CAPÍTULO UNO

La forja de un marine

Me alisté en el cuerpo de marines el 3 de diciembre de 1942 en Marion, Alabama. En ese momento estaba en mi primer año en el Marion Military Institute. Mis padres y mi hermano Edward me habían pedido con insistencia que me quedara en el colegio para que pudiera ser oficial de alguna arma técnica del ejército de Estados Unidos. Sin embargo, movido por la profunda inquietud de que la guerra terminase antes de que yo pudiera unirme al combate, quise alistarme en el cuerpo de marines lo antes posible. Ed, que se había graduado en el colegio militar The Citadel y era alférez en el ejército, sugirió que tendría mejor vida como oficial. A mamá y papá les angustiaba un poco pensar que formaría parte de los marines como soldado raso, es decir, como «carne de cañón». Así que, cuando un equipo de reclutamiento de los marines llegó al Marion Institute, me inscribí en uno de los programas de adiestramiento de oficiales del cuerpo. Se llamaba V-12.

El sargento de reclutamiento llevaba pantalones azules, una camisa caqui, corbata y gorra de plato blanca. Nunca había visto unos zapatos brillar así. Me hizo muchísimas preguntas y rellenó numerosos documentos oficiales. Cuando me dijo:

«¿Alguna cicatriz, marca de nacimiento u otro rasgo inusual?», describí una cicatriz de dos centímetros y medio en la rodilla derecha.

Indagué el motivo de tal pregunta. Él respondió: «Para que puedan identificarlo en alguna playa del Pacífico después de que los japos hagan saltar por los aires sus placas de identificación».

Esta fue mi introducción al crudo realismo que caracterizaba al cuerpo de marines que después llegué a conocer tan bien.

El año lectivo terminó la última semana de mayo de 1943. Pude pasar el mes de junio en casa, en Mobile, antes de tener que presentarme el 1 de julio en el Georgia Tech, en Atlanta.

Disfruté del viaje de Mobile a Atlanta porque el tren tenía una locomotora a vapor. El humo olía bien y el silbato añadía una lastimera nota que me recordaba una vida sin prisas. Los maleteros se quedaron admirados y se mostraron muy solícitos cuando les dije, con bastante orgullo, que iba de camino a convertirme en marine. Mi vale de comida del cuerpo de marines me proporcionó una ensalada de gambas grande y deliciosa en el vagón restaurante y las miradas de admiración del camarero de servicio.

Al llegar a Atlanta un taxi me depositó en el Georgia Tech, donde los 180 hombres del destacamento de marines vivían en Harrison Dormitory. Estaba previsto que los reclutas asistieran a clases durante todo el año (en mi caso, unos dos años), se graduaran y luego pasaran a la base de la infantería de marina en Quantico, Virginia, para el adiestramiento como oficiales.

Un marine de carrera, el capitán Donald Payzant, estaba al mando. Payzant había servido con la 1.ª División de marines en Guadalcanal. Parecía enorgullecerse de su labor; amaba el cuerpo, era incisivo y estaba lleno de jactancia. Al volver la vista atrás, ahora me doy cuenta de que había sobrevivido a la picadora de carne del combate y que simplemente se alegraba de estar sano y salvo y de tener la suerte de estar destacado en una tranquila base de adiestramiento.

La vida en el Georgia Tech era agradable y cómoda. En resumen, no sabíamos que estábamos en guerra. La mayor parte de las asignaturas eran aburridas y poco estimulantes. A muchos de los profesores les molestaba ostensiblemente nuestra presencia. Resultaba prácticamente imposible concentrarse en los estudios. La mayoría de nosotros opinaba que nos habíamos alistado en los marines para luchar, pero allí éramos estudiantes otra vez. La situación era más de lo que muchos podíamos soportar.

Al final del primer semestre, noventa —la mitad del destacamento— suspendimos para poder entrar en el cuerpo como soldados rasos.

Cuando el oficial de la armada que se ocupaba de los asuntos académicos me llamó para preguntarme por mi bajo rendimiento, le contesté que no me había alistado en el cuerpo de marines para pasarme toda la guerra estudiando. Fue tan comprensivo que llegó a mostrarse paternal y dijo que él opinaría igual si estuviera en mi lugar.

