El Señor de los Mutantes
A los lectores de estas páginas debe ocurrírseles de vez en cuando la idea de que mi compañero y yo nos encontrábamos bajo los efectos de alguna maldición. Sin necesidad de ningún esfuerzo por nuestra parte, y sin deseo alguno por la mía, nos las arreglábamos para encontrarnos con toda clase de adoradores de los Oscuros. A menudo yo mismo sospechaba que realmente estábamos condenados a oponernos a sus planes sin entender nunca por qué; pero ese tipo de especulaciones jamás inquietaron al Matatrolls. Se tomaba todos esos acontecimientos tal y como venían, con un gruñido y un resignado encogimiento de hombros, y descartaba cualquier especulación de esa clase como propia de un filosofar inútil y vano. No obstante, yo he pensado intensa y largamente en el asunto, y tengo la sensación de que si en este mundo hay un poder que se opone a los servidores del Caos, tal vez era quien a veces guiaba nuestros pasos e incluso nos protegía. De lo que no cabe duda es de que a menudo nos tropezábamos con algunos de los más indignantes y malévolos planes perpetrados por los más insólitos malhechores…
FÉLIX JAEGER,
Mis viajes con Gotrek, vol. II,
Impreso en Altdorf, 2505
Cuando oyó el crujido de la rama al partirse, Félix Jaeger se quedó petrificado en el sitio y buscó a tientas el puño de la espada, mientras sus agudos ojos sondeaban los alrededores y no descubrían nada. El poeta sabía que era inútil: la luz del sol poniente apenas si atravesaba el grueso de hojas que había en lo alto, y el denso sotobosque podría haber ocultado el avance de un pequeño ejército. Hizo una mueca y se pasó los dedos por el rubio cabello, en tanto todas las advertencias del buhonero volvían como un destello a su memoria.
El anciano había afirmado que en el camino que tenían ante sí había mutantes, manadas de ellos que atacaban a todos los que viajaban por esa ruta entre Nuln y Fredericksburgo. En aquel momento, Félix no le había prestado la más mínima atención porque el buhonero estaba intentando venderle un amuleto de pacotilla supuestamente bendecido por el mismísimo Gran Teogonista, una protección infalible para peregrinos y errabundos…, o al menos eso afirmaba él. Ya le había comprado una pequeña daga arrojadiza con una vaina que podía llevarse oculta en torno a la muñeca, y no se sentía inclinado a gastar más dinero. Se frotó el antebrazo donde le rozaba la funda para asegurarse de que no se había soltado.
En ese momento, deseaba haber comprado el amuleto, ya que, aunque resultaba muy probable que fuese falso, en circunstancias como ésa cualquier viajero prudente que se hallara en los oscuros caminos del Imperio sentina la necesidad de un poco de protección adicional.
—Date prisa, humano —dijo Gotrek Gurnisson—. Hay una posada en Blutdorf, y tengo la garganta tan seca como el desierto.
Félix miró a su compañero, y pensó que por muchas veces que mirase al Matatrolls, su achaparrada fealdad nunca dejaría de asombrarlo. No se debía a los dientes que le faltaban, ni al ojo perdido, ni a la larga barba llena de partículas de comida, ni siquiera era por su olor corporal; no, lo que lo asombraba era la combinación de todas esas cosas.
A pesar de ello, no podía negarse que el Matatrolls tenía una apariencia formidable. Aunque Gotrek sólo le llegaba al pecho y una buena parte de esa estatura la constituía la enorme cresta de pelo teñido de rojo que adornaba la cabeza afeitada y tatuada del enano, era más ancho de hombros que un herrero. En una de las enormes manazas sujetaba un hacha de hoja ancha que la mayoría de los hombres habría tenido problemas para levantar con las dos manos. Cuando movía la voluminosa cabeza, la cadena que colgaba entre su nariz y la oreja izquierda tintineaba.
—Creí haber oído algo —explicó Félix.
—Estos bosques están llenos de ruidos, humano. Pájaros que gorjean, árboles que crujen y animales que corretean por todas partes. —Gotrek escupió un enorme esputo al suelo—. Yo odio los bosques; siempre los he odiado porque me recuerdan a los elfos.
—Creí haber oído a los mutantes, como nos dijo el buhonero.
—¿Ah, sí?
Gotrek le enseñó los ennegrecidos dientes, lo que podía tratarse de una mueca feroz o de una sonrisa, y luego se metió el dedo pulgar debajo del parche del ojo para frotarse la cuenca vacía con el porque le picaba. Dado que aquél era un espectáculo profundamente asqueroso, Félix apartó la mirada.
—Sí —respondió con voz queda, y Gotrek se volvió de cara a los árboles.
—¿Hay algún mutante por ahí? —bramó—. Que salga a enfrentarse con mi hacha.
Félix se encogió. Era muy propio del Matatrolls eso de tentar a la suerte de aquella manera. Había jurado buscar la muerte en combate con monstruos letales para expiar algún indecible pecado enano, y no desperdiciaba ninguna oportunidad de cumplir con su propósito. El poeta maldijo la noche de borrachera en que había jurado seguir al Matatrolls y dejar constancia de su fin en un poema épico.
Casi como respuesta al grito de Gotrek, se produjo otro movimiento en el sotobosque, como si un viento fuerte hubiese agitado los arbustos…, salvo que no había viento. Félix mantuvo la mano cerrada sobre el puño de la espada, ya que estaba claro que ahí dentro había algo y que se les aproximaba.
—Creo que podrías tener razón, humano.
En los labios de Gotrek apareció una sonrisa terrible, y a Félix se le ocurrió que el enano sabía desde el principio que allí había algo.
En el camino irrumpió una horda de mutantes que gritaba juramentos, maldiciones y las obscenidades más viles. El puro horror de su presencia amenazaba con apoderarse de la mente del poeta, que vio una repulsiva criatura de piel viscosa que saltaba como un sapo, algo vagamente femenino que corría sobre ocho patas, y un ser con cabeza de cuervo y plumas grises que lo desafiaba. Algunos de los mutantes tenían la piel transparente y a través de ella eran visibles los órganos que latían. Blandían lanzas, dagas y lo que parecían oxidados utensilios de cocina, y uno de ellos se lanzó hacia Félix para atacarlo con una cuchilla de carnicero, mellada y sin filo.
