Hacia Peleliu
Completamos nuestro entrenamiento a finales de agosto. Aproximadamente el día 26, la Compañía K subió a bordo de la LST 661 (lanchas de desembarco de carros de combate[14]) para emprender un viaje que finalizaría tres semanas después en la playa de Peleliu.
Cada compañía de fusileros asignada a las oleadas de asalto contra Peleliu realizó el viaje en una LST que transportaba los carros anfibios que llevarían a los hombres a la orilla. Nuestra LST carecía de suficiente espacio destinado a compartimentos para albergarnos a todos los miembros de la compañía, así que los jefes de sección echaron a suertes el espacio disponible. La sección de morteros tuvo suerte. Nos asignaron un compartimento en el castillo con una entrada por la cubierta principal. Algunas de las demás secciones tuvieron que ponerse lo más cómodas posible en la cubierta principal, debajo y alrededor del equipo, y los botes de desembarco que había amarrados allí.
Levamos anclas en cuanto cargamos y nos dirigimos directamente hacia Guadalcanal, donde la división llevó a cabo maniobras en el área de Tassafaronga. Esta zona se parecía muy poco a las playas que tendríamos que atacar en Peleliu, pero pasamos varios días realizando ejercicios de desembarco anfibios en unidades grandes y pequeñas.
Algunos de nuestros veteranos de Guadalcanal quisieron visitar el cementerio de la isla para presentarles sus respetos a los compañeros que habían muerto durante la primera campaña de la división. A los veteranos a los que yo conocía no se les permitió ir al cementerio, y como es comprensible hubo mucha amargura y resentimiento debido a ello.
Entre los ejercicios de adiestramiento, algunos exploramos la zona de la playa e inspeccionamos los restos varados de gabarras de desembarco japonesas, el buque para transporte de tropas Yamazuki Mam y un submarino biplaza. Uno de los veteranos de Guadalcanal nos contó la impotencia que había supuesto quedarse sentados en las montañas y ver cómo los refuerzos nipones desembarcaban sin oposición durante los días en que el poder de la armada japonesa era indiscutible en las Islas Salomón. El importante número de árboles destrozados y varios esqueletos humanos que encontramos entre la vegetación de la jungla permanecían como pruebas de enfrentamientos anteriores.
También contamos con momentos más alegres. Cuando los carros anfibios nos volvían a llevar a las LST cada tarde, corríamos a nuestros camarotes, guardábamos el equipo, nos desnudábamos y bajábamos a la cubierta de cisternas. Después de que hubieran subido a bordo todos los carros anfibios, el capitán de la nave amablemente dejaba las puertas de proa abiertas y la rampa bajada para que pudiéramos nadar en las aguas azules del canal de Sealark (llamado de manera más apropiada «la bahía del fondo de hierro» por todos los barcos que se habían hundido allí durante la campaña de Guadalcanal). Nos zambullíamos, nadábamos y chapoteábamos en la preciosa agua como niños, y durante unas breves horas olvidábamos por qué estábamos allí.
Las treinta LST que transportaban a las compañías de asalto de la 1.ª División de marines zarparon por fin a primera hora de la mañana del 4 de septiembre para realizar la travesía de unas 2100 millas hasta Peleliu. Fue un viaje sin incidentes.
El mar estaba en calma y sólo nos encontramos con un par de chaparrones.
Cada mañana después de desayunar, varios de nosotros íbamos al coronamiento de popa de la nave a observar el espectáculo del sargento de artillería Haney. Vestido con unos shorts de color caqui, botas y polainas, Haney llevaba a cabo su ritual de limpieza. Dejaba la vaina de la bayoneta puesta y utilizaba como blanco un candelero cubierto de lona que bajaba de la superestructura del barco. No podía reemplazar a un palo de prácticas móvil, pero Haney no permitía que eso lo detuviera. Realizaba su rutina durante una hora más o menos, con monólogo y todo, mientras docenas de hombres de la Compañía K se apoltronaban en rollos de cabos y otro equipo, fumando y conversando. A veces una animada partida de pinacle se desarrollaba casi bajo sus pies. El sargento estaba tan ajeno a los jugadores como ellos a él. De vez en cuando llegaba un marinero y se quedaba mirando a Haney sin dar crédito a lo que veía. Muchos me preguntaron si estaba asiático. Sin poder resistir la tentación de tomarles un poco el pelo, les contestaba que no, que eso era algo típico de nuestra unidad. Entonces me miraban a mí del mismo modo que a Haney.