El capitán Payzant nos ofreció un pequeño discurso de ánimo a los noventa delante de la residencia la mañana en la que íbamos a subir al tren que nos llevaría al campamento de adiestramiento en el Marine Corps Recruit Depot en San Diego, California. Nos dijo que éramos los mejores hombres y los mejores marines del destacamento. Aseguró que admiraba nuestro temple por querer participar en la guerra. Creo que fue sincero.

Tras la charla, unos autobuses nos llevaron a la estación de ferrocarril. Cantamos y gritamos entusiasmados todo el camino. Al fin íbamos a la guerra. ¡Si hubiéramos sabido lo que nos aguardaba!

Aproximadamente dos años y medio más tarde, regresé a la estación de ferrocarril de Atlanta de camino a casa. Poco después de bajar del vagón para dar un paseo, un joven soldado de infantería del ejército se acercó a mí y me estrechó la mano. Comentó que se había fijado en mi insignia de la 1.ª División de marines y en las insignias de campaña que llevaba en el pecho y se había preguntado si había luchado en Peleliu. Cuando le contesté que sí, me dijo que simplemente quería expresar su eterna admiración por los hombres de la 1.ª División de marines.

Él había luchado con la 81.ª División de infantería (los Wildcats) que había venido a ayudarnos en Peleliu[2]. Era servidor de ametralladora, los disparos japoneses lo habían alcanzado en el cerro Bloody Nose y sus compañeros lo habían abandonado. Sabía que moriría a causa de las heridas o que los japoneses lo harían pedazos cuando cayera la noche. Arriesgando sus vidas, unos marines habían llegado y lo habían puesto a salvo. El soldado dijo que le habían impresionado tanto el coraje, la eficacia y el compañerismo de los marines que vio en Peleliu que juró que le daría las gracias a todos los veteranos de la 1.ª División de marines con los que se encontrara.

Los «latinos» —como nos llamaban a los que nos dirigíamos a San Diego— subimos a un tren militar en una gran estación de Atlanta. Todos estaban muy animados, como si fuéramos rumbo a un picnic en lugar de al campamento de adiestramiento… y a la guerra. El viaje a través del país se prolongó varios días y resultó tranquilo aunque interesante. La mayoría no habíamos ido nunca al Oeste y disfrutamos del paisaje. Rompíamos la monotonía del viaje jugando a las cartas, gastándonos bromas unos a otros y saludando, gritando y silbándoles a todas y cada una de las mujeres que veíamos. A veces comíamos en los vagones restaurante del tren, pero en ciertos lugares el tren pasaba a una vía muerta y comíamos en la cantina de la estación.

Casi todo el tráfico ferroviario con el que nos cruzamos era militar. Vimos largos trenes compuestos casi exclusivamente de vagones abiertos cargados de carros de combate, semiorugas, piezas de artillería, camiones y otro equipo militar. Nos pasaron muchos trenes de tropas en ambas direcciones. La mayoría transportaba soldados del ejército. Este tráfico ferroviario nos recalcó la magnitud del esfuerzo bélico de la nación.

Llegamos a San Diego una mañana temprano. Tras recoger nuestro equipo, formamos filas fuera de los vagones. Un sargento primero llegó e indicó a los suboficiales de nuestro tren en qué autobuses teníamos que subir. A los adolescentes, este sargento primero nos pareció viejo. Al igual que nosotros, iba vestido con un uniforme de marine de lana verde, pero él tenía insignias de campaña en el pecho. También contaba con el fourragère francés verde en el hombro izquierdo. (Después, como miembro del 5.º Regimiento de marines, yo llevaría ese cordón trenzado alrededor del brazo izquierdo con orgullo). Sin embargo, ese hombre lucía además dos vueltas por fuera del brazo. Eso significaba que había servido con un regimiento (el 5.º o el 6.º de marines) que había recibido la condecoración de Francia por servicios distinguidos en combate durante la primera guerra mundial.

