la tarea de trasladar la munición, se acercó cierto teniente que, por una funesta casualidad, había sido asignado a la Compañía K después de Peleliu. Lo llamábamos simplemente «Sombra». Se trataba de un hombre alto y flaco, y era el marine —oficial o soldado raso— más desaliñado que he visto.

Los pantalones le colgaban como la ropa vieja de un espantapájaros, el cinturón de la pistola le rodeaba la cintura como si fuera el cordón de un batín, su funda para mapas se sacudía de acá para allá y de todas las correas de la mochila colgaban más «banderines irlandeses» que de las de cualquier recluta nuevo en el campamento. Nunca vi a Sombra con polainas. Llevaba las perneras de los pantalones arremangadas por encima de los flacuchos tobillos. No ajustaba bien la funda de tela de camuflaje sobre su casco como la mayoría de los marines y esta se combaba a un lado como si fuera un gran gorro. No sé por qué, pero a menudo llevaba el casco al revés, en la mano izquierda, apretado contra el costado, como si se tratara de un balón de fútbol. En la cabeza llevaba una gorra de faena de tela verde como la que el resto de nosotros nos poníamos debajo del casco. Sin embargo, la suya estaba rasgada por la parte superior, de modo que su pelo oscuro asomaba como la paja a través del sombrero de un espantapájaros.

El carácter de Sombra era peor que su aspecto. Temperamental, malhumorado y muy excitable, trataba a los soldados veteranos peor que la mayoría de los instructores a los reclutas en el campamento de instrucción. Cuando estaba disgustado con un marine por algo, no lo reprendía como hacía el resto de nuestros oficiales. Le daba un berrinche. Agarraba la gorra por la visera, la lanzaba contra la tierra embarrada, daba una patada en el suelo e insultaba a todo el que veía. El sargento veterano que acompañaba a Sombra permanecía a su lado en silencio durante estas demostraciones de genio, debatiéndose entre la obligación de reprendernos, si parecía que su deber era hacerlo, y la vergüenza y la desaprobación por el comportamiento infantil de su oficial.

Francamente, no sé lo competente que sus superiores consideraban a Sombra. De más está decir que no gozaba de mucha estima entre la tropa, sencillamente por su falta de autocontrol. Pero era valiente. Hay que reconocerlo.

A Sombra «le dio un ataque» como respuesta a lo que Redifer había hecho para facilitar el transporte de la munición a través de la quebrada. Fue sólo la primera de muchas actuaciones semejantes que acabaría presenciando, y nunca dejaron de asombrarme e indignarme.

Se acercó a Redifer y le soltó tal bronca que cualquiera que no supiera la verdad habría supuesto que Redifer era un cobarde que había desertado de su puesto ante el enemigo en lugar de llevar a cabo un acto de valentía. Sombra chilló, gesticuló e insultó a Redifer por «exponerse sin necesidad al fuego enemigo».

Redifer lo aceptó estoicamente, pero se veía a las claras que estaba consternado. Nosotros mirábamos sin dar crédito a lo que veíamos, pues habíamos esperado que Sombra lo elogiara por mostrar coraje e iniciativa bajo el fuego enemigo. Pero allí estaba ese oficial, que no hacía más que despotricar, aunque parezca mentira, insultar y amonestar a un hombre por hacer algo que cualquier otro oficial habría considerado un acto de valor. Era tan increíblemente ilógico que no podíamos creerlo.

Por fin, tras haberse desahogado con un marine que merecía todos los elogios, Sombra se fue dando grandes zancadas, refunfuñando y maldiciendo la estupidez individual y colectiva de los soldados rasos. Redifer no dijo nada. Simplemente se quedó mirando al infinito. Nosotros gruñimos.

