Los hijos de Ulric
A pesar de todos nuestros esfuerzos, y aunque de algún modo no fue del todo sorprendente, no logramos llegar a Nuln antes de que comenzara el invierno. Peor aún, dado que carecíamos de brújula y cualquier otro medio para orientarnos en las profundidades del bosque, pronto volvimos a perdernos. Se me ocurren pocas circunstancias que sean más atemorizadoras o peligrosas para un viajero que perderse en los bosques con las nevadas invernales. Por desgracia, debido a algún capricho del oscuro destino que había perseguido nuestros pasos, parecía que estábamos a punto de encontrarnos en una de esas pocas circunstancias…
FÉLIX JAEGER,
Mis viajes con Gotrek, vol. II,
Impreso en Altdorf, 2505
El aullido de los lobos resonaba en el bosque como los lamentos de almas condenadas al tormento. Félix se envolvió más en su roja capa de lana de Sudenland gastada, y avanzó trabajosamente por la nieve.
En los dos últimos días había visto dos veces a sus perseguidores, a los que había atisbado en las sombras que se extendían debajo de los interminables pinos. Eran largos y de forma esbelta, y tenían las lenguas colgando y los ojos brillantes a causa del hambre voraz. Por dos veces los lobos se habían puesto casi al alcance de sus armas, y por dos veces se habían retirado como si obedecieran a la llamada del aullido lejano de un jefe, una criatura tan atemorizadora que había que obedecerla.
Cuando pensaba en aquel largo aullido gimiente, Félix se estremecía. En el grito había resonado una nota de horror e inteligencia que le hacía recordar las antiguas historias de bosques oscuros con que su niñera lo asustaba cuando era pequeño. Intentó apartar de sí aquellos perniciosos pensamientos.
Se dijo que sólo había oído el aullido del jefe de la manada, una criatura más grande y atemorizadora que las demás y, por Sigmar, el aullido de los lobos ya era un sonido lo bastante tétrico sin necesidad de que su mente poblara el bosque de monstruos.
La nieve crujía bajo los pies; la humedad helada se filtraba a través del cuero resquebrajado de las botas y le mojaba los calcetines de lana. Aquélla era otra mala señal, porque había oído hablar de leñadores a quienes se les habían congelado los pies en un bloque dentro de las botas, y hubo que separarles los dedos con un cuchillo antes de que se les gangrenaran.
La verdad era que no le sorprendía realmente encontrarse perdido en el profundo corazón de Reikwald, justo cuando comenzaba el invierno. Maldijo, y no por primera vez, el día en que se encontró con el enano Gotrek Gurnisson y juró seguirlo y dejar constancia de su fin en un poema épico.
Habían estado rastreando las huellas de un monstruo grande, que Gotrek juraba que era un troll, cuando comenzó a nevar. Habían perdido el rastro bajo el manto de nieve, y entonces eran ellos quienes estaban perdidos.
Félix luchó contra la ola de pánico que lo acometió al pensar que era muy posible que caminaran en círculos hasta morir de agotamiento e inanición. Ya les había sucedido a otros viajeros perdidos en el bosque durante el invierno.
«O hasta que los lobos nos den caza», se recordó a sí mismo. El enano tenía un aspecto tan desdichado como Félix. Avanzaba al mismo tiempo que usaba el mango del hacha a modo de bastón para sondear la profundidad de la nieve que tenía delante. La enorme cresta de pelo teñido de rojo que normalmente se encumbraba sobre su cabeza afeitada y tatuada, caía entonces como la de un pájaro sucio. La hosca demencia que brillaba en su único ojo sano parecía ensombrecida por el entorno, y una gran gota de mocos le caía de la nariz rota.
—¡Árboles! —refunfuñó Gotrek—. Lo único que odio más que a los árboles son los elfos.
Otro penetrante aullido arrancó a Félix de su ensoñación. Era como los anteriores, cargado de maligna inteligencia y avidez, y llenó al poeta de un cegador miedo cerval. Por instinto, se echó la capa hacia atrás sobre el hombro derecho para dejar libre el brazo de la espada, y posó la mano sobre la empuñadura del arma.
—No hay necesidad de eso, humano. —La diversión maliciosa se hizo evidente en la voz dura como el pedernal del enano—. Quienquiera que haya gritado, llama a nuestros amiguitos peludos para que se alejen de nosotros. Al parecer, han encontrado otra presa.
—Los hijos de Ulric… —comentó Félix con voz atemorizada al recordar los cuentos de la niñera.
—¿Qué tiene que ver con esto el dios Lobo de Middenheim, humano?
—Dicen que, cuando el mundo era joven, Ulric caminaba entre los hombres y engendraba hijos con mujeres mortales; que los de su linaje podían cambiar de forma y escoger entre la de un hombre y la de un lobo. Se retiraron a las zonas salvajes del mundo hace mucho tiempo, y algunos afirman que su sangre fue corrompida cuando llegó el Caos y que ahora se alimentan de carne humana.
—Bueno, pues si alguno de ellos se pone al alcance de mi hacha, derramaré un poco de esa sangre corrupta.
De repente, Gotrek alzó una mano para indicarle que guardara silencio, y, pasado un momento, asintió con la cabeza y escupió al suelo.
Félix se detuvo, atemorizado, para observar y escuchar. No podía identificar señales de persecución por ninguna parte. Los lobos habían desaparecido, y por un momento sólo oía el atronador latido de su propio corazón y el de su respiración jadeante, aunque luego percibió lo que había hecho detener al Matatrolls: sonidos de lucha, gritos de batalla y el distante aullido de los lobos que les traía el viento.
—Al parecer están peleando —comentó.
—Vayamos a matar unos cuantos lobos —decidió Gotrek—. Tal vez, quienquiera que sea objeto del ataque conozca el camino de salida de este lugar infestado de árboles y engendros del infierno.
* * * * *
Jadeante por la carrera a través de las ráfagas de nieve, con la cara lastimada por los golpes de las ramas y las heridas de las espinas de los escaramujos, Félix entró en el claro de un salto, y una docena de ballestas se volvieron para apuntarlo. El aire estaba cargado de olor a ozono y por todas partes yacían cadáveres de hombres y de lobos.
Con lentitud, el poeta alzó los brazos mientras su agitada respiración formaba nubes en el aire. El sudor le bajaba por el rostro a pesar del frío, y se dijo que en otra ocasión debería recordar que no era buena idea correr por el bosque en invierno, vestido con ropa de abrigo. Es decir, si todavía estaba vivo para recordar algo después de aquello, pues los desconocidos, armados hasta los dientes, tenían aspecto de cualquier cosa menos de ser amistosos.