Siempre tuve la sensación de que los marineros consideraban que los soldados de la infantería de marina éramos un poco locos, salvajes o insensatos. Es posible que así fuera. Pero a lo mejor teníamos que desarrollar una actitud de «me importa un bledo» para mantener la cordura ante lo que estábamos a punto de soportar.
Los soldados rasos no sabíamos mucho de la naturaleza de la isla que era nuestro objetivo. En una clase de adiestramiento en Pavuvu, nos enteramos de que había que tomar Peleliu para asegurar el flanco derecho del general Douglas MacArthur durante su invasión de Filipinas, y que contaba con un buen aeródromo que podría apoyar a MacArthur. No recuerdo cuándo oímos el nombre de la isla, aunque miramos mapas y modelos orográficos durante las clases. (Tenía un nombre que sonaba bonito: Peleliu). Aunque censuraban cuidadosamente las cartas que enviábamos desde Pavuvu, al parecer nuestros oficiales temían arriesgarse a que algún tipo le escribiera en código a alguien en casa que íbamos a atacar una isla llamada Peleliu. No obstante, como me dijo un amigo después, de todas formas nadie en casa habría sabido dónde encontrarla en un mapa.
Palaos, la parte más occidental de la cadena de las Islas Carolinas, está compuesta de varias islas grandes y más de un centenar más pequeñas. Salvo Angaur, al sur, y un par de pequeños atolones en el norte, todo el grupo se encuentra en el interior de un arrecife de coral. A unas quinientas millas al este están las Filipinas meridionales. Al sur, más o menos a la misma distancia, está Nueva Guinea.
Peleliu, justo dentro del arrecife de Palaos, tiene forma de pinza de langosta, pues tiene dos brazos de tierra. El brazo sur se extiende hacia el noreste desde el terreno llano para formar una mezcolanza de islotes de coral y planicies cubiertas de espesos manglares. El brazo septentrional, más largo, está dominado por los cerros paralelos de coral de los montes Umurbrogol.
De norte a sur, la isla mide unos diez kilómetros de largo, con un ancho aproximado de tres kilómetros. En la sección sur, más ancha y plana en su mayor parte, los japoneses habían construido un aeródromo con forma más o menos de «4». Los cerros y la mayor parte de la isla fuera del aeródromo estaban cubiertos de espesos bosques; sólo había algún que otro espacio abierto cubierto de hierba. La densa maleza ocultaba tan completamente la verdadera naturaleza del terreno que las aerofotos y las imágenes previas al día D que tomaron los submarinos de Estados Unidos no les proporcionaron a los oficiales de inteligencia ninguna pista sobre lo escarpado que era.
El peligroso arrecife que recorría las playas de desembarco y los cerros de coral del interior convertían la invasión de Peleliu en una combinación de los problemas de Tarawa y Saipán. El arrecife, que medía más de seiscientos metros de largo, era un imponente obstáculo natural. Por su culpa, había que transportar en carros anfibios a las tropas y el equipo que iban a efectuar el asalto; las embarcaciones Higgins no podían sortear el áspero coral y las profundidades variables del agua.
Antes de partir de Pavuvu nos habían dicho que la 1.ª División de marines recibiría refuerzos hasta alcanzar aproximadamente 28 000 hombres para el ataque a Peleliu. No obstante, como todo el mundo sabía, mucha de esa gente incluida en el término «refuerzos» no estaba adiestrada ni equipada para el combate. Eran especialistas asignados a la división para efectuar el desembarco que trabajarían en los buques y después en las playas. Ellos no pelearían.
