El preludio de una invasión
Desde el punto de vista de la satisfacción personal, siempre me he alegrado de que puesto que teníamos que realizar maniobras en algún lugar como parte de los preparativos para Peleliu y Okinawa, este adiestramiento se llevara a cabo en Guadalcanal. El nombre de aquella isla estaba bordado en letras blancas debajo del número «Uno» en rojo en nuestra insignia de división, de la que todos estábamos muy orgullosos. Guadalcanal tenía un gran significado simbólico. Me alegré de poder ver algunas de las áreas en las que había combatido la 1.ª División de marines durante la campaña y conseguí algunos relatos de primera mano de lo que había sucedido, de boca de veteranos que habían participado en los combates.
Durante el período de maniobras en Guadalcanal, permanecimos en tierra dos o tres semanas y acampamos en una zona que había sido el campamento de la 3.ª División de marines antes de que sus tropas entraran en el infierno de Iwo Jima. Colgamos nuestras hamacas de jungla y nos pusimos lo más cómodos posible. A diario, durante varios días, nos adentrábamos en las colinas, junglas y prados de hierbas altas para entrenar. Y disfrutábamos de una ducha fresca cada tarde después de regresar del campo.
Guadalcanal era una base grande a principios de 1945 y contaba con muchas tropas de servicio y unidades de retaguardia. Frente a nosotros, al otro lado de la carretera, se encontraba un batallón de Seabees (el batallón de construcción de la armada).
Una tarde a última hora, tres o cuatro de nosotros nos acercamos y nos situamos discretamente al final de su cola para comer. Los cocineros se dieron cuenta de que éramos marines, pero no dijeron nada. Nos cargamos con helado de verdad, chuletas de cerdo frescas, ensalada fresca y buen pan (todo ello manjares nunca vistos en Pavuvu) y nos sentamos a una mesa limpia en un amplio comedor. No tenía ni punto de comparación con las raciones C. Como éramos intrusos, esperábamos que nos echaran de un momento a otro. Sin embargo, nadie pareció reparar en nosotros.
A la tarde siguiente regresamos junto con otros marines que habían tenido la misma idea y disfrutamos de otra excelente cena. Al día siguiente lo volvimos a intentar, recorriendo lenta y calladamente la cola e intentando no llamar la atención. Para mi sorpresa, desde la tarde anterior, habían colocado un gran letrero blanco cuidadosamente pintado con letras azules y un borde azul sobre la entrada de la cola para comer. No recuerdo las palabras exactas, pero decía algo parecido a esto: «Damos la bienvenida a los marines a esta cola para comer después de que todo nuestro personal haya pasado».
Nos dio tanta vergüenza como alegría. Aquellos Seabees se habían dado perfecta cuenta de que estábamos allí desde el primer momento y sabían exactamente cuántos marines se estaban metiendo en su cola. Sin embargo, estaban dispuestos y encantados de compartir su comida con nosotros mientras alcanzase. El letrero era necesario, porque los Seabees sabían que haríamos correr la voz y más marines hambrientos se aglomerarían en su cola para comer cada día.
Estábamos eufóricos y recorrimos la cola sonriendo y dándoles las gracias a los encargados del comedor. Eran el grupo más amable que he visto y nos hicieron sentir como huérfanos adoptados. Quizá habían hecho el letrero antes para la 3.ª División de marines, a la que le gustaba la comida de los Seabees tanto como a nosotros, o quizá lo habían puesto por nosotros. En cualquier caso, agradecimos la buena comida y el buen trato. Acrecentó nuestro respeto por los Seabees.
El 3.er Batallón del 5.º de marines había participado en las oleadas de asalto en Peleliu; por lo tanto, en la campaña de Okinawa se nos designó como reserva del regimiento. Para la travesía hasta la isla, por consiguiente, nos embarcarían en un buque de transporte de ataque, el USS McCracken, en lugar de las LST. Estos transportes enviaba tropas a tierra en LCVP (pequeñas naves de desembarco abiertas conocidas como lanchas Higgins) más que en carros anfibios.