Eran por lo menos veinte, y varios, ataviados con las ricas pieles características de los nobles, empuñaban espadas y daban órdenes a los demás: soldados de aspecto duro y vigilante que, a despecho de ser competentes, tenían aire de intranquilidad y el miedo asomaba a sus ojos. Félix supo que disponía de pocos instantes antes de que lo llenaran de flechas como un alfiletero.
—¡No disparéis! —dijo—. He venido a ayudaros.
Se preguntó dónde estaría Gotrek. Había recorrido bastante distancia, y en el calor del momento había permitido que la emoción y sus largas piernas lo hicieran adelantarse respecto al enano. En ese momento, eso podría convertirse en un fatal error, aunque tampoco estaba seguro de qué podría hacer el Matatrolls enfrentado con aquella formación de destellantes armas arrojadizas.
—¿Ah sí, de verdad? —preguntó una voz sarcástica—. Has salido a dar un paseo por el bosque, ¿no? Y entonces oíste el ruido de la refriega. Y has venido a investigar este pequeño alboroto, ¿no es cierto?
El que hablaba era un noble de elevada estatura. A Félix nunca le había gustado mucho la nobleza del Imperio, y aquel tipo parecía un ejemplo perfecto de dicha casta sifilítica. Una barba negra recortada enmarcaba el semblante pálido y estrecho, desde el que lo contemplaban unos ojos asombrosamente negros; además, una nariz enorme en forma de pico de águila le confería un aire predador.
—Mi amigo y yo nos perdimos en el bosque, y oímos a los lobos y el ruido de la batalla. ¡Hemos venido para ayudar, si podíamos!
—¿Tu amigo? —preguntó el noble con voz irónica, al mismo tiempo que señalaba con un pulgar a una hermosa joven de elevada estatura que se encontraba encadenada cerca de ellos—. ¿No será tu amiga? ¿No te referirás a esta bruja?
—No tengo ni idea de a qué te refieres, señor —replicó Félix—. No he visto a esa joven dama en toda mi vida.
Se volvió para echar una mirada feroz a sus espaldas, pero no vio al enano por ninguna parte. «Tal vez sea mejor así», pensó Félix, ya que el Matatrolls no era famoso por su tacto social. Sin duda, en ese momento, habría dicho algo que hubiese hecho que los matasen a ambos.
—Estaba viajando con un compañero…
Entonces se le ocurrió que quizá no sería tan buena idea mencionar a Gotrek en ese instante. El Matatrolls era un personaje llamativo y proscrito, y tal vez aquellos hombres quisieran reclamar la recompensa que se ofrecía por él si llegaban a reconocerlo.
—Según parece, se ha perdido —acabó el poeta con voz débil.
—Tira la espada —dijo el noble, y Félix obedeció—. ¡Sven! ¡Heinrich! ¡Atadle las manos!
Dos de los soldados corrieron a cumplir la orden, y Félix fue derribado de una patada. Cayó de cara en la nieve y sintió que una fría humedad comenzaba a empaparle la ropa.
Al abrir los ojos descubrió que estaba tendido ante el cadáver de un lobo, y mientras miraba los ojos del animal enturbiados por la muerte, los soldados le ataron las manos a la espalda con rapidez y eficacia. Félix sintió que el metal se le clavaba en la piel, y le sorprendió que usaran algo más que simples cuerdas para sujetarlo.
A continuación, alguien le quitó la capucha de la capa y le levantó la cabeza, cogiéndolo por el pelo, al mismo tiempo que un aliento fétido le llegaba a la nariz. Unos ojos de fría locura se fijaron en los suyos, y él recorrió con la mirada un rostro lleno de líneas y enmarcado por una barba grisácea. Una mano nudosa hizo un gesto ante su rostro, y al pasar por el aire dejó una estela de brillantes chispas. Era obvio que se trataba de un mago.
—No parece tocado por la corrupción de la Oscuridad —declaró el hechicero con una voz sorprendentemente melodiosa y culta—. Puede ser que diga la verdad, pero sabré algo más cuando lo lleve a la casa.
La cabeza de Félix volvió a caer en la nieve, y el poeta reconoció la voz del noble que habló después.
—A pesar de todo, no corras ningún riesgo con él, Voorman. Es un espía de nuestros enemigos, y lo quiero muerto.
—Averiguaré la verdad una vez que tenga mis instrumentos. ¡Si es un espía de los enemigos de la Orden, lo sabremos!
El noble se encogió de hombros y les volvió la espalda; obviamente descartó el asunto como indigno de su atención. Una bota volvió a patear a Félix en las costillas, y lo dejó sin aliento.
—Levántate y sube al trineo —dijo un fornido sargento—. Si te caes de él, te mato.
Félix recogió las piernas debajo del cuerpo y se puso de pie, tambaleándose. Después le lanzó una mirada feroz al sargento con la intención de memorizar cada uno de los rasgos de su rostro. Si salta de ésa con vida, se vengaría. Al ver su expresión, uno de los soldados enarboló la ballesta como para romperle la crisma, pero el mago sacudió la cabeza con amabilidad.
—Nada de violencia. Lo quiero ileso.
Félix se estremeció, porque en el sereno despego del mago había algo más atemorizador que en la irreflexiva brutalidad del soldado. A continuación, subió al trineo.
* * * * *
Por lo que Félix pudo ver, la partida estaba formada por el noble, algunos de sus aduladores, los soldados y el mago. Los nobles iban en trineos tirados por caballos, y los soldados viajaban en los estribos o conducían los caballos desde la parte delantera.
Junto a él estaba sentada la joven mujer, que tenía el cabello de puro color de plata y los ojos dorados. Poseía una pulcra belleza rapaz y una actitud altiva natural que en nada disminuía a causa del collar de cadena que la unía a la barra trasera del trineo, ni de los extraños grilletes grabados con runas que le sujetaban las manos a la espalda.
—Félix Jaeger —murmuró él a modo de presentación, pero ella no dijo nada; se limitó a sonreír con frialdad, y luego pareció retirarse a su propio interior, para no volver a acusar recibo de la presencia del poeta.
—Guardad silencio —les dijo el mago, que iba sentado delante de ellos, cuyo tono sereno y quedo contenía una amenaza mayor que las feroces miradas de todos los guardias juntos.
Félix decidió que no lograría nada desafiando al anciano, mientras lanzaba otra mirada al bosque que los rodeaba con la esperanza de ver alguna señal de Gotrek; pero no había ni rastro del Matatrolls por ninguna parte. Félix cayó en un sombrío silencio. Dudaba de que el enano pudiera adelantárseles, pero al menos podría seguir las huellas de los trineos, siempre y cuando no nevara demasiado.
¿Y luego, qué? No lo sabía. Sentía todo el respeto del mundo por los formidables poderes para matar y destruir de Gotrek, pero dudaba de que ni siquiera el Matatrolls pudiese derrotar a aquel pequeño ejército.