Mientras se aproximaba el mediodía del 9 de mayo, todo el mundo estaba nervioso debido al próximo ataque. Se había distribuido la munición y los hombres habían ordenado su equipo y realizado las tareas de última hora: ajustar las cartucheras, las correas de las mochilas, las polainas y los portafusiles de cuero; todos esos pequeños y vanos gestos carentes de valor que liberaban tensión ante el inminente horror. Antes habíamos alineado nuestros morteros contra objetivos seleccionados y habíamos amontonado proyectiles de fósforo y de gran potencia lejos del barro, sobre trozos de cajas para tenerlos a mano.

Puesto que el suelo se había secado lo suficiente para que nuestros carros de combate pudieran maniobrar, varios permanecían cerca, con los motores al ralentí, las escotillas abiertas y las dotaciones esperando… como todos los demás. La guerra consiste sobre todo en esperar. Los hombres que me rodeaban estaban sentados en silencio, con los rostros demacrados. Habían llegado algunos reemplazos a la compañía para compensar las pérdidas. Los nuevos parecían más confundidos que asustados.

Un grupo de marines aguarda para atacar mientras una descarga de proyectiles de fósforo hace explosión sobre las posiciones enemigas. Fotografía del USMC.

Los grandes cañones habían abierto fuego periódicamente a lo largo de la mañana, pero luego se habían ido apagando. No se oía mucho ruido mientras aguardábamos a que diera comienzo el bombardeo previo al ataque.

Entonces se inició el bombardeo. Los grandes obuses silbaban en lo alto mientras cada batería de nuestra artillería y los cañones de cada barco empezaban a bombardear las defensas japonesas en Awacha. Al principio pudimos identificar cada tipo de proyectil —artillería de 75 mm, 105 mm y 155 mm, junto con los cañones de 5 pulgadas de los barcos— a medida que se sumaba a la tormenta de acero.

Vimos pasar nuestros aviones: Corsairs y bombarderos en picado. Los ataques aéreos comenzaron cuando los aviones bajaron en picado lanzando cohetes, arrojando bombas y disparando por delante de nosotros. Los disparos tronaron y retumbaron hasta que al final ni siquiera los oídos experimentados de los veteranos pudieron distinguir nada, sólo que nos alegrábamos de la potencia de fuego de los nuestros.

Los proyectiles de la artillería y de los morteros del enemigo comenzaron a llegar. Los japoneses trataban de desbaratar el ataque. Los reemplazos parecían completamente perplejos en medio de aquella locura. Recordé mi primer día en combate y los compadecí. Ser testigo de la magnitud del bombardeo previo al ataque suponía una experiencia imponente y aterradora para un veterano, más aún para un nuevo reemplazo.

Enseguida llegó la orden:

—Sección de morteros, preparados.

Marines lanzando granadas de humo para proteger a los camilleros. Okinawa. Fotografía del USMC.

Recibimos indicaciones de Burgin, que se encontraba arriba en el puesto de observación para divisar objetivos y dirigir nuestros disparos. Aunque nuestros proyectiles de 60 mm eran pequeños comparados con los enormes obuses que pasaban veloces por lo alto, nosotros podíamos disparar allí donde los morteros más grandes y la artillería no podían abrir fuego sin poner en peligro a los nuestros. Esta proximidad hacía que fuera el doble de importante que disparásemos con habilidad y evitásemos los tiros cortos.

El sufrimiento del superviviente. Okinawa. Fotografía del USMC.

Sólo habíamos efectuado un par de disparos cuando Snafu empezó a maldecir el barro. Con cada descarga, el retroceso empujaba la placa de la base del mortero contra la tierra blanda del foso y a mi compañero le costaba volver a ajustar las burbujas de nivel para mantener la correcta alineación del arma.

Después de completar la primera andanada, desplazamos rápidamente el mortero un poco a un lado del foso para situarlo sobre una superficie más dura y volvimos a ajustarla. En Peleliu a menudo teníamos que sostener la placa de la base, así como las patas del bípode, sobre la roca de coral para impedir que el retroceso hiciera que la base rebotara y desplazara la alineación del mortero. En la húmeda tierra de arcilla de Okinawa ocurría justo lo contrario. El retroceso hundía la placa de la base en el suelo con cada proyectil que disparábamos. Este problema lo empeoraron las frecuentes lluvias de mayo.

