Sangre y tinieblas

Sangre y tinieblas

Después de poner al descubierto a los adoradores de Slaanesh e incapacitar a varios de sus satélites, volvimos por el camino de Nuln y dejamos a nuestros antiguos torturadores a merced de sus no muy benévolos conciudadanos. No sé por qué nos decidimos por aquella poderosa ciudad como destino de nuestro viaje; tal vez fuera porque mi familia tenía allí intereses comerciales.

Durante un alto que hicimos en una taberna del camino, Gotrek y yo decidimos que debíamos evitar la ruta principal, lo que tal vez fue una decisión estúpida considerada desde el presente. De modo inevitable, y tal vez predecible, nuestra decisión de borrachos de dar un rodeo a través del bosque nos condujo al desastre.

En nuestro deseo de evitar cualquier posible encuentro con los agentes de la ley, nos alejamos mucho de los lugares frecuentados por los hombres, y acabamos en lo profundo del bosque, en un área que desde hacía tiempo se creía que era el emplazamiento del Altar Negro del Caos. Poco sospechábamos, al ponernos en marcha, que pronto nos tropezaríamos con una asombrosa prueba de la existencia de ese horrendo santuario, o que batallaríamos con el más poderoso de todos lo seguidores de la Oscuridad que habíamos encontrado hasta el momento…

FÉLIX JAEGER,

Mis viajes con Gotrek, vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

Cuando oyó unos pasos que se aproximaban, Kat se concentró en hacerse más pequeña. Se apretujó aún más dentro del diminuto espacio que había entre los bloques de piedra del edificio derrumbado, con la esperanza de que no hubiesen regresado las bestias. Sabía que si habían vuelto y la encontraban, esta vez la matarían.

Se contorsionó para meterse más adentro del sombrío hueco, hasta que su espalda quedó contra la piedra. La roca aún estaba tibia del fuego que había consumido la posada, y se sentía un poco segura porque ningún adulto podría deslizarse en un escondite tan pequeño, y ciertamente tampoco podría hacerlo algo tan grande como las bestias. Pero siempre podían meter las lanzas y las espadas, y se estremeció al recordar a la que tenía tentáculos en lugar de brazos, y al imaginarse aquellos apéndices cubiertos por bocas de sanguijuela tanteando como serpientes para buscarla en la oscuridad.

Aferró el amuleto en forma de martillo que le había regalado el anciano padre Tempelman y le rogó a Sigmar que la librara de todas las cosas con brazos de serpiente. Intentó con toda su alma apartar de sí el último recuerdo que tenía de él, cuando huía por el camino con la pequeña Lotte Bernhoff en brazos. Un gigante con cabeza cornuda lo había ensartado en una lanza que había atravesado tanto al hombre como a la niña de cinco años, para luego levantarlos en el aire como si no pesaran nada.

—Aquí ha sucedido algo terrible, humano —dijo una voz profunda, ronca y áspera, pero que no se parecía al feroz gruñido de las bestias. El acento era extranjero, como si el Reikspiel no fuese el idioma nativo de quien hablaba, y a Kat le recordó a unos forasteros a los que una vez había servido en la posada.

«Enanos», los había llamado el viejo Igmar, que presumía de ser un viajero porque una vez había estado en Nuln. Eran bajos de estatura, no mucho más altos que ella misma, pero muchísimo más anchos y pesados que cualquier hombre. Iban vestidos con capas de color gris pizarra y, a pesar de haber dicho que eran comerciantes, llevaban hachas y escudos. Hablaban con tono triste y voces graves y musicales, y cuando estaban borrachos cantaban junto con los aldeanos. Uno de ellos le había enseñado un pájaro de relojería que batía maravillosamente las alas de metal y hablaba con voz metálica. Ella le había implorado al calvo Karl, el posadero, que se lo comprara, pero aunque la quería como si fuese su propia hija, se había limitado a negar con la cabeza y continuar frotando los vasos mientras decía que no podía pagar una obra de arte semejante.

Se estremeció al pensar en lo que les había sucedido a Karl, a la gorda Heide y a los otros de la posada a quienes había llamado familia. Había oído gritos cuando la horda de bestias asolaba la ciudad, liderada por un extraño guerrero de armadura negra, y había visto las filas de aldeanos, a los que conducían a la gran hoguera que ardía en la plaza.

—Tal vez deberíamos marcharnos, Gotrek. Por el aspecto de esto, no parece un lugar saludable para entretenerse —comentó otra voz, cerca de ella, que pertenecía sin duda a un ser humano. Era de hablar suave y amable, con un acento cultivado, parecido al del viejo doctor Gebhardt. Una breve chispa de esperanza destelló en la mente de Kat, pues estaba realmente segura de que esa voz no pertenecía a una bestia.

«¿O sí?», se preguntó. Al igual que muchos otros aldeanos que habían crecido en las profundidades de los bosques, Kat estaba familiarizada con las historias que se contaban: lobos que tenían aspecto de hombres hasta que algún aldeano desprevenido los dejaba entrar en su casa; niños que parecían normales hasta que crecían para transformarse en monstruosos mutantes, que asesinaban a sus propias familias; leñadores que habían oído el llanto de un niño en las profundidades del bosque a la hora del crepúsculo y que fueron a investigar y jamás regresaron. Los servidores de los Poderes Siniestros eran diabólicos y astutos, y hallaban muchas formas de atraer a los incautos hacia la muerte.

—No, hasta que averigüemos qué ha sucedido aquí. ¡Por Grungni, este sitio es un matadero! —dijo la primera voz, con un tono que sonaba antinatural en medio del silencio.

—Cualquier ejército que haya podido hacerle algo así a una aldea amurallada, sin duda podría aplastarnos como a chinches. ¡Mira los agujeros de la pared de la torre! Marchémonos. —En la voz cultivada había un tono callado de miedo que hizo vibrar el terror que abrigaba Kat en su propio pecho.

Una vez más, el recuerdo de la noche anterior surgió ante sus ojos. Había comenzado con un enorme trueno, a pesar de que el cielo estaba despejado. Recordó el repiquetear de la campana de alarma y el estruendo que hizo la puerta de la ciudad al partirse. Había corrido hacia la puerta de la posada y había visto a los hombres bestia moviéndose por las calles mientras le prendían fuego a la aldea y pasaban a todo el mundo por la espada.

Un ser enorme con cabeza de cabra había levantado al molinero Johan en peso por encima de la cabeza y lo había arrojado dentro de una casa en llamas. El pequeño Gustav, el hijo de Johan, le había clavado una horca en el pecho a la bestia antes de ser hecho pedazos por dos criaturas deformadas, vestidas con ropas de mendigo, que tenían en la cabeza crestas dentadas y piel de lagarto. Deseaba olvidar la forma en que habían arrancado los trozos de carne del cadáver y se los habían metido ávidamente en las bocas provistas de colmillos.

Recordaba haberse preguntado por qué el conde Klein y sus soldados no habían acudido a defenderlos, pero al mirar hacia el castillo supo la respuesta. Las torres estaban en llamas y, silueteados contra el fuego, se veían cuerpos que pendían del cadalso del señor feudal. Entonces, supuso que eran los hombres de Klein.

Karl la había obligado a entrar y había atrancado la puerta antes de apilar las mesas contra la entrada. Karl y Ulf, el lavaplatos, e incluso Heide, la esposa de Karl, habían cogido cuchillos y otros utensilios de cocina, una defensa insignificante contra la repugnante chusma que chillaba y bramaba en las calles de la aldea.

Se habían quedado de pie en el interior, pálidos y sudorosos bajo la oscilante luz de las antorchas, mientras en el exterior continuaban los asesinatos y la destrucción. Parecía que todos sus miedos más tenebrosos se habían hecho realidad; que finalmente los monstruos, poderes mitológicos que acechaban en el corazón del bosque, habían irrumpido en el pueblo para reclamar lo que les pertenecía.

Durante un rato dio la impresión de que iban a dejar intacta la posada, pero luego la puerta saltó de los goznes a causa de un poderoso golpe, y varios hombres bestia lograron apartar a un lado la pila de mesas. Kat recordaba de un modo muy vivido el olor del aire cargado de humo que acompañó a la apertura de la puerta.

Con gritos gimoteantes, Ulf había cargado contra el monstruo que iba en la delantera; éste le asestó en la cabeza un golpe con una porra enorme, que le partió el cráneo y esparció sus sesos por toda la habitación. Kat había chillado cuando aquella sustancia gelatinosa le golpeó el rostro y resbaló por una mejilla.

Al abrir los ojos, se encontró mirando el rostro de la muerte. Sobre ella se encumbraba una criatura descomunal, con cuerpo de hombre, pero con cabeza de cabra, cuyos retorcidos cuernos se parecían a una extraña runa en forma de X. Un pelaje rojizo le cubría el poderoso cuerpo, y los sesos de Ulf cubrían su gigantesca porra.

El hombre bestia había inclinado el rostro hacia ella, y entonces vio que no tenía ojos, sino sólo una blanca extensión de carne donde deberían haber estado las cuencas. A pesar de ello, la niña supo que podía verla como cualquier ser vidente. Tal vez el collar de globos oculares disecados que le rodeaba el cuello le permitía ver. La había inspeccionado con expresión perpleja, y luego había tendido una mano para tocar su largo cabello negro y pasar los dedos entre la lista de pelo blanco que lo dividía desde la frente hasta la nuca. Luego, había sacudido la cabeza y retrocedido casi con miedo.

Cerca de ella, Karl se desangraba y gemía lastimosamente. La sangre salía a borbotones de su cuerpo a través del muñón que quedaba donde antes había tenido la mano izquierda. Kat no podía ver qué estaba sucediendo detrás de la mesa derribada, donde dos bestias tenían a Heide sujeta contra el suelo, pero podía oír cómo gritaba, y huyó hacia la noche.

Y allí se había encontrado con una hermosa mujer de rostro blanco que era la señora de las bestias. Montaba un corcel de pelaje tan negro como la ornamentada armadura que la cubría a ella. La mujer contemplaba la destrucción, y la sonrisa de su rostro dejaba al descubierto unos incisivos largos como colmillos sobre unos labios de color rojo rubí. Su cabello era largo y negro, y tenía una lista de pelo blanco que lo recorría por la parte central, y Kat se preguntó si sería la Marca del Caos, y si sería la razón por la que los hombres bestia no la habían matado a ella.

La mujer sujetaba una espada negra, en cuya hoja relumbraban runas del color de la sangre. Advirtió la presencia de Kat y, por segunda vez aquella noche, la niña se creyó muerta. La mujer había levantado la espada como para herirla, y Kat, inmovilizada por el terror, se quedó allí de pie, mirándola fijamente a los ojos.

La guerrera se detuvo cuando se cruzaron sus miradas, y Kat creyó ver en ella un ligero destello de compasión. La amazona formó con los labios la palabra no, puso en movimiento la montura con un toque de las espuelas, y cabalgó calle abajo sin volver la vista atrás. Kat vio la hoguera y los apaleados aldeanos que eran conducidos hacia la misma, y se escabulló para esconderse.

A poco, el sonido de los cantos bestiales se alzó sobre el pueblo, y el olor de la carne asada, tan tentador como repulsivo, colmó el aire mientras los espantosos alaridos de los aldeanos agonizantes resonaban en la noche.

Kat se había ocultado hasta la mañana y rogado por las almas de sus amigos y por que no la encontraran. Al salir el sol, las bestias habían desaparecido como si jamás hubiesen estado allí, pero las humeantes ruinas del pueblo y las pilas de calaveras chamuscadas y huesos partidos sobre las brasas que aún ardían en la hoguera demostraban que no había sido una pesadilla.

De pronto, todo aquello fue demasiado para Kat, y comenzó a llorar con tremendos sollozos que la ahogaban, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro sucio de hollín.

—¿Qué ha sido eso, humano? —preguntó la voz áspera desde algún punto cercano.

Kat contuvo los sollozos en tanto se aproximaban unos pasos sigilosos. Algo eclipsó la luz del sol que entraba en su escondite, y ella alzó la vista hacia el rostro de un hombre enmarcado por largo cabello dorado, que le devolvía la mirada con ojos asustados, cansados y decepcionados. Una larga cicatriz recorría una mejilla del hombre. Kat se encontró mirando la afilada punta de una larga espada, cuya hoja tenía grabadas débiles marcas.

—Sal con lentitud —dijo él, cuya voz suave y culta resultó entonces fría y sin rastro de misericordia.

Kat salió gateando a la luz del día, y se dio cuenta de que en ese momento se encontraba cerca de la muerte, porque el miedo a lo desconocido había convertido al hombre en un desesperado.

Se puso de pie y vio que el hombre era mucho más alto que ella e iba vestido como un bandido. Una deslucida capa de lana roja se encontraba echada hacia atrás para dejar libre el hombro y el brazo derecho, con que manejaba el arma. Sus ropas estaban manchadas, remendadas y muy gastadas por los viajes, y las altas botas de cuero se veían resquebrajadas y raspadas. El hombre miró a su alrededor con una nerviosa cautela, que parecía habitual en él.

—Es sólo una niña —gritó por encima del hombro—. Tal vez una superviviente.

La figura que apareció a la vista más allá de la panadería de frau Hof andando pesadamente era, a su manera, tan terrible como lo habían sido las bestias. Se trataba de un enano, pero de uno que guardaba poco parecido con los comerciantes que había conocido en la posada.

Su estatura se hallaba a medio camino entre las de Kat y el bandido, pero era muy pesado, tal vez tanto como lo había sido Jan, el herrero, y desde luego más musculoso. Su cuerpo estaba cubierto por un entramado de intrincados tatuajes, y una enorme cresta de pelo teñido de rojo se alzaba desde su cabeza afeitada. Un tosco parche de cuero le cubría el ojo izquierdo, y una cadena de oro pendía entre su nariz y la oreja izquierda. Con una mano grande como un jamón, sostenía el hacha más enorme que Kat había visto jamás.

El enano le dirigió una feroz mirada beligerante. Su persona estaba rodeada de un aire de cólera apenas contenida, que resultaba desesperantemente atemorizadora, y no manifestaba el miedo que era evidente en su compañero.

—¿Qué ha sucedido aquí, niña? —exigió con brusquedad, y su voz sonó como si dos piedras hubiesen sido frotadas la una contra la otra.

Al mirar aquel único ojo demente, inhumano, a Kat no se le ocurrió qué responder, y el hombre le tocó un hombro con suavidad.

—Dinos cuál es tu nombre —inquirió en un tono más amable.

—Kat. Katerina. Fueron las bestias. Salieron del bosque y los mataron a todos. Yo me escondí, y me dejaron en paz.

Kat se encontró balbuceando la historia de su encuentro con los hombres bestia y con la mujer de la armadura negra para profundo asombro de los dos aventureros. En el momento en que acabó, el enano le dirigió una mirada de fatiga. Su expresión feroz se había suavizado un poco.

—No te preocupes, niña. Ahora estás a salvo.

* * * * *

—Odio los árboles. Son como los elfos, humano —dijo Gotrek—. Hacen que me entren ganas de emprenderla a hachazos con ellos.

Nervioso, Félix Jaeger miró hacia el interior del umbrío bosque. Por todas partes, los rodeaban enormes árboles melancólicos, presencias ominosas, cuyas ramas se unían en lo alto del sendero, entrelazadas como los dedos de un gigante sumido en oración; tapaban el sol hasta el punto de que sólo algún solitario haz de luz iluminaba el camino ante ellos. El musgo cubría las ramas, y la escamosa corteza de los troncos recordaba las pieles secas de serpientes muertas. Reinaba una quietud tan antigua como el primitivo bosque que los rodeaba, interrumpida sólo por algún movimiento esporádico entre los matorrales. El sonido se propagaba por el silencio hasta desvanecerse de modo tan misterioso como las ondulaciones en la superficie de un lago, y allí, en el ancestral y maligno corazón forestal, ni un pájaro se atrevía a cantar.

Félix se vio obligado a reconocer que estaba de acuerdo con Gotrek, que los bosques nunca le habían gustado realmente, que siempre había preferido que lo dejaran solo en casa, acompañado por sus libros; que esas tierras forestales eran para él lugares atemorizadores, morada de hombres bestia, trolls y criaturas de pesadilla de las leyendas más tétricas, además del lugar al que se desterraba a aquellos que tenían el estigma del Caos. En lo más profundo de su interior, él siempre había imaginado que moraban hombres lobo y brujas, y que se producían feroces luchas entre mutantes y otros seguidores de los Poderes Malignos.

Más adelante, Gotrek saltó por encima de un tronco que había caído de través sobre el sendero, y a continuación se volvió para ayudar a Kat a trepar por encima y levantó a la niña fácilmente con una sola mano. Félix se detuvo ante el obstáculo al ver que estaba podrido y manchado por un extraño hongo. Unos insectos segmentados corrían por la superficie y se enterraban ciegamente en el moho maloliente. El poeta se estremeció al sentir la madera húmeda cuando apoyó la mano sobre el tronco para saltar. Como sus botas casi resbalaron en el musgo húmedo del otro lado, tuvo que extender los brazos para conservar el equilibrio y, al hacerlo, tocó con los dedos una telaraña que se extendía entre las ramas más bajas; retiró la mano a toda prisa e intentó sacudirse aquella sustancia pegajosa de la piel.

No, a Félix nunca le habían gustado los bosques. Había odiado los veranos en que la familia se retiraba a la finca solariega que su padre tenía en el bosque, y había detestado la casa de paredes de pino rodeada por las tierras forestales de donde se sacaba la materia prima para los negocios de fabricación de carros y barcos que tenía Gustav Jaeger. Durante el día no era demasiado terrible si no se alejaba mucho de los edificios, pero por las noches su mente, siempre hiperactiva, poblaba de monstruosos habitantes incluso las abiertas tierras forestales de explotación; los goblins y demonios de sus creaciones mentales hallaban un hogar perfecto bajo las oscilantes ramas de los árboles.

Envidiaba y compadecía a la vez a los leñadores ataviados con pieles que cuidaban la finca de su padre. Envidiaba su valentía porque los veía casi como a héroes que se enfrentaban con los terrores de una tierra indómita, y los compadecía por tener que vivir constantemente en guardia. Siempre le había parecido que cualquiera que tuviese que morar en un asentamiento situado dentro del bosque vivía en el entorno más precario que pudiera imaginarse.

Recordaba que solía acercarse a la ventana de su habitación y contemplar la verdura que imaginaba extensa hasta el mismísimo fin del mundo, hasta aquellos terrenos yermos por los que vagaban los repugnantes satélites del Caos. Los extraños ruidos y las nubes de aleteantes mariposas nocturnas atraídas por las luces de la casa no contribuían a disminuir su inquietud. Era un niño de ciudad, un vástago urbano de Altdorf para quien perderse en el bosque constituía una pesadilla, una muy recurrente en aquellas largas noches de estío.

Por supuesto, aquello era risible: la finca Jaeger se encontraba a diez leguas de Altdorf, situada en el área más despejada del Imperio. El bosque era muy abierto a causa de la descuidada explotación forestal, una tierra domada y cultivada, que no guardaba ninguna semejanza con la densa y enmarañada zona de Drakwald en la que en ese momento se hallaba.

Gotrek se detuvo en seco y olfateó el aire, para luego volver la vista hacia Félix, que ladeó la cabeza con aire de interrogación. El Matatrolls le indicó con un gesto que guardara silencio y frunció el entrecejo como si se estuviera concentrando para percibir mejor un sonido lejano. El poeta sabía que los sentidos auditivo y olfativo del enano eran mejores que los suyos, y aguardó con expectación, pero el Matatrolls sacudió la cabeza y se puso otra vez en marcha. ¿Acaso la maligna presencia del bosque estaba atacando incluso los nervios de acero del enano?

Lo que habían visto esa mañana justificaba que cualquiera tuviese miedo, ya que indicaba que aquellos bosques cobijaban fuerzas enemigas de la humanidad, y el relato de Kat lo confirmaba. Se miró las manos y vio que le temblaban. Félix Jaeger se consideraba un hombre duro, pero lo que había presenciado en la ciudad derruida bastaba para que el más endurecido temblara.

Algo había asolado Kleinsdorf como un iracundo gigante lo haría con el montículo de un hormiguero, y la pequeña población había sido arrasada con una malevolencia y minuciosidad aterradoras. Los atacantes no habían dejado intacto ni un solo edificio, y no había sobrevivido ninguno de los habitantes, excepto Kat. Aquella pura brutalidad sin sentido lo había dejado atónito.

En aquel lugar había visto cosas que sabía que volvería a ver en sus pesadillas. Una hoguera levantada en la plaza del pueblo, sobre la que se apilaban calaveras; costillas quemadas, que asomaban de la ceniza caliente como ramas sin consumir. Un repugnante olor a carne quemada le había inundado la nariz, y había intentado no lamerse los labios por miedo a que pudiesen contener las cenizas arrastradas por el viento.