El poeta alzó una mano y cogió la muñeca de la criatura, con lo que detuvo el arma un momento antes de que se estrellase contra su cráneo. Le asestó un rodillazo en la entrepierna al monstruo, que se dobló por la mitad, y entonces le pateó la cabeza y lo derribó. Un vómito verde se derramó sobre las botas del poeta antes de que el derrotado cayera de espaldas al suelo.
Durante el breve respiro, Félix desenvainó la espada dispuesto a asestar golpes a diestro y siniestro, pero no era necesario que se molestara.
La poderosa hacha de Gotrek ya había abierto un sendero sangriento a través del grupo de atacantes, y de un solo hachazo acabó con otros tres, cuyos huesos se astillaron bajo el impacto, y cuya carne fue hendida por el filo de navaja del arma. El hacha del Matatrolls volvió a salir disparada y cayeron dos mitades de un torso seccionado, que por un breve instante, no dándose cuenta de que ya estaba muerto, animó a ambas partes a arrastrarse lejos la una de la otra; mientras tanto, el hacha de Gotrek completaba la curva ascendente y cercenaba la cabeza de otro mutante.
Espantados por la repentina carnicería, los mutantes huyeron. Algunos pasaron a toda velocidad junto a Félix para lanzarse hacia el bosque que se extendía en el lado contrario del camino, mientras otros daban media vuelta y regresaban a los arbustos de donde habían salido.
Félix le dirigió a Gotrek una mirada especulativa, en espera de lo que el Matatrolls haría a continuación. Lo último que quería era que se separaran para perseguir a las criaturas hacia el interior del bosque, que iba oscureciéndose, ya que la victoria había sido demasiado fácil y aquello tenía aspecto de ser una trampa.
—Deben haber enviado a los enanos de esta basura tras nosotros —observó Gotrek al mismo tiempo que escupía sobre el cadáver de un mutante. Félix bajó la mirada y vio que el Matatrolls tenía razón. La mayoría de los muertos eran tan pequeños que no habrían llegado al pecho de Gotrek, y ninguno parecía más alto que él.
—Salgamos de aquí —decidió Félix—. Estas cosas huelen fatal.
—Apenas merecía la pena matarlos —respondió Gotrek, refunfuñando. Daba la impresión de que estaba profundamente decepcionado.
* * * * *
El Ahorcado era una de las más deprimentes posadas que Félix hubiese visitado. Un diminuto fuego, carente de alegría, ardía en la chimenea, el salón olía a humedad, unos perros sarnosos roían huesos que tenían aspecto de haber permanecido durante generaciones perdidos en la mugrienta alfombra de paja, y el tabernero era un individuo de aspecto ruin con la cara llena de viejas cicatrices y un enorme gancho que ocupaba el lugar de la mano derecha. El mozo era un jorobado de ojos descoloridos que tenía la desafortunada costumbre de babear en la cerveza mientras la servía. El local presentaba un aspecto por completo miserable, y todos los presentes miraban a Félix como si quisieran clavarle un cuchillo en la espalda, pero simplemente parecían demasiado deprimidos a fin de reunir las fuerzas necesarias para hacerlo.
Félix tuvo que reconocer que la posada era adecuada para el pueblo al que servía, ya que Blutdorf era el lugar más sombrío que había visto en toda su vida. Las chozas de barro daban la impresión de estar mal cuidadas y a punto de desmoronarse; las calles parecían vacías y amenazadoras, y cuando por fin lograron intimidar al borracho guardián de la puerta del poblado para que los dejara entrar, las viejas los habían observado desde las puertas de todas las casas. Era como si la totalidad del pueblo estuviese poseído por el pesar y la letargia.
Incluso el castillo que se alzaba sobre los riscos que dominaban el pueblo parecía descuidado. Las murallas estaban desmoronándose y daba la impresión de que podía ser asaltado por un grupo de mocosos armados con palos, lo cual era insólito en un pueblo que parecía rodeado por una horda de mutantes amenazadores. «Por otra parte —pensó Félix—, ni siquiera los mutantes de la zona parecen ser particularmente atemorizadores», a juzgar por el ataque que habían intentado antes contra ellos.
Bebió otro sorbo de cerveza, que era la peor que había probado nunca, la bebida más repulsiva que jamás hubiese atravesado sus labios. Gotrek echó hacia atrás la cabeza y apuró el contenido de la jarra, que desapareció con la misma rapidez que un bolso de oro arrojado en una calle de mendigos.
—¡Otra jarra de Vómito de Perro Viejo! —gritó Gotrek, y se volvió para echarles una mirada feroz a los parroquianos—. Intentad no dejadme sordo con el ruido de vuestra alegría —bramó.
Los presentes se negaron a mirarlo a los ojos. Se quedaron contemplando sus cervezas como si en ellas pudiesen descubrir el secreto para transmutar el plomo en oro con sólo estudiar el líquido durante el tiempo suficiente.
—¿Por qué tantas caras alegres? —inquirió Gotrek en tono sarcástico.
El posadero dejó otra jarra de cerveza sobre la barra, ante él, y el enano bebió un poco. Félix se sintió complacido al notar que incluso el Matatrolls hacía una mueca al acabar. Era un raro tributo a lo repugnante que era aquella bebida, ya que nunca había visto que el enano diera pruebas de la más mínima incomodidad o vacilación ante ninguna bebida.
—Es el hechicero —comentó de pronto el dueño de la posada—. Es un personaje horrible. Las cosas no han vuelto a ser como antes desde que llegó a ocupar el viejo castillo. Desde entonces, no hemos tenido más que molestias, con esos mutantes en el camino, y todo eso. Ya nadie viene por aquí, y no hay quien duerma tranquilo por la noche.
Gotrek se animó de inmediato, y una sonrisa malévola dejó al descubierto los ennegrecidos tocones de sus dientes. El poeta vio que aquello era más de su agrado.
—¿Un hechicero, dices?
—Sí, señor, y es un brujo malvado, te lo aseguro.
Félix advirtió que todos los parroquianos miraban de modo extraño al posadero, como si éste hubiese hablado a destiempo, o dicho algo que ellos nunca habían esperado que dijese. Pero descartó aquel pensamiento. Tal vez sólo estaban asustados. ¿Quién no lo estaría con un servidor de los Poderes Siniestros del Caos alojado en el castillo que dominaba el pueblo?