Recibimos la orden de asegurar las armas y mantenernos preparados. El ataque aéreo finalizó y la artillería y los cañones de los buques aflojaron el ritmo. Los carros blindados y nuestros fusileros avanzaron formando unidades conjuntas mientras nosotros aguardábamos con nerviosismo. Todo fue bien un par de cientos de metros durante el ataque que estaban llevando a cabo el 3/5 y el 3/7 antes de que los intensos disparos de unos japoneses situados en el flanco izquierdo frenaran el asalto. Nuestro puesto de observación nos ordenó lanzar humo. Disparamos fósforo con rapidez para proteger a los nuestros.

Nuestra posición recibió una fuerte dosis de fuego de morteros japoneses de 90 mm. Tuvimos problemas para continuar disparando mientras aquellos grandes obuses de 90 mm se estrellaban a nuestro alrededor. Fragmentos de proyectiles atravesaban el aire silbando y los grandes obuses lanzaban barro por todas partes. Pero teníamos que seguir disparando. Los fusileros estaban pasando las de Caín por el flanco y necesitaban apoyo. Nuestra artillería comenzó a abrir fuego de nuevo contra las posiciones enemigas situadas a nuestra izquierda para ayudar a los abrumados fusileros.

Siempre sabíamos cuándo les estábamos ocasionando pérdidas a los japoneses con nuestros morteros de 60 mm por la cantidad de fuego de mortero y artillería que nos devolvían. Si no les estábamos causando ningún daño, normalmente nos ignoraban, a menos que pensaran que podían infligir muchas bajas. Si el fuego de contrabatería nipón suponía un verdadero indicador de nuestra eficacia, cabe decir que fuimos muy eficientes en la campaña de Okinawa.

La Compañía K sufrió cuantiosas pérdidas durante el ataque del 9 de mayo contra Awacha. Se trató del mismo y trágico espectáculo de hombres ensangrentados, aturdidos y heridos que eran trasladados o caminaban hacia el puesto de socorro de la retaguardia. También estaban los muertos, y las habituales indagaciones llenas de preocupación sobre los amigos. Todos nos alegramos cuando nos enteramos de que el 3/5 pasaría a la reserva para apoyar al 7.º de marines (al final resultó que por un par de días). El 7.º de marines estaba combatiendo a nuestra derecha, contra el cerro Dakeshi.

En el camino de la 1.ª División de marines, de norte a sur, se extendían Awacha, el cerro Dakeshi, la aldea de Dakeshi, el cerro Wana, la aldea de Wana y la quebrada de Wana. Al sur de esta se encontraban las defensas y cumbres de Shuri. Todos estos cerros y aldeas estaban muy bien defendidos por medio de fortificaciones que se apoyaban mutuamente, conformando un hábil sistema de defensa en profundidad. Posiciones defensivas igualmente sólidas frenaron a la 6.ª División de marines a la derecha y a las divisiones de infantería del ejército a la izquierda. Los japoneses defendían con ferocidad cada metro de terreno y ahorraban energías para infligirles el mayor número de bajas posible a las fuerzas estadounidenses. Estas tácticas convirtieron Okinawa en un baño de sangre.

La encarnizada batalla contra Awacha proseguía a nuestra izquierda. Nos atrincheramos en el suelo húmedo para pasar la noche. No habíamos montado los morteros. Íbamos a hacer de fusileros y a vigilar un valle. Por encima de nosotros, los otros dos pelotones de morteros se atrincheraron en dos líneas paralelas a unos seis metros de distancia una de otra, y perpendiculares a la línea de la cima del terraplén situado sobre nosotros. Se distribuyeron agua y raciones y nos trajeron el correo.