Se había quedado aturdido en medio del silencio y la desolación de la ciudad en ruinas, donde todo lo que lo rodeaba era color gris ceniza o negro hollín, si se exceptuaban los pocos fuegos que aún ardían aquí y allá. Había dado un respingo de alarma cuando se desplomó el tejado sobre la devastada muralla del pueblo, algo que le había parecido un tétrico presagio. Se sentía como un diminuto átomo de vida en un interminable desierto. Con lentitud, en pequeñas fracciones, el recuerdo de aquel momento se le había grabado en la memoria.

En lo alto de la colina, se alzaba el castillo con las murallas ennegrecidas por el fuego, como una araña pétrea que se aferrase a la cumbre con marchitos pies de roca. Ante la abertura que dejaba la puerta destrozada, colgaban hombres que se balanceaban en el extremo de unas cuerdas como moscas atrapadas en una telaraña de un solo hilo. El poblado que había abajo parecía el terreno de juegos de niños demoníacos, gigantes idiotas que se habían aburrido de su pueblo de juguete y lo habían reducido a astillas.

La calle estaba sembrada de objetos pequeños, como una horca rota cuyos dientes se veían manchados de sangre seca; una campana que estaba medio fundida entre las ruinas de un templo desmoronado; una matraca de un niño y una cuna destrozada; algunas páginas impresas del Libro Inacabado, el testamento sigmarita, flotando en la brisa; rastros de cuerpos arrastrados por la tierra de las calles que conducían a la hoguera central; un hermoso vestido teñido, que ya nadie se pondría, tirado en la calle; un fémur humano que alguien había partido para sorber el tuétano.

El poeta había visto antes los efectos de la violencia, pero jamás en una escala tan descomunal y nunca de una estupidez tan sin sentido. Incluso la carnicería del fuerte von Diehl había sido debida a una batalla librada por fuerzas que tenían razones concretas. Sin embargo, lo que contemplaba ante sí era una masacre; había oído hablar de cosas semejantes, pero enfrentarse con la desnuda realidad era una cosa muy diferente. Cerciorarse de que cosas semejantes sucedían de verdad, lo había asustado. ¿Cómo podía Sigmar, cómo podía cualquiera de los dioses, permitir algo así?

También lo inquietaba el hecho de que Kat hubiese sobrevivido. Al mirar a la niña que caminaba ante él con los hombros caídos, el pelo mugriento y la ropa manchada de hollín, se preguntó cómo era posible que le hubieran perdonado la vida. Tampoco eso tenía sentido alguno; ¿por qué sólo ella entre todos los habitantes de aquella soñolienta comunidad había salvado la vida?

¿Sería ella un retoño corrupto, una esclava de la Oscuridad que los conducía a la muerte? ¿Acaso él y el Matatrolls estaban escoltando a un ser maligno hacia el siguiente grupo de víctimas? En una situación normal, habría descartado semejante pensamiento por absolutamente ridículo; resultaba obvio que ella no era más que una niña asustada, que había tenido la buena suerte de sobrevivir cuando otros habían muerto. Sin embargo, allí, en la lobreguez del profundo bosque, resultaba fácil concebir ese tipo de sospechas. La quietud y silencio del entorno afectaban los nervios, y engendraban la desconfianza hacia los desconocidos.

Sólo el Matatrolls parecía imperturbable; marchaba con osadía al mismo tiempo que evitaba las raíces con que se aferraban los árboles y que afloraban amenazando con hacer que tropezara, mientras sus andares cómodos devoraban kilómetros. El enano se movía con extraordinario sigilo para alguien tan ancho y pesado; de alguna forma, daba la impresión de que se encontraba en su elemento entre las sombras del bosque, pues parecía más alto y más avispado. Había perdido la habitual postura encorvada, tal vez porque su pueblo, que moraba bajo las montañas, estaba adaptado a la oscuridad y los espacios cerrados. En ningún caso se detenía; en cambio, Félix se paraba para observar el sotobosque cada vez que oía algún movimiento. Gotrek parecía bastante seguro de su capacidad para advertir cualquier amenaza.

El joven humano suspiró al recordar los argumentos que había tenido que emplear para impedir que el enano investigara más a fondo los restos de la ciudad. Al menos, la niña había constituido una excusa útil para continuar adelante y buscar un lugar seguro donde hallar refugio para ella. Había sido eso y la posibilidad de que las criaturas estuvieran de camino hacia la población siguiente lo que había convencido al Matatrolls de seguir el sendero de Flensburgo.

Félix se detuvo, obedeciendo a algún recóndito instinto, y totalmente inmóvil, aguzó el oído para percibir cualquier cosa que estuviese fuera de lo normal. Tal vez no era más que su imaginación, pero le parecía que la mismísima quietud del bosque constituía una amenaza. Insinuaba la presencia de ancestrales seres malignos que aguardaban el momento oportuno, que esperaban a sus víctimas. Entre aquellas largas sombras podía acechar cualquier cosa, y sabía que algo los observaba.

Comenzaba a refrescar. Un leve oscurecimiento del lóbrego entorno indicaba que caía la noche sobre el lecho de hojas, y el poeta se volvió para mirar por encima del hombro, temeroso del silencio, pero más aún de sonidos que indicaran persecución. Cuando miró de nuevo hacia adelante, Gotrek y Kat habían desaparecido en un recodo del sendero. En algún lugar distante aulló un lobo, y él apresuró el paso para darles alcance.

* * * * *

El poeta alzó la mirada hacia Gotrek, que se encontraba frente a él, sentado contra el tronco de un árbol caído y con los ojos fijos en las profundidades del fuego; observaba las oscilantes llamas como si en ellas pudiese adivinar alguna misteriosa verdad. Sus manos jugaban ociosamente con los pedernales que usaba para encender el fuego; iluminados desde abajo, los severos ángulos de su rostro parecían tallados de un modo tan tosco como la pared de granito de un acantilado. Las oscilaciones del fuego hacían que las sombras se persiguieran unas a otras por sus mejillas, y sus tatuajes formaban manchas umbrías como los signos de alguna enfermedad terminal. La luz se reflejaba en la pupila de su único ojo sano, que brillaba con destellos inhumanos como una estrella espejada en las profundidades de un charco somero. Junto a él yacía Kat, inmóvil y respirando con regularidad, al parecer dormida. Gotrek sintió que Félix lo observaba, y alzó la mirada hacia él.

—¿Qué te inquieta, humano?

El poeta apartó los ojos del fuego. La brillante imagen residual de las llamas anuló su visión nocturna, pero a pesar de ello escudriñó las sombras que se extendían bajo los árboles en busca de alguna señal que le indicara que había observadores escondidos. La imagen de los desprevenidos habitantes de Kleinsdorf metiéndose en la cama con las fuerzas del Caos acercándose con sigilo hacia ellos se formó en su mente sin previo aviso. Buscó algo con que responderle, y se decidió por la verdad.

—De hecho estoy…, estoy un poco preocupado, Gotrek. Por alguna extraña razón, lo que vimos en ese pueblo me ha asustado; saben los dioses por qué.

—El miedo es para los elfos y los niños, humano.

—No crees realmente eso que acabas de decir, ¿verdad?

Gotrek sonrió, y a la luz del fuego los pocos dientes que le quedaban parecieron aún más amarillos de lo que eran.

—Sí.

—No esperarás que crea de verdad que los enanos nunca tenéis miedo, ¿no? ¿O sois los Matatrolls quienes no conocéis el miedo?

—Cree lo que quieras, humano. De todas formas, yo no he dicho eso. Sólo un estúpido o un maníaco desconoce el miedo; sólo un niño o un cobarde permite que su miedo lo domine. Un guerrero se distingue por dominar el miedo que siente.

—¿La destrucción del poblado no te ha asustado? ¿No tienes miedo, ahora? Ahí fuera hay algo, Gotrek; algo maligno.

El Matatrolls se echó a reír.

—No. Yo soy un Matatrolls, humano. Nací para morir en el combate. No hay lugar para el miedo en mi vida.

Félix sacudió la cabeza, pues no sabía si Gotrek se burlaba de él. Estaba habituándose a los erráticos cambios anímicos del enano y comenzaba a sospechar que había momentos en los que el Matatrolls mostraba algo parecido al sentido del humor. Gotrek guardó los pedernales en su zurrón y aferró el mango del hacha.

—Descansa tranquilo, humano. Nada puedes hacer por los muertos, y si lo que los ha matado está predestinado a encontrarnos, tampoco puedes hacer nada para impedirlo.

—¿Y se supone que eso tiene que tranquilizarme?

De modo repentino, la atmósfera de camaradería se evaporó con la misma presteza con que se había formado, y el enojo ardió en la voz del enano cuando volvió a hablar.

—No, humano, no tiene que hacerlo; pero créeme lo que voy a decirte: si yo encuentro a los asesinos, lo pagarán con sangre. Una maldad semejante a la que hemos presenciado en el día de hoy no quedará impune.

En ese momento, no había ni rastro de sentimientos humanos en la voz de Gotrek, y al mirar el extraño ojo del enano Félix vio la locura, la ardiente violencia inhumana que aguardaba el momento de hacer erupción. Apenas durante un segundo creyó las palabras del enano y compartió su demente convicción de que podía enfrentarse a los Poderes Siniestros que habían destruido la aldea. Luego recordó la descomunal magnitud de los estragos causados, y el momento pasó. Ningún guerrero, ni siquiera uno tan poderoso como Gotrek, podría resistir algo así. Se estremeció y se arropó más con la capa.

Para ocultar la ansiedad que sentía, se inclinó y echó más leña al fuego. Los tallos finos se marchitaron y prendieron, y las chispas comenzaron a ascender con lentitud. Un humo acre le provocó escozor en los ojos cuando comenzaron a quemarse las ramas recubiertas de líquenes. Se enjugó las lágrimas vertidas a causa del humo y habló para llenar el silencio.

—¿Qué sabes acerca de los hombres bestia? ¿Crees la historia que cuenta la niña sobre el ataque al pueblo?

—¿Por qué no? Las bestias han morado en estos bosques desde que mi pueblo expulsó a los elfos hace casi tres mil años. Muchas veces a lo largo de la historia, sus hordas han atacado las ciudades de enanos y hombres.

Félix experimentó un cierto asombro ante la forma tan despreocupada con que el enano se refería a acontecimientos que habían tenido lugar hacía tres mil años. La guerra a la que había hecho referencia era anterior a la fundación del Imperio y contenía información de muchos siglos de historia humana. ¿Por qué los eruditos no les prestaban más atención a los enanos cuando compilaban sus registros? La parte de Félix que había sido estudiante consideraba al enano como un repositorio de información arcana de primera mano, y lo escuchaba con atención mientras intentaba memorizar todo lo que Gotrek decía.

—Yo pensaba que las bestias eran simples mutantes, humanos exiliados que habían involucionado hasta convertirse en hombres bestia, alterados por el poder de la piedra de disformidad. Algunos de nuestros doctos profesores afirman eso.

Gotrek sacudió la cabeza como si desesperara a causa de la estupidez de la humanidad.

—Esos mutantes siguen a las hordas como lacayos o adeptos, pero los hombres bestia propiamente dichos son una raza independiente, cuyos orígenes se remontan a la Era de la Aflicción. Proceden de la época de las primeras incursiones de Caos en este mundo, de los tiempos en que los Poderes Siniestros se aventuraron por primera vez a atravesar los Portales Polares para afligir a este triste planeta. Bien podrían ser los primogénitos del Caos.

—He oído historias sobre ellos según las cuales auxiliaban a los paladines del Caos. Se dice que conformaban el grueso de las tropas que atacaron Praag hace dos siglos y que eran parte del numeroso ejército rechazado por Magnus el Piadoso. —Félix se acordó de hacer la Señal del Martillo al mencionar el nombre del Santificado.

—No me resulta sorprendente, humano. Los hombres bestia rinden culto a la fuerza casi tanto como al Caos. ¡Los paladines de los Poderes Malignos están entre los guerreros más grandiosos que recorren este mundo! ¡Que Grimnir los maldiga! Espero que la historia de la niña humana sea verdad y que pronto pueda enfrentarme con esos diablos de armadura negra. Sería un combate digno y, si se tercia, una muerte digna.

—Es seguro que lo sería —respondió Félix, que deseaba fervientemente que esa situación no se produjera. Cualquier circunstancia que pudiese imaginar que implicara la muerte de Gotrek a manos de un guerrero del Caos conllevaría, sin duda, su propio fin poco después.

»¿Y qué me dices de la niña? —susurró luego—. ¿Crees que es lo que afirma ser? ¿No podría estar confabulada con los atacantes?

—Es sólo una niña, humano. No tiene el hedor de los Oscuros. Si lo tuviera, ya la habría matado.

Para su horror, Félix advirtió que los ojos de Kat estaban abiertos de par en par, y que los observaba a ambos con expresión atemorizada. Sus miradas se encontraron, y el poeta se avergonzó al ver un miedo tan enorme en los ojos de alguien que ya había sufrido tanto como ella. Se levantó, rodeó el fuego, la cubrió con su gastada capa y la arropó.

—Duérmete —le dijo—. Estás a salvo.

El mismo deseaba creerlo. Vio que el ojo de Gotrek estaba cerrado, pero la mano aferraba con firmeza el mango del hacha, así que se tendió sobre las hojas que había apilado para formar su lecho y, durante largo rato, contempló las estrellas que destellaban fríamente a través de las ramas. Cuando se durmió, su sueño fue inquieto y lo acecharon antiguas pesadillas.

* * * * *

—Has fracasado, amada mía —dijo el Kazakital, el Príncipe Demoníaco, con calma. La miró a través de sus ojos usurpados, y Justine sintió que un estremecimiento la recorría hasta el núcleo de su ser.

Retrocedió, pues conocía bien los castigos que podía infligir su patrón cuando estaba disgustado. Instintivamente, sus dedos se cerraron sobre el puño de rubí de su negra espada de guerra. Sacudió la cabeza y la gran melena de cabello negro listado de blanco se agitó. Se sentía indefensa. A pesar de que tenía un pequeño ejército de hombres bestia a su servicio, sabía que no podrían hacer nada por ayudarla. En presencia del patrón nadie podría auxiliarla, nadie. Se alegraba de que el viejo chamán de los hombres bestia, Grind, y sus acólitos, se hubiesen retirado más allá del Altar Negro cuando concluyó la invocación, pues no deseaba tener testigos de su derrota.

—Todos los de la aldea están muertos, como decidimos ambos —mintió, a sabiendas de que era inútil.

La negra armadura ya comenzaba a apretarla como una prensa, y en las terminaciones nerviosas comenzaba a sentir ligeras punzadas de dolor. Si el demonio así lo deseaba, sabía que muy pronto se encontraría sumergida en un océano de agonía.

—La niña vive. —La hermosa voz del demonio continuaba siendo inexpresiva, indiferente, carente de emoción.

Justine intentó evitar su mirada, pues conocía los efectos que su vista tendría sobre ella. Sabía que ya habría comenzado a cambiar el cuerpo de la víctima propiciatoria por una forma que se pareciese más a la suya verdadera.

Miró a su alrededor. En lo alto, las dos lunas brillaban en maligna conjunción; Morrslieb, la luna del Caos, estaba en fase llena, y Mannslieb, en fase nueva. Durante esa noche y las dos siguientes, el poder del Caos sería fuerte en la tierra, lo bastante fuerte como para invocar al patrón demoníaco y hacer que saliera de su hogar infernal, situado más allá de la realidad; lo bastante fuerte como para que poseyera el cuerpo del hombre que le habían ofrecido en aquel altar de las profundidades del bosque.

A través de la espesa nube roja que rodeaba el altar, ella podía ver los fuegos de campamento de sus seguidores; las llamas quedaban desdibujadas por las dulces brumas rojas que teñían la noche. No eran más que diminutas estrellas comparadas con el brillante sol del aura del demonio. Oyó que se movía y reconoció el crujido correoso de las alas al emerger de la espalda del cadáver. Centró su atención en las cabezas empaladas que rodeaban el altar, y los pálidos semblantes del conde Klein y su hijo, Hugo, le devolvieron la mirada y trajeron a su mente los recuerdos de la noche anterior.

El anciano conde se había comportado como un luchador; había salido a su encuentro con una maza de pinchos, vestido a medias con una cota de malla echada precipitadamente sobre su cuerpo. La había maldecido llamándola «condenada cachorra infernal de las tinieblas», y Justine vio el miedo escrito en su rostro cuando detrás de ella apareció la horda de gors y ungors que entraba precipitadamente a través de la destrozada puerta del castillo. Casi había sentido lástima por el estúpido viejo bigotudo, porque siempre le había caído bien. Había sido digno de la muerte de un guerrero, y ella se la había otorgado con rapidez.

El joven se encontraba de pie detrás de su padre, con el semblante pálido de terror, y había dado media vuelta y echado a correr a través del patio empapado de sangre, donde los seguidores de ella asesinaban a los soldados medio dormidos. Lo había seguido con facilidad, de manera implacable, con la negra armadura fundida con su piel para garantizarle mayor resistencia y fuerza.

La persecución por el castillo a oscuras había acabado en el dormitorio de Hugo, donde ella supo en todo momento que debía concluir. Ése, al fin de cuentas, era el sitio en el que todo había comenzado. El joven se encerró dentro y bramó a los dioses para que lo salvaran, pero ella había destrozado la puerta de una patada con su pie acorazado y había entrado como un demonio vengador.

El lugar tenía casi idéntico aspecto al que ella recordaba. Lo dominaba el mismo lecho enorme; las mismas finas alfombras de Bretonia cubrían el piso; las mismas cabezas de venado y trofeos de caza adornaban las paredes junto a las mismas banderolas y armas. Sólo Hugo había cambiado, pues el muchacho de fino rostro apasionado se había convertido en un hombre rechoncho. El sudor le corría por las mofletudas mejillas, y su rostro tenía el aspecto del de un bebé, incluso con los ojos bizcos de terror. Sí, había cambiado. Podía ser que otro no lo hubiese reconocido después del tiempo pasado, pero Justine sí. Jamás olvidaría sus ojos, esos ojos vidriosos que la habían seguido desde el momento en que entró en el castillo, más de siete años antes.

Con una mano rechoncha aferraba torpemente una espada larga, que levantó con debilidad, y ella apartó a un lado sin esfuerzo. El arma salió girando por el aire y cayó en el rincón más alejado. A continuación, apoyó la punta de su espada en el pecho de Hugo y presionó ligeramente, con lo que él se vio obligado a retroceder, hasta que tropezó a los pies de la cama y quedó tendido sobre las sábanas. El olor a excrementos colmó el aire, y el abotagado gusano rosáceo se humedeció los labios.

—Vas a morir —le dijo ella.

—¿Por qué? —logró jadear él.

Entonces ella se quitó el casco, y él profirió un sonoro gemido al reconocer, al fin, su rostro y su largo cabello característico.

—Porque hace siete años te dije que morirías, ¿lo recuerdas? Entonces te echaste a reír. ¿Por qué no ríes ahora?

Presionó un poco más con la punta de la espada, y la sangre comenzó a formar una flor roja en la seda blanca de la camisa de él, que extendió las manos en un gesto suplicante.

Por primera vez en años, asomaron a los ojos de Justine lágrimas de pasión, y volvió a experimentar la ardiente ola de cólera y odio que le recorrió las venas a toda velocidad y transformó su rostro en una máscara. Empujó el arma con fuerza mientras se regodeaba con el estremecimiento de la penetración y el limpio deslizamiento del metal infernal a través de la carne. Se inclinó y lo clavó en la cama sobre la que la había forzado siete años antes, y una vez más las sábanas se mancharon de sangre.

Se había sorprendido de sí misma. Tras largos años de planificar tantas torturas lentas, deliberadas, deliciosas, lo había despachado de una sola estocada. De algún modo, la venganza parecía menos importante. Había dado media vuelta y abandonado el dormitorio para ir a supervisar el saqueo del pueblo. Había hecho caso omiso de las súplicas de los dos hombres a quienes las bestias estaban subiendo a la horca mientras referían uno de sus incomprensibles chistes macabros. Había sido allá abajo, en el pueblo, donde se había encontrado con la niña. En ese momento, luchaba para olvidarla.

—No deberías haberle perdonado la vida a la niña, amada mía. —El demonio permitió que un rastro de enojo le asomara a la voz, y la promesa de eternidades de dolor se reforzó con cada palabra pronunciada.

—Yo no le perdoné la vida a la niña; la dejé para las bestias. No tengo la responsabilidad de matar a cada triste golfillo de una aldea.