—Es malvado como un dragón con dolor de muelas. ¿No es cierto, Helmut?
El campesino al que le acababa de hablar el posadero se quedó petrificado en el sitio como una rata ante la mirada de una serpiente.
—¿No es cierto, Helmut? —repitió el posadero.
—No es tan malo —respondió el campesino—, considerando cómo son los hechiceros malvados.
—¿Y por qué no asaltáis el castillo? —preguntó Gotrek, y Félix pensó que si el enano no podía adivinar la respuesta por el aspecto de perro apaleado de aquellos palurdos era más estúpido de lo que parecía.
—Porque allí está el monstruo, señor —respondió el campesino al mismo tiempo que arrastraba los pies y volvía a fijar la vista en el piso.
—¿El monstruo? —preguntó Gotrek con algo más que una pizca de interés profesional en su único ojo—. Un monstruo grande, supongo.
—Enorme, señor. Dos veces más grande que un hombre y cubierto por toda clase de horribles mu…, mu…, mu…
—¿Mutaciones? —sugirió Félix, servicial.
—Sí, señor, de esas cosas.
—¿Por qué no pedís ayuda a Nuln? —quiso saber Félix—. Los templarios del Lobo Blanco estarían interesados en enfrentarse a semejante servidor del Caos.
El campesino le dirigió una mirada de incomprensión.
—No sabemos dónde está Nuln, señor. Ninguno de nosotros se ha alejado nunca más de media legua de Blutdorf. ¿Quién cuidaría de las esposas si abandonamos el pueblo?
—Y además están los mutantes —intervino otro parroquiano—. El bosque está lleno de ellos, y todos sirven al mago.
—¿También los mutantes? —Gotrek parecía casi alegre—. Creo que vamos a visitar el castillo, humano.
—Eso me temía —suspiró Félix.
—No querrás decir que quieres atacar al hechicero y a su monstruo —dijo uno de los del pueblo.
—Con vuestra ayuda, pronto libraremos a Blutdorf de ese azote —respondió Félix con tono seco mientras hacía caso omiso de la mirada terrible que le echaba Gotrek. El Matatrolls no quería ayuda de nadie en su búsqueda de una muerte gloriosa.
—No, señor, no podemos ayudaros.
—¿Por qué no? ¿Acaso sois unos cobardes indignos?
Se trataba de una pregunta estúpida, pero el poeta pensaba que tenía que hacerla. No era que les reprochara su actitud a los habitantes del pueblo, ya que en circunstancias normales habría estado menos que deseoso de enfrentarse con un hechicero del Caos y su monstruosa mascota.
—No, señor —replicó el hombre—; es sólo que él tiene a nuestros hijos allí arriba… ¡Los retiene como rehenes!
—¿A vuestros hijos?
—Sí, señor, hasta el último de ellos. Él y su monstruo bajaron aquí y se los llevaron. Y tampoco hubo manera de resistirse entonces. Cuando el Gran Norri lo intentó, el monstruo le arrancó los brazos y lo obligó a comérselos; fue horrible.
A Félix no le gustaba nada el destello que había aparecido en el ojo del Matatrolls. El entusiasmo de Gotrek por llegar hasta el castillo y luchar con el monstruo radiaba por toda la habitación como el calor de una enorme hoguera. El poeta no se sentía tan seguro, y compartía la falta de entusiasmo de los habitantes del pueblo respecto al enfrentamiento directo.
—Sin duda, querréis liberar a vuestros hijos —comentó Félix.
—Sí, pero no queremos que los maten, y el mago se los entregará al monstruo si le damos cualquier problema.
Félix miró a Gotrek, y éste agitó un pulgar de modo significativo hacia los riscos donde se alzaba el castillo. El poeta comprendió que estaba deseoso de ponerse en camino, con rehenes o sin ellos, y con una sensación descorazonadora se dio cuenta de que no habría manera de escapar de aquella situación. Antes o después, él y el enano acabarían haciendo una visita al castillo de Blutdorf. Desesperado, buscó una manera de aplazar lo inevitable.
—Esto requiere un plan —dijo—. Posadero, sírvenos un poco mas de esa buena cerveza.
El hombre sonrió y se puso a servir dos jarras mientras Félix advertía que Gotrek lo contemplaba con suspicacia; entonces se dio cuenta de que no estaba mostrando el entusiasmo adecuado ante la empresa. El posadero regresó y dejó ante ellos otras dos jarras de cerveza al mismo tiempo que sonreía, emocionado.
—Una para el camino —dijo Félix alzando la jarra, y bebió un sorbo que le supo aún peor que las que anteriormente había dado. Debido al sabor, no estaba muy seguro, pero pensó que la cerveza tenía un ligero regusto a producto químico. Fuese lo que fuese, unos cuantos sorbos más lo dejaron mareado y con náuseas. Advirtió que Gotrek había acabado la suya y estaba pidiendo otra, que el posadero se la traía y que el enano se la bebía de golpe. Luego sus ojos se abrieron de par en par, se aferró la garganta y a continuación cayó como un árbol talado.
Félix necesitó un momento para comprender qué había sucedido, y avanzó dando traspiés para examinar a su compañero. Los pies le pesaban como si fuesen de plomo, la cabeza le daba vueltas y las náuseas amenazaban con abrumarlo. Sabía que allí estaba sucediendo algo malo, pero no lograba identificarlo del todo. Era algo que tenía que ver con la cerveza. Nunca antes había visto caer al enano, por mucho que bebiera, y él mismo jamás se había sentido tan mal, no después de beber unas pocas jarras.
Se volvió para mirar al posadero, y la silueta del hombre onduló como si Félix lo mirase a través de un cristal esmerilado. Lo señaló con un dedo acusador.
—Tú dragaste… quiero decir dregaste… no, quiero decir que bebiste nuestras drogas —dijo, y cayó de rodillas.
—Gracias por eso, Tzeentch. Pensaba que no caerían nunca. Al enano le he puesto la suficiente raíz skaven para tumbar un caballo.
Félix buscó a tientas la espada, pero tenía los dedos entumecidos y se desplomó sumiéndose en la oscuridad.