Al zarpar hacia Peleliu, la 1.ª División de marines contaba con 16 459 oficiales y soldados. Un grupo de retaguardia de 1771 hombres se quedó en Pavuvu. De estos, sólo unos 9000 eran soldados de infantería. Las fuentes de inteligencia calculaban que nos enfrentaríamos a más de 10 000 defensores japoneses en Peleliu. El gran tema de conversación entre nosotros, la tropa, tenía que ver con la comparación de los efectivos militares.
—Eh, chicos, el teniente acaba de contarme que la 1.ª División va a ser la división de marines más grande que haya desembarcado nunca. Dice que tenemos refuerzos que no habíamos tenido jamás.
Un veterano que estaba limpiando su pistola automática del 45 levantó la mirada y soltó:
—¡Vaya, ese teniente novato te ha llenado la cabeza de pájaros!
—¿Por qué?
—Usa la cabeza, amigo. Claro que tenemos al 1.º de marines, el 5.º de marines y el 7.º de marines; ellos son la infantería. El 11.º de marines es nuestra artillería divisional. ¿Dónde demonios está toda esa gente que se supone que va a «reforzar» la división? ¿Quién diablos son y dónde diablos están?
—No lo sé, sólo estoy repitiendo lo que dijo el teniente.
—Bueno, yo te diré quiénes son esos «refuerzos». Son lo que llaman especialistas, y no son marines de primera línea. Recuerda esto, amigo. Cuando las cosas se empiecen a poner feas, y tú y yo estemos intentando sobrevivir a los disparos y bombardeos, los malditos especialistas estarán tocándose las narices en el puesto de mando de la división en la playa, escribiendo a casa que la guerra es un infierno. ¿Y quién va a sufrir todas las bajas y va a perder a todos los hombres luchando con los japos? Al 1.º de marines, el 5.º de marines y el 7.º de marines les caerá una de padre y muy señor mío, y el 11.º de marines también perderá algunos hombres. Espabila, muchacho, los tenientes novatos son igual de inútiles que el sombrero de un decapitado. Los suboficiales dirigen el cotarro cuando empiezan los disparos[15].
Día D menos 1
El 14 de septiembre de 1944 después de la cena, un amigo y yo nos apoyamos contra la barandilla de la LST 661 y hablamos de lo que haríamos después de la guerra. Yo intentaba aparentar que no me preocupaba el día siguiente, y él también. Puede que nos engañáramos el uno al otro y a nosotros mismos un poco, pero no mucho. Mientras el sol desaparecía por debajo del horizonte y su brillo ya no creaba un resplandor vítreo en el mar, pensé en lo hermosas que eran las puestas de sol en el Pacífico. Eran incluso más bonitas que en la bahía de Mobile. De pronto se me ocurrió algo. ¿Viviría para ver ponerse el sol mañana? Casi se me doblan las rodillas del pánico. Apreté la barandilla e intenté parecer interesado en la conversación.
Los buques del convoy se convirtieron en moles oscuras que avanzaban deslizándose cuando el altavoz interrumpió nuestra conversación:
—Presten atención. Presten atención.
Dio la impresión de que los hombres que nos rodeaban, y que habían estado hablando en voz baja en parejas o en pequeños grupos, prestaban más atención de la habitual a la orden.
—Que todos los soldados bajen a los camarotes. Que todos los soldados bajen a los camarotes.
Mi amigo y yo fuimos a nuestro compartimento del castillo. Uno de nuestros suboficiales envió un destacamento de trabajo a otro compartimento a buscar raciones y munición. Después de que regresaran, llegó nuestro teniente, nos dio la orden de «descansen» y dijo que tenía que contarnos algunas cosas. Tenía el ceño fruncido, el rostro demacrado y parecía preocupado.
—Señores, como probablemente sepan, mañana es el día D. El general Rupertus asegura que el enfrentamiento será sumamente duro pero breve. Habrá terminado en cuatro días, puede que tres. Será un combate como Tarawa. Va a ser difícil pero rápido. Luego iremos a una zona de descanso.