Por lo general, el correo nos levantaba mucho la moral, pero ese día no fue así para mí. Una fría llovizna caía de forma intermitente. Nos sentíamos cansados y yo no estaba con mucho ánimo. Me senté sobre el casco en el barro y leí una carta de mis padres. Un coche había golpeado a Deacon, mi querido spaniel, que se había arrastrado hasta casa y había muerto en brazos de mi padre. Deacon había sido mi leal compañero todos los años previos a que me marchara de casa para ir a la universidad. Allí, con el sonido de intensos disparos por delante y mientras miles de hombres sufrían y morían cerca, grandes lágrimas me corrieron por las mejillas porque Deacon había muerto.

Durante el resto de la noche, el sonido de los disparos hacia el cerro Dakeshi fue un indicio de que el 7.º de marines estaba teniendo muchos problemas para intentar sacar a los japoneses de allí. Justo antes del amanecer pudimos oír numerosos disparos lejos por delante de nosotros a la izquierda donde el 1/5 y el 2/5 estaban combatiendo alrededor del área de Awacha.

—Atentos, muchachos, y preparados para salir —ordenó un suboficial que se encontraba en el terraplén por encima de nosotros.

—¿Qué ocurre? —preguntó un servidor de mortero.

—No lo sé, salvo que los japos están contraatacando por la parte frontal del 5.º de marines y el batallón [el 3/5] está en alerta para subir y ayudar a detenerlos.

Recibimos la noticia con una comprensible falta de entusiasmo. Seguíamos cansados y nerviosos a causa de la paliza que el batallón se había llevado el día anterior en Awacha. No nos hacía ni pizca de gracia ir a ninguna parte en medio de la oscuridad. Pero guardamos nuestro equipo mientras mascábamos chicle o mordisqueábamos galletas de las raciones. El sonido de los disparos aumentaba y disminuía de volumen por delante de nosotros mientras esperábamos y cavilábamos.

Por fin, bajo la difusa luz grisácea de la madrugada, llegó la orden:

—Bueno, muchachos, vamos.

Recogimos nuestras cargas y nos dirigimos hacia las primeras líneas.

Aparte de algunos obuses aislados que pasaban silbando en ambas direcciones, todo estaba bastante tranquilo. Nuestra columna avanzó por un cerro hasta los emplazamientos atacados. Encontramos a los nuestros evaluando los daños que les habían causado a los japoneses y atendiendo a sus heridos. Algunos hombres nos contaron que el enemigo había llegado a estar al alcance de la bayoneta.

—Pero os aseguro que les dimos para el pelo —me dijo uno mientras señalaba unos cuarenta cadáveres nipones despatarrados más allá de las trincheras de los marines.

Bajo la pálida luz del amanecer, el aire tenía un aspecto neblinoso y seguía cargado de humo debido a los proyectiles de fósforo que el enemigo había lanzado para ocultar a los soldados que se aproximaban. Se produjo un gran debate entre la tropa. Los comentarios que nos llegaron de los marines en la posición aseguraban que alguien había visto una mujer avanzando con los japoneses atacantes y que probablemente se encontrara entre los muertos. Nosotros no podíamos verla desde nuestras posiciones.

Entonces, nos avisaron:

—Media vuelta, regresamos.

En resumen, no necesitaban nuestra ayuda, así que debíamos desplegarnos en otro sitio. Allá fuimos de nuevo en medio de la lluvia y el barro.

Todos los movimientos que llevamos a cabo durante la mayor parte de mayo y principios de junio fueron físicamente agotadores y completamente exasperantes por culpa del barro. Como de costumbre, nos movíamos en fila india, con cinco pasos de separación, resbalando mientras subíamos y bajábamos laderas embarradas y atravesábamos campos cenagosos. Cuando la columna aminoraba la marcha o se detenía, tendíamos a amontonarnos, y los suboficiales y oficiales ordenaban con tono severo:

—Mantengan el intervalo de cinco pasos, no se amontonen.