—Y me cuesta una corona la pizca —murmuró el posadero. Su malhumorada voz fue lo último que oyó Félix antes de caer en la inconsciencia—. Herr Kruger, sin embargo, me pagará bien por dos especímenes tan buenos.
* * * * *
—¡Despierta, humano!
La profunda voz tronó en algún lugar cerca del oído de Félix, y éste intentó hacer caso omiso de ella con la esperanza de que se marchara y le permitiera volver al sueño.
—¡Despierta, humano, o te juro que iré allí y te estrangularé con estas mismas cadenas!
Entonces había en la voz una nota amenazadora que convenció a Félix de que era mejor prestarle atención. Abrió los ojos…, y deseó no haberlo hecho.
Incluso la mortecina luz de la única antorcha oscilante que iluminaba la celda era demasiado brillante, y su débil resplandor le dañó los ojos. En cieno sentido, era lo adecuado porque hizo que se pusieran a tono con el resto de su cuerpo. El pulso le latía con fuerza dentro del cráneo, como un gong golpeado con un martillo, y se sentía como si alguien hubiese usado su cabeza para practicar patadas. Tenía la boca seca como un desierto y la lengua como si alguien le hubiese pasado un papel de lija.
—Tengo la peor resaca de mi vida —masculló al mismo tiempo que se lamía los labios con nerviosismo.
—No es resaca. Nos dro…
—Nos drogaron, ya lo sé.
Félix se dio cuenta de que estaba de pie y que tenia las manos alzadas por encima de la cabeza y algo pesado atado a los tobillos. Intentó inclinarse para ver de qué se trataba, pero descubrió que no podía moverse. Levantó la mirada y vio que colgaba de unos grilletes con cadenas unidas a un gran aro de hierro sujeto a la pared por encima de él. Esto lo confirmó al mirar al otro lado de la habitación y ver que Gotrek se encontraba retenido por el mismo sistema.
El Matatrolls pendía de las cadenas como una res en la carnicería, aunque no tenía las piernas encadenadas porque su cuerpo era demasiado corto para llegar al suelo. Félix vio que había grilletes para los tobillos sujetos a la pared, un poco más abajo, pero las piernas del enano no alcanzaban ese nivel.
Recorrió la celda con la mirada; se encontraban en una sala amplia, pavimentada con pesadas losas de piedra, en cuyas paredes había una docena de juegos de cadenas y grilletes similares; del más lejano pendía un esqueleto extrañamente deformado. Contra la pared de la izquierda, se alzaba un banco de trabajo cubierto de alambiques y mecheros de carbón, así como de otros instrumentos de alquimista. En el centro de la habitación, había un enorme pentagrama trazado con tiza y rodeado de peculiares jeroglíficos. En cada uno de los cruces de la estrella de cinco puntas, aparecía un cráneo de hombre bestia que daba soporte a una vela apagada, hecha de cera.
A la derecha de la celda, una escalera de piedra conducía hasta una sólida puerta, en la cual había un ventanuco redondo por donde se filtraban algunos rayos de sol a la oscuridad interior; cerca del pie de la escalera Félix vio su espada y el hacha de Gotrek. Entonces experimentó una breve sensación de esperanza. Quienquiera que los hubiese desarmado no había sido muy minucioso en el registro, pues aún podía sentir el peso de la daga arrojadiza que llevaba oculta en la vaina del antebrazo. Por supuesto, no había forma de que pudiera usarla con los brazos engrilletados, pero de algún modo resultaba consolador saber que la tenía.
El aire estaba viciado y era fétido. A lo lejos, Félix creyó oír gritos, cantos y rugidos bestiales, como una combinación de los ruidos propios de un hospital para dementes y un zoológico. Ningún elemento de la situación en que se encontraban lo tranquilizó.
—¿Por qué nos drogó el posadero? —preguntó Félix.
—Estaba confabulado con el hechicero; es obvio.
—O le tenía miedo. —De haber podido, el poeta se habría encogido de hombros—. De todas formas, me pregunto por qué estamos vivos todavía.
Una aguda risa disimulada respondió a la pregunta. La pesada puerta crujió al abrirse, y dos siluetas bloquearon el paso de la luz. Se produjo un breve fogonazo al rascar alguien un fósforo, y luego encendieron un farol y el poeta pudo ver cuál era el origen de la burlona risa.
—Buena pregunta, Jaeger, y que será para mí un gran placer responderte.
«En esa voz hay algo que me resulta muy familiar», pensó Félix. Era aguda, nasal y profundamente desagradable, y él la había oído con anterioridad.
Entrecerró los ojos, mirando hacia la escalera, y distinguió al dueño de aquella voz, que era tan desagradable como la misma. Era un hombre alto y flaco, ataviado con túnicas grises, desteñidas, maltrechas y remendadas en mangas y codos. Alrededor del cuello descarnado pendía una cadena con un enorme amuleto. Los largos dedos finos estaban cubiertos por anillos con runas grabadas, y rematados por largas uñas ennegrecidas. Un gran cuello vuelto hacia arriba enmarcaba su pálido rostro sudoroso, y un casquete ribeteado en plata le coronaba la cabeza.
Detrás del hombre había una criatura descomunal que superaba al hombre por medio cuerpo de estatura y pesaba cuatro veces más que él. Quizás en otros tiempos había sido un ser humano, pero entonces tenía el tamaño de un ogro. Se le habían caído amplias zonas de pelo y su cabeza y su piel presentaban enormes pústulas. Los rasgos del rostro eran deformes y monstruosos, y los dientes parecían piedras de molino. Tenía unos brazos aún más musculosos que los de Gotrek y más gruesos que los muslos de Félix, y unas manos del tamaño de bandejas para banquete. Los dedos callosos y grandes como salchichas parecían preparados para partir una piedra, y Félix se encontró con que era incapaz de mirar a aquella cosa a los ojos, así que devolvió su atención al humano.
Éste tenía un rostro afilado y lleno de líneas; en sus ojos del más pálido azul brillaba la locura, y los quevedos de montura de acero los ocultaban sólo a medias. La nariz era larga, fina y rematada por una verruga muy grande, y de ella colgaba un moco. El hombre volvió a reír, sorbió para meter el moco de vuelta en las fosas nasales y se enjugó con una manga. A continuación, recuperada la dignidad, echó la cabeza atrás y descendió la escalera con aire decidido. Pero este efecto de impresionante dignidad hechicera quedó algo estropeado cuando estuvo a punto de pisarse el borde de la túnica y caer de cabeza.