»Recuerden lo que se les ha enseñado. Mantengan las cabezas agachadas dentro del carro anfibio. En Saipán se produjeron muchas bajas innecesarias porque hubo soldados que se asomaron por la borda para ver lo que estaba pasando. En cuanto el carro anfibio se detenga en la playa, bajen a la carrera y salgan de la playa rápido. No se interpongan en el camino de los carros cuando regresen a recoger las tropas de las oleadas secundarias. Nuestros blindados vendrán detrás de nosotros. Los conductores tienen mucho de lo que ocuparse y no pueden andar esquivando a la infantería, así que apártense de su camino. ¡Salgan rápido de la playa! Los japos la barrerán con todo lo que tengan, y si nos inmovilizan en la playa, su artillería acabará con nosotros.
»Tengan las armas preparadas porque los japos siempre intentan detenernos en la línea de playa. Quizá nos reciban en la playa con bayonetas en cuanto nuestra barrera de artillería naval se disipe y avance tierra adentro. Así que salgan de los carros preparados para cualquier cosa. Mantengan una bala en la recámara de las armas ligeras y pongan el seguro a las pistolas. Lleven los recipientes de las balas de mortero de gran potencia sin cerrar y guárdenlos en las bolsas de munición listos para usarlos de inmediato en cuanto nos ordenen que disparemos hacia el frente de la compañía. Llenen las cantimploras, cojan raciones y pastillas de sal y limpien sus armas. El toque de diana será antes del amanecer y la hora H será a las 08:30. Váyanse al catre pronto. Necesitarán descansar. Buena suerte y continúen.
Salió del compartimento y los suboficiales nos distribuyeron munición, raciones K y pastillas de sal.
—Bueno, aquel rumor que oímos durante las maniobras en Guadalcanal de que esta misión va a ser dura pero rápida debe ser verdad —comentó un hombre.
—Imaginaos, sólo cuatro, puede que tres días para una estrella de combate. Caray, puedo soportar lo que sea ese tiempo —masculló un tejano.
Expresaba lo que opinábamos la mayoría, y la confirmación de los tan repetidos rumores de que sería un «duro pero rápido combate» nos alentó[16]. Seguíamos intentando convencernos a nosotros mismos de que el general sabía de lo que estaba hablando. Todos temíamos una campaña larga y pesada que se prolongaría más allá de lo soportable, como Guadalcanal y Cabo Gloucester. Nuestra moral era excelente, y nos habían entrenado para cualquier cosa por muy dura que fuera. Pero rogábamos poder salir de eso rápido.
Nos sentamos en nuestras camas, limpiamos las armas, preparamos las mochilas de combate y ordenamos el equipo. A lo largo de toda la historia, las tropas de combate de diferentes ejércitos han llevado a la guerra mochilas que pesan muchos kilos; nosotros viajábamos con el mínimo equipaje, sólo transportábamos lo absolutamente necesario (como lo hizo la veloz infantería confederada durante la guerra de Secesión).
Mi mochila de combate contenía un capote doblado, un par de calcetines, unas cuantas cajas de raciones K, pastillas de sal, munición de carabina de más (veinte balas), dos granadas de mano, una pluma estilográfica, un tintero, papel de carta en un envoltorio impermeable, un cepillo de dientes, un tubo pequeño de dentífrico, unas fotografías de mi familia junto con unas cartas (en un envoltorio impermeable) y una gorra de tela vaquera.
El resto de mi equipo y ropa consistía en un casco de acero cubierto con una tela de camuflaje, una gruesa chaqueta de tela verde con un emblema de los marines y las siglas USMC pintadas en el bolsillo superior izquierdo, pantalones del mismo material, un viejo cepillo de dientes para limpiar mi carabina, calcetines de algodón fino, botas hasta el tobillo y polainas de lona color habano claro (con las que cubría las perneras de los pantalones). No llevaba calzoncillos ni camiseta debido al calor. Como muchos, me prendí una insignia de bronce de los marines a un lado del cuello para que me diera buena suerte.