De vez en cuando, se arriesgaba a echarle un fugaz vistazo a la mujer que estaba sentada junto a él, y advirtió que también ella lanzaba ansiosas miradas hacia los árboles. No logró decidir si esperaba que unos amigos acudieran a rescatarla, o simplemente estaba midiendo la distancia de la carrera que podría conducirla hacia la libertad.
Un lobo aulló a lo lejos, y una extraña sonrisa inhumana contorsionó los labios de la mujer, lo que hizo que Félix se estremeciera y apartase la vista.
* * * * *
El poeta casi se alegró cuando la casa solariega surgió en medio de la tormenta. Los contornos de la mansión, baja y sólida, quedaban parcialmente desdibujados por los copos de nieve que flotaban por el aire, y vio que estaba construida en piedra y troncos.
Se sentía tan agotado que le resultaba difícil creerlo. El hambre, el frío y la larga caminata por la nieve lo habían llevado casi al límite de sus fuerzas. Entonces se le ocurrió que aquél era su punto de destino y que allí sería la víctima de cualquier terrible plan que el hechicero pudiese tener en mente; pero simplemente le resultaba imposible reunir la energía necesaria para preocuparse. Lo único que deseaba era tumbarse en un sitio cálido y dormir.
Alguien tocó un cuerno, las puertas se abrieron, los trineos con los soldados que los acompañaban entraron en un patio y las puertas volvieron a cerrarse tras ellos.
Félix tuvo la oportunidad de recorrer el patio con los ojos. Por los cuatro lados lo flanqueaban los muros de la casona fortificada, y el poeta revisó su primera opinión. No se trataba tanto de una casa solariega como de una fortaleza construida para resistir un asedio en el caso de ser necesario. Imprecó, ya que las posibilidades que tenía de escapar parecían en ese momento más escasas que nunca.
Todos los miembros de la partida bajaron de los trineos, los nobles pidieron que les trajeran vino caliente con especias, y alguien les ordenó a los conductores que se encargasen de que los caballos fueran llevados a los establos. Reinaba un bullicioso desorden, y la respiración de hombres y bestias salía de sus bocas como humo.
Los guardias llevaron a Félix a empujones hacia el interior del edificio, que era frío y húmedo, y olía a tierra, pino y humo de madera rancia. Una enorme chimenea ocupaba todo el centro de la sala de entrada, donde guerreros y nobles se paseaban pisando fuerte, agitando los brazos y rodeándose con ellos para defenderse del helor mientras los sirvientes corrían para servirles copas de vino caliente especiado. A Félix se le hizo la boca agua al percibir aquel aroma.
Uno de los guerreros colocó apresuradamente leña en la chimenea, y luego se puso a frotar un pedernal del que saltaron chispas; pero la húmeda madera se negaba a prender.
El hechicero lo observó con creciente impaciencia, hasta que, tras encogerse de hombros, hizo un gesto y pronunció una palabra en el idioma ancestral. Una pequeña erupción de llamas saltó desde la punta de su ahusado dedo índice sobre la leña, que siseó entre un rugido de llamas. El olor a ozono colmó el aire. Unas llamas azules se agitaron alrededor de los maderos, y luego todos ellos prendieron a la vez, y las sombras retrocedieron danzando.
Los nobles y el hechicero atravesaron otra puerta hasta el interior de una segunda sala, y dejaron a los guerreros y a los prisioneros a solas. Por un momento, reinó un silencio tenso, y después los hombres se pusieron a hablar a la vez. Todas las palabras que los soldados habían contenido durante el largo viaje en trineo salieron como un torrente por sus bocas.
—¡Por el Martillo de Sigmar, vaya una pelea! ¡Pensaba que esos lobos iban a cargársenos con total seguridad!
—Nunca he sentido tanto miedo como cuando vi a esas bestias peludas salir de los árboles. Esos dientes parecían muy afilados.
—¡Sí, pero morían bastante rápido cuando les metías una flecha de ballesta por un ojo, o les atravesabas la sarnosa piel con treinta centímetros de buen acero imperial!
—De todas maneras, lo que ha ocurrido no es natural. ¡Jamás he oído decir que los lobos atacaran a un grupo tan grande! Ni tampoco los he visto pelear con tantas ganas, ni durante tanto tiempo.
—¡Creo que podemos culpar a la bruja de eso!
La muchacha les devolvió una mirada impasible, hasta que ninguno de ellos pudo sostenerla, y Félix advirtió que tenía unos ojos extraños. En la creciente oscuridad, reflejaban la luz del fuego como lo harían los de un sabueso.
—Sí, menos mal que teníamos al hechicero con nosotros. ¡El viejo Voorman les demostró lo que es la verdadera magia, y nada de bromas!
—¿Me pregunto para qué la querrá el conde?
Al oír eso, una gélida sonrisa pasó por el rostro de la muchacha, y dejó al descubierto unos dientes pequeños, blancos y muy, muy afilados. La voz con que habló luego era baja, cautivadora y extrañamente musical.
—Vuestro conde Hrothgar es un estúpido si cree que puede retenerme aquí o matarme sin que mi muerte sea vengada. Y vosotros sois unos idiotas si pensáis que podréis abandonar este lugar con vida.
El sargento echó hacia atrás una mano enfundada en un guantelete, y le dio un golpe que le dejó una nítida roja marca en la mejilla. La cólera llameó en los ojos de la muchacha, tan ardiente, infernal y feroz que el sargento se apartó como si lo hubiesen golpeado a él. La joven volvió a hablar y sus palabras fueron frías y controladas.
—¡Escuchadme! Tengo el don de la videncia. Los velos que ocultan el futuro no me ciegan; todos vosotros, cada uno de los miserables lacayos del conde Hrothgar, moriréis. ¡No saldréis de este lugar con vida!
Tal era la imponente certidumbre de su voz que todos los hombres presentes quedaron petrificados y sus semblantes se pusieron blancos de miedo mientras se miraban unos a otros con horror. Félix no dudaba de sus palabras. El fornido sargento fue el primero en rehacerse; desenvainó la daga, avanzó hacia la muchacha y sostuvo el arma ante los ojos de ella.
—En ese caso, tú serás la primera en morir, bruja —dijo, pero la muchacha lo miró, impertérrita.
Alzó la daga para herirla, y Félix, lleno de ira, se lanzó hacia adelante, cargado de cadenas como estaba, chocó contra el sargento y, cuando oyó que profería un ronco gorgoteo al recibir el golpe, experimentó una punzada de salvaje exultación por haber podido vengarse un poco del hombre que lo había pateado.