Entonces la azotó un latigazo de palabras del demonio.

—No mientas, amada mía. Le perdonaste la vida porque eres demasiado blanda. Por un instante permitiste que la mera debilidad humana detuviese tu mano y te apartara del camino elegido. Eso no puedo permitirlo, ni tú tampoco, porque si ahora cambias de rumbo lo habrás perdido todo. Créeme, si dejas que la niña continúe con vida, tendrás motivos para lamentarlo.

En ese momento, Justine alzó los ojos hacia el demonio y, como siempre, la impresionó la pulida belleza quitinosa de aquel ser. Vio su forma negra acorazada, el brutal rostro hermoso que la miraba desde debajo del casco grabado con runas, y al contemplar los resplandecientes ojos rojos percibió su fuerza. Era un ser que no conocía la debilidad ni la compasión; era perfecto. Algún día, ella podría ser así. Apartó el pensamiento de su mente y sonrió con aparente placer.

—Tú lo comprendes, amada mía; conoces la naturaleza de nuestro pacto. La senda del guerrero del Caos no es más que una prueba. Síguela hasta el final y hallarás poder e inmortalidad. Desvíate del camino y sólo encontrarás condenación eterna. El Gran Khorne recompensa a los fuertes, pero aborrece a los débiles. Las batallas que libramos, las guerras que emprendemos, no son más que pruebas, crisoles destinados a consumir nuestra debilidad y refinar nuestra fortaleza. Debes ser fuerte, amada mía.

Ella asintió, hipnotizada por la belleza de aquella voz líquida y seducida por la promesa de no conocer ni el dolor ni la debilidad, de ser perfecta, de no permitir que por ningún resquicio de su armadura penetrase el horror del mundo. El demonio tendió una mano provista de garras, y ella la tocó.

—Se avecina una era de sangre y oscuridad, una época de terror y cólera. Muy pronto, los ejércitos de los cuatro Grandes Poderes avanzarán desde los desiertos polares, y el destino de este mundo será decidido mediante acero y hechicería oscura. El bando ganador quedará en posesión de este mundo, amada mía, que será dominio eterno de los vencedores. Este planeta será limpiado de asquerosa humanidad, pues tendremos que remodelarlo todo a nuestra imagen. Tú puedes estar en el bando victorioso, amada mía, ser uno de sus privilegiados paladines. Lo único que tienes que hacer es ser fuerte y consagrarle tu fuerza a nuestro Señor. ¿Deseas eso?

En ese momento, mientras miraba los ardientes ojos de la criatura y oía la sedosa calidad persuasiva de su voz, sintió que no le cabía duda alguna.

—¿Quieres unirte a nosotros, amada mía?

—Sí —jadeó ella—. Sí.

—En ese caso, la niña debe morir.

* * * * *

Justine atravesó la multitud de sus seguidores para ocupar su sitio en el trono de madera tallada, y una vez en él apoyó la espada desnuda de través sobre sus piernas y se encaró con los más poderosos de la horda, los gors. La espada era para todos los presentes un recordatorio de cómo gobernaba ella, un símbolo desnudo de su poder. Contaba con el favor del dios demonio, y la expresión de ese favor era el poder que ejercía. Era probable que a los hombres bestia no les gustase, pero tendrían que tolerarla hasta que uno de ellos, de acuerdo con su primitivo código, pudiera vencerla en combate singular. Y ninguno la desafiaría si tenía un poco del sensatez, pues todos conocían la profecía de Kazakital, hecha cuando ella fue ascendida a las filas de guerreros del Caos. Todos sabían lo que había dicho el demonio: que ningún guerrero la vencería jamás en combate. Todos habían sido testigos de esa verdad, aunque, de todas formas, eran hombres bestia y desafiar a su líder constituía para ellos un propósito instintivo.

Esa noche ella casi deseaba que uno se atreviera a intentarlo, pues su sed de sangre era enorme, como sucedía siempre que hablaba con su patrón. Miró la tela sobre la que descansaban los hombres bestia: un enorme tapiz que ella recordaba haber visto anteriormente cubriendo toda una pared. En él se veían escenas de batalla y cacería pertenecientes al pasado de la familia Klein; entonces estaba cubierto por el fango y las hojas de árboles que había en el suelo del calvero, y sucio por los excrementos de los propios hombres bestia. Ordenaría que la quemaran, pues no quería que quedase nada que pudiera recordarle a alguien la existencia de la familia Klein.

El hecho de ver las cabezas de animales de sus seguidores apoyadas con indolencia sobre la posesión favorita del conde Klein le recordó lo mucho que había cambiado el mundo desde aquella mañana funesta en que huyó del dormitorio de Hugo hacia las profundidades del bosque.

La escena que entonces tenía ante los ojos era como algo salido de los grabados de pesadilla del artista demente, Teugen: enormes animales astados y ataviados con armadura caminaban entre los retorcidos árboles del oscuro bosque. Parecían una maligna parodia del ideal caballeresco, un trastorno del orden natural de las cosas, como si las bestias del bosque se hubiesen alzado para desposeer a los advenedizos humanos, como acabarían por hacer. Los servidores del Caos derrocarían todos los reinos de los hombres, y ella ya había comenzado. A medida que se propagara la noticia de sus victorias, serían cada vez más los servidores del Caos que acudirían a reunirse bajo su estandarte, y pronto tendría un ejército enorme, y todo el poder del Imperio temblaría. Por algún motivo, aquella perspectiva ya no la emocionaba como lo habría hecho en otra época. Descontenta, apartó a un lado el pensamiento.

Miró a los capitanes de su futuro ejército y se preguntó qué órdenes debía darles. Los recorrió con ojos calculadores mientras se preguntaba cuándo y de dónde surgiría el primer desafío a su liderazgo. Podría proceder de cualquiera de ellos, puesto que eran todos gors, el tipo de hombres bestia más grandes y poderosos, y los más violentamente ambiciosos.

Vio la actitud afectada que adoptaba Hagal, cuyos cuernos de macho cabrío brillaban recubiertos de oro y su reluciente pelaje rubio relumbraba a la luz del fuego. De todas las bestias que la seguían, pensaba que él era el que con más probabilidad la desafiaría; instigaría el Choque de Cuernos. Sus espías le habían dicho que era el que más ruidosamente se quejaba cuando se reunían en torno a los fuegos de campamento; opinaba que era antinatural que los liderase una hembra. Era el más hosco, el que siempre cuestionaba sus órdenes, aunque nunca hasta el punto de que ella se viese obligada a retarlo. No obstante, él aguardaba el momento adecuado, quizá con la esperanza de que ella se debilitaría, pues si se enfrentaban en combate entonces, sabía que ganaría Justine.

Contra Lurgar, Justine estaba menos segura de la victoria, pese a la profecía; el enorme ser de pelaje rojo y cabeza de toro era el más salvaje de sus guerreros a la hora de la batalla, un frenético bebedor de sangre, cuya ansia de matar se veía sólo superada por su hambre de carne humana. Era una figura mortal cuando se apoderaba de él la locura de la lucha, y Justine casi temía un desafío, pero pensaba que era improbable que la retara, a menos que alguien le metiera la idea en la cabeza. El hombre toro era demasiado estúpido como para tener excesivas ambiciones, y se contentaba con seguir a cualquier líder que prometiese enemigos con los que luchar y comida para alimentarse. De todas formas, aunque no era un líder natural, constituía una herramienta perfecta para que cualquier otro decidiese gobernar por medio de él.

Y, a su lado, se encontraba alguien que obviamente pensaba eso mismo: el viejo chamán, Grind. Para ser un hombre bestia, Grind era inteligente y poseía cierta astucia, lo que entre los corruptos pasaba por ser erudición. Podía tirar los huesos y leer presagios, hablar con espíritus e interceder ante los Poderes Malignos. En los tiempos precedentes al ascenso de Justine al poder, era él quien hacía el sacrificio para Kazakital, el Príncipe Demoníaco. Pero el gordo toro de blancas melenas estaba demasiado viejo para engendrar muchos hijos en el Gran Celo, y por tanto, no podía convertirse en líder de la partida de guerra. Justine sabía que eso no le impedía estar resentido con ella por imponerse a la condición de él como autoridad de la tribu, ni simplemente odiarla por ser hembra, y no ignoraba tampoco que no podía permitirse el lujo de subestimarlo; de eso, no le cabía duda. El chamán estaba lleno de rencor y malicia, y sus palabras influían en muchos de los soldados rasos del ejército de bestias.

Tryell el Sin Ojos no era ninguna amenaza real; el gran guerrero de dignidad heroica estaba marcado por la piedra de disformidad. No tenía ojos, pero podía ver tan bien como cualquier otro, y, como alguien marcado por el Caos, sentía un miedo tremendo ante Justine por considerar que contaba con el favor especial del dios. Sólo vivía para matar y añadir ojos nuevos a su colección.

Luego estaba Malor Melena Gris, a cuyo padre había matado Justine para asumir el liderazgo de la horda. Si el joven sentía algún resentimiento, lo ocultaba bien. Seguía las instrucciones de ella al pie de la letra, luchaba bien y demostraba tener una sensata capacidad de juicio. A menudo sus planes eran mejores que los de caudillos que le doblaban la edad, y ya era un gran guerrero, aunque aún no tenía la fuerza plena de la flor de la vida. Que los otros refunfuñaran y dijeran que él era miembro del consejo sólo debido a la amistad que le profesaba a ella. Justine sabía que algunos incluso murmuraban una abominable mentira: aseguraban que, secretamente, era su pareja. La mujer sabía que él se había ganado el puesto por méritos propios y que el lugar que ocupaba estaba plenamente justificado por sus hazañas.

De todos aquellos que comandaba, pensaba que sólo podía depositar cierta confianza en los guerreros del Caos de negra armadura que había reclutado en las Tierras Desoladas, mucho antes de regresar al bosque. Habían hecho juramento de servirla, y, de alguna forma, ella deseaba que estuviesen allí en ese momento para proporcionarle algo de apoyo; pero se encontraban ausentes. Esa noche se hallaban en las profundidades del bosque, donde llevaban a cabo sus propios ritos, destinados a propiciar el ingenio demoníaco, al que dotaban de sangre y almas en preparación de las duras batallas que se avecinaban.

Los hombres bestia alzaban ojos expectantes hacia ella, un semicírculo de rostros animales, cuyos ojos mostraban tanto inteligencia humana como lujuria inhumana, y de pronto se alegró de tener la espada tan a mano. Se sentía aislada y fuera de lugar en aquel sitio y, como siempre antes de que diera comienzo la reunión del consejo, experimentó un estremecimiento de expectación. ¿Sucedería entonces? ¿Alguien la retaría?

Se preguntó qué órdenes les daría. Nunca había pensado en lo que iba a hacer más allá de ese punto, y las dudas que hasta ese momento la habían acometido, se redoblaron. Había vivido para la venganza, y después de haberla llevado a cabo, se sentía vacía. Cuando hablaba con Kazakital resultaba fácil ser firme en el propósito, sentir lealtad hacia su causa, pues el Príncipe Demoníaco tenía un efecto casi hipnótico sobre ella; pero cuando él desaparecía, las dudas regresaban. Se preguntó si realmente quería lo mismo que quería él, ya que había logrado su principal propósito con la muerte de Hugo.

Se dijo que era sólo el cumplimiento de un deseo abrigado durante largo tiempo lo que hacía que se sintiese así. Durante siete años la había impulsado la venganza, y entonces ese ímpetu la había abandonado tras la muerte de su torturador. No obstante, era natural que se sintiese vacía después de tantos años, así que se obligó a concentrarse y a sentir el deseo de poder e inmortalidad que experimentaba con tanta facilidad en presencia de su demoníaco amo. Se asomó ligeramente a ese sentimiento, y eso le bastó.

—Hemos acabado con nuestras primeras víctimas —les dijo con voz poderosa—, pero queda una superviviente. Según las órdenes recibidas, debe morir. Lo exige nuestro Señor.

—Debemos buscar más sitios de hombres; matar más —declaró Hagal al mismo tiempo que miraba a su alrededor con sus ojos dorados—. ¿Por qué preocuparnos por una sola superviviente?

Grind dio unos golpecitos en las losas del suelo con un báculo tallado en un fémur humano.

—Dejadlos que vivan, que hagan correr el rumor. Con el rumor llegará el miedo, y el miedo es nuestro amigo.

«Siempre este constante ponerme a prueba —pensó ella—. Siempre este constante rondar en busca de alguna debilidad». Incluso las cuestiones sencillas se transformaban en pequeñas escaramuzas, ya que los hombres bestia intentaban aumentar su propia dignidad a costa de los otros. Su sociedad se basaba en la jerarquía de la fuerza; demostrar debilidad, cualquier clase de debilidad, era una merma para el prestigio.

—Porque lo exige nuestro Señor; porque el rojo Kazakital, el Elegido de Khorne, dice que debemos hacerlo.

Malor volvió su mirada gris hacia Grind y Hagal.

—¿Y por qué lo exige nuestra líder, Justine?

—¿Quién eres tú para cuestionar las exigencias de nuestra líder? —le preguntó Tryell directamente a Hagal. «Así que el rumor sobre la hostilidad que había entre ellos es cierto», pensó Justine. Perfecto; eso reforzaba su propia posición.

—Yo no cuestiono a nuestra líder, sino la necesidad de buscar a un solo humano cuando podríamos encontrar docenas de ellos. ¿Estás tan ansioso por encontrar a la niña porque le perdonaste la vida anoche?

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Tryell, con una precipitación excesiva—. ¿Quieres que nos batamos?

Justine tuvo la sensación de que Tryell intentaba encubrir aquel asunto, aunque no le importaba porque también ella le había perdonado la vida a la niña. ¿O era a eso a lo que pretendía llegar Hagal? ¿Era aquello una crítica sutil, dirigida contra ella? No le convenía permitir que la pelea continuara. Si Tryell mataba a Hagal, perfecto, pero si las cosas salían al revés, perdería un auténtico aliado entre los caudillos de los hombres bestia, y dudaba de que pudiera encontrar un sustituto.

—No habrá ningún reto —declaró con voz suave, pero lo bastante fuerte como para que la oyeran todos los presentes—. ¡A menos que sea conmigo!

La reunión guardó silencio en espera de ver si alguien la emplazaría para el Choque de Cuernos, y Justine vio que Grind se lamía los labios con expectación. Miró a Hagal a los ojos y se dio cuenta de que, por un momento, él se sintió tentado de aceptar el desafío. Por un instante, sostuvo la mirada de ella, y a los ojos del hombre bestia asomó la sed de sangre al mismo tiempo que su mano se desplazaba para descansar sobre el puño de su arma. Ella sonrió con la esperanza de provocarlo para que la retara, pero al final él pareció pensárselo mejor, y bajó la cabeza.

—Muy bien —declaró ella en tono terminante—. Tryell, llévate a tus guerreros y encuentra a la niña que tiene el pelo como el mío. Se la ofreceré yo misma a Kazakital. El resto de vosotros, reunid a vuestros soldados, porque vamos a marchar hacia la siguiente ciudad humana, donde hallaremos dignidad matando más hombres.

Todos asintieron en señal de aprobación y se marcharon. Justine se quedó a solas con sus pensamientos en el gélido calvero, mientras se preguntaba qué haría cuando le trajesen a la niña.

* * * * *

—¡Despierta, humano! ¡Algo se acerca!

Félix salió del sopor con la mente aún envuelta en restos de sueños inquietantes, sacudió la cabeza para despejársela y sintió dolor en el cuello y la espalda a causa de haberse acostado sobre el frío suelo del bosque. El helor había atravesado el aislamiento que le proporcionaban las hojas de los árboles y había drenado la fortaleza de su cuerpo. Se puso de pie con lentitud, se frotó los ojos soñolientos y, con tanto sigilo como pudo, desenvainó la espada y miró a su alrededor.

Gotrek se encontraba de pie cerca de él, como una sólida estatua que estuviera congelada ante la mortecina luz del fuego que se extinguía. El resplandor rojo de las brasas se reflejaba en la hoja del hacha, y parecía que el enano tenía entre las manos un arma pintada de sangre.

Félix alzó los ojos hacia el cielo, y vio que las lunas ya casi se habían puesto. Afortunadamente, el alba no estaba lejos.

—¿De qué se trata? —preguntó, pero la voz se le atascó en la garganta y salió como un susurro rasposo. No necesitaba ver la postura de alerta del enano para saber que algo iba mal, pues en el bosque había un aire de callada amenaza que hasta él podía percibir.

—¡Escucha!

Félix obedeció, y forzó el oído para captar cualquier sonido insólito. Al principio, sólo pudo oír los fuertes latidos de su propio corazón. No percibía nada fuera de lo normal, sólo los zumbidos y cantos de los insectos nocturnos y el susurrar de la brisa en las hojas de los árboles. Pero luego, desde algún lugar distante, le llegó el murmullo de unas voces tan quedas que podrían haber sido un simple producto de su imaginación. Miró al Matatrolls en ese momento, y el otro asintió.

Félix volvió la cabeza para ver qué había sucedido con Kat, y vio que también ella estaba despierta y se encontraba sentada y encorvada junto a la hoguera. Sus ojos se abrían de par en par y parecían asustados a la luz del fuego. El poeta rogó que el sol saliera pronto; apartó la mirada del fuego y la volvió hacia las sombras, decidido a no volver a menoscabar su visión nocturna.

—Kat, echa más leña al fuego —dijo en voz baja, y experimentó una tentación casi abrumadora de volverse para ver si lo había obedecido, pero luchó contra la misma y se sintió aliviado al oír movimiento tras de sí y el crepitar de la madera que prendía. Las sombras se retiraron con rapidez y la isla de luz en que se encontraban se extendió hasta abarcar la zona más cercana del bosque, donde los árboles parecían titanes monocromáticos en la mortecina iluminación.

El poeta permanecía completamente inmóvil. A despecho del helor de la noche, el sudor le corría por la espalda y humedecía sus ropas; tenía las palmas de las manos resbaladizas, sentía que la fuerza abandonaba su cuerpo, y experimentó el impulso de huir de lo que fuese que se aproximara, que, sin duda, no hacía ningún intento de avanzar con sigilo.

A lo lejos, pudo oír pesados pasos, y en un momento le llegó un quejido. Los músculos del estómago se le habían puesto tensos y en el vientre tenía una sensación de estremecimiento, de conmoción. La incauta aproximación de los enemigos delataba una confianza abrumadora. ¿Estaría a punto de conocer a los destructores de Kleinsdorf?

Lo más extraño fue que comenzó a experimentar el impulso de avanzar en dirección al ruido, de investigar, de no limitarse a permanecer junto al fuego como un carnero que aguarda su sacrificio. Para calmarse, blandió unas cuantas veces la espada a modo de experimento. El arma silbó al hender el aire, y las runas de la hoja relumbraron con mayor brillantez, como expectantes ante el conflicto que se avecinaba. El ejercicio de los músculos y la alacridad de la espada encantada con empuñadura en forma de dragón tuvieron la virtud de relajarlo un poco, y en sus labios se dibujó una sonrisa. Si moría allí, no moriría solo.

Su confianza se desvaneció cuando entre los árboles resonó un coro de aullidos procedente de media docena de triunfantes gargantas bestiales. En la oscuridad que precede al alba, eran como ecos de sus pesadillas, de cosas que había allí afuera, cosas con las que no deseaba enfrentarse. Los perseguidores sabían que estaban cerca, y se preparaban para irrumpir y matar. Félix tuvo ganas de lanzar el arma y echar a correr; las fuerzas salieron de él como el vino de un vaso volcado. A sus espaldas, Kat gimoteó, y él oyó ruido de un movimiento sigiloso, como si la niña se arrastrara para ponerse a cubierto.

—Calma, humano. Hacen eso para asustar a sus enemigos, para debilitarlos antes de la matanza. No permitas que te domine el miedo.

La tronante y serena voz de Gotrek era casi tranquilizadora, pero Félix no pudo evitar el pensamiento de que, con independencia de lo que sucediera, el resultado sería aceptable para el Matatrolls. O bien vencería a los atacantes o, más probablemente, hallaría una muerte heroica. El poeta se preguntó si aquél no sería un momento adecuado para señalar que, si él no sobrevivía, no quedaría nadie que pudiese dejar constancia del glorioso fin de Gotrek. Su sentido del humor lo hizo reír quedamente, y oyó que el Matatrolls se le aproximaba.