Fue este último detalle lo que activó la memoria de Félix y le trajo el recuerdo.
—¿Albericht? —preguntó—. ¿Albericht Kruger?
—¡No me llames así! —La voz del hombre se aproximó al grito—. Dirígete a mí como «Señor».
—¿Conoces a este idiota, humano? —preguntó Gotrek.
Félix asintió. Albericht Kruger había asistido a unas pocas clases de filosofía en la Universidad de Altdorf antes de que el poeta fuese expulsado por batirse en duelo. Había sido un joven tranquilo, muy estudioso y siempre podía encontrárselo en las bibliotecas. Probablemente nunca había intercambiado más de una docena de palabras con él en los dos años durante los que estudiaron juntos. También recordaba que Kruger se había esfumado. Se produjo un pequeño escándalo…, algo relacionado con unos libros desaparecidos de la biblioteca, y recordaba además que algunos cazadores de brujas del templo de Sigmar habían mostrado interés.
—Estudiamos juntos en Altdorf.
—¡Ya basta! —le chilló Kruger con su voz fina e irritante—. Sois mis prisioneros y haréis lo que yo os ordene durante lo que queda de vuestras despreciables vidas.
—¿Haremos lo que nos ordenes durante lo que queda de nuestras despreciables vidas? —Félix contempló a Kruger con expresión atónita—. Has estado leyendo demasiadas obras melodramáticas de Detlef Sierck. Nadie habla de esa manera en la vida real.
—¡Cállate, Jaeger! Ya basta. Siempre fuiste demasiado inteligente para que te resultase saludable, ¿sabes? ¡Ahora veremos quién es el inteligente aquí!… ¡ya lo creo!
—Vamos, Albericht, una broma es una broma. Déjanos salir de aquí rápidamente, antes de que venga tu maestro.
—¿Mi maestro? —Kruger pareció desconcertado.
—El hechicero dueño de esta torre.
—¡Eres un idiota, Jaeger! El hechicero soy yo. —Félix lo miró con incredulidad.
—¿Tú?
—¡Sí, yo! He sondeado los misterios de los Dioses Oscuros y he descubierto la fuente de todo poder mágico. He investigado los secretos de la Vida y la Muerte. Esgrimo las poderosas energías del Caos y pronto tendré un dominio total sobre las tierras del Imperio.
—Eso me resulta un poco difícil de creer —admitió Félix con sinceridad, dado que el Kruger que él había conocido en sus tiempos de estudiante era una nulidad de la que todos los demás estudiantes hacían caso omiso. ¿Quién habría adivinado las profundidades de megalomanía que acechaban dentro de aquella cabeza?
—Piensa lo que quieras, herr Sabihondo Jaeger con tu acentito finolis y tus modales de mi-padre-es-un-rico-comerciante y-soy-demasiado-bueno-para-ti. ¡Yo he dominado el secreto de la Vida misma, controlo los secretos alquímicos de la piedra de disformidad y comprendo los secretos más recónditos del arte de la transmutación!
Por el rabillo del ojo, Félix vio que los músculos de Gotrek comenzaban a hincharse; el enano luchaba contra las cadenas que lo sujetaban. Tenía el rostro enrojecido, la barba erizada y el cuerpo contorsionado, arqueado con el fin de apoyar los pies contra la pared. No sabía qué esperaba conseguir con eso el enano, ya que cualquiera podía ver que aquellas cadenas eran imposibles de romper con la fuerza de un hombre o de un enano.
—¿Has estado usando la piedra de disformidad?
«Eso explica muchísimas cosas», pensó el poeta. No sabía mucho sobre la piedra de disformidad, pero lo que sabía le resultaba bastante inquietante. Era la esencia pura del Caos, la fuente final y definitiva de todas las mutaciones, y una sola pizca de ella bastaba para volver loco a un hombre normal. Por el tono que empleaba, al parecer Kruger había consumido todo un barril.
—¡Estás loco!
—¡Eso me dijeron en Altdorf, en esa universidad que tienen! —De la boca de Kruger goteaba saliva, y Félix vio que sus ojos brillaban con un color verde horripilante, como si detrás de las pupilas hubiese fuegos fatuos. Unos colmillos de vampiro asomaban de sus encías—. Pero yo les demostré que estaban equivocados. Encontré sus libros prohibidos, envueltos y ocultos en una bóveda. ¡Dijeron que no estaban destinados a los ojos de un hombre mortal, pero yo los he leído y no me han hecho ningún daño!
—Sí, ya lo veo —masculló el poeta en tono irónico.
—Te crees muy listo, ¿verdad, Jaeger? Eres igual que todos los demás, todos los que se reían de mí cuando yo decía que iba a ser el hechicero más grande desde Teclis. ¡Ya veremos con qué inteligencia te comportas cuando te haya transformado como transformé a Oleg, aquí presente!
Con orgullo paternal, dio unas palmadas en un hombro del monstruo, que sonrió como un perro al que el amo acabara de rascarle la barriga. A Félix, aquella escena le resultó ligeramente inquietante. Detrás de ellos, Gotrek estaba casi de pie contra la pared, con los brazos estirados al máximo, y dado que las cadenas resistían lo dejaban casi en paralelo al piso. El Matatrolls tenía la cara azul, y sus facciones estaban contorsionadas por una mueca de cólera y furia. Félix tuvo la sensación de que pronto algo tendría que ceder; o bien se rompían las cadenas, o se le reventaría un vaso sanguíneo al Matatrolls. «Esto último podría ser una bendición», pensó Félix, porque no veía cómo Gotrek iba a vencer al monstruo sin el hacha. El Matatrolls era fuerte, pero aquella criatura hacía que pareciese un niño flaco.
Kruger alzó un brazo con el que blandía un báculo, y Félix vio que en la punta había una esfera de verdosa piedra de disformidad sujeta por un engarce de plomo. No pudo evitar fijarse en que la mano que sujetaba el báculo era escamosa, y que sus uñas se asemejaban a las garras de una bestia salvaje.