El omnipresente peligro de los obuses hacía necesario que nos mantuviéramos desplegados. Sin embargo, a veces estaba tan oscuro que, para no separarnos y perdernos, a cada uno se le ordenaba agarrarse a la cartuchera del hombre que tenía delante. Esto hacía que resultara difícil avanzar. Muchas veces, si un hombre perdía el equilibrio y se caía, muchos otros se iban al suelo con él, amontonándose unos sobre otros. Se oían maldiciones apagadas y gruñidos exasperados mientras recobraban el equilibrio, tanteando en medio de la impenetrable oscuridad para volver a formar la columna.

En cuanto nos deteníamos, nos ordenaban:

—Muévanse.

Así que la columna siempre avanzaba, pero como si fuera un acordeón o un gusano: se comprimía, luego se estiraba, se detenía y se ponía en marcha. Si un hombre dejaba su carga en el suelo para disfrutar de un breve respiro, seguro que oía:

—¡Recojan su equipo, nos vamos!

Así que había que volver a echarse la carga sobre los hombros. Pero si no descargabas, lo más probable era que perdieras oportunidad de descansar unos segundos, o incluso hasta una hora, mientras la columna se detenía delante por razones normalmente desconocidas. Sentarse en una roca o en un casco muerto de cansancio era como pulsar un botón para indicarle a algún suboficial que gritara:

—En pie, recojan su equipo, nos vamos otra vez.

De modo que la gran decisión en la mente de todos en cada pausa, durante el avance, era si dejar caer la carga y esperar que fuera una pausa larga o quedarse allí de pie y aguantar todo el peso en lugar de dejarlo en el suelo y tener que volver a levantarlo enseguida.

La columna serpenteaba alrededor y arriba y abajo del contorno de un terreno que en mayo y a principios de junio estaba cubierto casi siempre de un barro resbaladizo que variaba de profundidad, a veces era de unos cuantos centímetros a la altura de la rodilla. La lluvia era frecuente y fría. En unas ocasiones lloviznaba, en otras diluviaba, y toda esa agua inundaba nuestras pisadas embarradas casi tan pronto como las dejábamos. El casco nos mantenía la cabeza seca, claro, pero la única protección con la que contábamos para el cuerpo era un capote. Quedaba colgando y restringía mucho el movimiento. No teníamos impermeables. Así que, antes que avanzar penosamente por el terreno resbaladizo con nuestras cargas, con el lastre adicional de un capote holgado, simplemente nos calamos hasta los huesos y tiritamos miserablemente.

De vez en cuando intentábamos bromear y contar chistes, pero el intento siempre se desvanecía a medida que nos cansábamos o nos acercábamos más a las primeras líneas. Esa clase de desplazamiento por terreno normal o por pistas pondría a prueba la paciencia de cualquiera, pero el barro de Okinawa nos llevó a un estado de frustración y exasperación que rayaba la furia. Sólo alguien que lo haya vivido puede comprenderlo.

La mayoría de los hombres al final llegaron al punto en el que sencillamente se quedaban de pie, inmóviles, con cara de resignación, cuando nos deteníamos. Los reniegos y los arrebatos de ira no parecían ayudar, aunque nadie puede estar por encima de eso cuando te acosan hasta llegar a la desesperación y la fatiga, caminando, resbalando y cayendo en el barro. El barro no sólo obstaculizaba a los vehículos. Agotaba al hombre a pie, del que se esperaba que siguiera adelante por donde las ruedas y los vehículos con orugas no podían moverse.

En algún momento durante nuestros desplazamientos, nuestra sección de morteros aniquiló por completo una fuerza enemiga que había ocupado un cerro alargado durante tres días, soportando repetidos ataques de infantería de marines con apoyo de la artillería pesada. Burgin estuvo observando. Discurrió que debía haber un surco estrecho a lo largo del cerro que protegía a los japoneses del fuego de artillería. Alineó nuestros tres morteros de modo que uno disparara de derecha a izquierda, otro de izquierda a derecha y el tercero por la cima del cerro. De este modo los japoneses que se encontraran en el surco no podrían escapar.