El sargento nos hizo unos breves comentarios acerca del duro adiestramiento al que nos íbamos a enfrentar. Parecía simpático y comprensivo, casi paternal. Su actitud nos dejó una falsa sensación de bienestar y no nos preparó en lo más mínimo para la impresión que nos aguardaba cuando bajamos de aquellos autobuses.

—¡Rompan filas y suban a los autobuses que se les han asignado! —ordenó el sargento primero.

—Muy bien, muchachos. ¡Suban a los autobuses! —gritó el suboficial.

Parecían haberse vuelto más autoritarios según nos acercábamos a San Diego.

Tras recorrer sólo unos cuantos kilómetros, los autobuses se detuvieron en el gran Marine Corps Recruit Depot: el campamento de adiestramiento. Mientras miraba con ansiedad por la ventanilla, vi muchas secciones de reclutas marchando por las calles. Cada instructor bramaba las órdenes con una cadencia muy personal. Los reclutas estaban rígidos como sardinas en lata. Me puse nervioso al ver lo serios —o, más bien, lo asustados— que parecían.

—Muy bien, chicos. ¡Fuera de los malditos autobuses!

Salimos rápidamente, nos pusimos en fila con los hombres de los otros autobuses y nos numeramos en grupos de unos sesenta. Pasaron varios camiones que transportaban destacamentos de trabajo formados por hombres que seguían en el campamento de adiestramiento o que habían terminado hacía poco. Nos miraron con sonrisas de complicidad y se burlaron:

—Os vais a arrepentir.

Ese era el saludo normal y oficioso que se les daba a todos los reclutas.

Poco después de bajar del autobús, un cabo se acercó a mi grupo. Gritó:

—Sección, atención. A la derecha, de frente, huah. Paso ligero, huah.

Nos hizo correr arriba y abajo por las calles durante lo que parecieron horas y por fin nos llevó hasta una hilera doble de barracones que nos alojarían un tiempo. Estábamos sin aliento. Él ni siquiera parecía jadear.

—¡Sección, alto, a la derecha! —Se llevó las manos a las caderas y nos inspeccionó con desprecio—. Son unos imbéciles —gritó. A partir de ese momento intentó demostrarlo cada momento de cada día—. Soy el cabo Doherty, su instructor. Esta es la Sección 984. Si alguno de ustedes es tan idiota como para pensar que no necesita seguir mis órdenes, que venga aquí y le partiré la cara ahora mismo. Puede que sus almas les pertenezcan a Jesús, pero sus culos les pertenecen a los marines. Son reclutas. No son marines. Quizá no tengan lo que hay que tener para ser marines.

Nadie se atrevió a moverse, casi ni a respirar. Todos recibimos una lección de humildad, porque no cabía duda de que el instructor hablaba completamente en serio.

El cabo Doherty no era un hombre recio. Medía aproximadamente un metro setenta y siete, probablemente pesara unos setenta kilos y era un hombre musculoso con un pecho prominente y un estómago plano. Tenía los labios finos, una tez rubicunda y era probable que fuera tan irlandés como su nombre. Por su acento calculé que era de Nueva Inglaterra, tal vez de Boston. Tenía los ojos del tono verde más frío y malvado que había visto nunca. Nos fulminó con la mirada como si fuera un lobo que deseara despedazarnos. Me dio la impresión de que la única razón por la que no lo hacía era que el cuerpo de marines quería usarnos como carne de cañón para amortiguar las balas y la metralla de los japoneses, de modo que se pudiera reservar a los auténticos marines para capturar las posiciones niponas.

Ninguno de nosotros dudó nunca que el cabo Doherty fuera estricto y duro de corazón. La mayoría de los marines recuerdan lo fuerte que les chillaban sus instructores, pero Doherty no levantaba demasiado la voz. Él gritaba de un modo glacial y amenazador que nos producía escalofríos. Llegamos a creer que si nos moríamos de miedo por su culpa, los japos no podrían matarnos. Siempre iba impecable y el uniforme le quedaba tan bien como si se lo hubiera hecho el mejor sastre. Mantenía una postura erguida y su comportamiento reflejaba precisión militar.