Una tarde después de los ejercicios de desembarco y los problemas de campaña, nuestra compañía regresó a la playa para aguardar el regreso de las lanchas Higgins que nos recogerían y nos llevarían de vuelta al buque. El sol de última hora de la tarde danzaba sobre las hermosas olas azules y una numerosa flota de barcos permanecía a cierta distancia de la costa en el canal de Sea Lark. Docenas de lanchas Higgins y otras naves anfibias hacían el trayecto de los barcos a la orilla, cargando marines y trasladándolos a los buques. Parecía una especie de festival náutico si no fuera porque todas las embarcaciones eran militares.
Una a una, las lanchas Higgins fueron recogiendo a los hombres (unos veinticinco cada vez) de nuestra zona de playa. Esperamos mientras el sol se hundía al oeste. Los barcos formaron en convoy y pasaron por delante de nosotros, paralelos a la playa. No teníamos raciones ni agua, estábamos cansados tras un día entero de maniobras y no deseábamos pasar la noche en una playa infestada de mosquitos.
Por fin, cuando el último barco se situó de popa a nosotros, una lancha Higgins se dirigió hacia nuestra posición levantando rociones. Éramos las únicas tropas que quedaban en la playa. El patrón aceleró el motor, metió la proa de la nave de calado plano en la playa y dejó caer la rampa de proa con un golpe. Trepamos a bordo y alguien gritó el habitual:
—Desatraque, patrón, carga completa.
Nos aferramos a la regala de la embarcación mientras el patrón levantaba la rampa, invertía la marcha del motor, giraba y partía a toda máquina hacia el barco que iba desapareciendo.
El mar estaba agitado. Snafu empezó a marearse como de costumbre, así que se tumbó de costado en la cubierta. Íbamos abarrotados: dos pelotones de ametralladoras y dos pelotones de morteros de 60 mm se apiñaban en la Higgins, junto con todo nuestro equipo de combate, armas ligeras, morteros y ametralladoras.
Una lancha Higgins, como cualquier nave potente a toda máquina, normalmente se hundía por el extremo de popa con la proa elevada y se desplazaba con facilidad sobre el agua. Nuestra embarcación, sin embargo, iba tan cargada de hombres y equipo que, aunque nos aglomeramos lo más atrás posible en la popa, la rampa de proa en ángulo recto no estaba lo suficientemente elevada sobre las olas. Chocó de lleno contra algunas olas grandes y el agua empezó a entrar por una lumbrera abierta. Por lo general, esa lumbrera de noventa por sesenta centímetros se encontraba por encima del nivel del agua. El patrón gritó instrucciones para que cerráramos los postigos, lo que hicimos lo más rápido posible. No obstante, el agua siguió salpicando la rampa de proa y entrando por las rendijas de la lumbrera.
En medio del creciente crepúsculo, pudimos ver la popa de un buque de transporte muy por delante de nosotros. Se trataba del último barco del convoy que había desaparecido del extremo de Guadalcanal. Nuestro patrón aceleró todo lo posible para alcanzar al buque de transporte, e hicimos cada vez más agua. Si no dábamos alcance a aquel barco antes de que se hiciera de noche, no sabíamos cuándo regresaríamos a nuestra nave.
El agua comenzó a llenar los pantoques por debajo de los tablones del suelo, así que el patrón puso en marcha las bombas para mantenernos a flote. Nos preparamos para achicar con los cascos, pero para cuando el agua subiera por encima del enmaderado donde podríamos llegar a ella, era probable que la embarcación se hundiera debido al peso. La situación era desalentadora y no quería ni pensar en tener que nadar el par de millas en aquellas aguas agitadas hasta la playa. Qué ironía si algunos de nosotros moríamos tras sobrevivir a Peleliu al ahogarnos durante unas maniobras en la bahía del fondo de hierro, pensé.