Sujetos al cinturón con pistolera llevaba una bolsa que contenía un apósito de campaña, dos cantimploras, una bolsa con dos cargadores de carabina con quince balas (los llamábamos «peines») y una magnífica brújula de latón en un estuche impermeable. Mi Ka-Bar colgaba en su funda de cuero en mi costado derecho. Llevaba una granada enganchada encima del cinto por el asa (la palanca). También contaba con un cuchillo de hoja gruesa parecido a un cuchillo de carnicero que me había enviado mi padre; lo utilizaba para cortar las abrazaderas de alambre que envolvían los resistentes cajones de los proyectiles de mortero de 60 mm.
Amarré una bolsa de munición con dos cargadores más a la culata de mi carabina. No llevaba bayoneta, porque el modelo de carabina que yo tenía carecía de asidero para la bayoneta. Por fuera de la mochila, enganché las herramientas para atrincherarme en su funda de lona. (Las herramientas no sirvieron para nada en Peleliu debido al duro coral).
Todos los oficiales y soldados nos vestíamos prácticamente igual. Las principales diferencias entre nosotros eran el tipo de cinturón y el arma individual que llevábamos.
Intentamos aparentar indiferencia y hablamos de cualquier cosa salvo de la guerra. Algunos escribieron las últimas cartas.
—¿Qué vas a hacer después de la guerra, Mazo? —me preguntó un amigo que estaba sentado frente a mí. Era un joven sumamente inteligente.
—No lo sé, Oswalt. ¿Qué piensas hacer tú?
—Quiero ser neurocirujano. El cerebro humano es algo increíble, me fascina —contestó.
Pero no sobrevivió a Peleliu para hacer realidad sus aspiraciones.
Lentamente, las conversaciones se fueron apagando y los hombres se fueron al catre. Resultó difícil dormir esa noche. Pensé en casa, mis padres, mis amigos… y en si cumpliría con mi deber, si acabaría herido e inválido, o muerto. Llegué a la conclusión de que era imposible que me mataran porque Dios me quería. Entonces me dije que Dios nos quería a todos y que muchos morirían o quedarían destrozados física o mentalmente o ambas cosas a la mañana siguiente y en los días sucesivos. El corazón me latía con fuerza y me recorrió un sudor frío. Al final, me dije que era un maldito cobarde y con el tiempo me quedé dormido recitando el padrenuestro para mis adentros.
Día D, 15 de septiembre de 1944
Me pareció que sólo había dormido un momento cuando un suboficial entró en el compartimento y anunció:
—Muy bien, chicos, arriba.
Noté que el buque había disminuido la velocidad y casi se había detenido. «Ojalá pudiera detener el avance de las manecillas del reloj», pensé. Estaba oscuro como boca de lobo, no había ninguna luz en la obra muerta. Nos levantamos, nos vestimos y nos afeitamos, y nos preparamos para comer: bistec y huevos, una tradición de la 1.ª División de marines en honor a una combinación culinaria aprendida de los australianos. Aunque ni el bistec ni los huevos sabían demasiado bien. Tenía un nudo en el estómago.
Había surgido un problema curioso cuando regresé a mi compartimento. Haney, que había sido uno de los primeros en volver de comer unos cuarenta y cinco minutos antes, se había instalado en el asiento de uno de los dos váteres de la pequeña letrina situada en nuestro lado del compartimento. Estaba allí sentado, con los pantalones hasta las rodillas y sus queridas polainas cuidadosamente abrochadas sobre las botas, sonriendo y hablando solo tranquilamente mientras fumaba un cigarrillo. Una hilera de nerviosos marines utilizaba el otro váter uno tras otro.