Tenían a los enemigos prácticamente encima, pues entonces oía el arenoso raspar de sus pies sobre el sendero. No podían encontrarse a más de cien pasos de distancia, y Félix miró a su alrededor para buscar un sitio donde ponerse a cubierto. Debajo del árbol más grande había una zona de arbustos, y se preguntó hasta qué punto sería recomendable ocultarse entre ellos y salir luego para tomar por sorpresa a los que se acercaban, o no salir para nada con la simple esperanza de que los engendros del Caos no lo encontrasen; pero se dio cuenta de que para él era una esperanza muy tenue.

—Kat —susurró al mismo tiempo que señalaba con la punta de la espada hacia los escaramujos—. Ocúltate allí. ¡Si algo nos sucede a Gotrek y a mí, quédate escondida!

Se sintió gratificado cuando vio que la pequeña silueta se precipitaba hacia los matorrales, se tendía sobre el vientre y reptaba hasta perderse en el sotobosque. De ese modo, tal vez tuviese alguna posibilidad de sobrevivir si ellos perecían.

«¿Cómo nos habrán encontrado?», se preguntó. ¿Era simple mala suerte? ¿Serían una partida de exploradores que había tropezado con ellos? ¿Habría quizás en juego algún tipo de hechicería malévola? Cuando el Caos estaba involucrado, nunca podía saberse. Por un momento, se permitió la fantasía de que no era más que un error, que se trataba de un grupo de comerciantes que les darían cobijo; pero sabía que sólo los muertos o sus asesinos marcharían de noche por el camino de Kleinsdorf, y ese pensamiento hizo que se estremeciera.

El sonido de los pasos estaba entonces tan cerca que tuvo la sensación de que los perseguidores aparecerían ante su vista de un momento a otro, y deseó que las lunas ponientes se librasen de las nubes que las cubrían y le proporcionaran más luz. Como si Sigmar hubiese atendido a su plegaria, se abrió una brecha en el dosel de nubes, y entonces deseó que eso no hubiese sucedido.

La misteriosa luz plateada de Mannslieb se mezclaba con el resplandor de tono sangre de la luna de la brujería, Morrslieb, y luego se filtraba a través de las copas de los árboles para caer sobre el rostro de quienes los acechaban: aberraciones procedentes de los más disparatados confines de sus pesadillas.

En cabeza iba un mutante sujeto con una traílla, que avanzaba agachado muy cerca del suelo, olfateando el sendero; era el autor del sonido resollante que Félix había oído. Tenía un rostro perruno sin pelo y una nariz enorme, y el collar de púas que le rodeaba el cuello estaba unido a una pesada cadena de acero, cuyo otro extremo sujetaba un poderoso hombre bestia con cabeza de macho cabrío. Poseía una musculatura descomunal; sobre los hombros llevaba una capa de cuero, y le rodeaba el cuello un collar que parecía compuesto por ojos desecados. No tenía ojos propios, sino sólo una extensión de carne blanca en las cuencas. No obstante, caminaba como si fuese capaz de ver, y Félix se preguntó qué hechizo de Caos permitía algo semejante. En la otra mano llevaba una enorme porra con la punta provista de púas; el extremo se veía rodeado por coaguladas sustancias, en cuya naturaleza Félix prefería no pensar.

Detrás de él, avanzaban sus secuaces: pequeñas versiones hechas según el mismo monstruoso patrón, musculosos gigantes encorvados que llevaban lanzas y espadas herrumbrosas. Unos ojos bestiales, que el fuego tornaba rojos, los miraban con ferocidad desde cabezas de macho cabrío y venado. Aparte del líder, ninguno presentaba estigma obvio alguno de futura mutación. La visión de aquello le puso a Félix la carne de gallina, y el pensamiento de lo que habían hecho en el poblado la noche anterior lo inundó a la vez de miedo y cólera.

El líder sin ojos se detuvo para hacer a sus seguidores un gesto con una inmensa mano de prominentes nudillos, y éstos entraron en el claro y formaron un semicírculo ante el hombre y el enano. Félix se colocó en posición de ataque, y obligó a sus músculos a relajarse como le había enseñado su profesor de esgrima. Intentó aquietar la mente, calmarse, pero ante aquellos enormes monstruos le resultó imposible.

Durante un largo rato, el hombre y la bestia se miraron con ferocidad a través del umbrío calvero, y Félix se obligó a fijar la vista en los ojos del cabeza de cabra más cercano. «Voy a matarte», pensó con la esperanza de intimidar a la criatura, pero la boca de animal se abrió y le sacó la lengua mientras en los labios aparecían pequeñas motas de espuma. Daba la impresión de estar burlándose del poeta. «Bueno, entonces tal vez no lo haga», pensó Félix, y sonrió.

Tenía ganas de mirar a Gotrek para ver qué iba a hacer el Matatrolls, pero no se atrevía a apartar la vista de sus oponentes porque temía que pudiesen atacar con celeridad sobrenatural si miraba para otro lado. Eso era lo peor de enfrentarse a enemigos de naturaleza desconocida: ¿quién sabía de qué podían ser capaces?

Los nombres bestia mantenían posiciones como si no supieran muy bien qué hacer ante dos oponentes impertérritos, y se miraban unos a otros entre divertidos e indecisos. «Tal vez estén decidiendo quién tendrá prioridad sobre la carne de las presas», pensó Félix. De pronto, se le ocurrió que era extraño que unos seres con una reputación tan horrenda como comedores de carne humana tuvieran cabezas de herbívoro, y se le ocurrió que quizá se trataba de una broma de los Poderes Malignos.

—¿Preparado, humano? —La voz de Gotrek parecía notablemente lúcida para pertenecer a un loco frenético que estaba a punto de entrar en combate. El tono era profundo y sereno, equilibrado, y no transmitía ni una pizca de emoción.

—Tanto como podré estarlo jamás.

Félix apretó el puño de la espada hasta el punto de sentir dolor, y los músculos de los antebrazos se le pusieron tan rígidos como bandas de acero. Cuando oyó la salvaje risotada del Matatrolls, también él cargó para enfrentarse al enemigo.

* * * * *

Kat se desplazó bajo los matorrales. No quería hacerlo, pero la fascinación del horror la impulsó a mirar otra vez hacia el exterior. Sabía que las bestias se acercaban, podía sentirlo, pues el aire transportaba la misma sensación que había percibido la noche anterior. Miró a sus dos benefactores y sintió pena por ellos, porque iban a morir. Pese a que su aspecto era atemorizador, habían intentado ayudarla y no merecían la muerte que les darían las bestias.

Miró a Félix y vio que sus hermosas facciones se debatían entre el miedo desesperanzado y la exultación salvaje. Comprendía cómo podía suceder eso, porque ella se había sentido igual cuando Karl conducía su carro a una velocidad excesiva por el camino lleno de raíces que afloraban; era una especie de comezón, de estar entusiasmada, asustada y feliz al mismo tiempo. Sin embargo, Félix no parecía muy feliz, y ésa era la diferencia.

El enano sí que lo parecía, pues una sonrisa contorsionaba sus rasgos brutales y dejaba a la vista los espacios vacíos de los dientes que le faltaban. Kat estaba segura de que se había dado cuenta de que lo miraba, porque se volvió hacia ella y le guiñó el ojo sano, lo que hizo que la niña pensara que, o bien no tenía miedo, o bien era un actor excelente.

Los dos parecían valientes a su manera, y al mirar las muy usadas armas que blandían supo que tenían que ser ambos grandes guerreros. Las runas de la espada de Félix relumbraban con un fuego interior, como el arma encantada de un cuento. El hacha de Gotrek parecía capaz de derribar un árbol de un solo golpe, pero ella sabía que, al final, eso carecería de importancia, porque ambos estaban condenados. Las bestias se encargarían de que así fuese.

Poniendo en peligro su seguridad, profirió un grito ahogado cuando entraron en el claro. El líder, el que sujetaba al mutante con una cadena, era el mismo que le había perdonado la vida la noche anterior en la posada. Sabía que había ido hasta allí a buscarla a ella, sólo a ella, para enmendar el error cometido. Sus seguidores eran algunos de los que habían asolado el pueblo de Kat, todos muy grandes, más altos que Félix y más pesados que Gotrek. Al ver a los dos guerreros que se encontraban de pie junto al fuego, se dio cuenta de lo desigual que sería aquel combate de hombres contra monstruos; superados en número y fuerza física, no tendrían la más mínima posibilidad de vencer.

Durante un segundo permanecieron inmóviles los unos frente a los otros y, atrapada en lo trágico de la situación, Kat olvidó sus temores y contuvo el aliento. Gotrek tenía las piernas flexionadas como una enorme gárgola y sujetaba el hacha sin esfuerzo aparente. Félix había adoptado la postura clásica del esgrimidor que una vez le había visto adoptar al noble Hugo mientras practicaba. Ante ellos se encontraban reunidas las bestias con desgarbado aire de seguridad, mientras sujetaban las armas descuidadamente.

—¿Preparado, humano? —oyó que tronaba la voz de Gotrek.

—Tanto como podré estarlo jamás —respondió Félix.

Vio que el Matatrolls pasaba un dedo pulgar por el filo del hacha, hasta que en el mismo apareció una gota de sangre; oyó su risa demente y lo vio cargar. Félix lo siguió, y ella, viéndose incapaz de soportar cómo los hacían pedazos, cerró los ojos.

Oyó un sonoro crujido y un alarido de dolor, y supo que era el enano. Era el primero en morir. Luego le llegó el tintineo del acero contra el acero y unos roncos gruñidos de esfuerzo, seguidos de otros gritos de dolor. Félix también había caído. Pero los sonidos de lucha continuaron durante más tiempo del que ella habría creído posible, aunque por último se apagaron, tal y como sabía que iba a suceder. Completamente poseída por el terror, abrió los ojos para enfrentarse con su fin.

* * * * *

Félix cargó, y ante sí vio que el Matatrolls saltaba a un lado para esquivar una lanza dirigida contra él. Gotrek cogió el asta de la lanza con la mano izquierda, la deslizó por el arma y la mantuvo inmóvil al mismo tiempo que avanzaba. Una vez que tuvo al hombre bestia al alcance de su hacha, le lanzó un golpe que le partió la cabeza como si fuera un melón. Se oyó un crujido y un estrangulado grito de dolor. «Bien —pensó Félix—, uno menos del que preocuparse».

Se trabó en combate con una monstruosidad que esgrimía una cimitarra contra la que tintineó su espada y melló el acero oxidado de la misma. La criatura era fuerte, pero carecía de destreza, y la espada encantada de Félix, con vida propia, penetró la guardia del hombre bestia, que, en cuestión de segundos, ya sangraba por varios tajos menores. Profirió un bramido furioso y le lanzó a Félix un tajo que podría haberlo cortado en dos, pero él saltó hacia atrás y lo desvió, desesperado. Cuando entraron en contacto las armas, saltaron chispas, y el brazo del poeta quedó entumecido a causa del impacto.

Alzó la vista hacia el rostro de la bestia y vio que tenía los labios moteados de espuma y que en sus ojos danzaba la demencia. Volvió a atacar al hombre, trazando con la cimitarra un arco borroso en el aire. Por reflejo, Félix se agachó y avanzó al mismo tiempo que impulsaba su espada hacia lo alto. Las tibias entrañas de la bestia se derramaron sobre sus manos, y ésta retrocedió con paso tambaleante mientras intentaba sujetarse los intestinos con una mano y gimoteaba como un cerdo degollado. El otro hombre bestia se había recobrado de la sorpresa de ser atacado, y saltó a la refriega.

Cargó, entonces, con la cabeza gacha y dirigió la lanza a un punto situado a unos quince centímetros detrás de la espalda de Félix, pero resbaló con las entrañas de su compañero y cayó a los pies del poeta. El joven dirigió al cielo una plegaria de agradecimiento a Sigmar y lo decapitó de un solo tajo; luego se volvió barriendo el aire con la espada, y acabó con la agonía del otro.

Gotrek ya había puesto fin a la vida de sus dos enemigos menores y se encontraba trabado en duelo con el hombre bestia que lideraba el grupo. El rastreador mutante había desaparecido de la vista, y el poeta dedujo que habría huido. Al contemplar la escena de la carnicería, reconstruyó lo que debía haber pasado. La sorpresiva carga del Matatrolls había consistido en dos tremendos tajos certeros: el primero había partido un cráneo, y el segundo había hendido un costillar. Pero la bestia sin ojos estaba hecha de un material más recio.

El hacha y la porra se movían de un lado a otro con una velocidad que las hacía borrosas, y volaban chispas al golpear el metal estelar contra las púas de acero del extremo de la porra. La bestia era más grande, pero también más lenta, y el impacto del hacha del Matatrolls la hacía retroceder con cada golpe. Félix se preguntó si debía ayudar a Gotrek, pero decidió que no. Gotrek no se lo agradecería, y la posibilidad de recibir accidentalmente un tajo de aquella hacha resultaba demasiado atemorizadora.

La bestia lanzó un tremendo golpe desesperado a la cabeza del Matatrolls, pero Gotrek retrocedió de un salto y atrapó la cabeza de la porra con la curva de la hoja de su hacha, para luego, con un tirón velocísimo, arrancar el arma de las manos del hombre bestia y dejarlo indefenso.

En el rostro del enano había una expresión de fría furia que Félix jamás le había visto antes. En ella no quedaba ni rastro de misericordia; sólo cólera e inflexible determinación. Gotrek le asestó un tajo en una pierna que lo derribó, mientras la sangre manaba por la herida que le había cercenado los tendones. La criatura profirió un agudo chillido de dolor y rodó sobre sí misma. Mientras lo hacía, el hacha ancestral descendió como la de un verdugo y la cabeza del hombre bestia sin ojos se separó del cuello, al mismo tiempo que el monstruo se estremecía y se desplomaba sin vida.

El Matatrolls escupió sobre el cadáver, y luego sacudió la cabeza como si sintiera asco.

—Demasiado fácil —sentenció—. Espero que la guerrera de Caos sea más dura.

Secretamente, el poeta abrigaba la esperanza de que nunca llegara el momento de descubrirlo.

* * * * *

Félix marchaba con paso alegre. No se encontraba cansado a pesar de la falta de sueño de la noche anterior, y el terreno difícil que atravesaban no lo acobardaba. Respiraba profundamente y disfrutaba, incluso, del aire estancado y de los aromas del húmedo bosque. Al menos, aún era capaz de respirar.

¡Todavía estaba vivo! El sol se filtraba a través de las hojas de los árboles y atrapaba diminutas motas de polvo, a las que hacía danzar como luces encantadas. Tenía ganas de tender una mano y recoger un puñado de ellas, como si fuesen un polvillo mágico. Por un momento, el bosque se vio transformado y atravesaron un soto encantado donde crecían setas de unos treinta centímetros de alto a la sombra de los enormes árboles. En ese instante, no tenían aspecto siniestro, sino que eran una promesa de la continuidad de la vida.

Todavía estaba vivo. Repetía esa frase para sí como un mantra. Había atravesado el terror y salido por el otro lado, y sus enemigos, los monstruos que habían querido matarlo, estaban muertos. Y él aún se encontraba ahí para sentir el sol, llenarse los pulmones de aire y mirar a Gotrek y Kat, que avanzaban colina abajo con precaución, poniendo los pies sobre las piedras que sobresalían del fango de la senda empinada y resbaladiza.

Sus sentidos se habían agudizado y se sentía más vivo y lleno de energía que nunca. Era simplemente un deleite estar allí.

Las telarañas destellaban con las gotas del rocío de primeras horas de la mañana, los pájaros cantaban y, por todas partes, la agitación de la vida colmaba el bosque. Los animales pequeños se movían a través de la maleza, y Félix se detuvo para dejar que una serpiente atravesara el sendero sin hacer intento alguno de matarla. Esa mañana tenía una noción clara de lo preciosa y frágil que era la vida.

La lucha con los hombres bestia le había hecho entender con qué precariedad se aferraba a la vida, qué fácil era cortar la cuerda que lo mantenía sujeto a la existencia. Podía haber sido él quien yaciera en una tumba fría sin marcas o, más probablemente, llenara el estómago de un hombre bestia. La diferencia la habían marcado un poco de suerte, un algo de destreza y el correcto uso de la espada, ya que todo habría podido salir de modo muy diferente. De haber cometido un solo error, tal vez ya no se encontraría allí para disfrutar de aquella gloriosa mañana. Podría estar deambulando por el gris reino neblinoso de Morr, o sumido en la inconsciencia, que, según algunos eruditos, era lo único que había tras la muerte.

Sabía que ese pensamiento debería haberle causado temor, pero no lo hizo. En ese preciso momento y lugar, era demasiado feliz. Repasaba mentalmente cada golpe de la lucha y recordaba los movimientos casi con amor. Se sentía exultante; se había medido con enemigos poderosos y había logrado vencer, así que ese día el bosque no podía asustarlo.

Comprendía que aquella sensación era artificial, pues había sentido algo parecido en muchas ocasiones después de la lucha, y sabía que se desvanecería para ser reemplazada por el horror y la culpabilidad ante lo que había hecho; pero de momento podía evitarlo. Se veía obligado a reconocer que, de un modo extraño, había disfrutado con la batalla. La violencia le había resultado atractiva a una parte oscura de su personalidad, una parte que, por lo general, mantenía oculta, incluso ante sí mismo. Por un momento, pensó que casi podía entender a los seguidores del dios de la Sangre, Khorne, que eran adictos al derramamiento de sangre, el combate y la emoción. Era imposible que existiera emoción más grande que la de jugarse la vida. No había apuesta más alta, excepto, quizá, la de jugarse el alma.

Aquella idea lo hizo reflexionar, pues se dio cuenta de que sus pensamientos habían estado conduciéndolo por el camino del pecado. Tal vez todos aquellos que se habían vendido a los Poderes Malignos habían comenzado de esa misma forma, complaciéndose en su propia faceta oscura. Ya había visto adónde conducía esa senda, así que dejó que su mente cambiara de rumbo.

Más adelante, Gotrek se detuvo para inspeccionar unas huellas que había en el fango. Félix especuló que, tal vez, su compañero era demasiado adicto a la batalla y quizá, por eso, tenía aquella peculiar vocación: posiblemente lo hiciese tanto para su propia gratificación como por la expiación de los pecados que había cometido. ¿Por qué otro motivo podía alguien seguir un camino tan extraño y que conducía por senderos tan oscuros? Quizá los motivos del Matatrolls eran menos nobles y trágicos de lo que él pretendía.

El poeta suspiró al pensar que jamás lo sabría. El enano era un extraño para él, producto de una sociedad diferente, con un código ético distinto al suyo, quizás incluso con imágenes diferentes del mundo vistas a través de sentidos distintos. Dudaba de que lograse comprender alguna vez a Gotrek, ya que, en cada ocasión que sentía que estaba cerca de conseguirlo, la comprensión se le escapaba. El enano era diferente, fuerte en sentidos que Félix nunca podría agudizar, valiente más allá de la cordura y, aparentemente, inconsciente del dolor y la fatiga.

¿Acaso, por eso, lo seguía Félix? ¿Porque lo admiraba y deseaba ser como él? ¿Para tener su certidumbre y su fuerza? Desde luego, su vida habría sido muy diferente si aquella noche de borrachera en Altdorf no hubiese hecho el juramento de seguir al enano. Tal vez habría sido más feliz, aunque, por otro lado, no habría visto ni la mitad de las cosas que había visto, para bien o para mal. En algunas ocasiones, el Matatrolls parecía su propio demonio personal, enviado para trastornar su vida y conducirlo hacia las tinieblas.

Descendía con cautela por la pendiente y miraba dónde ponía los pies; sentía las duras rocas a través de las finas suelas de cuero de las botas. Al llegar al pie de la colina, vio qué estaban mirando Gotrek y Kat. El sendero se bifurcaba en dos ramales y en el de la derecha había un mojón leguario; no era la habitual losa de piedra colocada para marcar los caminos del Imperio, sino un simple trozo de un tronco de árbol. Félix leyó lo que había escrito en él.

—Así que dentro de un par de horas estaremos en Flensburgo —comentó.

—Si aún está de pie, humano —respondió Gotrek, y escupió.

* * * * *

—¡Ojalá fuese tan valiente como tú, Félix! —dijo Kat.

El poeta observó el despejado claro. Allí el bosque era menos espeso y se veían signos de deforestación, pues el suelo estaba sembrado de tocones de árboles a cuyo alrededor crecía una enmarañada vegetación. Aquí y allá había arbolillos jóvenes, y en el aire flotaba un ligero aroma a madera recién cortada. A lo lejos creyó oír el rugido de un río, y en lo alto, a través de las aberturas entre los árboles, se veía el cielo brillante, limpio y azul. No obstante, todos podían ver en la lejanía, por el este, estaban formándose grandes nubes de tormenta. Los nubarrones se apilaban unos sobre otros como enormes montañas insustanciales que avanzaban cada vez más hacia ellos. Se trataba de otro mal presagio.