Lentamente fuimos acortando las distancias respecto al buque de transporte y por fin nos situamos a su costado. El barco, que descollaba sobre nosotros, estaba atestado de marines. Les pedimos ayuda a gritos. Un oficial de la armada se inclinó sobre la barandilla y nos preguntó de qué barco éramos. Le dijimos que habíamos perdido el McCracken y solicitábamos subir a bordo porque íbamos a hundirnos. Le dio órdenes a nuestro patrón de que se arrimara debajo de un par de serviolas. Así lo hizo y nos bajaron dos cables con ganchos. Justo cuando los ganchos estuvieron sujetos a anillas del suelo, dio la impresión de que nuestra Higgins comenzaba a hundirse. Los cables eran lo único que la mantenían a flote. Nos bajaron una red y subimos como pudimos a bordo del buque. Nos sentimos tremendamente aliviados de encontrarnos fuera de aquella pequeña embarcación.
El barco llegó al fondeadero de la flota varias horas después de que anocheciera. Un señalero que se encontraba en el puente se puso manos a la obra con su luz de destellos enviando señales a otros barcos. Se localizó al McCracken y pronto nos encontramos de nuevo a bordo.
—¿Dónde diablos habéis estado tanto tiempo? —preguntó un hombre de mi compartimento para tropas cuando caímos en nuestras literas.
—Fuimos a San Francisco a tomar una cerveza —respondió alguien.
—Qué gracioso —repuso el otro.
Después de que se completaran las maniobras, nuestro convoy zarpó de las Islas Russell el 15 de marzo de 1945. Íbamos rumbo al atolón Ulithi, donde el convoy se reuniría con la flota de invasión que se estaba congregando. Anclamos frente a Ulithi el 21 de marzo y permanecimos allí hasta el día 27[42].
Nos alineamos a lo largo de las barandillas de nuestro buque de transporte y observamos asombrados la inmensa flota. Vimos naves de toda clase: enormes y nuevos acorazados, cruceros, destructores de líneas elegantes y un gran número de rápidas embarcaciones de escolta. Había más portaaviones de los que ninguno de nosotros hubiera visto jamás. Todo tipo imaginable de naves anfibias estaba en formación. Era la mayor flota de invasión que se había congregado nunca en el Pacífico, y nos sentimos sobrecogidos al verla.
Las naves se balanceaban debido a las mareas y los vientos, y cada día la flota parecía nueva y diferente. Cada mañana, cuando subía a cubierta, me sentía desorientado. Era una sensación extraña, como si me encontrara en un sistema de coordenadas diferente y tuviera que conocer de nuevo los alrededores.
La primera tarde que pasamos en Ulithi, un compañero servidor de mortero sugirió:
—Saquemos los prismáticos y veamos cuántas clases de barcos podemos identificar.
Nos fuimos pasando los prismáticos de la sección de morteros y matamos muchas horas estudiando las diferentes naves.
De pronto, alguien exclamó ahogando un grito:
—¡Mirad ese buque hospital allá por la amura de babor! ¡Mirad las enfermeras! ¡Dadme los prismáticos!
Cerca de una docena de enfermeras estadounidenses bordeaba la barandilla del buque hospital observando la flota. Entre nosotros estalló una refriega por utilizar los prismáticos primero, pero al final todos les echamos un vistazo a las chicas. Silbamos y saludamos con las manos, pero estábamos demasiado lejos para que nos oyeran.
Además de los enormes y nuevos acorazados y portaviones, de lo que más hablamos fue de un portaviones terriblemente chamuscado y abollado que estaba anclado cerca de nosotros. Un oficial de la armada nos explicó que se trataba del Franklin[43]. Pudimos ver aviones calcinados y retorcidos en la cubierta de vuelo, donde habían estado aguardando para despegar cargados de bombas y misiles cuando el buque fue atacado. Debió haber sido un infierno en llamas, con bombas y misiles estallando y gasóleo ardiendo. Observamos en silencio el casco abollado y escorado hasta que un hombre comentó:
—¡Menudo desastre! Vaya, los pobres deben haberlas pasado canutas.
Aquellos que habíamos vivido la explosión y el fuego de las descargas de artillería de Peleliu podíamos apreciar perfectamente el coraje de los marineros del Franklin.