Algunos habían acudido a la letrina del otro lado del compartimento mientras que otros, desesperados, fueron corriendo a las letrinas de los otros compartimentos para la tropa. Normalmente las instalaciones de nuestro compartimento eran suficientes, pero la mañana del día D nos encontró a todos nerviosos, tensos y asustados. Los veteranos ya sabían lo que yo estaba a punto de descubrir: que durante los períodos de enfrentamientos intensos, puede que un hombre no tenga posibilidad de comer o dormir, mucho menos de hacer de vientre. Todos se quejaban y miraban a Haney con el ceño fruncido, pero como era sargento de artillería nadie se atrevía a sugerirle que se diera prisa. Con su indiferencia característica, Haney nos ignoró, siguió a su ritmo y se marchó cuando le dio la gana.
Brillaba la primera luz del amanecer cuando dejé mi equipo sobre mi cama, todo guardado y listo para ponérmelo, y salí a la cubierta principal. Todos los hombres hablaban en voz baja, fumaban y miraban hacia la isla. Encontré a Snafu[17] y me quedé cerca de él; era el artillero de nuestro mortero, así que nos mantuvimos juntos. También era un veterano de Gloucester, y yo me sentía más seguro con los veteranos. Ellos sabían qué nos podía esperar.
Sacó un paquete de cigarrillos y dijo arrastrando las palabras:
—Coge un pitillo, Mazo.
—No, gracias, Snafu. Te he dicho un millón de veces que no fumo.
—Mazo, te apuesto veinticinco centavos a que antes de que acabe el día te fumarás todos los cigarrillos a los que puedas echarles la garra.
Le dediqué una sonrisa forzada y dirigimos la vista hacia la isla. El sol estaba empezando a salir y no había ninguna nube en el cielo. El mar estaba en calma. Soplaba una suave brisa.
Una campana del barco repicó y oímos por el altavoz:
—Cojan su equipo y prepárense.
Snafu y yo corrimos a nuestras camas mientras saludábamos con la cabeza y hablábamos con otros compañeros de rostro sombrío que se apresuraban a recoger su equipo. En el abarrotado compartimento nos ayudamos unos a otros con las mochilas, enderezamos las correas y nos abrochamos las cartucheras. Puede que a los generales y almirantes les preocuparan los mapas y las toneladas de provisiones, pero mi principal preocupación en aquel momento era cómo me quedaban las correas de la mochila y si mis botas eran cómodas.
Sonó la siguiente campana. Snafu cogió el mortero de veinte kilos y se echó al hombro la correa para transportarlo. Yo me colgué la carabina de un hombro y la pesada bolsa de munición del otro. Bajamos en fila por una escala que llevaba a la cubierta para carros de combate, donde un suboficial nos ordenó que subiéramos a bordo de un carro anfibio. Se me aflojaron las piernas cuando vi que no se trataba del modelo más nuevo, con la rampa trasera para que salieran las tropas con el que habíamos practicado. Esto significaba que en cuanto el carro llegara a la playa, tendríamos que saltar por encima de los altos costados, con lo que quedaríamos mucho más expuestos al fuego enemigo. Yo estaba demasiado asustado y nervioso para decir mucho, pero algunos se quejaron de ello.
Las puertas de proa del buque se abrieron y la rampa bajó. Los motores de todos los carros rugieron y escupieron gases. Los ventiladores de aireación zumbaban sobre nuestras cabezas. La cegadora luz del día entró a raudales en la cubierta para carros de combate a través de la proa abierta de la nave cuando el primer carro anfibio salió y bajó traqueteando por la rampa inclinada.
Nuestra máquina se puso en marcha con una sacudida mientras nos agarrábamos a los costados y unos a otros. Las orugas del carro rechinaron y rasparon las planchas de hierro de la rampa, luego flotó y se asentó en el agua como si fuera un pato enorme. A nuestro alrededor tronaban las voces de los cañones del buque que bombardeaban las playas y las posiciones defensivas de Peleliu para preparar el asalto.
El cuerpo de marines nos había adiestrado a los nuevos hasta que nos amalgamamos con los veteranos formando una división de combate perfectamente disciplinada. Ahora, la fuerza de los acontecimientos que se habían desatado en aquel hostil trozo de roca coralina de diez kilómetros por tres nos haría avanzar de manera implacable, cada uno hacia su destino individual.