Bajó los ojos hacia la niña y vio que su rostro manchado de hollín tenía una expresión seria.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que me gustaría ser tan valiente como tú.

Al oír aquello, él se echó a reír. Algo de su franqueza y evidente deseo de gustar lo conmovió.

—Yo no soy valiente.

—Sí que lo eres. Fuiste valiente al luchar contra aquellas bestias… Fue algo como lo que haría el héroe de un cuento.

Intentó imaginarse a sí mismo como el héroe de una de las sagas a las que había sido aficionado en su infancia, como un Sigmar o un Oswald. Por algún motivo, no acabó de lograrlo, pues se conocía demasiado bien. Aquellos hombres habían sido como dioses, sin tacha. De hecho, Sigmar se había convertido en dios, el dios patrón del Imperio que había fundado. La gente como él jamás conocía el miedo, la duda ni la venalidad.

—Estaba asustado; sólo intentaba conservar la vida. No soy valiente… Gotrek sí que lo es. —Pero ella sacudió la cabeza con determinación.

—Sí que lo es, pero también tú lo eres. Tenías miedo y, a pesar de eso, luchaste. Creo que es tu manera de ser valiente.

La niña hablaba con absoluta seriedad, y a Félix le resultó divertido y no poco halagador.

—Nunca nadie me había acusado de eso antes.

Kat se volvió e hizo un puchero, pues pensaba que el poeta estaba riéndose de ella.

—Bueno, pues yo de todas maneras pienso que eres valiente, y no me importa lo que digan los demás.

Félix se irguió y se arropó más con la capa. Era extraño… Se había habituado a considerar a Gotrek como el héroe de un relato épico sobre cuya muerte se suponía que él debía escribir. Hasta el momento, jamás se había imaginado a sí mismo como parte de esa narración. Siempre se había visto más como un observador invisible, un cronista de las hazañas del enano, al que no se mencionaba en el texto. Tal vez la niña tenía razón; tal vez también debería dedicar algo de espacio a sus propias aventuras.

La saga de Gotrek y Félix. No… Mis Viajes con Gotrek, por herr Félix Jaeger. Podía imaginarse el libro encuadernado en cuero, impreso en inmaculados tipos góticos en una de las imprentas de su padre. Por supuesto, la obra estaría escrita en Reikspiel, pues sería un volumen popular. La lengua clásica era demasiado remilgada, el idioma de los eruditos, abogados y sacerdotes. Tal vez sería leído en todo el mundo conocido, y él se haría tan famoso como Detlef Sierk o el mismísimo Tarradasch.

Incluiría todas sus diversas aventuras, como la destrucción del aquelarre durante la Noche de Difuntos y sus escaramuzas con los jinetes de lobo en las tierras de los Reinos Fronterizos. Todos los acontecimientos que condujerron a la destrucción del fuerte von Diehl. También narraría sus aventuras en la oscuridad de debajo del mundo, sus batallas con el hombre astado y su viaje por los pozos de plaga situados debajo de Altdorf.

Intentó imaginarse cómo se presentaría a sí mismo en la historia… Por supuesto, sería valiente, leal y modesto; pero la realidad comenzó a interferir su ensueño de modo casi inmediato. ¿Valiente? Tal vez. Había hecho frente a algunas situaciones aterrorizadoras, sin deshonor. ¿Leal? Si permanecía con el Matatrolls hasta el final, ciertamente lo sería. ¿Modesto? Improbable ya que ¿hasta qué punto era modesto eso de introducirse uno mismo en el relato épico de las aventuras de otra persona? Tal vez no era una idea tan buena, a fin de cuentas. Tendría que esperar a ver qué pasaba.

—Si tú no eres el héroe y lo es Gotrek, ¿por qué viajas con él?

—¿Por qué haces unas preguntas tan difíciles de responder, pequeña? —inquirió Félix con la esperanza de que el Matatrolls no pudiese oírlo, ya que se había adelantado avanzando por el calvero, sumido en sus propios severos pensamientos.

«Es una pregunta difícil», pensó Félix. ¿Por qué seguía al Matatrolls? La respuesta más sencilla era que había hecho un juramento. Se había comprometido aquella noche de borrachera después de que el Matatrolls lo sacara de debajo de los cascos de la caballería del Emperador, y estaba obligado por su honor a cumplir dicho juramento, ya que le debía la vida al enano.

Al principio había pensado que era ése el motivo por el que permanecía junto a Gotrek, pero entonces tenía otra teoría. El enano le había ofrecido la excusa perfecta para correr aventuras, ver lugares remotos y cosas oscuras que le interesaban y lo emocionaban. Podría haberse quedado en casa para convertirse en un aburrido comerciante como su hermano mayor, Otro, pero nunca había querido eso y se rebelaba contra la idea. La empresa del Matatrolls le proporcionó un motivo para abandonar Altdorf, y que él había usado para racionalizar su deseo de marcharse. Desde entonces, había llevado una vida extraordinaria, que no se diferenciaba mucho de la existencia del héroe de una saga. Ya no sabía qué iba a hacer si dejaba de viajar con Gotrek, pues no podía imaginarse el regreso a su anterior estilo de vida.

—Que me condenen si lo sé —respondió finalmente.

* * * * *

La flecha se clavó en el tronco del árbol que estaba junto a Gotrek, y allí se quedó vibrando. El Matatrolls miró el entorno con ojos feroces, olfateó el aire y sondeó las altas pasturas. ¿Acaso las bestias habían vuelto para darles alcance? ¿Por qué no se habían limitado a matarlos?

Félix miró las plumas negras de la cola de la flecha, y pensó que el venablo no podía pertenecer a un hombre bestia, ya que no parecía el tipo de armas que emplearía uno de ellos, y Kat no había mencionado que hubiese visto alguno armado con arco. Se le puso la carne de gallina ante la amenaza de peligro, y aguzó los sentidos por si podía oír algo; pero lo único que percibió fue el viento en las ramas de los árboles, el canto de los pájaros y el ruido del río lejano.

—Ése ha sido un disparo de advertencia —les gritó una voz áspera e inculta—. No os acerquéis más.

«A sotavento —pensó Félix—; el arquero está a sotavento. Muy profesional». El mismo pensamiento, sin duda, acababa de ocurrírsele a Gotrek cuando lanzó una mirada feroz hacia el punto del que procedían las palabras.

—También yo te daré un disparo de advertencia, ya lo creo que sí. Sal y enfréntate con mi hacha —dijo—. ¿Sois guerreros o cobardes?

—No habla como un hombre bestia —comentó otra voz situada más a la izquierda. Se trataba de una voz cordial, que contenía un rastro de alegría que no podía controlar, por seria que fuese la situación.

—¿Quién puede saberlo…? Éstos son tiempos extraños. Ciertamente, no se parece a un hombre. —Eso fue dicho por una mujer situada en algún punto detrás de ellos, y Félix se volvió para mirar, pero no logró ver nada. La zona que mediaba entre sus omóplatos se contrajo; esperaba que allí se le clavara una flecha en cualquier momento.

—¿Estás insinuando que yo podría pertenecer a tu débil raza? —inquirió Gotrek con voz cargada de cólera—. Te haré tragar esas palabras, humano. ¡Soy un maldito enano!

—Tal vez deberías dominarte hasta que podamos verlos —susurró Félix. Luego gritó—: Perdonad a mi amigo. Es un gran enemigo de los Poderes Malignos y se ofende con facilidad. No somos ni hombres bestia ni mutantes, como podéis ver con facilidad, sino guerreros a sueldo camino de Nuln para buscar trabajo. No tenemos intención de causaros ningún mal, quienesquiera que seáis.

—Sin duda, habla muy bien —declaró la primera voz—. No disparéis, muchachos… hasta que yo lo diga.

—Podría ser un hechicero… Dicen que son hombres educados —sugirió la voz de la mujer—. Tal vez la niña es familiar suya.

—¡Naaah! Ésa es Kat, de la posada de Kleinsdorf. Me ha servido muchas veces, y reconocería ese pelo en cualquier parte. —La voz jovial pareció reflexiva durante un momento—. Tal vez la han secuestrado. He oído decir que en Nuln hay un buen mercado de vírgenes para fines sacrificiales.

Félix pensó que las cosas, con toda facilidad, podían ponerse feas. Aquella gente parecía asustada y se comportaba de manera suspicaz, y no haría falta mucho para convencerlos de que lo llenaran de flechas e interrogaran a la niña después. Se estrujó el cerebro en busca de una salida mientras abrigaba la esperanza de que Gotrek pudiese dominar su natural inclinación a lanzarse de cabeza hacia los problemas, o ambos estarían acabados.

—¿Eres tú, herr Messner? —preguntó Kat, de pronto.

«Que Sigmar bendiga a la niña —pensó Félix—. Que sigan hablando; cada palabra que se diga aumentará el contacto y hará que les resulte más difícil pensar en nosotros como enemigos anónimos».

—No los matéis. Me han protegido de las bestias. No son brujos ni adoradores del Caos. —Miró a Félix con ojos brillantes—. Es herr Messner, uno de los guardabosques del anciano duque. Solía cantarme canciones y contarme chistes cuando iba a la posada. Es un hombre bueno.

«Probablemente ese hombre bueno está a punto de clavarme una flecha entre los ojos», pensó Félix.

—Kat dice la verdad. Matamos a unos hombres bestia, y puede ser que tengamos que matar a muchos más. Destruyeron Kleinsdorf… Podrían estar de camino ahora mismo. Los lidera una guerrera de Khorne.

Un hombre corpulento y barrigón salió de los árboles situados a la derecha de Félix. Iba ataviado con pieles y una abigarrada capa de colores verde y marrón. Félix se sorprendió, porque podría haber mirado al hombre varias veces sin darse cuenta de que estaba allí. En una de sus grandes manos llevaba un arco, pero no apuntaba ni a Gotrek ni a Félix, y sus movimientos eran extraordinariamente sigilosos para alguien de su corpulencia.

Se detuvo a diez pasos del borde del camino y los contempló como si estuviese midiéndolos. Tenía el rostro maltratado y los grises cabellos ralos; la nariz parecía rota y aplastada, y las orejas, infladas a causa de repetidos golpes como las de un boxeador veterano. Sus ojos eran grises y fríos como el acero.

—¡Naaaah!… No tenéis pinta de engendros del infierno, eso seguro. Pero si no lo sois habéis escogido un buen momento para anclar vagando por el bosque… cuando todas las almas corruptas desde aquí hasta Kislev se han puesto en movimiento.

—Y, entonces, ¿por qué estáis vosotros aquí? —preguntó Gotrek con una expresión siniestra. Era obvio que apenas podía controlar la ira.

—No es que tenga que responder a esa pregunta, quede claro, pero es mi trabajo. Yo y los muchachos vigilamos estos bosques por orden del anciano duque, y te aseguro que no me gusta lo que he estado viendo hasta ahora.

Se frotó la nariz con los nudillos de una mano y se quedó mirándolos. Félix intentó calibrar al hombre, que parecía un campesino, pero la agudeza de los ojos y el humor que se adivinaba en la forma que tenía de arrastrar perezosamente las palabras sugerían que se encontraban delante de un hombre inteligente astutamente camuflado. Parecía que le era difícil enfadarse, pero el poeta supuso que, una vez despertada su cólera, sería un enemigo formidable. Resultaba atemorizador dentro de su estilo calmo, y la despreocupación con que se erguía ante el Matatrolls daba a entender que era alguien que estaba seguro de la autoridad que ejercía. Félix había visto hombres como él con anterioridad, criados fiables que contaban con la confianza de sus señores y, a menudo, dispensaban una justicia instantánea dentro de sus dominios.

—No somos vuestros enemigos —le aseguró el poeta—. Sólo viajamos por el Camino del Emperador, y no queremos problemas.

El hombre se echó a reír, como si Félix hubiese dicho algo gracioso.

—En ese caso, estás en el lugar equivocado, muchacho. Algo ha alborotado a los hombres bestia de una manera que no había visto en veinte años. Han dejado un rastro de destrucción desde los bosques hasta la montaña, y por lo que decís vosotros también han acabado con Kleinsdorf. Lástima…, siempre me había gustado ese pueblo. ¿Qué hay de Klein y sus soldados? Es seguro que tienen que haber hecho algo.

—Han muerto —respondió Gotrek, y profirió una cáustica carcajada.

El guardabosque lo miró con una expresión de enfado en los ojos.

—¡Naaaah!… Está el castillo. Ha estado allí durante casi seiscientos años. Los hombres bestia nunca atacan las fortificaciones. No tienen la capacidad estratégica necesaria para hacerlo. Es lo que nos ha mantenido vivos en estas tierras condenadas.

—Es verdad; lo que dice Gotrek es verdad —intervino Kat, que hablaba como si estuviese a punto de llorar.

—Yo que tú, me andaría con ojo con la aldea siguiente —le advirtió Gotrek. Y luego añadió con tono sardónico—: Eso seguro.

Messner se volvió entonces hacia el bosque.

—Rolf… Vete al oeste a ver qué puedes ver —dijo—. Freda… Reúne al resto de los muchachos y nos encontraremos en Flensburgo. Llevaré a nuestros amigos allí. Al parecer las cosas están a punto de ponerse feas.

Los otros no respondieron, y Félix ni siquiera oyó rumor entre los arbustos, pero comprendió que los observadores se habían marchado. Había estado muy cerca de la muerte y, en ningún momento, llegó a ver a sus posibles verdugos. Sintió que volvía a invadirlo el desagrado que le inspiraban los bosques; prefería los sitios donde un hombre podía ver aproximarse el peligro. Messner les hizo un gesto para indicarles que lo siguieran.

—Vamos. Por el camino podréis contarme lo que sabéis. Para cuando lleguemos a Flensburgo, quiero saber lo que sucedió con exactitud.

* * * * *

Un anciano se encontraba sentado con las piernas cruzadas sobre una esterilla de juncos, cerca de la puerta de una cabaña de troncos, fumando en una larga pipa curva. Él y un niño jugaban a damas con guijarros sobre un tablero dibujado en la tierra. Alzó los ojos del juego y contempló a Félix con la muy agudizada suspicacia del habitante de los bosques hacia los desconocidos, antes de expulsar varias columnas de anillos de humo al aire. Messner lo saludó con un gesto, y el anciano le respondió con un elaborado movimiento de la mano izquierda. «¿Estará ahuyentando el mal de ojo —se preguntó Félix—, o comunicándole algo al otro mediante lenguaje gestual?»

Observó la pequeña ciudad con interés y prestó una atención especial a los fornidos hombres que llevaban grandes hachas a dos manos. Tenían el rostro cubierto de tatuajes multicolores, y sus ojos eran estrechos y de mirada vigilante. Pisaban fuerte por las enfangadas calles con sus altas botas ribeteadas en piel; tenían la arrogante seguridad de un templario de Middenheim. A veces se detenían a intercambiar chismorreos con los gordos comerciantes que se cubrían la cabeza con sombreros de piel, o para lanzarle impúdicas miradas de soslayo a una bonita muchacha que acarreaba cubos del río para llenar los barriles de agua potable.

Un hombre de abultada barriga llamó a Messner para que inspeccionara las pieles que tenía extendidas sobre esteras de mimbre ante sí, y que obviamente eran la selección del botín de un cazador. Messner sacudió la cabeza con gesto cordial y continuó avanzando. Sólo se detuvo para dejar que pasaran unos risueños niños descalzos, que perseguían un cerdo.

Pasaron frente a un local de ahumados, ante el cual pendían grandes jamones y mitades de jabalí, y a Félix se le hizo la boca agua al percibir el olor de la carne. Había pollos colgados de los aleros por el cuello, y esa escena le trajo al poeta el desagradable recuerdo de los hombres colgados de la horca del exterior de Kleinsdorf, así que apartó la vista.

Messner avanzó hasta la casa de un escriba y, tras una breve consulta, cogió pincel y tinta, y escribió algo en un trozo pequeño de papel. Luego salieron y se encaminaron hacia una jaula situada en el exterior de otra cabaña de madera, en cuyo interior había cinco gordas palomas grises; el guardabosque sacó uno de los pájaros, le sujetó el papel al anillo de una pata, lo soltó y contempló con cierta satisfacción cómo el ave se encumbraba hacia el cielo.

—Bueno, he cumplido con mi deber, y el anciano duque recibirá aviso —dijo—. Tal vez Flensburgo todavía pueda salvarse.

Félix pensó que quizá sí; ciertamente era bastante defendible y debía contar con unas setecientas personas. Flensburgo se hallaba situada cerca de un meandro del río y parecía un enorme campamento de explotación forestal más que un pueblo o ciudad. Estaba amurallada por dos lados con un foso y una empalizada de troncos, y la curva del río protegía los otros dos flancos. Desde unos terraplenes, empujaban al agua balsas con grandes pilas de troncos, que la corriente arrastraba hasta vaya a saberse qué mercado… «Probablemente el de Nuln», pensó Félix.

Al aproximarse, habían visto docenas de cuadradas cabañas de troncos dentro de las gruesas murallas de madera de la población, cada una construida como un fuerte en miniatura, con robustas paredes de troncos y planos tejados de turba. En aquel lugar, dominaba la funcionalidad, y supuso que algunos de los edificios serían almacenes y factorías. Uno de ellos tenía una tosca forma de martillo hecha con dos maderos y colocada en el tejado: un templo dedicado a Sigmar.

Una vez que traspasaron la puerta, bien fortificada, comprobó que la gente de Flensburgo era como en su ciudad: severa, austera, funcional. La mayoría de los hombres iban ataviados con pieles, tenían rostros duros y hoscos, y ojos de mirada igualmente dura. Contemplaban a los dos desconocidos con desconfianza, y su estado vigilante parecía innato. Casi todos llevaban hachas de leñador, y algunos, los que iban vestidos con funcionales ropas de guardabosques, usaban arcos. Las mujeres vestían prendas más alegres: faldas de muchas capas, justillos acolchados, y llevaban el cabello envuelto en pañuelos rojos y con lunares. Las matronas marchaban por las calles fangosas con cestas llenas de productos agrícolas, seguidas por procesiones de niños, como las patas que conducen a sus polluelos en fila.

La gente de esa zona cercana a la linde meridional de las tierras forestales era de estatura más baja que los habitantes de las ciudades del Imperio. Su cabello era predominantemente de color arena, y su complexión, más morena y bronceada. Félix sabía que se les conocía por ser gente pesimista, temerosa de lo divino, supersticiosa, pobre y carente de educación. Al mirar a aquellas personas podía creer todo eso, pero se dio cuenta de que los prejuicios de las ciudades contaban sólo la mitad de la historia.

No estaba preparado para encontrar una actitud orgullosa e intrépida, sino que había esperado hallar a los siervos oprimidos de un señorío; en cambio, aquellas personas lo miraban sin temor a los ojos y caminaban erguidas entre las atemorizadoras sombras del gran bosque. En un principio, había pensado que Messner era un hombre excepcional, pero en ese momento veía que era un ejemplo típico de su pueblo. El poeta había esperado hallar siervos y encontró hombres libres, y eso por alguna razón, lo complació.

Gotrek miró las murallas y las casas de troncos, y se volvió hacia Messner.

—Será mejor que llames a tu gente y le digas qué deben esperar. No será bueno.

* * * * *

Félix miraba fijamente desde la torre de observación hacia el bosque que se extendía más allá del área despejada que rodeaba el pueblo. Pese a no encontrarse ya bajo la sombra de los árboles, éstos le parecían igualmente amenazadores: seres gigantescos, extraños, vivos, cuya sombra daba cobijo a algo hostil. Observó cómo los últimos rezagados del día traspasaban las puertas. Junto a él, Messner mantenía la vigilancia con sus fríos ojos grises.

—La cosa tiene mala pinta; eso seguro —comentó el guardabosque.

—Yo pensaba que a menudo teníais que enfrentaros a las bestias al vivir en el bosque.

—Luchamos con ellos con bastante frecuencia, y con los proscritos y otras cosas de vez en cuando; pero siempre han sido escaramuzas, y nada más. Nos secuestran un niño, y matamos a unos cuantos. Nos roban los cerdos, y los perseguimos. A veces tenemos que pedirle soldados al anciano duque para montar una expedición cuando las correrías se hacen demasiado feroces, pero nunca antes había visto nada parecido a lo de ahora. Algo los ha alborotado mucho sin duda.

—¿No podría ser esa mujer, la guerrera del Caos?

—Parece más que probable. Uno oye hablar de ellos en las historias antiguas, los Oscuros, los paladines del Caos, pero nunca espera encontrárselos.

—Ha habido momentos en los que he pensado que esas historias antiguas encierran muchas verdades —comentó Félix—. He visto algunas cosas extrañas en mis viajes, y ahora ya no dudo con tanta facilidad.