Mientras permanecimos fondeados en Ulithi, desembarcamos en el diminuto islote de Mog Mog para llevar a cabo actividades de ocio y preparación física. Tras algo de gimnasia, y para gran alegría de todos, nuestros oficiales sacaron cervezas y cocacolas. Disfrutamos de uno de los partidos de béisbol más divertidos que he jugado. Todo el mundo se reía y corría como un grupo de niños. Nos vino bien bajar del abarrotado buque de transporte, estirar las piernas y mitigar la monotonía. Detestamos tener que subir a bordo de las lanchas Higgins al atardecer para regresar al barco y a nuestros atiborrados camarotes.
En Ulithi recibimos instrucciones acerca de la batalla por Okinawa que se avecinaba. Esta vez no se nos prometió una campaña breve.
—Se cree que será la campaña anfibia más costosa de la guerra —anunció un teniente—. Vamos a atacar una isla que se encuentra a unas 350 millas de las islas principales de Japón, así que pueden esperar que luchen con más determinación que nunca. Podemos prever entre un 80 y un 85 por ciento de bajas en la playa.
Un amigo que estaba a mi lado se inclinó y susurró:
—¡Qué forma de levantarle la moral a la tropa!
Simplemente solté un gruñido.
El teniente prosiguió:
—Puede que tengamos problemas para atravesar ese acantilado o malecón de nuestro sector. Además, según los informes de inteligencia, hay un gran cañón japo, tal vez un 150 mm, emplazado justo en el flanco derecho de nuestro sector del batallón. Esperamos que el cañoneo de la armada pueda destruirlo. Estén alerta ante un ataque de paracaidistas japoneses por nuestra retaguardia, sobre todo de noche. Es prácticamente seguro que los japos llevarán a cabo un contraataque masivo, probablemente con el apoyo de carros de combate, en algún momento a lo largo de nuestra primera noche en tierra o justo antes del amanecer. Harán un banzai e intentarán echarnos de la cabeza de playa[44].
El 27 de marzo el altavoz se puso en funcionamiento:
—Atención, atención. Equipo de cadenas, prepárense.
Los marineros asignados al equipo se situaron en sus puestos, donde levaron el ancla.
—Bueno, Mazo, están levando anclas, así que no tardaremos en volver a ponernos manos a la obra, amigo —dijo un compañero.
—Sí, y no tengo ninguna prisa, por cierto —respondí.
—Y que lo digas —suspiró.
El enorme convoy se puso en marcha como un reloj. Sólo el hecho de observar aquella multitud de naves ya me distraía de lo que nos aguardaba. Mientras avanzábamos me di cuenta de que había refrescado. Habíamos traído nuestras chaquetas de campaña forradas de lana y se estaba cómodo en cubierta, de noche en particular. Para aquellos que habíamos vivido y combatido en el sofocante trópico durante meses, un tiempo más fresco era algo muy importante.
La mayor parte de la travesía desde Ulithi se desarrolló sin incidentes. Cada noche durante el viaje hacia el norte, me fijé en cómo la hermosa constelación de la Cruz del Sur descendía más y más por el horizonte iluminado por las estrellas. Al final desapareció. Era lo único que echaría de menos del Pacífico sur y central. La Cruz del Sur formaba parte de la insignia de la 1.ª División de marines que llevábamos en el hombro y, por lo tanto, tenía un simbolismo especial.
Nos enorgullecíamos profundamente de identificarnos con nuestras unidades y sacábamos muchas fuerzas del simbolismo que las acompañaba. Mientras nos aproximábamos a Okinawa, el saber que era miembro de la Compañía K del 3.er Batallón del 5.º Regimiento de marines de la 1.ª División de marines me ayudó a prepararme para lo que sabía que se avecinaba[45].
Okinawa es una isla grande, de unos noventa y seis kilómetros de largo y de tres a treinta kilómetros de ancho. Como la mayoría de las islas del Pacífico, está rodeaba por un arrecife de coral. Sin embargo, en la costa occidental ese arrecife se encuentra cerca de la orilla, en particular a lo largo de las playas de invasión, en Hagushi.