Los otros soldados lo pusieron en pie a la fuerza y comenzaron a propinarle golpes que hicieron aparecer estrellas danzantes ante sus ojos. Cayó al suelo y se enroscó como una bola con la cabeza contra el pecho y las rodillas recogidas sobre el estómago, mientras las botas se estrellaban en su cuerpo y el dolor amenazaba con abrumarlo. Una patada que le dio en la frente le lanzó la cabeza hacia atrás, y la oscuridad descendió momentáneamente sobre él.
En ese momento, estaba asustado de verdad, porque los furiosos soldados eran capaces de continuar castigándolo basta la muerte, y no había nada que él pudiese hacer para impedirlo.
—¡Basta! —bramó una voz que reconoció como la del hechicero—. Esos dos me pertenecen. ¡No lesionéis a ninguno de ellos!
Las patadas cesaron, y Félix fue puesto de pie sin miramientos. Miró a su alrededor con ojos desorbitados y vio el creciente charco de líquido rojo que rodeaba la figura tendida del sargento.
Uno de los soldados volvió al hombre boca arriba, y entonces vio el cuchillo que tenía clavado en el pecho. El sargento mostraba unos ojos muy abiertos y fijos, y su rostro estaba blanco. El pecho no se alzaba ni descendía, y Félix pensó que debía haber caído sobre el arma cuando él lo derribó.
—Arrojadlos a la bodega —dijo el hechicero—. Ya hablaré con ellos más tarde.
—¡Las muertes han comenzado! —dijo la muchacha con una nota de triunfo en la voz. Después miró el creciente charco de sangre y se lamió los labios.
* * * * *
La bodega era húmeda, y olía a madera, metal y al contenido de los barriles. Félix captó el aroma de la carne ahumada y también el del queso. Eso lo hizo sentir más hambriento de lo que ya estaba, y entonces recordó que hacía dos días que no comía nada.
Un tintinear de cadenas le hizo acordarse de la muchacha, cuya presencia percibió en la oscuridad; podía oír su ligera respiración, por lo que dedujo que se encontraba cerca de él.
—¿Cómo te llamas, señora? —le preguntó y, como durante un momento reinó el silencio, comenzó a preguntarse si le respondería.
—Magdalena.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué te han encadenado?
Siguió otro largo silencio.
—Los soldados creen que eres una bruja. ¿Lo eres?
Otro silencio.
—No.
—Pero tienes el don de la videncia y los lobos lucharon por ti.
—Sí.
—No eres muy comunicativa, ¿verdad?
—¿Y por qué debería serlo?
—Porque estamos los dos en el mismo barco, y tal vez juntos podríamos escapar.
—No hay escapatoria. Aquí sólo hay muerte. Pronto será de noche, y entonces mi padre vendrá.
Hizo aquella declaración como si estuviese convencida de que era una respuesta completa, y en su voz había la misma demente certidumbre que cuando predijo la muerte de todos aquellos hombres armados en el salón de la entrada.
Félix se estremeció. No le resultaba agradable pensar que se encontraba en un sótano oscuro a solas con una mujer loca, y menos agradable era considerar la alternativa de la locura.
—¿Qué quieren de ti?
—Soy el cebo que han puesto en la trampa para mi padre.
—¿Y para qué quiere el conde a tu padre?
—No lo sé. Durante generaciones, los míos han vivido en paz con la gente del conde, pero Hrothgar no es como sus predecesores. Ha cambiado. Él y su hechicero mimado tienen algo de corruptos.
—¿Cómo te capturaron?
—Voorman es un brujo, y me siguió la pista con hechizos. Su magia es demasiado fuerte para mí; pero pronto mi padre vendrá a buscarme.
—Tu padre debe ser un hombre verdaderamente poderoso si es capaz de vencer a todos los ocupantes del castillo.
No hubo más respuesta que una queda, jadeante risa, y Félix supo que cuanto antes saliese de allí, mucho mejor.
* * * * *
Se abrió la puerta que conducía a la bodega, y un haz de luz iluminó la oscuridad. Unos andares pesados anunciaron la llegada del brujo Voorman, que sujetaba un farol en una mano y en la otra tenía un báculo en el que se apoyaba. Torció el cuello y alzó la cara para mirar el rostro de Félix.
—¿Estabas manteniendo una interesante charla con el monstruo, muchacho?
Algo que había en el tono del hombre le resultó irritante.
—No es un monstruo, sino sólo una mujer joven y engañada.
—No dirías eso si supieras la verdad, muchacho. Si llegara a quitarle esos grilletes que la retienen, tu cordura se haría añicos en un instante.
—¿De verdad? —dijo Félix con cierta ironía, y el mago rió disimuladamente.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? Eres tan ignorante de cómo es el mundo en realidad… ¿Qué me dirías si te contara que los cultos dedicados a adorar al Caos plagan nuestra tierra y que pronto acabarán con todo el orden del Imperio? —El brujo hablaba con un tono casi jactancioso.
—Diría que, tal vez, estás en lo cierto. —Se dio cuenta de que esa réplica había sorprendido al hechicero. Voorman había esperado la habitual negación indiferente de semejantes cosas, que era propia de las clases educadas del Imperio.
—Me resultas interesante, muchacho. ¿Por qué dices eso?
El propio Félix se preguntó por qué lo había dicho, ya que era admitir un conocimiento que podría hacerlo arder en la hoguera si lo oía un cazador de brujas. No obstante, en ese preciso momento tenía frío, estaba hambriento y no le gustaba que aquel mago altanero e irritante lo tratara con aire paternalista.
—Porque he visto la prueba de ello con mis propios ojos.
Oyó la repentina inspiración del hechicero, y tuvo la sensación de que por primera vez había logrado captar toda su atención.
—¿De verdad? La Era de los Cambios se avecina, ¿verdad? ¿Arakkai Nidlek Zarug Tzeentch? —Voorman hizo una pausa como si esperase respuesta, con la cabeza ladeada. Se frotó la nariz con un largo dedo huesudo, y su aliento fétido llegó hasta el olfato del poeta.
Félix se preguntó qué estaba sucediendo. Las palabras habían sido pronunciadas en un idioma que ya había oído antes, durante los rituales de los depravados adoradores a los que él y Gotrek habían interrumpido en una Noche de Difuntos. El nombre Tzeentch le resultaba demasiado familiar y atemorizador, pues pertenecía a uno de los más oscuros entre los Poderes Siniestros. Con lentitud, el aire de expectación abandonó a Voorman.
—No, tú no eres uno de los Elegidos, y sin embargo conoces las palabras de nuestra letanía, o al menos algunas de ellas. Puedo verlo en tus ojos. Pero no formas parte de la Orden. ¿Cómo es posible?
Resultaba obvio que el hechicero no esperaba una réplica, y que la última pregunta la había formulado más para sí mismo que para Félix. De pronto, desde el exterior de la fortaleza llegó el aullido de muchos lobos. El brujo dio un respingo, y luego sonrió.