—Es la pura verdad, herr Jaeger, y me alegro de oír que un hombre educado como tú admite algo así. También yo he visto algunas cosas extrañas en los bosques, y hay más de un cuento de mi padre del que no dudo. Dicen que en alguna parte de esos bosques está situado un Altar Negro, una cosa dedicada a los Oscuros, donde son sacrificados seres humanos. Dicen que los hombres bestia y… otras cosas… rinden culto allí.

Guardaron un inquieto silencio, y Félix sintió que el pesimismo se posaba sobre él. Toda aquella charla sobre los Oscuros lo había trastornado y dejado inquieto. Volvió a dirigir la vista hacia el claro.

Las mujeres y los niños habían dejado de trabajar en los campos y regresaban hacia la seguridad de las murallas; llevaban las cestas llenas de patatas y nabos en dirección a los almacenes. El pueblo estaba preparándose para el asedio. Otras mujeres que habían estado recogiendo nueces y hierbas en el bosque habían regresado horas antes, cuando sonó la gran trompa de alarma.

Los guardabosques y los leñadores estaban dentro comprobando que los barriles de agua estuviesen llenos, haciendo estacas y poniéndoles puntas metálicas a las lanzas. Se podía oír el constante silbido y el golpe sordo de las flechas que hacían impacto en los blancos, lo que indicaba que los arqueros seguían practicando.

Se preguntó si era más sensato que él se quedara o que se escabullera dentro del bosque. Tal vez podría coger una balsa y dejarse ir río abajo. No sabía qué era peor, si el pensamiento de estar a solas en el bosque o el de encontrarse atrapado allí cuando los rodearan las fuerzas del Caos. Intentó descartar esos pensamientos como indignos y recordar las palabras de Gotrek acerca del dominio del miedo, pero el terror de quedar atrapado en el laberinto de árboles lo importunaba de modo constante desde el fondo de la mente.

Al mirar hacia el exterior, vio que un grupo de guardabosques atravesaba a toda prisa los campos, y que traían a alguien herido. Uno de ellos no dejaba de mirar hacia atrás por encima del hombro, como si esperase que los persiguieran, y dos de las mujeres rezagadas se acercaron para ayudarlos.

—Allí están Mikal y Dani —comentó Messner—. Al parecer, han tenido problemas. Será mejor que vaya a averiguar qué ha sucedido. Quédate aquí y mantén los ojos abiertos; si pasa algo, haz sonar la trompa.

Puso el gran instrumento en la mano de Félix y, antes de que éste pudiese objetar, Messner se había descolgado a través de la trampilla del suelo y estaba a medio camino de la escalerilla. El poeta se encogió de hombros y acarició el suave metal de la trompa con los dedos; el contacto fresco y el peso le resultaban tranquilizadores, aunque tuviese dudas sobre su capacidad para hacerla sonar. Bajó los ojos para mirar la parte superior de la cabeza del guardabosque, y por primera vez reparó en una zona calva que tenía en la coronilla. Luego, devolvió su atención a los campos.

Los hombres avanzaban con paso tambaleante a consecuencia de tener que sujetar a su compañero. Las puertas del poblado crujieron al abrirse, los habitantes salieron a ayudarlos, con Messner a la cabeza, y Félix vio cómo obedecían de inmediato las órdenes del hombre del duque. El hecho de que Messner era uno de los líderes de la comunidad había quedado claro durante la gran reunión pública celebrada en la plaza aquella tarde. Fornidos leñadores y ancianos, robustas amas de casa y delgadas mozuelas habían escuchado con igual atención la jovial voz que describía el peligro que se avecinaba.

Nadie había discutido con él, ni dudado de sus palabras, y dado que Messner respondía de ellos, nadie había puesto en tela de juicio la historia contada por Gotrek y Félix. También habían escuchado con actitud respetuosa a Kat, a pesar de que era una niña. Incluso en ese momento podía recordar todo lo que habían dicho y hecho cuando ellos acabaron de hablar; el silencio, las severas expresiones fatalistas de los rostros, el cálido sol de la tarde en su propia nuca. Recordaba cómo las mujeres que tenían bebés habían dado media vuelta con el fin de llevar a sus hijos a la cabaña central, el templo de Sigmar, y cómo la multitud se había apartado sin decir una sola palabra para dejar que pasaran.

De modo igualmente silencioso, los hombres se habían dividido en escuadrones de arqueros y hacheros, y a Félix le resultó evidente que estaba siendo testigo de una rutina muy practicada, que se había establecido precisamente para un caso como ése. Messner había dado las órdenes con su habitual voz serena; no se había proferido un solo grito, ni había necesidad de hacerlo, pues esas gentes tenían la disciplina de aquellos para quienes la disciplina representaba el único medio de supervivencia en una tierra dura.

En cierto modo, les había envidiado su sentido comunitario; confiaban de modo implícito los unos en los otros y, hasta donde podía ver, nadie dudaba de la capacidad ni la lealtad de los otros. Comprendió que debía ser la otra cara de la moneda de la vida en una comunidad aislada: todos los que estaban allí conocían a los demás de toda la vida, y sus lazos de confianza tenían que ser resistentes y fuertes.

Durante un rato, Félix había tenido la sensación de ser el único que se encontraba fuera de lugar en aquel pueblo; pero luego reparó en Kat. También ella se mantenía algo apartada de la multitud, diferenciada de los niños que allí había tanto por su extraño cabello como por su ropa mugrienta. Entonces, había experimentado un fuerte sentimiento de compasión por la niña, y se preguntó qué sería de ella. Por lo que Messner y Kat habían comentado por el camino, dedujo que era huérfana y, dado que la madre de Félix había fallecido cuando él era aún niño, eso reforzó el sentimiento de empatía que la chiquilla le inspiraba.

«¿Acaso Kat es importante para la guerrera de la Oscuridad?», se preguntó Félix. Los hombres bestia con los que había luchado, ¿eran simples exploradores o habían ido a buscar a Kat? No por primera vez en su vida, se encontró pensando que ojalá supiese más cosas acerca de las costumbres de los Oscuros, pero, puesto que sabía que ésa era una idea pecaminosa, la apartó a un lado mientras oía los lamentos del herido mientras lo entraban a través de las puertas.

Kat avanzó apresuradamente hacia la base de la torre de vigilancia porque sentía la necesidad de estar a solas. Se había cansado de permanecer sentada junto a la gran hoguera central, y ni siquiera la presencia de Gotrek la tranquilizaba. Se sentía muy sola en medio de todos aquellos adultos atareados; en realidad, no había nadie con quien pudiera hablar, y por primera vez se dio cuenta de que ya no conocía a nadie en ese mundo y que no tenía sitio en él. Las llamas le recordaban demasiado los incendios de Kleinsdorf. La escalera apenas crujió bajo sus pies desnudos mientras ascendía hacia la trampilla con la agilidad de un mono.

Félix se encontraba sentado y a solas, y miraba hacia la oscuridad. Hacía ya rato que se había puesto el sol como una mancha de sangre en el horizonte; la luna mayor había ascendido por el cielo, y su luz plateada bañaba el entorno. Una brisa suave refrescó las mejillas de Kat e hizo que el bosque susurrara y murmurara de modo amenazador. Félix lo contemplaba como hipnotizado, perdido en sus propios pensamientos, y ella atravesó con rapidez la torre y se sentó a su lado, con las piernas cruzadas.

—Félix, estoy asustada —dijo, y él bajó los ojos para mirarla y le sonrió.

—También yo, pequeña.

—¡Deja de hacer eso!

—¿Hacer qué?

—Llamarme pequeña. Lo mismo que hace Gotrek. Nunca llama a nadie por su nombre, ¿verdad? Me llamo Kat, y deberías llamarme así.

Félix sonrió de nuevo.

—De acuerdo, Kat. ¿Podrías hacer algo por mí? Quizá sea importante para todos nosotros.

—Si puedo, sí.

—Háblame de tus padres.

—No tengo padres.

—Todo el mundo tiene una madre y un padre, Kat.

—Yo, no. Me encontró Heide, la esposa de Karl, dentro de un cesto que estaba donde siempre recogía las bayas.

Félix se echó a reír.

—¿Te encontraron debajo de un arbusto de bayas?

—No tiene gracia, Félix. Dicen que por los alrededores había un monstruo que mataron los del pueblo. Querían matarme a mí también, pero Heide no lo permitió.

Félix luchaba para mantener una expresión impasible, aunque se le pasaron las ganas de reír al ver lo seria que estaba la niña.

—No, es verdad: no tiene gracia.

—Ellos me acogieron y me cuidaron, y ahora están muertos.

—¿Tenían Karl y Heide alguna idea de quiénes eran tus padres? ¿Alguna idea, por remota que fuera?

—¿Por qué me preguntas todo eso, Félix? ¿Es importante de verdad?

—Podría serlo.

Kat evocó aquella noche del pasado en que el viejo Karl se había emborrachado, cuando él y Heide pensaron que ella dormía. Se había escabullido hasta la cocina de la posada para beber un vaso de agua, y había oído por casualidad lo que decían. Cuando se dio cuenta de que hablaban de ella, se quedó inmóvil al otro lado de la puerta. Entonces, el recuerdo de aquella noche volvió como un torrente a su memoria. Había deseado preguntarles más cosas, preguntarles qué querían decir; pero tuvo demasiado miedo, y entonces se daba cuenca de que ya nunca tendría oportunidad de hacerlo.

—Una vez los oí hablar de una muchacha que estaba en el castillo y tenía el pelo como el mío —comenzó con voz queda mientras luchaba por recordarlo todo—. Se llamaba Justine, y era una prima lejana del conde Klein, o algo así; una parienta pobre que había ido a vivir con la familia. Desapareció un año antes de que yo naciera, y nadie supo nunca qué le había sucedido.

—Creo que yo sí lo sé —comentó Félix en voz baja.

Unas pisadas se aproximaron a la base de la torre, la escalerilla se estremeció, y Messner asomó la cabeza a través de la trampilla.

—Ya veo que sigues aquí, herr Jaeger. He venido a relevarte. Baja a comer algo, y tú también, niña. ¿No hay señales de Rolf? Continúa sin aparecer.

—Yo no he visto nada —respondió Félix.

—Me pregunto qué puede haberle sucedido.

* * * * *

—¿Cómo te llamas? —preguntó Justine, y el hombre al que habían capturado sus exploradores, le escupió.

Ella le hizo un gesto de asentimiento a Malor, y el hombre bestia le asestó un puñetazo. Se oyó un crujido cuando se le rompieron las costillas, y el hombre se desplomó. De no haber sido por las bestias que lo sujetaban, habría caído al suelo.

—¿Cómo te llamas?

El nombre abrió la boca, y por su barbilla resbaló sangre que le goteó en el justillo de cuero. Justine tendió una mano y humedeció en ella las puntas de los dedos, que luego se lamió. La sangre era tibia y salada, y la mujer sintió que la fuerza la inundaba.

—Rolf —respondió él al fin.

Entonces Justine supo que respondería a cualquier pregunta que le formulase. Sabía que no habían sido los leñadores quienes mataron al grupo de Tryell, ya que el rastreador que sobrevivió al ataque al campamento le había hablado acerca de los guardianes de la niña.

—Hay un enano y un hombre de pelo rubio que viajan con una niña. Háblame de ellos.

—Vete al infierno que te engendró.

—Eso haré… llegado el momento —replicó Justine—, pero tú estarás allí para recibirme.

El hombre profirió un alarido cuando uno de los hombres bestia le dislocó un hombro, y todo el cuerpo se le tensó de dolor. Los músculos del cuello sobresalían como alambres tirantes. Finalmente, la historia de cómo se había encontrado con el enano, el hombre y la niña en el bosque salió por los labios partidos. Por último, el hombre dejó de hablar y quedó ante ella, agotado por su propia confesión.

—¡Llevadlo al altar! —ordenó Justine.

El hombre intentó luchar mientras lo llevaban hacia el túmulo de piedras dedicado a Kazakital, pero sus esfuerzos por escapar resultaron inútiles. Las bestias eran demasiado fuertes y numerosas, y el desdichado lloró de terror al ver lo que lo aguardaba. Estaba más acobardado ante la visión del gran túmulo de piedras y el altar que descansaba sobre él que cuando lo capturaron las bestias. «Debe saber lo que va a sucederle», pensó Justine. La visión de las cabezas del conde Klein y Hugo parecían aterrorizarlo más que cualquier otra cosa.

—¡No! ¡Eso no! —chilló.

Ella misma se encargó de atarlo y lo transportó con facilidad hasta el altar, mientras el ejército se reunía en espera de lo que iba a ocurrir. Cuando la luna salió de detrás de las nubes, ella les hizo un gesto a los tamborileros para que comenzaran a tocar, y pronto el gran tambor sonó rítmicamente, con tanta lentitud como los latidos del corazón.

Se situó sobre el túmulo de piedras y sintió cómo la fuerza se reunía lentamente. Bajó la mirada hacia el mar de rostros animales vueltos hacia arriba, cuyos ojos aparecían brillantes de expectación, y entonces desenvainó la espada y la blandió por encima de la cabeza.

—¡Sangre para el dios de la Sangre! —gritó—. ¡Cráneos para el Trono de Cráneos!

El grito de respuesta salió de un centenar de gargantas.

—¡Sangre para el dios de la Sangre!

—¡Cráneos para el Trono de Cráneos!

La respuesta fue aún más potente esa vez, y resonó como un trueno en el bosque.

—¡Sangre para el dios de la Sangre!

—¡Cráneos para el Trono de Cráneos!

La espada descendió y separó las costillas del hombre. Ella tendió una mano enfundada en el guantelete de la armadura, la metió dentro de las entrañas del hombre, y se produjo un horrible sonido de ventosa cuando le arrancó el corazón, que luego alzó por encima de la cabeza.

En alguna parte, en un espacio más allá del espacio, en un tiempo más allá del tiempo, algo despertó y acudió para responder a su llamada. Algo flotó hacia el presente y llegó como un espiral desde el más allá. En el espacio que quedaba encima del altar se concentró una roja oscuridad palpitante, que fluyó hacia el corazón que ella sujetaba en alto y que comenzó a latir otra vez; entonces, Justine volvió a meter el corazón dentro del pecho de la víctima.

Durante un momento no sucedió nada, y todo permaneció en silencio, pero luego surgió un tremendo grito de la garganta del cuerpo inerte que había sido Rolf. La carne del pecho del cadáver volvió a unirse y comenzó a humear, y el cadáver se sentó sobre el altar. Sus ojos se abrieron, y Justine reconoció a la inteligencia que miraba desde el interior. El cuerpo estaba transitoriamente poseído por la mente de su demoníaco patrón, Kazakital.

Del cadáver se alzaba humo mientras la carne se desplazaba por debajo de la piel, y un olor entre podrido y quemado invadió las fosas nasales de la mujer. La mente y el poder contenidos dentro de la estructura inmortal estaban moldeándola para que adquiriese una nueva forma, una que guardase algún parecido con la forma inhumanamente hermosa del Príncipe Demoníaco. Justine sabía que el cuerpo quedaría consumido en cuestión de minutos, incapaz de contener el poder que latía en su interior; pero eso carecía de importancia. Sólo necesitaba unos minutos para comunicarse con su señor y solicitar su consejo, así que resumió con rapidez lo que Rolf le había dicho.

—Voy a ir a ese sitio y los mataré a todos.

—Hazlo, amada mía —respondió la bella voz del Príncipe Demoníaco, como el tañido de una campana, desde dentro del cuerpo en proceso de corrupción. Una vez más, ella notó la sensación de seguridad y adoración que experimentaba siempre en su presencia.

—Mataré a la niña y te ofreceré los corazones del enano y el hombre si intentan protegerla.

—Será mejor que los mates con rapidez. Son una pareja feroz, implacable y mortal. El enano lleva un arma que fue forjada en los tiempos antiguos para azote de los dioses. Ambos son asesinos despiadados.

—Puedes contar con que ya están muertos. Yo aparezco revestida de armadura en tu profecía. Ningún guerrero me superará jamás en la batalla si lo que dices es verdad.

—Mira dentro de tu corazón, amada mía. Sabes bien que jamás te he dicho nada más que la verdad… y has de saber también esto: si cumples lo que dices, la inmortalidad y un lugar entre los Elegidos serán tuyos sin ninguna duda.

—Así se hará.

—Entonces, ve con mi bendición. Propaga el caos y el terror, y no dejes a ninguna de tus víctimas entre los vivos.

La presencia se esfumó, y el cuerpo cayó de cabeza al suelo mientras se deshacía en polvo. Justine se volvió hacia sus soldados y les hizo una señal para que se pusieran en marcha.

* * * * *

Félix alzó los ojos hacia el ornado martillo dorado que brillaba a la luz de los primeros rayos de la mañana que entraban a través de la puerta abierta del templo. Las runas grabadas en la cabeza del Martillo le recordaron a las que adornaban la hoja de su propia espada, pero eso no le sorprendió demasiado. Su espada había sido la más preciada posesión de la Orden del Corazón Llameante, un grupo de templarios sigmaritas, y parecía lógico que la espada estuviese grabada con signos sagrados.

Había pocas personas presentes; sólo algunas ancianas que se encontraban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y oraban. Los bebés con sus madres estaban en el exterior, tomando el fresco mientras pudieran, y Félix supuso que el aire podría resultar irrespirable allí dentro y con las puertas cerradas.

El templo era un santuario sencillo y con un altar desnudo, a excepción de la presencia del Martillo, que se usaba para bendecir matrimonios y contratos. Sigmar no era una deidad demasiado popular allí, ya que la mayoría de los leñadores recurrían a Taal, Señor de los Bosques, en busca de protección, pero suponía que el culto a Sigmar contaría con un cierto favor. Pocos eran los que querían ofender voluntariamente a los dioses, y el templo les proporcionaba un nexo con la lejana capital. Constituía el símbolo de que existía un Imperio con leyes y gente que las hacía cumplir, y el culto oficial del Estado era un vínculo que unía entre sí a los dispares pueblos remotos del Imperio.

En las paredes no había ni los frisos ni los tapices tan populares en las zonas ricas, y el altar mismo estaba tallado en un bloque de madera, no de piedra. Sintió la tentación de tocar el Martillo para averiguar si estaba bañado en oro o simplemente pintado. Sin embargo, el labrado del altar no era de calidad ordinaria, y Félix admiró las espirales del canto y una representación de la cabeza del Primer Emperador que no habría quedado fuera de lugar entre los iconos de la catedral de Altdorf. Se preguntó quién sería el autor de aquella talla, y si ésta se quemaría cuando atacasen los hombres bestia.

Félix inclinó la cabeza, hizo la Señal del Martillo y se puso a orar. Rogó que la población fuese librada de todo mal y que se salvaran su vida y la vida de sus amigos. Tocó el Martillo y luego se tocó la frente para que le diese buena suerte. Después se levantó y salió al exterior, donde se desperezó y sintió que sus articulaciones chasqueaban. Había pasado la noche anterior en la cabaña de Fritz Messner y su familia, en la que el suelo había sido sólo ligeramente mejor que un montón de hojas. Tuvo que admitir que había momentos en los que echaba de menos su mullida cama de Altdorf; en ocasiones, el hecho de ser el hijo de un rico comerciante no había estado del todo mal. Entonces, por ejemplo, podría encontrarse durmiendo la mona en sus dependencias, en lugar de esperando un ataque del Caos en una aldea de la que nadie había oído hablar nunca.

—Félix… —Era la niña, pálida y seria—. Herr Messner me dijo que te encontraría aquí.

—Y tenía razón, Kat. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Anoche tuve una pesadilla, Félix. Soñé que algo salía del bosque y se me llevaba. Soñé que estaba perdida en la oscuridad y que había cosas que me perseguían. —Félix podía identificarse con aquello, ya que en muchas ocasiones había tenido sueños similares.

—No pienses en ello, pequeña. Los sueños no son reales y no pueden hacerte daño.

—No creo que eso sea verdad, Félix. Tuve el mismo sueño la noche antes de que las bestias atacaran mi casa.

De pronto, Félix sintió que un frío helado le calaba los huesos, y se imaginó que las fuerzas del Caos se aproximaban para traerles la muerte inevitable.

* * * * *

Justine iba erguida en la silla del lomo de su inmenso caballo de guerra, negro como la medianoche. En lo alto se reunían las nubes de tormenta, unos nubarrones enormes y oscuros, que parecían reflejar el estado de violenta cólera que hervía dentro de ella. Ese sendero, parte del Camino del Emperador, estaba despejado. Había sido construido a lo largo de los años para permitir que los mensajeros imperiales viajaran con rapidez.