Por el centro de la isla se extiende un cerro que se eleva unos 450 metros. Al sur del istmo de Ishikawa, el terreno se allana de manera considerable aunque lo cortan varios ríos. En 1945, como sigue sucediendo hoy en día, la parte sur de la isla albergaba al grueso de la población civil.
Tres sistemas montañosos que cruzaban la parte meridional de la isla de este a oeste eran de primordial importancia para la defensa de la misma. Al norte y justo debajo de las playas de invasión se encontraban los cerros de Kakazu y Nishibaru. En el medio, extendiéndose al oeste de la fortaleza de Shuri, se encontraba el cerro más imponente con escarpados precipicios y hondas quebradas. Más allá del extremo sur de la isla estaban Kunishi, Yuza-Dake y Yaeju-Dake. Juntos estos cerros formaban una serie de barreras defensivas naturales para las fuerzas estadounidenses que avanzaban desde el norte.
En estas barreras naturales fue donde el teniente general Mitsuru Ushijima situó el grueso de su 32.º Ejército japonés, compuesto de 110 000 hombres. Las barreras naturales y artificiales se transformaron en una red de posiciones que se apoyaban mutuamente, conectadas mediante un sistema de túneles. Cada uno de los cerros se mantenía con denuedo hasta que se volvía indefendible; entonces el enemigo se retiraba a la siguiente línea de defensa. De este modo, los japoneses recurrieron a sus experiencias en Peleliu, Saipán e Iwo Jima para construir una defensa en profundidad sumamente sofisticada y potente. Allí aguardaron y lucharon con el objetivo de agotar la voluntad y los recursos del 10.º Ejército estadounidense.
La tensión aumentó la víspera del día D. Recibimos órdenes de última hora de salir de la playa lo más rápido posible. También nos recordaron que, aunque estábamos en la reserva del regimiento, probablemente «nos darían una paliza de muerte» al llegar a la playa. Nos recomendaron que nos fuéramos temprano a la cama; necesitaríamos todo el descanso del que pudiéramos disponer[46].
Un toque de diana antes del amanecer marcó el comienzo del Domingo de Pascua —el Día de los Inocentes[47]— de 1945. El buque bullía de actividad. Comimos bistec y huevos, el banquete habitual antes de la masacre. Regresé a nuestro compartimento y ordené mi munición, la mochila de combate y la bolsa de munición para el mortero. La tripulación del buque cubrió los puestos de combate y se preparó para rechazar ataques kamikaze[48]. El amanecer estaba despuntando y el bombardeo de las playas previo al asalto había comenzado. Por encima podía oír el zumbido de los aviones enemigos que se aproximaban.
Entré en la letrina para calmar mi angustiado colon, tenía retortijones a causa del miedo y la aprensión. En los grandes barcos de transporte las instalaciones sanitarias consistían en una hilera de asientos permanentes de madera situados sobre una palangana de metal por la que corría un flujo constante de agua de mar. Había unos veinte asientos; nada de instalaciones limitadas para que Haney pudiera retrasarnos como en Peleliu.
La mayoría de los hombres de mi compartimento ya habían ido a la letrina y para entonces se habían puesto el equipo y salido a cubierta, así que yo era prácticamente el único en la letrina. Me instalé cómodamente en un asiento. Me fijé en que a mi lado había una rampa parecida a una reja de hierro que atravesaba el techo junto a una de las canastas del cañón antiaéreo de 40 mm. Descendía a través de la cubierta hacia el compartimento de debajo.
Un sonido increíblemente fuerte de metal traqueteando, repicando, chirriando y raspando me dio un susto de muerte. Me levanté de un salto con un reflejo nacido del miedo e intenté salir corriendo de la letrina hacia el compartimento para tropas. Un kamikaze se había estrellado contra nuestro barco justo sobre mi cabeza. Los pantalones, que llevaba alrededor de los tobillos, me entorpecían y casi me caigo. Mientras estiraba las manos para subírmelos, aún podía oír el fuerte repiqueteo y traqueteo (como si un millar de platos cayeran por unas escaleras de piedra). Dirigí la mirada hacia la rampa de hierro y vi docenas de fundas de latón vacías de obuses de 40 mm que caían en cascada desde los cañones de arriba. Resonaban y repiqueteaban por la rampa hasta llegar a un cubo de recogida situado bajo cubierta. Mi miedo disminuyó hasta convertirse en disgusto.