—Ése debe ser el otro huésped que espero. Pronto tendré que marcharme. Antes consiguió escapar de la red, pero yo sabía que acudiría a buscar a la muchacha.
A continuación, el hechicero comprobó las cadenas que retenían a Magdalena, inspeccionó con atención las runas que tenían grabadas y luego, al parecer satisfecho de lo que había visto, sonrió afectadamente y se alejó cojeando. Al pasar miró a Félix, y éste sintió que se le erizaba la piel, pues sabía que el brujo estaba intentando decidir si debía matarlo o no. Entonces, el hechicero sonrió.
—No…, ya habrá tiempo suficiente más tarde. ¡Quiero hablar un poco más contigo antes de que mueras, muchacho!
El brujo cerró la puerta tras de sí y la luz se extinguió. Félix sintió que el horror aumentaba en su alma.
* * * * *
No sabía cuánto tiempo había permanecido allí tendido mientras la desesperación crecía dentro de su corazón. Se encontraba atrapado en la oscuridad, sin armas y con una mujer demente por única compañía. El brujo tenía intención de asesinarlo, y él no sabía dónde estaba el Matatrolls ni si tenía alguna posibilidad de rescatarlo. Era probable que Gotrek se encontrase perdido en alguna parte de los bosques, y con lentitud comprendió que si iba a salir de ésta, debería hacerlo por sus propios medios.
La cosa no pintaba bien. Tenía las manos encadenadas a la espalda, estaba cansado, hambriento, enfermo de frío y agotamiento, y le dolían las magulladuras resultantes de la paliza recibida con anterioridad. El brujo no llevaba al cinturón la llave de los grilletes, y él no disponía de ninguna arma.
«Bueno, una cosa por vez —se dijo—. Veamos qué puedo hacer respecto a las cadenas». Se encogió con las piernas contra el pecho, y las cadenas quedaron reunidas alrededor de sus tobillos. Luego, a fuerza de culebrear y retorcerse, pasó los brazos por debajo del cuerpo, de modo que quedaron ante su cuerpo. El esfuerzo lo dejó jadeante y con la sensación de haberse dislocado los brazos, pero al menos entonces podía moverse con mayor libertad y la sección de gruesa cadena enroscada que tenía entre las manos le serviría como arma. De modo experimental, la agitó ante sí, y oyó un sonido sibilante cuando ésta hendió el aire.
La muchacha rió como si comprendiera lo que estaba haciendo. Luego, Félix avanzó con cautela, colocando un pie delante del otro con mucho tiento para reconocer el suelo que pisaba, como lo haría un hombre al borde de un precipicio. No sabía con qué podía tropezar en la oscuridad, pero pensó que lo más prudente era ser cuidadoso, ya que sería un mal momento para caer y dislocarse un tobillo.
Su cautela se vio recompensada cuando su pie se posó sobre una escalera, y ascendió por ella lenta y cuidadosamente. Por lo que podía recordar, no describía ninguna curva y, al fin, las manos tendidas ante sí tocaron algo de madera. Las cadenas tintinearon con suavidad al balancearse, y Félix se quedó inmóvil y escuchó. Le pareció que desde algún lugar lejano le llegaba el ruido de hombres que luchaban y de lobos que aullaban.
«Maravilloso —pensó con amargura—. Los lobos han conseguido entrar en la casa». Se imaginó las largas siluetas esbeltas corriendo por la casa solariega, y la desesperada batalla que tenía lugar entre hombres y bestias a pocos pasos de donde él estaba. No era un pensamiento tranquilizador.
Durante un largo momento, permaneció indeciso; luego empujó la puerta, pero ésta no se movió. Se maldijo y buscó a tientas un picaporte. Sus dedos se cerraron sobre un aro de metal, que él hizo girar para después tirar hacia sí; la puerta se abrió. Se encontró mirando una larga escalera débilmente iluminada por la oscilante llama de un farol, y al tender la mano para cogerlo, pensó en la muchacha.
Por muy extraña que fuese, también era una prisionera, y él no iba a dejarla librada a la tierna misericordia de Voorman. Descendió de lado por la escalera y le hizo señas para que lo siguiera, momento en que captó algo extraño en su rostro. Estaba pálido, tenso, con aspecto salvaje, y vio que, sin duda, los ojos reflejaban la luz como los de un animal. Toda su apariencia tenía un aire inhumanamente feroz, que no tranquilizó a Félix en lo más mínimo. Comenzó a ascender hacia lo alto de la escalera, pero la muchacha lo empujó a un lado y pasó delante. Félix se alegró de no tener aquellos ojos fieros clavados en la espalda.
* * * * *
El sonido de la lucha se hizo más claro. Los lobos aullaban y sonaban gritos de guerra. Magdalena abrió la puerta de lo alto de la escalera, y ambos volvieron a encontrarse en medio de los corredores de la mansión. El lugar estaba desierto y, al parecer, todos los guardias habían sido atraídos por el estruendo de la batalla. Una hilera de puertas flanqueaba el corredor, y en un extremo había una escalera que ascendía, mientras que el otro extremo estaba rematado por una puerta; de ahí procedían los ruidos de la refriega. Félix arrugó la nariz cuando creyó percibir olor a quemado, y en algún lugar lejano los caballos relincharon de terror.
La prudencia le aconsejó dirigirse hacia la escalera y alejarse de la batalla, ya que no formaba parte de ninguna de las facciones y el hecho de que lo descubriesen podría resultar fatal. Cuanto más lucharan los otros entre sí, más disminuirían las probabilidades contra él y más fácil le resultaría escapar.
Magdalena, no obstante, pensaba de modo diferente, ya que avanzó hacia la puerta del otro extremo, la que conducía hacia la batalla. Félix la cogió por las cadenas y tiró de ellas, pero la muchacha no se detuvo. A pesar de que el poeta era más alto y corpulento, ella poseía una fortaleza sorprendente, superior a la de él.
—¿Adónde vas?
—¿Adónde crees que voy?
—No seas estúpida; allí no puedes hacer nada.
—¿Qué sabes tú?
—Echemos una mirada por aquí. Tal vez en el piso de arriba podamos encontrar una forma de quitarnos las cadenas.
Por un momento, pareció indecisa. La última frase, sin embargo, la convenció, y subieron juntos por la escalera. A sus espaldas, los aullidos y gritos de guerra alcanzaron un crescendo para interrumpirse luego de modo brusco. Por un momento, Félix se preguntó qué habría sucedido. ¿Habrían vencido los lobos a los defensores de la plaza?