La gente se imagina a los instructores con galones de sargento. Doherty nos infundía respeto y nos asustaba tanto que no podría haber resultado más efectivo si hubiera llevado los seis galones de un sargento primero en lugar de los dos de un cabo. Un hecho salió a relucir con toda claridad: ese hombre sería el dueño de nuestros destinos en las semanas venideras.

Doherty casi nunca nos hacía entrenar en la plaza de armas principal, sino que nos hacía marchar o ir a paso ligero hasta un área cerca de la playa de la bahía de San Diego. Allí la arena blanda hacía que caminar resultara agotador. Justo lo que él quería. Durante horas enteras, durante días enteros, nos entrenábamos para arriba y para abajo por la suave arena. Las piernas me dolían muchísimo los primeros días, como le sucedía al resto de la sección. Descubrí que los músculos no me dolían tanto cuando me concentraba en un pliegue del cuello de la camisa o en la gorra del hombre que iba delante de mí o intentaba contar los barcos que había en la bahía. Abandonar la fila por tener las piernas cansadas era algo inconcebible. El remedio habitual para semejante acto de debilidad era ir a paso ligero, sin moverse del sitio, para poner las piernas en forma… antes de que el instructor te humillara y reprendiera delante de toda la sección. Yo prefería el dolor al remedio.

Antes de regresar a la zona de los barracones al final de cada sesión de instrucción, Doherty nos hacía detenernos, le pedía a un hombre su fusil y nos decía que nos demostraría la técnica adecuada de sujetar el fusil mientras nos arrastrábamos. Aunque primero situaba la culata del fusil en la arena, soltaba el arma y la dejaba caer, diciendo que cualquiera que hiciera eso, lo lamentaría. Con tantos hombres en la sección, resultaba asombrosa la frecuencia con la que pedía utilizar mi fusil para esa demostración. Luego, tras enseñar cómo sostener el fusil contra el pecho, nos ordenaba que nos arrastráramos. Lógicamente, los hombres de delante lanzaban arena con los pies sobre el fusil del que iba tras él. Con esta y otras muchas técnicas, el instructor se encargaba de que tuviéramos que limpiar los fusiles varias veces al día.

Sin embargo, aprendimos rápido y bien un antiguo lema del cuerpo de marines: «El fusil es el mejor amigo de un marine». Siempre lo tratamos así.

Durante los primeros días, Doherty le hizo una vez una pregunta sobre su fusil a uno de los reclutas. Al responder, el desventurado recluta se refirió a su fusil como «mi artillería». El instructor le dio unas órdenes entre dientes y el recluta se sonrojó. Comenzó a trotar delante de los barracones con una mano en el fusil y la otra en el pene, entonando:

—Este es mi fusil —mientras alzaba su M1— y esta es mi artillería —y movía el otro brazo—. Esto es para los japos —sostenía en alto el M1 de nuevo— y esto es para divertirme —levantaba el otro brazo.

Huelga decir que ninguno de nosotros volvió a utilizar nunca la palabra «artillería» a menos que nos refiriéramos a un mortero, una pieza de artillería o un cañón naval.

Un día típico en el campamento de adiestramiento comenzaba con el toque de diana, a las cuatro de la madrugada. Nos lanzábamos de nuestros catres en medio de la fría oscuridad y nos afeitábamos, vestíamos y comíamos a toda prisa. El extenuante día terminaba con el toque de silencio a las diez de la noche. Sin embargo, en cualquier momento entre el toque de silencio y el de diana, el instructor podía hacernos salir para una inspección de fusiles, instrucción en formación cerrada o para correr alrededor de la plaza de armas o por la arena de la bahía. Este hostigamiento en apariencia cruel y sin sentido me resultó muy útil más tarde, cuando descubrí que la guerra no dejaba dormir a nadie, en especial a los soldados de infantería. En combate sólo hay un tipo de sueño: el sueño eterno.

Nos trasladamos a dos o tres áreas de barracones diferentes durante las primeras semanas. El traslado debía hacerse de inmediato. La orden era:

—Sección 984, salgan a paso ligero con los fusiles, el equipo individual completo y los petates con todo el equipo debidamente guardado, y prepárense para partir en diez minutos.