El teniente Mac le ordenó a Burgin que no efectuara ningún disparo. Dijo que no podíamos prescindir de la munición. Burgin, que era un veterano de tres campañas y un hábil observador, llamó al puesto de mando de la compañía y preguntó si podían conseguirnos más munición. El puesto de mando le contestó que sí.

Burgin exclamó por el teléfono autoalimentado:

—A mi orden, disparen.

Mac se encontraba con nosotros en los fosos de los morteros y nos ordenó que no disparásemos. Le indicó lo mismo a Burgin por el teléfono.

Burgin le dijo que se fuera a la mierda y gritó:

—Sección de morteros, disparen a mi orden. ¡Abran fuego!

Disparamos mientras Mac despotricaba.

Cuando terminamos de disparar, la compañía avanzó contra el cerro. A nuestros hombres no les dispararon ni una bala. Burgin comprobó la zona y vio más de cincuenta soldados japoneses recién muertos en una estrecha quebrada. Se veía claramente que todos habían fallecido debido a las heridas que les había causado nuestro fuego de mortero. Los proyectiles de artillería habían hecho explosión por delante o por detrás de los japoneses. Nuestros proyectiles, sin embargo, cayeron justo en la quebrada debido a que tenían una trayectoria más en picado.

Nuestro trabajo en equipo había logrado un éxito importante. El hecho ilustró el valor de la experiencia de un veterano como Burgin comparado con el poco criterio de un teniente que aún estaba verde.

El breve período de descanso en mayo nos ayudó física y mentalmente. Tales descansos periódicos lejos de las líneas, que duraban de uno a varios días, nos permitían seguir adelante. Las raciones eran mejores. Podíamos afeitarnos y lavarnos un poco usando los cascos. Aunque teníamos que atrincherarnos a causa de la artillería de largo alcance y los ataques aéreos, dos hombres podían fabricar un refugio sencillo colocando los capotes sobre el hoyo y mantenerse relativamente (pero no del todo) secos en las noches lluviosas. Podíamos relajarnos un poco.

Estoy convencido de que sin estos respiros nos habríamos venido abajo debido a la tensión y el esfuerzo. No obstante, me resultaba más difícil volver cada vez a la zona de terror. Las bromas de mis amigos cesaban mientras regresábamos penosamente y con gesto adusto a ese abismo, donde el tiempo carecía de sentido y tus posibilidades de salir ileso menguaban cada día. Con cada paso hacia el lejano tamborileo y estruendo de aquella infernal región, donde el miedo y el horror nos torturaban como un gato atormentando a un ratón, yo experimentaba un terror cada vez mayor. Y no se trataba simplemente de terror a la muerte o al dolor, porque la mayoría de los hombres creían que no los matarían. Pero cada vez que ascendíamos, me asaltaba el escalofriante terror del miedo y la repugnancia ante las espantosas escenas de dolor y sufrimiento que un superviviente debe presenciar.

Algunos de mis mejores amigos me confesaron que sentían lo mismo. Aquellos que lo experimentaban con más intensidad eran los veteranos más avezados, para los que Okinawa suponía su tercera campaña, lo cual es significativo. Los más valientes se hartaban del sufrimiento, aunque no parecía asustarles mucho su propia seguridad. Sencillamente habían visto demasiado horror.

El creciente terror a regresar a la acción me obsesionaba. Se convirtió en la más frecuente de las espantosas pesadillas que me han perseguido durante muchísimos años. En general, el sueño siempre es el mismo: vuelvo a subir hacia las líneas durante el sangriento y embarrado mes de mayo en Okinawa. Lo veo de forma borrosa e imprecisa, pero de vez en cuando vuelve la pesadilla, incluso después de que las pesadillas sobre Peleliu se desvanecieran como si me hubieran quitado una maldición.