Pensó que era una ironía que un camino semejante fuese a acelerar la inevitable destrucción del Imperio por parte del Caos. Los invasores procedentes de las Tierras Desoladas podrían usar esas vías para avanzar con celeridad hacia el oeste, y comparó esta circunstancia con el proceso mediante el cual las enfermedades usaban la circulación sanguínea para propagarse por el cuerpo. «Sí —pensó—, el Imperio está agonizando, y el Caos es la enfermedad que lo matará». Secretos grupos de adoradores propagaban la corrupción por las ciudades; bandas de hombres bestia y mutantes llevaban el terror a los bosques; paladines de los Poderes Malignos atravesaban la frontera desde Kislev y las Tierras Desoladas de más allá. Sabía que ésos no eran sucesos aislados, sino síntomas de una misma plaga, de la que serían víctimas primero el Imperio y luego todos los reinos humanos. No…, no debía pensar en ello como una enfermedad; era una cruzada destinada a flagelar la tierra.

Volvió los ojos hacia el pequeño ejército que la seguía. Primero venían los escuadrones de hombres bestia, enormes, deformes y poderosos; cada uno de los cuales lideraba a sus propios paladines. Detrás de ellos avanzaba, con gran estrépito, el bulto negro que era su arma secreta, el Atronador, el demoníaco cañón largo que había destruido las puertas del castillo Klein y le permitiría tomar otras ciudades fortificadas. Lo arrastraban grupos de esclavos capturados en sus correrías, conducidos por los artificieros de negra armadura que lo harían funcionar. Cerrando la retaguardia avanzaban los carroñeros, la mal organizada chusma que los seguía como lo harían los chacales con un grupo de orgullosos leones: mutantes, deformes y dementes, expulsados de sus poblaciones y hogares a causa de la aversión de los de su propia especie. Los impulsaba el odio y estaban dispuestos a vengarse contra la humanidad entera.

Allí estaban todos los elementos de su propia vida. Ese camino, la ruta hacia la muerte y la destrucción, no era más que una extensión de la senda que había seguido durante toda su vida, y ese pensamiento la entristeció. Ese día más que nunca, se sentía dividida, como si tuviese dos almas que habitaran un mismo cuerpo. Una era oscura, decidida, y se alimentaba del asesinato y la carnicería; se gloriaba de su propia fuerza y detestaba a los otros por sus debilidades. Despreciaba la propia debilidad de ella, y sabía que era la parte que Kazakital cultivaba con mayor atención, como un jardinero de Parravon nutría sus flores infernales. Contenía las semillas de la condición de demonio y de la inmortalidad; era un ser puramente odioso, decidido, determinado y fuerte.

La otra alma era débil, y ella la detestaba. Era la parte que estaba asqueada de la interminable violencia de su vida y quería que acabara. Era la que sufría y tenía la necesidad de ceder para que el dolor no cayera sobre otros. Había permanecido sumergida durante mucho tiempo y había sido retorcida hasta casi resultar irreconocible a causa de los acontecimientos de su vida. Hasta la muerte de Hugo, ella ni siquiera se había permitido saber que existía, ya que el pensamiento era demasiado horrible y su necesidad de venganza excesivamente fuerte y urgente. Había hecho el pacto con el demonio siete años antes, y necesitó mantenerlo con el fin de llevar a cabo su venganza. Pero en ese momento su propósito se había realizado, y ella tenía dudas una vez más.

Esas dudas se centraban en la niña; podía recordar la época en que la llevaba dentro de sí, cómo crecía y daba pataditas. Había nacido durante el largo, terrible período de su deambular por los bosques, cuando había tenido que escarbar para buscar raíces y gusanos con los que alimentarse, beber de los arroyuelos y dormir en los huecos que encontraba bajo los árboles. Fue su única compañía durante los días terribles que pasó después de huir, asustada y horrorizada. Era una presencia que crecía en su interior mientras el hambre, las penurias y el espanto la volvían loca poco a poco.

Dudaba de que ella o la criatura pudiesen haber sobrevivido si no hubiese encontrado a las mujeres bestia en el bosque; si ellas no la hubieran acogido, protegido y alimentado. Las recordaba como seres extrañamente dulces y tímidos en comparación con los gors y los ungors. Habían actuado según las instrucciones de su patrón demoníaco, eso había quedado claro después, pero de todas formas les estaba agradecida por lo que habían hecho. Le habían quitado la niña el mismo día del nacimiento y desde entonces hasta ese momento no había vuelto a verla. Se había ganado el derecho de saber que los largos años de pruebas y batallas habían formado parte del plan de su patrón, una estrategia demoníaca, destinada a permitirle trascender su mera condición humana y unirse a las filas de los Elegidos. Sabía que era su último vínculo con la humanidad y la despreciaba…, y también se maravillaba ante ella.

Recordaba cómo había comenzado todo. Las bestias la habían arrastrado hasta el gran Altar Negro del bosque y la habían hecho inclinarse ante la piedra negra que tenía grabadas runas aterrorizadoras. La habían tendido sobre la roca, y Grind le había cortado la garganta y las muñecas con su cuchillo de obsidiana afilado como una navaja mientras sus acólitos cantaban alabanzas al dios de la Sangre.

Entonces ella había esperado morir, y habría recibido la muerte de buena gana como fin de su sufrimiento. En lugar de eso, había hallado la más oscura de las nuevas vidas posibles. Su sangre había manado como una fuente para reunirse en la depresión que había en la superficie del altar. De alguna forma, había logrado levantarse; la cólera y la terquedad la habían mantenido de pie, al igual que un odio extrañamente sereno que floreció en su interior. Fue entonces cuando sintió la presencia, cuando contempló su rostro.

En el charco de su propia sangre vio cómo el rostro del demonio adquiría forma, y unos labios carmesí emergían del líquido rojo para formular preguntas, dar respuestas y hacer promesas. Le preguntó si quería vengarse de aquellos que la habían empujado a esa situación. Le aseguró que el mundo era tan corrupto y malvado como ella creía. Le prometió poder y vida eternos. Entonces hizo la profecía. Durante aquella rigurosa prueba, ella había logrado mantenerse de pie, aunque oscilante y presa del dolor. Creía recordar que, después, su propia sangre, ennegrecida y humeante, había fluido desde el altar y regresado a sus venas. Las heridas se le habían cerrado con un sonido de succión, mientras el veneno y el poder ardían dentro de ella.

Durante días había permanecido en cama con sueños febriles mientras su cuerpo cambiaba, tocado por la esencia demoníaca llevada a su interior junto con su propia sangre corrupta. La Oscuridad la contorsionó y la hizo fuerte; le crecieron los colmillos, sus ojos se transformaron para ser capaces de ver en la oscuridad, y sus músculos se hicieron mucho más fuertes que los de cualquier hombre mortal. Había salido del trance con el conocimiento de que no había sido ninguna casualidad lo que la llevó hasta aquel altar oculto en las profundidades del bosque, sino un destino tenebroso y el capricho maligno de la voluntad de un demonio.

De alguna parte, los hombres bestia sacaron una armadura cubierta de runas, y durante la siguiente fase plena de Morrslieb repitieron el ritual. Una vez más le habían cortado las muñecas y una vez más apareció la presencia demoníaca, y en esa ocasión le fijó la armadura al cuerpo. La sangre había fluido y se había coagulado entre las placas, formando una red de músculos, venas y almohadillas carnosas, que convertía la armadura en una segunda piel metálica. El proceso la había debilitado. De nuevo tuvo sueños, y en esos sueños vio lo que debía hacer.

Había dejado a las bestias para deambular durante largos años, y su recorrido la llevó hacia el norte, a través de Kislev y del Territorio Troll hasta el Desierto del Caos y la eterna guerra librada entre los seguidores de la Oscuridad. Allí batalló y luchó en favor de los Dioses Oscuros, y en cada combate resultó cierta la profecía de Kazakital. Venció a Helmar Puño de Hierro, el paladín de Khorne con cuernos de toro. Sacrificó a Marlene Marassa, la sacerdotisa de corazón llameante de Tzeentch, sobre su propio altar. Despedazó a Zakariah Kaen, el lustroso paladín obeso de Slaanesh, arrancándole uno por uno sus perfumados miembros. Luchó en batallas menores y grandes asedios; acechó a sus presas humanoides en las minas abandonadas que había debajo de la perdida ciudadela enana de Karag Dum, y allí había reclutado a los operadores del Atronador.

Cada escaramuza le había brindado nuevos regalos de poder. Ganó su corcel, Sombra, desafiando a su dueño, Sethram Schreiber, a un combate singular, en el que le arrancó el corazón como ofrenda a Khorne. Le había quitado la espada infernal al cadáver destrozado de Leander Kjan, líder de una compañía de nueve, tras una gran batalla librada en Puerta del Infierno. Había vencido a bestias mutantes y monstruos, y había aumentado su destreza y poder hasta que su patrón le dijo que había llegado el momento de regresar y llevar a cabo la venganza. Y durante todo ese tiempo, mientras sentía cantar en su sangre corrompida la emoción del triunfo, la exultación de la victoria y el absoluto júbilo de la batalla, se preguntaba a veces qué habría sido de la criatura que dio a luz y si las bestias le habrían permitido vivir.

Sabía que entonces no significaba nada para ella, que no había ninguna conexión, que sólo era un trozo más de carne al que habían dejado suelto para que viviera y muriese en medio de los pecios de aquel mundo terrible. Tal vez el demonio, por alguna perversa razón, abrigaba la esperanza de poner en evidencia algún defecto definitivo que hubiera dentro de ella, pero, en ese caso, estaba condenado a la decepción. Al final ella demostraría ser más dura que la piedra, y que los Dioses Oscuros se llevaran a cualquiera que pensara interponerse en su camino.

* * * * *

Félix observaba las nubes que había en lo alto, y que corrían por el cielo como una masa que giraba y se ondulaba impulsada por un intenso viento. El color del bosque había cambiado de un verde claro a un tono más oscuro y ominoso; daba la sensación de que los árboles, al igual que todo lo demás, estaban esperando.

Se encontraba de pie en el parapeto de lo alto de la muralla de madera, y miraba hacia el otro lado de los campos, esforzándose por captar cualquier señal de movimiento que pudiera producirse en el sotobosque. Según sus cálculos, era el final de la tarde. Junto a él se encontraba Gotrek, que observaba su hacha con desinterés. Cada diez pasos a lo largo de la muralla había un arquero, uno de los leñadores, hombres que podían acertarle al ojo de un buey desde doscientos pasos, y, al medir la distancia que mediaba entre ellos y la línea de árboles, Félix se dio cuenta de que aquello era un matadero. Cualquier atacante se quedaría empantanado en los campos labrados y sería blanco fácil para los arqueros.

Intentó dejar que ese pensamiento lo tranquilizara, pero le resultó imposible. La noche en los bosques no era como la noche en las bien iluminadas vías públicas de Altdorf, y un hombre a seis pasos de distancia se transformaba en un contorno borroso. Después de oscurecer, sólo las lunas proporcionaban alguna luz, y las nubes las mantendrían ocultas.

En un momento más temprano del día, los leñadores habían colocado una línea de trampas en la linde del bosque: ramas afiladas, dobladas hacia atrás y atadas, que se dispararían cuando alguien tropezara con el alambre tenso que había cerca del suelo; agujeros destinados a que se hundieran en ellos hasta el tobillo los pies de los incautos, algunos llenos de afiladas estacas cubiertas de turba; también había trampas para osos y para hombres, como mandíbulas de acero que se activaban al pisarlas, dispuestas a morder a cualquier intruso. Si los habitantes del poblado sobrevivían al ataque, tendrían trabajo de sobra para desarmar sus propios dispositivos. Félix pensó que tal vez la minuciosidad con que habían saturado el bosque de trampas reflejaba la creencia de que no sobrevivirían.

Tamborileó con los dedos sobre la muralla y sintió el tacto áspero de la madera cubierta de líquenes contra las yemas. Gotrek tarareaba para sí y hacía caso omiso de las miradas de irritación que le lanzaban los leñadores. La espera siempre era lo peor, ya que ninguna lucha en la que el poeta se hubiese visto envuelto había sido más terrible que sus premoniciones. Una vez que comenzara la acción, estaría bien; tendría miedo, pero la simple preocupación de mantenerse con vida le ocuparía la mente. De momento, sin embargo, no tenía nada que hacer, excepto quedarse allí y esperar, mientras se enfrentaba con los espectros conjurados por su imaginación.

Se imaginó herido, con un enorme hombre bestia de pie sobre él. Se imaginó enfrascado con la mujer de negra armadura y se estremeció. Recordó la carnicería de Kleinsdorf, y el terror luchó contra el freno de su autocontrol. Para tranquilizarse, intentó recordar cómo se sentía después de haber sobrevivido a la batalla con los hombres bestia; pero el recuerdo era tenue. Trató de representarse la escena posterior a la batalla con él y el Matatrolls como los héroes que habían infundido valor a los soldados y hecho retroceder a las bestias; sin embargo, le pareció poco convincente.

—Muy pronto estarán aquí, humano —dijo Gotrek en un tono que parecía feliz.

—Eso es lo que me preocupa.

* * * * *

Unas siluetas de pesadilla aparecieron en la linde del bosque, y pese a la pálida luz Félix pudo distinguir una enorme figura astada que se encontraba entre los árboles. Una flecha salió volando desde el parapeto y cayó antes de dar en el blanco. «Sí, ahí está». Más siluetas bestiales se hicieron visibles, y algo hizo que temblara el suelo. Susurraba como agua desplazada por enormes hipopótamos que se movieran bajo la superficie, y en ese momento se abrió una brecha en las nubes, y las lunas los miraron con sonrisa burlona mientras su resplandor iluminaba una escena de pesadilla.

—¡Por los huesos de Grungni! —imprecó Gotrek—. ¡Mira eso!

—¿Qué?

—¡Allí, humano! ¡Mira! ¡Tienen una máquina de asedio! No me extraña que cayera Kleinsdorf.

Félix vio las siluetas ataviadas con armadura negra que rodeaban una gran máquina de morro largo parecida a un cañón de asedio de muchas bocas. Mediante latigazos, hicieron retroceder a una multitud de gruñentes mutantes, y mientras observaba, vio que el contorsionado líder subía para instalarse en un asiento situado en la parte posterior de la máquina. Otros guerreros de la Oscuridad se apresuraron a rodear la máquina y desplegarle unas patas destinadas a fijarla en el suelo. Entonces el líder giró una enorme manivela, y la máquina pivotó para apuntar al poblado. El cañón estaba moldeado según la cabeza de un dragón, e incluso desde aquella distancia podía oír el rechinar de la montura. Otras flechas salieron volando hacia la máquina, pero también cayeron antes de dar en el blanco, y en el bosque resonaron gritos de escarnio.

—¿Qué es eso, Gotrek? ¿Qué efecto tendrá?

—¡Malditos sean! ¡Es una especie de cañón! Ahora sabemos lo que sucedió con la fortificación de Kleinsdorf.

—¿Qué podemos hacer?

—¡Nada! Cuando haya oscurecido, abrirán brechas en las murallas y cargarán contra nosotros. Los hombres bestia pueden ver de noche; los humanos, no.

—Eso parece demasiado sofisticado para las bestias.

—No estamos luchando sólo contra bestias, humano, sino contra la guerrera del Caos y todo su séquito. Ellos no carecen de inteligencia, créeme, ya he luchado antes con los de su clase.

Félix intentó calcular el número de hombres bestia que había en el bosque, pero no pudo. Procuraban mantenerse fuera de la vista, pues sabían que el desconocimiento de cuántos eran atemorizaría aún más a los defensores de la fortificación. El miedo a lo desconocido era otra arma a su favor. A Félix se le cayó el alma a los pies.

—Tal vez deberíamos hacer una salida e inutilizar el cañón —sugirió el poeta.

—Eso es precisamente lo que ellos esperan. Ese terreno de ahí afuera sería para ellos tan bueno como para nosotros.

—¿Es que poseen arcos, aunque… sean bestias?

—Eso no tiene importancia. Ahí afuera hay demasiadas trampas para sentirse seguro, y por fuerza alguien caerá en una de ellas.

—Pensaba que querías tener una muerte heroica.

—Humano, si me limito a quedarme quieto aquí, ella vendrá a buscarme. ¡Mira!

Félix dirigió la vista hacia donde señalaba el rechoncho dedo del enano, y vio a la guerrera del Caos, de armadura negra, que llegaba a caballo y se detenía justo al lado del enorme cañón. También vio que una horda de rostros bestiales miraba desde debajo de los árboles y, mientras observaba, una verdadera ola de criaturas cornudas salió del dosel del bosque y comenzaba a formar unidades, justo fuera del alcance de las flechas. En alguna parte dentro del bosque, un tambor enorme empezó a sonar, y le respondieron un toque de cuerno y otro tambor situado en algún punto hacia el sur. Un coro de gritos y bramidos llenó la noche y, de alguna forma, dentro de la rítmica cadencia de las extrañas palabras el poeta comenzó a percibir el significado. Era como si la comprensión hubiese sido grabada en sus ancestros en tiempos remotos, y sólo hubiese hecho falta ese acontecimiento para que despertase. «Sangre para el dios de la Sangre. Cráneos para el Trono de Cráneos». Sacudió la cabeza para librarse de la alucinación auditiva, pero no sirvió de nada. Con independencia de lo que hiciese, daba la impresión de que ese atisbo de comprensión regresaba.

El ruido se elevó, el silencio reinó durante un momento, y luego el estruendo volvió a comenzar. A Félix le irritaba los nervios y se le contraía el estómago. Al mirar hacia donde estaban los enemigos, pudo ver que el canto servía a dos propósitos: por un lado, contribuía a minar la moral de los enemigos de los hombres bestia, y por otro hacía que los seguidores del Caos fuesen presas del frenesí. Podía verlos golpear las armas contra los escudos, morder los bordes de sus cimitarras y hacerse cortes ellos mismos. Danzaban como dementes, alzando las piernas y luego descargando los pies contra la tierra, como si estuviesen machacando los cráneos de sus enemigos bajo las pezuñas.

—¡Ojalá se limitasen a cargar y acabar de una vez con esto! —exclamó Félix.

—Estás a punto de ver cumplido tu deseo —respondió Gotrek.

La guerrera del Caos alzó la espada, y la horda guardó silencio de modo repentino. Ella se volvió para hablarles en su idioma bestial, y ellos respondieron con vítores y gruñidos. A continuación, giró para mirar a las figuras ataviadas con armadura que se encontraban sobre la máquina de asedio, y les dedicó un gesto con la espada. Una de ellas hizo una cabriola, y luego encendió una mecha. Pasados cinco largos latidos de corazón, la poderosa máquina de guerra habló con voz de trueno. Se oyó un silbido sonoro, y después una sección de la muralla explotó cerca de Félix e hizo saltar por los aires fragmentos de madera, torrentes de tierra y trozos de carne. Los hombres bestia bramaron vítores y aullaron como las hordas de los infiernos liberadas del tormento.

Félix dio un respingo cuando el cañón comenzó a girar sobre su montura. Se daba cuenta de que no había forma de que aquellas murallas de madera pudiesen resistir el poder de hechicería de aquella arma espantosa. No habían sido construidas para soportar nada parecido a ese tipo de ataque, y tal vez lo mejor que podía hacer era simplemente saltar de la muralla y buscar refugio en las profundidades del poblado. Gotrek pareció leerle el pensamiento.

—Quédate donde estás, humano. Lo siguiente que atacarán será la torre de vigilancia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—En mis buenos tiempos trabajé con cañones, y éste no se diferencia en nada de cualquier otro. Puedo decirte la trayectoria de los disparos que hacen.

Félix se obligó a permanecer en el mismo sitio, a pesar de los escalofríos que le recorrían la espalda; tenía la seguridad de estar mirando directamente en el interior del cañón del arma. La máquina habló una vez más, y por su boca salieron despedidos llamas y humo. Se oyó de nuevo el silbido, y una de las patas de la enorme torre de vigilancia desapareció cuando el disparo abrió un agujero en la empalizada que tenía delante. La torre se inclinó hacia atrás y cayó, mientras uno de los centinelas salía volando de su puesto al mismo tiempo que agitaba los brazos antes de estrellarse contra el suelo. El largo grito desesperado, audible incluso por encima de los alaridos de las bestias, fue interrumpido en seco por el impacto.

Félix percibió el humo y oyó el crepitar de un incendio detrás de él, y al volver la cabeza por encima del hombro vio que uno de los edificios y los restos de la torre habían comenzado a arder, aunque no sabia si era o no resultado de la explosión. En algún lugar alejado alguien comenzó a gritarles a otros que trajeran agua. Entonces echó una mirada a lo largo de la muralla, donde lo que parecía una cantidad lastimosamente escasa de defensores aguardaba con los arcos aferrados en la mano, e intercambió miradas con el más cercano, un muchacho de no más de dieciséis años, cuyo semblante estaba blanco de terror.