—He necesitado años para perfeccionar el hechizo de la transmutación, años —siseó Kruger—. No tienes ni idea de cuántos experimentos hice. ¡Centenares! Trabajé como un poseso, pero al fin tengo el secreto. Muy pronto lo conocerás tú también. —El hechicero volvió a reír—. Aunque, ¡ay!, no te servirá de nada porque no serás lo bastante inteligente como para hablar, aunque supondrás una buena compañía para Oleg.
La relumbrante punta del báculo se acercó aún más al rostro de Félix, y éste pudo ver extrañas luces en el interior de la misma. La superficie parecía rielar y formaba remolinos, como aceite sobre el agua. Percibió el terrible poder de mutación que emergía de ella, que radiaba de la piedra de disformidad como el calor de los carbones encendidos.
—Supongo que implorar misericordia no servirá de nada —comentó Félix con despreocupación, y se enorgulleció de haber logrado mantener un tono de voz sereno. Kruger negó con la cabeza.
—Es demasiado tarde para eso. Dentro de poco serás un estúpido bobalicón todavía más grande que ahora.
—En ese caso, tengo que decirte algo.
Los músculos de Gotrek se hincharon al realizar un último esfuerzo sobrehumano y lanzarse hacia adelante como un nadador que se zambulle de cabeza desde un acantilado.
—¿De qué se trata, Jaeger? —Kruger se acercó a la boca de Félix.
—¡Tú tampoco me caíste nunca bien, demente!
Dio la impresión de que Kruger iba a golpear al poeta con el báculo, pero, en cambio, se limitó a sonreír y enseñar sus colmillos bestiales.
—Muy pronto, Jaeger, cada vez que te mires al espejo, comprenderás el verdadero significado de la palabra demencia.
Kruger comenzó a entonar una letanía en un idioma extraño, de sonido líquido. No era élfico sino algo aún más antiguo y cuyo tono resultaba considerablemente más siniestro. Félix ya lo había oído antes, en otras ocasiones en que él y Gotrek habían interferido en los ritos que estaban celebrando los seguidores del Caos. Bueno, al parecer, esa vez las fuerzas de la Oscuridad eran las que reirían últimas. Él y el Matatrolls pronto se unirían a sus filas, aunque fuese contra su voluntad.
A cada palabra entonada por Kruger, la piedra de disformidad se hacía más brillante, y su resplandor verdoso hizo retroceder la oscuridad de la celda y lo bañó todo con su luz horripilante. De la piedra emergieron unos zarcillos de ectoplasma, que al principio parecían niebla luminosa, pero luego se condensaron en algo más sólido. En torno a ellos, había un aura de algo repugnante y enfermo. Cuando Kruger agitaba el báculo, las excrecencias de ectoplasma ondeaban detrás del mismo como la cola de un cometa. Lo sacudía con amplios gestos que barrían el aire, como si con cada ondulación el maligno objeto aumentara su poder.
La letanía parecía entonces un alarido demente, y gotas de sudor perlaban la frente del hechicero del Caos y le resbalaban por los quevedos. Oleg, el monstruo mutante, aullaba al unísono con su señor, y su tronante voz de bajo aportaba un horripilante contrapunto al hechizo. Félix sintió que se le erizaban los cabellos cuando cesó la letanía y cayó un inquietante manto de silencio sobre la mazmorra.
Durante un momento, todo permaneció inmóvil. Félix apenas era capaz de ver, deslumbrado por la luz del báculo del Caos. Podía oír los latidos de su propio corazón y la respiración agitada de Kruger, que jadeaba tras concluir la invocación. Se produjo un extraño crujido y un sonido de metal que raspaba contra la piedra, y abrió los ojos a tiempo de ver que una de las cadenas de Gotrek se soltaba de la pared y salía volando, y que luego el Matatrolls caía profiriendo una imprecación y acababa balanceándose por encima de las losas del suelo.
Kruger se volvió al oír aquel ruido, y el monstruo abrió la boca y dejó escapar un tremendo bramido.
Félix gimió. Había esperado que el Matatrolls pudiese correr hacia el hacha. Con la espada en la mano, Félix habría apoyado al enano contra cualquier monstruo. No obstante, Gotrek continuaba colgado de una de las cadenas, y lo único que podría hacer sería balancearse mientras el monstruo lo hacía pedazos. Kruger pareció darse cuenta de eso al mismo tiempo que Félix.
—¡Ataca! —le chilló al monstruo.
Oleg se lanzó hacia adelante, y Gotrek lo azotó con la cadena suelta, cuyos pesados eslabones salieron lanzados en dirección a los enormes ojos del mutante. Oleg aulló de dolor cuando la cadena le golpeó el rostro, y luego retrocedió tambaleándose y se estrelló contra Kruger. Se oyó un chasquido cuando el enano aprovechó el momento de respiro para soltar la otra cadena de la pared, y el rostro de Kruger se puso blanco. Se levantó de un salto para precipitarse hacia la escalera, y lo último que Félix vio de él fue su espalda que desaparecía.
—¡Habrá un ajuste de cuentas! —declaró Gotrek con su pétrea voz, entonces gutural a causa de la cólera.
El monstruo se lanzó por atacar al Matatrolls, y tendió hacia él una mano grande como un jamón. Gotrek agitó la cadena hacia adelante y abajo, y el metal se estrelló contra la mano de la criatura, que retrocedió una vez más. El ojo sano de Gotrek miró de soslayo para medir la distancia que lo separaba del hacha, y Félix casi pudo leerle la mente. La distancia era excesiva. Si daba media vuelta y corría a coger el arma, las zancadas más largas del monstruo le permitirían darle alcance.
Tal vez podría retroceder de espaldas hacia ella, pero, como siempre, el poeta subestimó la fuerza de la sed de combate del enano, que, en lugar de retroceder, corrió hacia su enemigo al mismo tiempo que agitaba la cadena en un arco tan veloz que la volvía borrosa. La cadena se estrelló contra el pecho de Oleg, y un momento después le asestó un segundo golpe en la cara con la otra cadena.