Entonces se produciría un desenfrenado correr mientras los hombres recogían y guardaban su equipo. Cada uno contaba con uno o dos amigos que se unían para ayudarse unos a otros a ponerse las mochilas y a echarse los pesados petates sobre los hombros encorvados. Varios hombres de cada barracón se quedaban para limpiar los edificios y la zona de alrededor mientras el resto de la sección se dirigía penosamente llevando sus pesadas cargas hasta los nuevos barracones.

Al llegar al nuevo destino, la sección se detenía, se les asignaba un barracón, rompían filas y guardaba el equipo. Cuando entrábamos en los alojamientos recibíamos órdenes de formar para instrucción con fusiles, cartucheras y bayonetas. La sensación de urgencia y prisa nunca disminuía. Nuestro instructor tenía mucha inventiva para encontrar formas de hostigarnos.

Una de las zonas de barracones en las que nos encontrábamos estaba separada por una alta valla de una fábrica de aviones donde se hacían los grandes bombarderos B-24 «Liberator». También había una pista de aterrizaje y los grandes aviones de cuatro motores iban y venían a poca altura por encima de los techos de los barracones. Una vez uno aterrizó con la panza y atravesó la valla cerca de nuestros alojamientos. Nadie resultó herido, pero varios de nosotros bajamos corriendo a ver el accidente. Cuando regresamos, el cabo Doherty nos pronunció uno de sus mejores discursos acerca de que los reclutas no debían salir nunca del área asignada sin el permiso de su instructor. Todos nos quedamos admirados, sobre todo por la enorme cantidad de flexiones y otros ejercicios que realizamos en lugar de ir a almorzar.

Durante la instrucción en formación cerrada, los hombres bajos lo pasaban muy mal para mantener el paso. Cada sección contaba con sus «pesos pluma»: hombres bajos que avanzaban penosamente con zancadas gigantes a la cola de la formación. Con un metro setenta y cinco, yo me encontraba aproximadamente dos tercios detrás del guía de la Sección 984. Un día mientras regresábamos del curso de bayoneta, perdí el paso y no pude retomar la cadencia. El cabo Doherty marchó a mi lado. Me dijo con su tono gélido:

—Chico, si no coge el paso y lo mantiene, voy a darle una patada tan fuerte en el trasero que van a tener que llevarnos a los dos a la enfermería. Hará falta cirugía mayor para sacarme el pie de su culo.

Con aquellas inspiradoras palabras resonando en mis oídos, retomé la cadencia y nunca más volví a perderla.

El tiempo se volvió bastante frío, sobre todo por la noche. Tenía que taparme con las mantas y el abrigo. Muchos dormíamos con los pantalones de tela vaquera y las sudaderas de la instrucción, además de la ropa interior. Cuando sonaba el toque de diana bastante antes de que amaneciera, sólo teníamos que ponernos las botas de campo antes de formar para el pase de lista.

Cada mañana, tras el pase de lista, corríamos por la neblinosa oscuridad hasta una amplia plaza de armas asfaltada para la gimnasia con fusil. Encima de una plataforma de madera, un musculoso instructor ordenaba una larga serie de agotadores ejercicios en varias secciones. Un sistema de megafonía tocaba una grabación rayada de Three o’clock in the morning. Se suponía que debíamos seguir el compás de la música. Lo único que rompía la monotonía eran las frecuentes maldiciones y los insultos dirigidos a nuestro entusiasta instructor entre susurros y la aparición demasiado frecuente de varios instructores que acechaban las extensas filas asegurándose de que todos se ejercitaran enérgicamente. Los ejercicios no sólo nos endurecieron el cuerpo. El oído se nos agudizó mucho tratando de oír si se acercaban los instructores mientras nos saltábamos uno o dos tiempos para descansar un momento en medio de la impenetrable oscuridad.

En aquel momento no comprendíamos ni apreciábamos el hecho de que la disciplina que estábamos aprendiendo al responder a órdenes bajo presión marcaría muchas veces la diferencia más tarde en combate: entre el éxito o el fracaso, incluso entre vivir o morir. El entrenamiento del oído también resultó ser una habilidad adicional cuando los japoneses trataban de infiltrarse en nuestras filas por la noche.