El 7.º de marines aseguró el cerro Dakeshi el 13 de mayo después de un implacable combate. Algunos veteranos de Peleliu que formaban parte de ese regimiento mencionaron que la feroz batalla se asemejó a los enfrentamientos en el cerro Bloody Nose. Al ver el cerro no cabía duda de que se parecía a Bloody Nose. La cima era escarpada e irregular contra el horizonte y tenía una fea y delgada línea de árboles destrozados y tocones ennegrecidos.

Nuestra compañía se trasladó a una aldea destrozada y un oficial nos dijo que se trataba de Dakeshi. Algunos nos subimos a un muro de piedra, donde nos ordenaron que no disparásemos. Contemplamos una extraña escena que se desarrollaba a unos cien metros por delante de nosotros. Debíamos permanecer allí inactivos mirando mientras aproximadamente cuarenta o cincuenta soldados japoneses se batían en retirada entre las ruinas. Los hombres del 7.º de marines los habían hecho salir. Pero nosotros le servíamos de apoyo al 7.º de marines, algunos de cuyos elementos se encontraban por delante de nosotros a derecha e izquierda, fuera de nuestro campo visual. No podíamos arriesgarnos a disparar por temor a darles a aquellos marines. Sólo podíamos observar cómo el enemigo pasaba trotando fusil en mano. No llevaban mochilas, sino tirantes cruzados con cartucheras.

Mientras atravesaban los escombros y los cascos se meneaban arriba y abajo, un hombre que se encontraba a mi lado toqueteó el seguro de su fusil M1 y soltó indignado:

—Mirad a esos cabrones ahí fuera, al descubierto, y ni siquiera podemos dispararles.

—No se preocupe, el 7.º de marines los atrapará en un fuego cruzado más adelante —contestó un suboficial.

—Esa es la orden —añadió un oficial con seguridad.

Atravesando una pequeña aldea. Obsérvense los tabi con división para los dedos del soldado japonés muerto. Abril de 1945, Okinawa. Fotografía del USMC.

Justo en ese momento el sonido sibilante de obuses pasando a poca altura por encima de nuestras cabezas nos hizo agacharnos de forma refleja, incluso aunque reconocimos que el sonido pertenecía a nuestra artillería. Grandes y negras nubes de denso humo en forma de salchicha surgieron en el aire por encima de los japoneses mientras cada una de aquellas mortíferas ráfagas de 155 mm estallaban con un fogonazo y un «buuum». Los artilleros estaban apuntando directamente al blanco. Los japoneses echaron a correr, de un modo que hizo que me parecieran bastante patizambos (como siempre cuando corrían). Incluso mientras huían bajo aquella mortal lluvia de acero, dándonos la espalda, sentí que tenían un aire arrogante. No se movían como hombres presas del pánico. Sabíamos que sencillamente les habían ordenado replegarse hasta otras posiciones defensivas. De lo contrario, se habrían quedado donde estaban o nos habrían atacado, y en cualquiera de los dos casos habrían luchado hasta la muerte.

Más de nuestros 155 mm pasaron silbando y estallaron por encima de los japoneses. Permanecimos en silencio y observamos cómo el fuego de artillería se cobraba su precio. Fue un espectáculo macabro, aún vivo en mi mente. Los supervivientes se perdieron de vista entre las nubes de humo a la vez que oíamos el tamborileo de las ametralladoras de los marines por delante de nosotros, a derecha e izquierda.

Recibimos órdenes de partir por una pequeña carretera bordeada de muros de piedra. Pasamos por las ruinas de lo que había sido una pintoresca aldea. Lo que habían sido encantadoras casitas con techos de paja o tejados de teja ahora eran montañas de escombros humeantes.

Tras enconados enfrentamientos, las defensas de Awacha y después las de Dakeshi cayeron ante nuestra división. Sin embargo, entre nosotros y Shuri, aún quedaba otro sistema de fuertes defensas: Wana. La costosa batalla contra estas defensas se conocería como «la batalla por la quebrada de Wana».