Esa vez, Oleg esperaba el dolor y, en lugar de retroceder, continuó avanzando hacia el Matatrolls y lo levantó del suelo en un abrazo de oso. Félix hizo una mueca de dolor al ver cómo apretaban los brazos del gigantesco mutante, cuyos bíceps contraídos parecían tener el tamaño de barriles de cerveza. Un chorro de sangre roja cayó sobre Gotrek, y Oleg aulló de dolor y arrojó al enano al otro lado de la habitación con sus descomunales brazos. Gotrek se estrelló contra la pared y cayó al suelo con un estrépito de cadenas; se puso de pie, tambaleándose, pocos segundos después.
—¡Coge el hacha! —le gritó Félix.
Pero el aturdido enano no estaba en condiciones de seguir el consejo y, además, quería derramar sangre. Avanzó con paso vacilante hacia Oleg, que permanecía de pie donde lo había dejado y aullaba mientras se aferraba la nariz. Entonces, al oír los pasos tambaleantes del enano, alzó la mirada y profirió un tremendo bramido de cólera y dolor. Se precipitó hacia su enemigo, agachado y con los brazos estirados, con la intención de volver a atrapar al Matatrolls en un mortal abrazo. Gotrek permaneció donde estaba mientras el monstruo se lanzaba en una atronadora carrera hacia él, tan imparable como un carro tirado por caballos desbocados. Félix no quería mirar… El mutante era lo bastante grande como para aplastar al Matatrolls con sus pies de elefante, pero el horror no le permitía apartar la vista.
Oleg llegó a donde estaba Gotrek. Sus enormes brazos comenzaron a cerrarse, pero en el último segundo el Matatrolls se agachó y se lanzó entre las piernas del monstruo, para luego volverse y azotarlo con la cadena, que se enrolló en torno a un tobillo del mutante. Gotrek tiró hacia él; Oleg perdió pie y cayó cuan largo era, y la cadena se desenroscó como una serpiente.
Entonces, Gotrek envolvió con una cadena el cuello de Oleg, y cuando éste se puso de pie arrastró a Gotrek consigo. El peso del Matatrolls apretó más la cadena que rodeaba el cuello de su enemigo, y Gotrek se valió de la misma para mantenerse donde estaba y trepar hasta situarse tras el cuello del mutante, donde continuó tensándola. La piel de la garganta de Oleg se puso blanca, y Félix se dio cuenta de que el enano intentaba estrangularlo.
Con lentitud, el mismo pensamiento se filtró dentro de la mente atrofiada del monstruo, y se llevó ambas manos al cuello con la intención de aflojar la presa de la cadena que estaba matándolo. La cogió e intentó meter los dedos dentro de los eslabones, pero eran demasiado gruesos y la cadena estaba excesivamente apretada. Entonces se llevó las manos hacia atrás para coger a su atacante, pero el Matatrolls agachó la cabeza y se pegó más a él; después comenzó a hacer que la cadena corriera de un lado a otro, como si fuese un serrucho. Félix vio que manaban gotas de sangre allá donde lo herían los eslabones.
En ese momento, una mano de Oleg aferró la cresta de pelo de Gotrek, y la mantuvo cogida durante un momento mientras tiraba de ella, pero luego los dedos resbalaron a causa del ungüento de grasa de oso que hacía que la cresta mantuviera la forma, y una expresión de frustración y miedo comenzó a asomar a los ojos del monstruo. Félix se dio cuenta de que el mutante empezaba a debilitarse; de pronto, fue presa del pánico y se lanzó de espaldas contra una pared, donde estrelló a Gotrek con una fuerza abrumadora. Pero nada podía lograr que el Matatrolls aflojara la presa, y Félix dudaba de que incluso la muerte consiguiera hacerle soltar ahora la cadena. Vio que una fija mirada vidriosa se había apoderado del ojo de Gotrek, y que tenía semiabierta la boca en una feroz sonrisa aterradora.
Oleg se debilitaba poco a poco, a medida que las fuerzas lo abandonaban, y se desplomó hacia adelante sobre manos y rodillas. Un horrible estertor emergió de su garganta antes de caer al suelo y quedar inmóvil. Gotrek tensó una vez más la cadena para asegurarse de que estaba muerto, y luego se puso de pie, jadeando.
—Fácil —murmuró—. Apenas valía la pena matarlo.
—Bájame de aquí —protestó Félix.
Gotrek fue a buscar su hacha, y con cuatro golpes lo puso en libertad. El joven corrió a recuperar su espada mientras les llegaban desde arriba ruidos de tornos que giraban, grandes puertas de metal que se alzaban y el aullido de una horda sedienta de sangre. Apenas tuvieron tiempo de prepararse antes de que la puerta del laboratorio se abriese de golpe y una marea de mutantes frenéticos se lanzara escaleras abajo. Félix creyó reconocer a algunas de las criaturas de la batalla anterior, y comprendió que aquél era el sitio del que procedían los mutantes.
Uno se lanzó desde el descansillo mientras sus ojos de reptil lo miraban con sed de sangre, y Félix empleó una estocada de bloqueo para atravesarle el pecho, y luego dejó que su brazo cayera hacia adelante bajo el peso del mutante, de modo que el cuerpo resbalara de la hoja y la dejara libre. La marea de monstruos continuaba avanzando, inexorable, impelida por un frenesí asesino y por el peso de los que llegaban detrás. Félix se encontró en el centro de un atronador remolino de violencia, donde él y el Matatrolls luchaban, espalda con espalda, contra los engendros del Caos.
Gotrek espumajeaba por la boca y describía con el hacha ensangrentada un enorme ocho en el aire. Nada podía ponerse en su camino sin ser derribado, y con las cadenas aún colgando de las muñecas, abrió una brecha de despojos color carmesí en la masa de enemigos. Félix avanzaba detrás de él mientras remataba a los caídos con una estocada y mataba a los pocos que lograban superar la barrera del hacha.
Sobre el descansillo de lo alto de la escalera, Félix vio a Kruger, que había vuelto a coger su báculo. El resplandor verdoso danzaba sobre su rostro e iluminaba toda la escena con luz infernal mientras él entonaba un hechizo; de pronto, un rayo de color verde salió disparado del báculo, describió un arco descendente y no dio en Félix por muy poco.