Poco después nos informaron de que íbamos a trasladarnos al polígono de tiro. Acogimos el anuncio con entusiasmo. Se rumoreaba que nos entregarían los tradicionales sombreros de campaña de ala ancha. Sin embargo, la remesa se acabó cuando nos tocó a nosotros. La envidia nos consumía y nos sentíamos estafados cada vez que veíamos aquellos graciosos sombreros en el campo de tiro.

La primera mañana que pasamos en el polígono de tiro, a primera hora, comenzamos el que probablemente fuera el adiestramiento de puntería con fusil más riguroso y eficaz que se le ofreciera a ninguna tropa de ninguna nación durante la segunda guerra mundial. Nos dividieron en equipos de dos hombres la primera semana para practicar la teoría o «disparar en seco». Nos concentramos en el modo adecuado de fijar la mira, apretar el gatillo, anunciar los disparos, usar la correa del fusil para facilitar el disparo y otros fundamentos.

Pronto resultó evidente por qué todos habíamos recibido gruesas almohadillas para coserlas en los codos y en el hombro derecho de las chaquetas de tela vaquera: durante esa práctica, cada hombre y su compañero entrenaban juntos, uno en la posición apropiada (de pie, de rodillas, sentado o tendido boca abajo) y apretando el gatillo, y el otro empujando la palanca del cerrojo del rifle con la base de la mano, que llevábamos acolchada con una tela enrollada alrededor de la palma. Con este procedimiento se amartillaba el fusil y simulábamos el retroceso.

Los instructores y los entrenadores de fusil comprobaban a todos los hombres continuamente. Todo tenía que ser perfecto. Los brazos nos dolían por tenerlos retorcidos en diversas posiciones y porque la correa de cuero se nos clavaba. La mayoría tuvimos problemas para perfeccionar la posición de sentados (que nunca vi usar en combate). Sin embargo, el entrenador los ayudó a todos como lo hizo conmigo: simplemente dejando caer su peso sobre mis hombros hasta que pude «adoptar la posición correcta». Aquellos que estaban familiarizados con las armas de fuego olvidaron pronto lo que sabían y aprendieron el estilo del cuerpo de los marines.

Después de la precisión, lo más importante era la seguridad. Nos machacaron sus principios sin clemencia hasta que los asimilamos. «Mantengan el arma apuntada hacia el objetivo. Nunca apunten un fusil a nada a lo que no piensen dispararle. Revisen su fusil cada vez que lo cojan para asegurarse de que no está cargado. Se han producido muchos accidentes con fusiles “descargados”».

La siguiente semana nos situamos en la línea de tiro y recibimos munición real. Al principio, el sonido de los fusiles al disparar resultaba desconcertante. Pero no por mucho tiempo.

Habíamos practicado la teoría tan concienzudamente que repetimos lo aprendido de forma automática. Le disparamos a dianas negras y redondas a 100, 300 y 500 metros. Otras secciones manejaban los blancos[3]. Cuando el oficial del campo de tiro ordenaba:

«Listos a la derecha, listos a la izquierda, todo listo en la línea de tiro, comiencen a disparar», yo sentía como si el rifle fuera parte de mí y viceversa. Mi concentración era absoluta.

La disciplina siempre estaba presente, aunque el hostigamiento que había supuesto nuestro alimento diario dejó paso a una instrucción formal y muy seria en puntería. Sin embargo, el castigo por infringir las reglas se producía de manera rápida y severa. Un hombre situado a mi lado se giró un poco para hablar con un amigo después de que se hubiera ordenado el «alto el fuego»; esto provocó que la boca de su fusil se desviara de los objetivos. El capitán al frente del campo de tiro, que tenía ojo de lince, se acercó corriendo y le dio una patada tan fuerte en el trasero que el hombre cayó de bruces. Luego el capitán lo levantó del suelo de un tirón y le echó un buen rapapolvo. Pillamos el mensaje.

A la sección 984 le tocó su turno en los blancos. Mientras estábamos sentados a salvo en los refugios y esperábamos a que se completara cada serie de disparos, me vinieron pensamientos sombríos sobre el estallido y el chasquido de las balas al pasar por lo alto.