Luego oyó soldados que comenzaban a gritarse otra vez los unos a los otros y unas voces nobles que les ordenaban a los hombres que llevaran dentro a los heridos, y se dio cuenta de que los hombres habían ganado… de momento.
* * * * *
Al final de la escalera, había una ventana que daba al patio de la casa fortificada, y desde ella el poeta vio que había docenas de lobos muertos afuera, y tal vez cinco heridos humanos. La sangre teñía la nieve de rojo.
—¿Cómo demonios se abrió esa puerta? —oyó que preguntaba el conde Hrothgar, y se formuló la misma pregunta a sí mismo al reparar en que todas las puertas estaban abiertas de par en par; los lobos habían entrado por ellas. Luego vio aquella cosa, y ya no necesitó más explicación.
Sobre el tejado de los establos yacía una silueta gris, mitad hombre y mitad lobo, que hizo que a Félix se le erizara el pelo de la nuca. El hombre lobo se levantó y saltó del tejado para desaparecer de la vista, mientras Félix consideró si se trataba de una imaginación. Ofreció una plegaria a Sigmar para implorarle que fuese así, pero de alguna forma, en el fondo del corazón, lo dudaba. Tenía la impresión de que habían llegado los hijos de Ulric.
—Continuemos —murmuró, para luego volverse y avanzar por el corredor.
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Entraron en una biblioteca con librerías tan altas que era necesaria una escalera para llegar hasta los volúmenes de los estantes más altos que cubrían las paredes. A Félix le sorprendió el tamaño de la estancia, ya que el conde Hrothgar no le había parecido un hombre erudito. Esa habitación era digna de uno de los antiguos profesores que él había tenido en la Universidad de Altdorf. Supuso, entonces, que pertenecía al hechicero.
Paseó la mirada por los títulos, y vio que la mayoría estaban escritos en Alto Clásico, la lengua de los eruditos de todo el Viejo Mundo. Los que podía ver trataban principalmente sobre viajes de exploración, mitos y leyendas ancestrales, y había Libros del Saber compilados en idioma enano.
Sobre el escritorio situado enfrente de él había un libro abierto, y Félix se acercó y lo cogió. El tomo estaba encuadernado en cuero, no tenía título alguno estampado en el lomo, y las páginas de pergamino eran gruesas, ásperas y obviamente antiguas. Para lo grueso que era el libro, la escasa cantidad de páginas que tenía resultaba asombrosa. No se trataba de un libro impreso con los tipos intercambiables perfeccionados por el Gremio de Impresores, sino que estaba hecho al estilo antiguo, copiado a mano e iluminado en los márgenes. Tras observarlo, Félix comenzó a leerlo, y pronto deseó no haberlo hecho. Magdalena reparó en la expresión de su rostro.
—¿Qué pasa? ¿Algo malo? ¿Qué dice?
—Es una especie de grimorio… Trata de un cierto tipo de magia.
Y así era. Tradujo laboriosamente del Clásico y un escalofrío de horror lo hizo estremecer. Por lo que podía ver, se trataba del hechizo de la transmutación del alma, una invocación destinada a permitir que un hombre intercambiara su mismísima esencia con la de otro para robarle el cuerpo y la apariencia. Si lo que afirmaba el libro era cierto, le permitiría al brujo tomar posesión del cuerpo de cualquier persona.
En otro tiempo y en otro lugar, todo aquello le habría resultado absurdo, pero en ese sitio apartado pensaba que era bastante probable. La locura de aquello no parecía desubicada.
Nada de eso lo tranquilizó. Se encontraba encerrado en una fortaleza aislada, con un grupo de adoradores dementes y sus soldados. La fortaleza estaba rodeada de lobos hambrientos y con las comunicaciones cortadas por una ventisca invernal y, como si todo eso no fuese suficiente, si sus sospechas eran ciertas había no uno, sino dos lobos humanos dentro de las murallas de la casa, y uno de ellos se encontraba detrás de él. A Félix se le erizó la piel.
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Recorrieron el segundo piso del castillo por pasillos iluminados con antorchas de oscilante llama, en los que resonaban los aullidos de los lobos. Un suave y desagradable olor, como de pelo mojado y sangre, llegó a la nariz de Félix justo antes de girar en un recodo. Se asomó con cautela al otro lado y vio que en el suelo yacía el cadáver de un soldado. Tenía los ojos abiertos de par en par, y el pecho desgarrado por zarpas enormes. Su rostro estaba tan blanco como el de un vampiro, y la sangre manaba por donde unas enormes fauces le habían arrancado parte de la yugular.
Cerca del cadáver, que tenía una daga sujeta al cinturón, yacía una espada. Félix se volvió para mirar a la muchacha, y al ver que sonreía con malevolencia sintió deseos de coger la espada y matarla; pero no lo hizo. Se le ocurrió que tal vez podría usarla como rehén para llegar a un acuerdo a hombre lobo, pero tras darle algunas vueltas en la cabeza a esa idea, la descartó como algo poco práctico y deshonrosa.
En cambio, se inclinó sobre el hombre y le quitó la daga que tenía una hoja larga y muy afilada, casi tan fina como un estilete, y luego estudió la cerradura de los grilletes. Era grande, pesada y de factura tosca, así que cogió la daga con la mano derecha y la metió dentro de la cerradura de la muñeca izquierda. Sintió que el mecanismo se movía cuando la punta encajó en el sitio correcto. Durante largos y tensos momentos, sondeó e hizo girar la daga, y luego se oyó un chasquido, y el grillete quedó abierto. A Félix se le quitó un gran peso de encima cuando vio que el grillete se deslizaba de su muñeca, e intentó repetir el proceso con la derecha; pero la mano izquierda era más torpe y necesitó más tiempo para conseguirlo.
Los segundos se transformaron en minutos, y mientras se afanaba no dejaba de imaginarse que aquella horrible silueta con cabeza de lobo se le acercaba sigilosamente. Por fin, se oyó otro chasquido, y la otra mano le quedó libre. Se volvió sonriendo con aire triunfal, y la sonrisa se desvaneció de sus labios: la muchacha había desaparecido.
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Félix avanzaba con cautela por la casa solariega. Los lobos habían guardado silencio una vez más, y la espada le pesaba como la muerte en las manos. En su recorrido, había encontrado otros dos cadáveres de soldados, ambos con la garganta desgarrada y con expresión de horror en el rostro. Un extraño olor a almizcle colmaba el aire.
Consideró las opciones que tenía. Podía cruzar el patio a la carrera, pero no le parecía sensato. En el exterior, la nieve cubría el suelo, y los lobos infestaban los bosques; incluso sin aquella malevolente presencia, dudaba de que pudiese llegar muy lejos sin comida ni equipo apropiado para el invierno.
Dentro de la mansión estaban el hechicero que quería matarlo y los hijos de Ulric, además de un pequeño ejército de soldados aterrados para quienes era un extraño. Tampoco eso parecía demasiado prometedor.