El mutante que se encontraba delante del poeta no tuvo canta suerte; se le chamuscó el pelo, y los ojos se le salieron de las órbitas. Por un momento, danzó sobre zancos de pura energía de bruja, y luego cayó a tierra convertido en un cadáver retorcido y negro. Félix saltó a un lado, pues no quería ser el blanco de otro rayo como aquél, y Gotrek se lanzó hacia adelante y cortó en dos a un mutante que se abría camino hacia el pie de la escalera.
El rayo volvió a salir disparado, pero en esa ocasión iba dirigido a Gotrek, que no tuvo tanta suerte como Félix. Le acertó de pleno en la cabeza, y Félix pensó que por fin vería al Matatrolls hallar la muerte largamente buscada. El pelo de Gotrek se puso más de punta que lo que era habitual, y las runas de su hacha brillaron con luz carmesí, mientras él profería un bramido que podría haber sido una última maldición dirigida a sus dioses; pero luego sucedió algo extraño. El resplandor verde atravesó limpiamente su cuerpo y continuó corriendo por una de las cadenas que aún tenía sujetas a las muñecas, para llegar hasta el suelo con una lluvia de chispas y desaparecer sin haber causado ningún daño.
Félix estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. Había oído hablar de cosas parecidas en las clases de historia natural. Se llamaba descarga a tierra; el mismo principio que permitía que la barra metálica de un pararrayos condujera la energía del rayo hacia el suelo sin causar daños había salvado a Gotrek. Se tomó un instante para considerar eso, y luego desenvainó la daga que llevaba escondida y se la arrojó a Kruger.
Fue un buen lanzamiento, bien dirigido y certero, y el arma se clavó en el pecho del repulsivo brujo. Quedó allí por un momento, temblando, y Kruger dejó de entonar el hechizo para bajar la vista hacia ella; después dejó caer el báculo y se aferró la herida. Una sangre verdosa rezumó por el tajo y manchó los dedos del hechicero, que le dirigió a Félix una mirada de odio… para luego dar media vuelta y huir.
El poeta devolvió su atención a la refriega, pero ésta ya había concluido. Los pequeños mutantes habían demostrado, una vez más, que no eran rivales dignos del hacha del Matatrolls. Gotrek se erguía triunfante, con su musculoso cuerpo cubierto de sangre e icor, mientras de su hacha se desprendía un resplandor leve y la grasa de oso crepitaba en su cabello.
Félix pasó corriendo junto a él, subió la escalera y salió al pasillo, donde halló un rastro de sangre verdosa que se alejaba hacia el rondo del mismo y giraba después de una pila de jaulas abiertas y vacías. Dedujo que de ellas habían salido los mutantes, sin duda producto de los repulsivos experimentos de Kruger.
—Liberemos a los niños y salgamos de aquí —dijo Félix.
—¡Quiero el cráneo de ese hechicero para hacerme una jarra de cerveza! —replicó Gotrek, y escupió.
Félix hizo una mueca.
—No lo dices en serio.
—Es sólo una forma de hablar, humano.
Pero por la expresión que había en el rostro de Gotrek, el poeta no estaba muy seguro de ello.
* * * * *
Avanzaban por el corredor hacia su objetivo, y el pensamiento de salvar a los niños le proporcionaba a Félix un cierto consuelo. Al menos en ese caso, él y el Matatrolls tendrían la posibilidad de hacer algo bueno: devolverles las criaturas a sus padres. Por una vez, podrían realmente actuar como verdaderos héroes, y el poeta ya podía imaginarse los rostros llorosos de los aliviados habitantes del pueblo al reunirse con sus retoños.
El ruido de las cadenas de Gotrek al ser arrastradas por el suelo empezaba a atacarle los nervios. Al girar en el recodo llegaron ante una puerta, pero un solo hachazo de Gotrek la redujo a leña; entonces entraron en una sala que, obviamente, en otra época, había sido el estudio de Kruger.
La luz de la enorme luna plateada entraba por una sola ventana muy grande, y el hechicero corrupto se encontraba desplomado sobre el escritorio, donde su sangre verde se vertía sobre las páginas abiertas de un descomunal grimorio encuadernado en cuero. Las manos aún se movían, como si estuviese intentando hacer un hechizo que podría salvarle la vida.
Félix lo cogió del pelo y le echó la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos, de los que se estaba desvaneciendo el resplandor verde, y sintió que lo colmaba una ola de triunfo.
—¿Dónde están los rehenes?
—¿Qué rehenes?
—¡Los niños del pueblo! —le espetó Félix.
—¿Te refieres a mis sujetos de experimentación??
Félix sintió que lo invadía un terror frío, porque se daba cuenta de adónde iría a parar el asunto. Sus labios casi se negaron a vocalizar la pregunta siguiente.
—¿Experimentabas con niños? —Kruger le dedicó al poeta una sonrisa retorcida.
—Sí, son más fáciles de transmutar que los adultos, y crecen en poco tiempo hasta su tamaño máximo. Iban a ser mi ejército conquistador…, pero los habéis matado a todos.
—Los hemos matado… a todos. —Félix se quedó atónito, y se evaporó su visión de ser agasajado por jubilosos padres. Bajó los ojos hacia la sangre que manchaba sus manos y ropas.
De pronto, una cólera ciega, ardiente como las hogueras del infierno, se apoderó de él. Aquel maníaco había transformado a los niños del pueblo en mutantes, y él, Félix Jaeger, había contribuido a asesinarlos. En cierta manera, eso lo convertía en tan culpable como Kruger. Pensó en eso durante un momento, y luego arrastró al hechicero hasta la ventana y miró hacia el pueblo dormido, que se hallaba en el fondo de una larga caída vertical.
Le concedió a Kruger un momento para considerar lo que estaba a punto de sucederle, y luego le propinó un fuerte empujón. El cristal se hizo añicos cuando el hechicero se precipitó en el frío aire nocturno. Mientras agitaba los brazos, su alarido resonó en la oscuridad y tardó bastante en desvanecerse.
El Matatrolls alzó la mirada hacia Félix, con un resplandor malévolo en el ojo sano.
—Eso ha estado muy bien hecho, humano. Ahora vayamos a decirle unas palabras al posadero, porque tengo una cuenta que saldar con él.
—Primero prendamos fuego al castillo —respondió Félix, ceñudo, y salió para convertir aquel lugar maldito en una gigantesca pira funeraria.