Me puse mi equipo y me reuní con los demás en cubierta para aguardar órdenes. Empezamos a pasear, cada uno pegado a su compañero. Las lanchas Higgins nos llevarían a las zonas de encuentro y nos transbordarían a carros anfibios que anteriormente habían llevado a las oleadas de asalto de infantería a través del arrecife hasta la playa.
El bombardeo de la playa por parte de nuestros buques de guerra había aumentado de intensidad y nuestros aviones habían sumado sus ametralladoras, misiles y bombas. Los aviones japoneses sobrevolaban la flota a bastante distancia de nosotros. Muchos de nuestros barcos estaban disparándoles.
Se ordenó que todas las tropas bajaran (para evitar bajas a causa de los disparos de los aviones enemigos). Cargados con nuestro equipo de batalla, volvimos a meternos por las escotillas, parecidas a puertas, hacia nuestro compartimento. Como sardinas en lata en los pasillos entre las literas, esperamos en el compartimento la orden de regresar a cubierta. Los marineros de cubierta le echaron el cierre a nuestras puertas herméticamente girando las palancas en forma de «U» situadas alrededor de las mismas. Esperamos y oímos los disparos que se sucedían fuera como si estuviéramos atrapados en un armario. El compartimento no era grande y el aire se vició enseguida. Costaba respirar. Aunque el tiempo era fresco, comenzamos a sudar.
—Eh, chicos, los ventiladores están apagados. ¡Por Dios, nos vamos a asfixiar aquí dentro! —exclamó un hombre.
Yo me encontraba junto a la escotilla y varios de nosotros comenzamos a gritarles a los marineros de fuera, diciéndoles que necesitábamos aire. Ellos nos respondieron también a gritos desde el otro lado de la puerta de acero que no se podía hacer nada porque se necesitaba la electricidad para hacer funcionar los soportes de los cañones.
—¡Entonces dejadnos salir a cubierta, por el amor de Dios!
—Lo sentimos, tenemos órdenes de mantener esta escotilla cerrada.
Todos comenzamos a insultar a los marineros, pero ellos cumplían órdenes, y estoy seguro de que no querían mantenernos encerrados en aquel compartimento viciado.
—Vamos a largarnos de aquí —propuso un compañero.
Todos estuvimos de acuerdo en que sería mejor que nos disparasen en cubierta que asfixiarnos en el compartimento. Tratamos de abrir la escotilla agarrando las palancas y situándolas en la posición de apertura. A la misma velocidad que girábamos cada palanca, los marineros de fuera la volvían a poner en su sitio y la mantenían cerrada. Otros marines desesperados se unieron a nosotros para intentar abrir la escotilla. Sólo había dos marineros fuera, así que con la suma de nuestros esfuerzos por fin logramos accionar todos los cierres, abrimos la escotilla de golpe y salimos en tropel al aire limpio y fresco.
Más o menos entonces una avalancha de más hombres de la Compañía K salió por una escotilla en el otro extremo del compartimento. Uno de los marineros recibió un empujón y rodó por cubierta. En un instante todos estuvimos fuera respirando aire fresco.
—Muy bien, señores, regresen a sus camarotes. Nada de tropas en cubierta. ¡Es una orden! —dijo un voz desde una plataforma situada un poco a popa y encima de nosotros.
Levantamos la mirada y vimos a un oficial de la armada, un alférez, apoyado contra la barandilla fulminándonos con la mirada. Llevaba un uniforme caqui, una gorra de oficial e insignias en el cuello; en marcado contraste con nosotros, que íbamos vestidos con pantalones de tela verde, polainas de color habano y cascos con fundas de camuflaje y cargábamos con el equipo, las armas y las herramientas. El alférez portaba un cinturón con una pistola automática del 45 en la pistolera.