El sentido común le dictaba que buscase un lugar para ocultarse y esperara a que un bando acabase con el otro. Tal vez en lo más alto podría encontrar un desván donde esconderse, o quizás hubiese alguna habitación tranquila donde…
Oyó voces que se acercaban, y la puerta del fondo del corredor comenzó a moverse. A toda velocidad, abrió la puerta que tenía a su lado, se coló por ella y la cerró. Entonces se dio cuenta de que debía de encontrarse en el estudio del conde Hrothgar porque había un sólido escritorio bajo una ventana y, desde las paredes, lo miraban con severidad los retratos de familia. Una armadura bruñida hacía silenciosa guardia en un nicho, y cortinas drapeadas cubrían las ventanas.
El mismo instinto lo impulsó a correr hacia el otro lado de la habitación y meterse detrás de las cortinas; lo hizo justo a tiempo, porque pocos segundos después se abrió la puerta y entraron dos hombres con pasos sonoros. Félix reconoció las voces, ya que una pertenecía al conde y la otra al hechicero.
—¡Maldición!, Voorman; pensaba que habías dicho que tus cadenas los mantendrían sujetos como las garras de un demonio. ¿Cómo pueden haber desaparecido?
—Los hechizos no fueron rotos, porque yo lo habría percibido. Sospecho que emplearon medios más corrientes. Tal vez uno de tus hombres…
—¿Estás sugiriendo que uno de mis hombres podría estar confabulado con esos seres?
—O uno de tus sirvientes. Ellos viven aquí todo el año. ¿Quién sabe? Los hijos de Ulric han vivido en esta tierra más tiempo que tú, y dicen que las gentes de esta zona solían adorarlos, o por lo menos ofrecerles sacrificios.
—Tal vez, tal vez. Pero ¿puedes encontrar a los prisioneros? Es imposible que se hayan desvanecido en el aire. ¿Y qué me dices de mis hombres? Más de la mitad están muertos, y la otra mitad ha enloquecido de miedo, y se sobresaltan aunque vean una simple sombra. Será mejor que hagas algo pronto, hechicero, o tendrás que darle algunas explicaciones al Magister Magistorum. Las cosas no están saliendo como tú prometiste que saldrían.
—No te dejes ganar por el pánico, excelencia. Mi magia prevalecerá, y nuestra causa saldrá fortalecida gracias a ello. La Era de los Cambios se avecina, y tú y yo habremos logrado ejercer una parte de la bendita magia de Tzeenatch. Seremos inmortales e invulnerables.
—Tal vez, pero de momento al menos una de las bestias anda suelta entre estos muros, o quizá dos, si te equivocas en lo referente al muchacho.
—No importa. El hechizo de la transmutación está a punto, y pronto la victoria final será nuestra. Iré a buscar nuestro recipiente.
—Vas a buscar nuestro recipiente, ¿verdad, brujo? Más probable es que estés planeando una traición. ¡Ve con cuidado! ¡El Magister me dio los medios para enfrentarme a ti en caso de que resultaras desleal a la Orden! —Se oyó un tintineo metálico al ser desenfundada un arma.
—Guárdala, conde. —El hechicero parecía nervioso—. No conoces el poder de una cosa como ésa. No habrá necesidad de usarla.
—Asegúrate de que así sea, Voorman; asegúrate de que así sea.
La puerta se abrió y volvió a cerrarse, y Félix oyó que el noble se dejaba caer en una silla. Por un instante, se preguntó qué sería aquella Orden. ¿Quién sería ese misterioso Magister? Muy probablemente, el jefe de algún culto terrible. Luego descartó esos pensamientos, ya que tenía otras cosas por las que preocuparse.
Apartó la cortina a un lado y vio la coronilla calva del conde, y una daga que se encontraba sobre el escritorio ante él. Estaba cubierta de extrañas runas resplandecientes; el intento de reseguir las líneas de los caracteres hizo que le doliesen los ojos. A pesar de eso, la daga podría resultarle útil.
El noble se frotó el cuello al sentir la corriente de aire frío que procedía de la ventana que tenía detrás, y luego comenzó a tender la mano hacia la daga, pero Félix saltó fuera de su escondite para golpear la cabeza del conde Hrothgar con el puño de la espada, y éste cayó como un árbol talado.
Con cuidado, el poeta tendió una mano hacia la daga, y se le erizó la piel cuando ésta se acercó a la hoja. Una energía peligrosa radiaba del objeto, y al cogerla por la empuñadura advirtió que estaba recubierta por un metal opaco: plomo. Se dio cuenta de que antes de ese momento había visto un resplandor semejante al del arma.
Al parecer, para la creación de la misma se había empleado piedra de disformidad, y podía ser tan peligrosa para quien la blandía como para la víctima. Encontró la funda de la cual la había sacado el conde, y vio que estaba forrada de plomo. El poeta se sintió un poco mejor después de envainarla.
Por un instante, consideró la posibilidad de deshacerse de la daga, pero sólo por un instante. En aquel sitio infernal, podría constituir la única protección con que contaría, así que se sujetó la vaina al cinturón y se dispuso a marcharse.
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En la cocina había tres sirvientes muertos, y también ellos tenían la garganta arrancada. Daba la impresión de que el hombre lobo estaba decidido a asesinar a todos los que estuvieran en la casa, y Félix no dudaba de que él estaría incluido en el ajuste de cuentas.
El espectáculo de los cadáveres estuvo a punto de lograr que Félix perdiera el apetito, pero sólo a punto. Sobre la mesa había encontrado pan recién hecho y queso, y de la despensa sacó carne de vaca, y se puso a engullir con avidez; le pareció la mejor comida que había probado en toda su vida.
Se abrió la puerta y entraron dos hombres de ojos desorbitados que miraron los cadáveres; luego lo miraron a él, y sus ojos se llenaron de miedo. El poeta tendió una mano hacia la espada desnuda que descansaba sobre la mesa.
—Tú los has matado —dijo uno de ellos al mismo tiempo que lo señalaba con un dedo acusador.
—No seas estúpido —dijo Félix, cuyas palabras quedaron amortecidas por el pan y el queso que le llenaban la boca—. Les han arrancado la garganta —continuó después de tragar—. Ha sido la bestia.
Los hombres se quedaron atónitos. Parecían demasiado asustados como para atacarlo, y a la vez sentían una cólera alimentada por el miedo.
—¿La has visto? —le preguntó uno, al fin, y él asintió.
—¿Cómo es?
—¡Grande! Cabeza de lobo, cuerpo de hombre.