Todo lo que mi vida había sido antes y ha sido después palidece a la luz de aquel imponente momento en el que mi carro anfibio se puso en marcha en medio de un bombardeo atronador hacia la playa llameante y envuelta en humo para emprender el ataque contra Peleliu.
Desde el final de la segunda guerra mundial, los historiadores y analistas militares han discutido sin llegar a una conclusión sobre la necesidad de la campaña de las Islas Palaos. Muchos pensaron después de la batalla —y lo siguen pensando hoy— que Estados Unidos no necesitaba librarla como condición sine qua non para el regreso del general MacArthur a Filipinas.
El almirante William F. Toro Halsey sugirió suspender la operación de Palaos después de que los planificadores del alto mando se enterasen de que el poderío aéreo japonés en Filipinas no era tan fuerte como el servicio de inteligencia había supuesto al principio. Pero MacArthur opinaba que la operación debería seguir adelante y el almirante Chester W. Nimitz dijo que era demasiado tarde para cancelarla porque el convoy ya estaba en marcha.
Debido a importantes acontecimientos que se produjeron en Europa en ese momento y a la falta de beneficios inmediatos y patentes derivados de la captura de Peleliu, la batalla sigue siendo una de las menos conocidas o comprendidas de la guerra en el Pacífico. No obstante, para muchos se trata del combate más duro que libraron los marines en la segunda guerra mundial.
El general de división (después teniente general) Roy S. Geiger, el duro jefe del III Cuerpo anfibio, afirmó repetidas veces que Peleliu fue la batalla más difícil de toda la guerra en el Pacífico. Un antiguo oficial del cuerpo de marines, el general Clifton B. Cates, dijo que Peleliu fue uno de los combates más feroces y disputados con más tesón de la guerra, y que en ningún lugar se demostró la eficiencia ofensiva de los marines de Estados Unidos de forma más convincente.
Peleliu también fue importante para el resto de la guerra en el Pacífico debido a los cambios en las tácticas niponas con las que los marines se encontraron allí. Los japoneses renunciaron a su tradicional campaña total para defender la playa a favor de una compleja defensa basada en posiciones fortificadas que se apoyaban mutuamente, situadas en cuevas y fortines que se adentraban en el corazón de la isla, en especial en los cerros de los montes Umurbrogol.
En batallas anteriores, los japoneses habían agotado sus efectivos con cargas banzai contra los marines una vez que estos habían establecido una cabeza de playa firme. Los marines masacraron miles y miles de japoneses durante sus salvajes ataques. Los japoneses no habían sacado adelante con éxito ni una sola carga banzai en las campañas previas.
Sin embargo, en Peleliu, el coronel Kunio Nakagawa, permitió que los marines fueran hacia él y los aproximadamente 10 000 soldados de su orgullosa 14.ª División de infantería. Desde posiciones que se apoyaban mutuamente, los japoneses cubrían casi cada metro de Peleliu desde la playa hasta el centro del puesto de mando de Nakagawa, enterrado bajo roca coralina, en el centro del sistema montañoso. Algunas posiciones sólo eran lo bastante grandes para albergar a un hombre. Algunas cuevas contenían centenares. Por lo tanto, los marines no encontraron una línea de defensa principal. Los japoneses habían construido la defensa con toda la isla como primera línea. Lucharon hasta que la última posición fue destruida.
Con la ayuda de aquel terreno increíblemente accidentado, las nuevas tácticas niponas resultaron tan eficaces que la 1.ª División de marines sufrió más del doble de bajas en Peleliu que la 2.ª División en Tarawa. En proporción, las bajas estadounidenses en Peleliu se aproximaron mucho a las sufridas más tarde en Iwo Jima, donde los japoneses emplearon de nuevo una intrincada defensa en profundidad, ahorraron efectivos y libraron una batalla de desgaste. A una escala aún mayor, la hábil y tenaz defensa de la parte meridional de Okinawa utilizó el mismo sofisticado sistema defensivo en profundidad puesto a prueba por primera vez en Peleliu.