Ninguno de nuestros oficiales se encontraba en la zona, así que el alférez de la armada la tenía toda para él. Anduvo con aire arrogante de acá para allá mientras nos ordenaba que nos metiéramos en el aire viciado del compartimento para tropas. Si se hubiera tratado de un oficial de la infantería de marina habríamos obedecido la orden refunfuñando y mascullando, pero él nos resultó tan insignificante que simplemente nos dedicamos a dar vueltas. Al final, comenzó a amenazarnos con consejos de guerra si no obedecíamos.
Un amigo mío alzó la voz:
—Señor, vamos a atacar esa playa en un momento y puede que muchos de nosotros no sigamos vivos dentro de una hora. Preferimos arriesgarnos a que nos alcance un avión japo aquí fuera que volver ahí dentro y morir asfixiados.
El oficial dio media vuelta y se dirigió al puente; supusimos que a buscar ayuda. Poco después llegaron algunos de nuestros oficiales y nos ordenaron que nos preparáramos para bajar por las redes a las embarcaciones que nos esperaban. Que yo sepa, nuestra fuga del compartimento para tropas en busca de aire fresco no se mencionó nunca.
Recogimos nuestro equipo y nos dirigimos a las zonas designadas a lo largo de las regalas del buque. El tiempo estaba despejado en su mayor parte e increíblemente fresco (unos 23 grados) tras el calor del Pacífico Sur. El bombardeo retumbaba y tronaba hacia la isla. Todo, desde acorazados a embarcaciones lanzamisiles y morteros, cubría las playas junto con nuestros bombarderos en picado. Los aviones japoneses llegaron sobrevolando el enorme convoy, con sus motores zumbando y gimiendo, y el fuego antiaéreo de numerosas naves comenzó a estallar en el aire. Vi cómo alcanzaban a dos aviones enemigos a cierta distancia de nuestro buque.
Todos estábamos tensos, en particular con los cálculos de inteligencia de que podíamos esperar entre un 80 y un 85 por ciento de bajas en la playa. Aunque el desembarco me aterraba, no me sentía ni con mucho tan inquieto como en Peleliu. Quizá se debiera a que ya era un veterano de combate. Había sobrevivido al desembarco de Peleliu y sabía qué esperar de los japoneses, así como de mí mismo.
Cuando descendí por la red de carga hasta la lancha Higgins, aún tenía miedo; pero era diferente de lo que sentí en Peleliu.
Además de la inestimable experiencia de ser un veterano de combate, la inmensidad de nuestra flota me daba coraje. Naves de combate y buques de transporte armados se extendían hasta donde alcanzaba nuestra vista. No tengo ni idea de cuántos de nuestros aviones estaban en el aire, pero debían de ser centenares.
Bajamos por la red y nos instalamos en la Higgins. Cuando el último marine subió a nuestra embarcación, alguien gritó:
—Desatraque, patrón, carga completa.
El patrón aceleró el motor y se alejó del buque. Otras lanchas cargadas de marines del 3/5 se estaban retirando del costado del barco. Cómo detestaba tener que marcharme. Embarcaciones anfibias de todo tipo flotaban en el agua a nuestro alrededor. La complejidad de la enorme invasión resultaba evidente dondequiera que miráramos.
Nuestra lancha se alejó cierta distancia del barco y entonces comenzó a trazar círculos despacio junto con otras embarcaciones cargadas de hombres de nuestro batallón. El bombardeo de las playas de Hagushi continuaba rugiendo con imponente intensidad. Hundidos en el agua como estábamos, la verdad era que no podíamos ver lo que estaba sucediendo salvo en nuestras inmediaciones. Aguardamos con nerviosismo a que llegara la hora H, que se habían programado para las 08:30.
Algunos buques comenzaron a soltar un denso humo blanco para ocultar las actividades del convoy. El humo flotó perezosamente y se mezcló con el de los proyectiles al estallar. Continuamos dando vueltas en la hermosa agua azul que rizaban las otras embarcaciones de nuestro grupo.
—Ya son las 08:30 —anunció alguien.
—La primera oleada está entrando. Preparaos para lo peor —dijo Snafu.
El hombre que se encontraba a mi lado suspiró:
—Sí, ahora es cuando las cosas se empiezan a poner feas.