Un aullido espeluznante resonó por los salones, y comenzó a acercarse. Los hombres dieron media vuelta para lanzarse a través de la puerta hacia el patio y, al hacerlo, unas esbeltas siluetas grises saltaron hacia ellos y los derribaron. Los lobos habían estado esperando, silenciosos, en el exterior.
Félix echó a correr, pero llegó demasiado tarde para ayudar a los hombres y, al mirar hacia afuera, vio que la puerta de la fortaleza estaba otra vez abierta. Alguien que parecía ser la muchacha se encontraba cerca de la misma y tenía la cabeza echada hacia atrás en un gesto que parecía indicar que reía.
Con precipitación, cerró la puerta y le echó el cerrojo. Se encontraba atrapado, pero al menos el ser que había aullado no estaba entonces más cerca que antes, así que volvió a sentarse ante la mesa, decidido a acabarse la comida.
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Una vez más, Félix se deslizó cautelosamente por los corredores, con la espada en una mano y la relumbrante daga en la otra. Había permanecido sentado en la cocina durante tanto tiempo como fue capaz, mientras el miedo se instalaba en sus entrañas. Finalmente, le había parecido mejor idea salir a encontrarse de cabeza con su destino que permanecer quieto como un conejo asustado.
Entró en un gran salón de techo alto, del cual pendían estandartes con la divisa del conde Hrothgar. Las cabezas de muchos animales —trofeos de caza— cubrían las paredes: dentro de la estancia se encontraban dos personajes. Uno era el hechicero, Voorman, y el otro era el hombre lobo. Este último era monstruoso; superaba en más de medio cuerpo la estatura de Félix, y su pecho era más grueso que un barril. Unas garras enormes remataban sus largos brazos, y un odio imperecedero brillaba en sus ojos rojos de lobo.
—Has venido como sabía que lo harías —dijo el hechicero, y al principio Félix se preguntó cómo sabía el hechicero que él se encontraba allí, aunque luego se dio cuenta de que Voorman estaba hablando con el hombre lobo.
—Y tú vas a morir.
Los labios, que no estaban hechos para el habla humana, machacaron las palabras. El hechicero retrocedió con la capa ondulando al aire, y una luz destelló alrededor del báculo que sujetaba. El hombre lobo permaneció inmóvil durante un momento, y luego tendió una de sus zarpas descomunales y le arrancó la cabeza a Voorman. El cuerpo del hechicero avanzó con paso tambaleante, y la sangre que manaba de su cuello roció a la bestia.
Del exterior llegaba el sonido de los lobos en combate. «Sin duda —pensó Félix—, están acabando con los últimos supervivientes». Contempló a la bestia con prudencia.
La sangre del hechicero continuaba manando, y sobre su cadáver se formó una nube de vapor que adquirió la forma de Voorman, que estiró los brazos con gesto triunfante y flotó hacia el hijo de Ulric. La niebla entró por la boca y las fosas nasales de la criatura, que se quedó quieta durante un momento mientras se aferraba la garganta; al parecer era incapaz de respirar. La luz se desvaneció de sus ojos para ser reemplazada por un infernal resplandor verde.
Cuando la criatura volvió a hablar, lo hizo con la voz de Voorman.
—Al fin —dijo—. El hechizo de la transmutación ha sido un éxito. La inmortalidad y el poder son míos, y la fuerza de la bestia me pertenece. Viviré hasta que el Señor Tzeentch venga a reclamar el mundo para sí. Es verdad que todas las cosas son mutables.
Félix se quedó pasmado cuando comprendió con horror lo que acababa de presenciar. El plan de Voorman se había cumplido completamente. La trampa se había disparado y la corrupta alma del brujo había tomado posesión del cuerpo del hombre lobo. Su inteligencia maligna y su hechicería continuarían viviendo dentro de aquella forma monstruosa, ya que Voorman poseía desde entonces la fuerza y la invulnerabilidad de los hijos de Ulric, además de sus propios diabólicos poderes.
Con lentitud, los ojos terribles fueron a posarse sobre Félix, y éste sintió que lo abandonaban las fuerzas bajo aquella funesta mirada. En el exterior, los lobos gimotearon de miedo, y se oyó el bramido de un grito de guerra que al poeta le sonó extrañamente familiar. El hombre lobo hizo un gesto, y Félix, hipnotizado, se acercó hasta quedar a tiro de las descomunales zarpas manchadas de sangre. En ese momento, Voorman extendió los brazos y las afiladas zarpas comenzaron a acercarse…
El poeta logró vencer el miedo y se agachó al mismo tiempo que atacaba con la espada. Fue igual que si intentara clavársela a una estatua de piedra, porque el afilado borde de la hoja rebotó. El zarpazo de respuesta del hombre lobo le rasgó el justillo, y sintió un agudo dolor en el flanco, donde las garras penetraron profundamente. Félix se alejó de un salto. Sólo el hecho de que sus reflejos fueran veloces como los de una serpiente había evitado que el hombre lobo lo destripara.
Las cosas parecían suceder a cámara lenta. El hombre lobo giró para encararse con Félix mientras éste describía círculos a su alrededor. La bestia saltó con un ímpetu tan irresistible como el del rayo, cayó sobre el joven y sus enormes brazos lo rodearon con una fuerza que amenazaba con partirle las costillas como si fueran ramitas. Desesperado. Félix lo apuñaló con la daga que llevaba en la mano izquierda, y que, para su sorpresa, atravesó la piel del hombre lobo. De la herida se desprendió olor a carne podrida, y el hombre lobo echó la cabeza hacia atrás y aulló.
El poeta continuó apuñalándolo, y allá donde clavaba la daga, la carne se volvía blanda. La bestia lo cogía entonces con menos fuerza, así que se desasió y continuó apuñalándola. En el pelaje aparecieron manchas de color negro, como las que pueden verse en una fruta demasiado madura, y Félix siguió dando puñaladas al hombre lobo, que cayó, al fin. La podredumbre se propagó por todo su cuerpo hasta consumirlo por completo. El poderoso ser se marchitó sin más, vencido por las nocivas runas de la daga, y entonces el resplandor infernal desapareció del arma, que quedó inerte en la mano del joven. El poeta abrió los dedos y la dejó caer el suelo.
Pasó un largo rato antes de que pudiese levantarse y recorriera el salón con la mirada. La muchacha se encontraba de pie en la entrada, con aire hosco, y Gotrek se erguía detrás de ella como un verdugo, con la hoja de su descomunal hacha apoyada contra el cuello de Magdalena.
—Creí que nunca llegaría al final de esas malditas huellas. Y también tuve que matar a unos cincuenta lobos para entrar aquí —dijo el Matatrolls mientras inspeccionaba la escena de la carnicería con aire profesional—. Bueno, humano, al parecer has tenido una noche muy ocupada. Espero que me hayas dejado algo que pueda matar.