El día de la clasificación amaneció despejado y soleado. Estábamos preocupados, pues nos habían dicho que el que no disparase lo bastante bien para alcanzar la categoría de «tirador» no iría al extranjero. Me llevé una decepción cuando se sumaron las puntuaciones finales. No llegué a «fusilero experto» por sólo dos puntos. No obstante, llevé con orgullo la insignia de tirador de primera con forma de cruz de Malta. Y no omití señalarles a mis compañeros yanquis que la mayoría de los mejores tiradores de nuestra sección eran chicos del Sur.

Sintiéndonos como viejos lobos de mar, regresamos al centro de reclutamiento para las fases finales del adiestramiento. Sin embargo, los instructores no nos trataron como veteranos; el hostigamiento pronto retomó la intensidad anterior.

Tras ocho extenuantes semanas, se había hecho patente que el cabo Doherty y los otros instructores habían hecho bien su trabajo. Nos habíamos endurecido físicamente, habíamos desarrollado resistencia y habíamos aprendido las lecciones. Y lo que tal vez era más importante, nos habíamos endurecido mentalmente. Uno de nuestros instructores adjunto incluso se permitió mascullar que quizá nos convirtiéramos en marines después de todo.

Por fin, a última hora de la tarde del 24 de diciembre de 1943, formamos sin fusiles ni cartucheras. Vestidos con uniformes verdes de trabajo, cada hombre recibió tres emblemas de bronce del cuerpo de marines con el globo terráqueo y el ancla, que nos guardamos en el bolsillo. Nos dirigimos a un anfiteatro donde nos sentamos con otras secciones.

Así nos graduamos en el campamento de adiestramiento. Un comandante bajo y de aspecto afable que se encontraba de pie en el escenario dijo:

—Señores, han completado con éxito el entrenamiento y ahora son marines de Estados Unidos. Pónganse sus emblemas del cuerpo de marines y llévenlos con orgullo. Tienen una tradición grande y digna que mantener. Forman parte de la mejor unidad de combate del mundo, así que sean dignos de ella.

Sacamos los emblemas y nos pusimos uno en cada solapa de la chaqueta de lana verde y uno en el lado izquierdo del gorro cuartelero. El comandante contó unos cuantos chistes verdes. Todo el mundo se rio y silbó. Luego, concluyó:

—Buena suerte, señores.

Esa fue la primera vez que nos llamaban «señores» en el campamento de entrenamiento.

Al día siguiente, antes de que amaneciera, la Sección 984 se reunió delante de los barracones por última vez. Nos echamos los petates al hombro, nos colgamos los fusiles y bajamos con gran dificultad hasta un almacén donde había aparcada una hilera de camiones. El cabo Doherty nos indicó que cada uno debía presentarse en el camión designado cuando pronunciaran su nombre y destino. Los pocos a los que habían seleccionado para que se formaran como especialistas (técnicos de radar, mecánicos de aviones, etc.) debían entregar sus fusiles, bayonetas y cartucheras.

Se oían comentarios en voz baja mientras los hombres salían de las filas:

—Hasta luego, nos vemos, tómatelo con calma. Sabíamos que muchas amistades terminaban allí. Doherty gritó:

—Eugene B. Sledge, 534559, equipo individual completo y fusil M1, infantería, Camp Elliott.

A la mayoría nos designaron a la infantería y fuimos a Camp Elliott o a Camp Pendleton[4]. Mientras nos ayudábamos unos a otros a subir a los camiones, nunca se nos ocurrió pensar por qué se asignaba a tantos a la infantería. Nuestro destino era suplir el creciente número de bajas en las compañías de fusileros o asalto en el Pacífico. Estábamos condenados a luchar en primera línea de fuego. Éramos carne de cañón.

Después de que se hubieran dado todos los destinos, los camiones se alejaron, y miré a Doherty, que nos veía partir. Le tenía aversión, pero lo respetaba. Nos había convertido en marines y me pregunté qué pasaba por su cabeza mientras nos alejábamos.