Félix dirigió una mirada de desesperación hacia la oscuridad, mientras se preguntaba durante cuánto tiempo continuaría aquello antes de que la moral de los defensores quedase destrozada o la población reducida a ruinas.

* * * * *

Justine observó mientras el gran cañón abría la tercera brecha en la muralla de la ciudad, y entonces decidió que ya era suficiente. Debían ahorrar pólvora para la siguiente fortificación a la que llegaran, y las brechas eran lo bastante grandes como para que sus soldados se colaran por ellas. Los defensores estaban cansados y desconcertados, así que había llegado el momento. Le hizo una señal al de la corneta, y éste hizo sonar el toque de avance. Marchando al paso de los tambores de piel humana, los hombres bestia se pusieron en movimiento.

Justine sintió que la sed de sangre aumentaba en su interior, y, con ella, su deseo de ofrecerle almas al dios de la Sangre. Ésa noche le haría una grandiosa ofrenda.

* * * * *

Félix observó mientras la marea de hombres bestia avanzaba por el terreno, y los arqueros comenzaban a disparar desde las murallas. Escogían sus blancos de forma serena, metódica y eficiente, y disparaban. Las flechas hendían la oscuridad y se clavaban en pechos, gargantas y ojos bestiales. Mientras los tambores infernales batían, los implacables adoradores del Caos, sedientos de sangre, continuaban avanzando y entonaban la invocación de su repugnante dios al ritmo de aquella música. Una vez más, Félix creyó reconocer aquellas palabras: «Sangre para el dios de la Sangre. ¡Cráneos para el Trono de Cráneos!»

Su mano asía con destreza el puño de la espada, y se sentía inútil agachado allí, tras el parapeto, mientras otros se ocupaban de luchar y matar a los enemigos que avanzaban. El corazón le latía con más rapidez en el pecho, la respiración le salía en cortos jadeos como si hubiese corrido dos kilómetros, y tuvo que luchar contra la sensación de pánico. Sabía que muy pronto llegaría el momento de descender para entrar en combate, pero por el momento tenía un punto aventajado desde donde observar la lucha.

A lo lejos vio que la diablesa de negra armadura los instaba a avanzar. Parecía una diosa demoníaca de la aurora de los tiempos que hubiese llegado para cobrar un tributo en sangre y almas.

Vio caer a un hombre bestia con cabeza de macho cabrío, cuyas piernas quedaron atrapadas en las fauces de una trampa para osos, y observó que sus compañeros ni siquiera aminoraban la marcha, sino que continuaban avanzando y lo pisoteaban, hasta que se convirtió en una pulpa sanguinolenta bajo las pezuñas calzadas con hierro. Las bajas parecían no afectarlos y no mostraban signo alguno de miedo. Tal vez era cierto que se trataba de demonios sin alma, inmunes a toda emoción normal, o quizá simplemente sabían que pronto llegaría su oportunidad de venganza.

* * * * *

Las bestias ya estaban casi encima de ellos, y el poeta veía el reflejo de las llamas en los fieros ojos y la espuma sanguinolenta de los labios donde parecían haberse mordido sus propias mejillas y lenguas a causa del frenesí. Podía percibir el hedor a humedad y pelaje sucio que despedían aquellos seres; casi podía distinguir las toscas runas grabadas en sus diferentes armas.

En la muralla, los arqueros estaban lanzando sus últimas flechas para coger las espadas y las hachas, y algunos ya descendían por las escalerillas para reunirse con las unidades de hacheros que se encontraban en el suelo, entre los edificios.

Algunos bajaban de las plataformas en que estaban subidos, colgándose de los brazos y dejándose caer desde la poca distancia que los separaba de la tierra.

—Vamos, humano —dijo Gotrek—. Es hora de que corra la sangre.

Félix obligó a moverse a sus agarrotadas piernas y, al parecer, necesitó algo de tiempo para lograr que lo obedecieran.

* * * * *

Justine sonrió cuando los hombres bestia aceleraron el paso y entraron a través de las brechas abiertas por el gran cañón. Oyó el sonido de las armas que chocaban contra las armas, del acero contra el acero, cuando sus soldados trabaron combate con los defensores de la fortificación, y tocó con las rodillas los flancos de su corcel, que respondió al instante, y la condujo hacia la refriega.

* * * * *

Félix paró el hachazo del hombre bestia, y tuvo la impresión de que el impacto iba a dislocarle el brazo. Cayó sobre una rodilla y lanzó una estocada ascendente, que cogió al atacante por sorpresa, se le clavó por debajo de las costillas y la hoja de la ancestral arma templaría penetró en su corazón. Tras liberar la espada, retrocedió de un salto, justo a tiempo para evitar que lo derribaran un guardabosque y un hombre bestia trabados en un mortal combate cuerpo a cuerpo. Los dos cayeron al suelo delante de él, gruñendo a causa del esfuerzo de la lucha.

Al poeta le resultaba obvio que, con el tiempo, la superior fortaleza del hombre bestia se impondría a la del hombre, y por un momento observó, espantado, sin saber qué debía hacer, pues no quería limitarse a asestar estocadas en medio de los combatientes. Al fin, tomó una decisión: desenfundó la daga con la mano izquierda, cayó de rodillas y apuñaló la ancha espalda del hombre bestia. Éste se levantó y abandonó la lucha al mismo tiempo que aullaba de dolor, y al hacerlo Félix le cortó la cabeza con la espada.

El oponente humano se puso de pie y le dio las gracias a Félix con un asentimiento de la cabeza. Era el muchacho de pálido semblante al que el poeta había visto en el parapeto, y apenas tuvo tiempo de responderle con un encogimiento de hombros porque otra ola de hombres bestia se lanzó sobre ellos. En algún lugar distante, creyó oír el atronador sonido de los cascos de un caballo.

* * * * *

Justine cargó contra la masa de cuerpos que se encontraba alrededor de la entrada central, a la vez que asestaba golpes con su espada infernal, que mataba un nombre con cada estocada. El caballo pisoteaba a los heridos, que caían bajo sus cascos, y profería triunfantes relinchos cuando llegaba a sus fosas nasales el olor de la sangre. Justine cabalgaba cómoda sobre la silla, pues sabía que nada podía resistírsele.

—¡A mí! —gritó.

Los hombres bestia se replegaron a su alrededor y formaron una cuña que hizo retroceder a los oponentes humanos hacia las calles del poblado. Detrás, entraron los refuerzos, que comenzaron a inundar calles y callejones. Justine se sentía triunfal, ya que le serían ofrecidas muchas almas, entre alaridos, al Señor de las Batallas.

La sensación de triunfo disminuyó ligeramente cuando su caballo lanzó un bramido bestial, y al bajar los ojos vio que una flecha le sobresalía de un ojo. Incluso agonizante, el animal, con extraordinaria disciplina, no se encabritó ni intentó tirarla, sino que se echó sobre las ancas para permitir que ella saltara de la silla.

Una cólera abrasadora se apoderó de Justine, ya que Sombra la había llevado a lo largo de todo el camino desde el Desierto del Caos, y no le resultaría fácil hallar otro corcel. Juró que quienquiera que lo hubiese matado pagaría con su vida, aunque tuviese que acabar personalmente con todas las cosas vivas de aquel montón de estiércol. Y entonces apareció en sus labios una sonrisa que dejó al descubierto los colmillos malignamente afilados y, a continuación, una risa demente salió a borbotones de su garganta. Sólo estaba jurando que haría lo que ya había decidido mucho antes de que comenzara la batalla.

* * * * *

Félix se detuvo a la sombra de un edificio y miró a su alrededor, desesperado. Su respiración se había convertido en un áspero jadeo, tenía las ropas empapadas en sangre y sudor, y se le había entumecido el brazo con que blandía la espada. ¿Dónde estaba Gotrek? Se habían separado momentos antes de la batalla, cuando la furia de la acción le había impedido darse cuenta de nada más.

En ese instante, tenía un momento de respiro, pero no veía al Matatrolls por ninguna parte. Sabía que era importante encontrar al enano, que sus propias posibilidades de supervivencia aumentarían de modo espectacular en presencia de la poderosa hacha de Gotrek y, si todo lo demás fallaba, se sentía obligado a estar presente cuando el enano librase su último combate; debía desempeñar el papel que había jurado que representaría, el de testigo de su final, aunque él mismo muriese poco después.

A su alrededor, todos los edificios estaban en llamas, y éstas le conferían una iluminación infernal a la escena. La batalla continuaba entre nubes de ondulante humo maloliente, y Félix vio sombras de hombres bestia que luchaban con los fantasmas de guerreros humanos en medio de la niebla. Podía oír los bramidos de los monstruos, los gritos de los agonizantes y el entrechocar de las armas. Todo rastro de formación se había perdido en medio de la refriega, y sólo se trataba de matar o de morir.

Desde algún lugar distante creyó oír el grito de guerra del Matatrolls, y reunió fuerzas y valor para obligar a sus piernas a moverse en la dirección adecuada. Le ofreció una corta y desesperanzada plegaria a Sigmar, en la que le pidió al Señor del Martillo que los protegiera a él, al Matatrolls, a Kat y a todos los demás, y entonces, de repente, se preguntó dónde estaría la niña.

* * * * *

Perdida en la aullante locura de la batalla, Kat no veía ninguna escapatoria. No había querido permanecer dentro del templo porque sabía que hacerlo era una condena a muerte. Necesitaba un lugar donde ocultarse de las bestias, pero aún no lo había hallado.

Se apartó a un lado y se acuclilló detrás de un barril de agua de lluvia, cerca del cual dos hombres jóvenes luchaban cuerpo a cuerpo con una bestia. Uno le sujetaba las piernas mientras el otro le desparramaba los sesos, golpeándole el cráneo con una piedra grande. Kat nunca había presenciado nada parecido, y la absoluta ferocidad de aquello le resultó espantosa. Todos los contendientes parecían estar poseídos por una especie de demencia que los impulsaba a realizar actos de monstruosa crueldad y lunática valentía. No se daba ni se pedía cuartel.

Una gran marea de guerreros bajó por la calle principal, arrastrados por su propia furia y su sed de sangre, y los gritos de hombres y bestias agonizantes llenaron el aire. El fragor del acero al chocar contra el acero resonó en la incendiada noche, y la fangosa tierra, revuelta por los pies y las pezuñas de los combatientes, se volvió resbaladiza a causa de la sangre.

Una bestia profirió un aullido de triunfo al ensartar a un hombre con su lanza, y el aullido se transformó en un bramido de miedo y cólera cuando el amigo del hombre hizo pedazos a la bestia. Un círculo de hombres rodeó a un gigante con cabeza de toro y, cuando éste tendía una mano hacia uno de ellos, otro saltó por el lado por el que no tenía visibilidad y le clavó una estocada. A poco, sangraba por una docena de cortes menores y, con un furioso bramido, cargó contra el guerrero más cercano, al que derribó con su tremendo peso; de esta forma, rompió el círculo y escapó hacia la refriega.

Kat estuvo a punto de gritar cuando vio que la mujer de armadura negra salía caminando de la multitud, porque temía que la guerrera del Caos hubiese acudido en busca de ella. Pero, entonces, Gotrek apareció por un lado y se interpuso. La mujer gruñó, enseñando colmillos manchados de sangre, y le asestó al Matatrolls un golpe de espada que convirtió el arma en un borrón demasiado rápido como para que el ojo pudiera seguirlo. Kat no sabía cómo Gotrek había conseguido interponer su hacha en la trayectoria de la hoja, pero así lo hizo, y el negro acero se estrelló contra el azulado metal estelar, lo que hizo saltar chispas en medio del humo que colmaba el aire.

El Matatrolls respondió al ataque de la mujer, y el hacha salió disparada hacia ella con la irresistible fuerza del rayo. La mujer se agachó y lanzó una estocada, pero de alguna forma el arma del Matatrolls apareció donde debía. Ambos permanecieron allí, luchando el uno contra el otro, arma contra arma, fuerza inhumana contra poder demoníaco.

Ninguno de los dos cedía. Descomunales cuerdas de músculos sobresalían de los brazos y los hombros de Gotrek, a quien el sudor le corría por el rostro y se le abultaban las venas del cuello y la frente. La mujer permanecía tan inmóvil como una estatua de ébano. Parecía que la armadura estaba pegada a su cuerpo; el pálido semblante era una máscara blanca de hueso, imagen congelada de la sed de sangre, y le había desaparecido la zona blanca de los ojos, que entonces brillaban como rojas bolas de fuego.

Los segundos pasaban a toda velocidad y los dos permanecían trabados en titánica resistencia; ambos eran incapaces de mover al otro. Por el rabillo del ojo, Kat vio que se aproximaba una hueste de hombres bestia que corrían hacia la batalla con la clara intención de asesinar al enano. Sin pensarlo, la niña gritó una advertencia, y Gotrek desvió la vista a un lado en el momento en que los hombres bestia llegaban hasta él. En el último instante, el enano retrocedió un paso y paró un golpe que, sin duda, lo habría partido por la mitad. Kat temió que la mujer de armadura negra aprovechara la oportunidad para clavarle la espada, pero no tenía por qué preocuparse. La marca de la batalla se arremolinó en torno a los combatientes, y la guerrera del Caos y el Matatrolls fueron arrastrados por la refriega y quedaron separados; en ese momento, Kat dejó escapar un suspiro de alivio.

Entonces advirtió que la mujer la observaba fijamente. Alzó los ojos para fijarlos en aquella mirada roja, y el corazón estuvo a punto de detenérsele. Quiso gritar, pero al abrir la boca no salió por ella sonido alguno, y la mujer comenzó a avanzar.

* * * * *

El deseo de matar retronaba en el cerebro de Justine, y la oscuridad arraigada en su alma amenazaba con apoderarse por completo de ella. La locura burbujeaba en sus venas, y la sed de sangre la inundaba como si fuese una droga; la carnicería le producía un extático placer. Quería encontrar al enano y matarlo, ya que, de todos los enemigos con los que se había enfrentado, él era el más poderoso: una ofrenda en verdad digna del dios de la Sangre. En el último segundo, cuando estaba a punto de apartar a un lado el hacha de él y matarlo, el destino, en la forma de sus propios seguidores idiotas, había intervenido para separarlos. Quería encontrarlo de nuevo y concluir la lucha.

Y entonces vio a la niña. Como en contra de su voluntad, contempló el pequeño rostro asustado que se asomaba desde el lugar en que estaba oculta. Sabía qué tenía que hacer, pues ya era hora de acabar con aquello de una vez y para siempre, de dar el primer paso por el camino que terminaría en la vida eterna, de aprovechar la oportunidad que se le ofrecía de un destino glorioso al lado de Khorne. La presencia oscura que había estado creciendo en su interior bramó triunfante; sabía que, por fin, había llegado el momento y, olvidando todo lo relativo al enano, marchó hacia su destino.

* * * * *

Félix giró en la esquina y se vio instantáneamente lanzado a la batalla una vez más. Sentía el calor de los edificios en llamas, y el olor acre del humo colmaba sus fosas nasales. El estruendo de la batalla resonaba en sus oídos, y oía los gritos que profería Gotrek mientras segaba a sus enemigos como trigo maduro; pero sus ojos se vieron arrastrados con instintivo, irreflexivo horror, hacia la guerrera de Caos…, y la niña que se encontraba encogida en la oscuridad ante ella.

En ese momento, pudo ver el parecido que había entre ambas; lo vio con tanta claridad como la luz del día. Era algo que iba más allá de la lista de cabello blanco, pues tenían facciones similares: los mismos ojos grandes, la misma mandíbula estrecha. Al ver que la guerrera enarbolaba la espada para golpear, el poeta echó a correr al mismo tiempo que bramaba, aunque en el fondo sabía que iba a llegar demasiado tarde.

* * * * *

Justine observó cómo su propia sombra se proyectaba sobre la niña que tenía delante. Vio la expresión de miedo en sus ojos, la palidez del rostro, el parecido que guardaba con ella misma, y se preguntó cómo era posible que después de todos los años pasados no sintiese realmente nada.

—¿Cómo te llamas, niña? —le preguntó con voz queda.

—Kat. Katerina.

Justine asintió con la cabeza, sorprendida de no sentir absolutamente nada ante aquella información.

En un destello de perspicacia, comprendió al final cómo hacían las cosas los demonios. Vio todas las pruebas, todos los rituales y todos los sacrificios como lo que en realidad eran: la preparación para ese momento crucial. Entonces sabía que todos los asesinatos y todos los derramamientos de sangre habían tenido un propósito, habían constituido un proceso que la había transformado en una cosa diferente del ser humano que había sido en otra época. Y ese proceso la había templado como el maestro herrero templa una espada. Finalmente comprendía, después de toda aquella violencia y de todas las masacres, que un ser humano puede habituarse a cualquier cosa, incluso al destino que lo convertía en guerrero del Caos. Supo que en ese momento podría volverle la espalda a la niña, que eso no cambiaría nada, que por fin se había confirmado de verdad en la senda de la condenación. Matar a la niña ya no cambiaría nada. Podía hacerlo si quería, pero carecía de significado; sólo sería una cifra y nada más. Había traspasado el punto sin retorno cuando, momentos antes, había decidido matarla. No obstante, pensó que siempre era mejor dejar las cosas bien acabadas. Sin más sentimiento que si estuviese a punto de cortar un tronco para leña, alzó la espada, y entonces sintió dolor en un flanco a consecuencia de que algo se estrelló contra ella.

* * * * *

Félix se lanzó al aire y cubrió de un solo salto la distancia que lo separaba de la guerrera del Caos. Se estrelló contra la mujer en el momento justo en que ésta enarbolaba la espada; el impacto le hizo perder el equilibrio, y ambos se fueron al suelo. Puesto que sabía que no volvería a tener otra oportunidad, el poeta lanzó una estocada que se clavó en un flanco de la mujer, que no mostró más signo de dolor que un pequeño gruñido.

Mientras rodaban sobre la tierra pisoteada, trabados en un abrazo mortal, Félix supo que lo superaba en fuerza. La mujer tendió hacia lo alto las manos cubiertas de malla metálica y lo aferró por el cuello, y él se puso a forcejear en un intento de soltarse, agradecido de que al fin ella hubiese soltado la espada; pero de inmediato se dio cuenta de que había cometido un error. La guerrera del Caos era mucho más fuerte, poseía una fortaleza sobrenatural que era tan superior a la de él como la suya propia lo era a la de un niño. Luchó para aflojar la presión de las manos de ella, pero era como intentar soltarse de los dedos de un troll.

En ese momento la tenía encima, y el peso de la armadura no lo dejaba respirar. Rodó al mismo tiempo que intentaba levantar el torso del suelo, y quitársela de encima, pero todo era inútil, ya que ella parecía prever sin problema alguno cada uno de los movimientos de Félix. Entonces supo que iba a morir; se enfrentaba a una oponente que era sencillamente demasiado fuerte, y Gotrek no se encontraba presente para salvarlo.

Las tinieblas comenzaron a descender sobre el poeta, ante cuyos ojos destellaban chispas. Desde algún lugar lejano le llegó el grito de guerra de Gotrek, y una parte de él, infinitamente remota y despegada pensó que era una ironía que fuese el Matatrolls quien fuera a presenciar su muerte, y no al revés.

—Ahora, mortal, morirás —dijo la mujer con calma, y las manos comenzaron a retorcerle el cuello.

Félix luchó con toda su alma mientras la terrible presión aumentaba, pues sabía que si cedía iba a partírsele el cuello como una rama seca, y su muerte sobrevendría de modo instantáneo. Sintió que las venas se le hinchaban y los músculos comenzaban a desgarrársele a causa de la resistencia que oponía, a sabiendas de que era algo inútil; en un momento, todo habría acabado. La oscuridad se hizo más honda; lo veía todo como sombras y reinaba el silencio, excepto por el sordo tronar de su propia respiración dentro del pecho y por el distante latir de su corazón. Sabía que estaba derrotado, que no podía soportarlo más, y sus músculos comenzaron por fin a relajarse, vencidos.

* * * * *

Kat miró hacia donde continuaba la terrible batalla. Sabía que la guerrera del Caos había estado a punto de matarla, y que Félix había intentado salvarle la vida. Sabía también que la mujer de armadura negra iba a matar al poeta, y que ella tenía que hacer algo.

Un objeto destelló en el suelo, cerca de ella, y vio que se trataba de la espada negra que había dejado caer la guerrera del Caos. Su filo destellaba con brillantez a la luz del fuego, y pensó que tal vez podía intervenir. Tendió una mano para recoger el arma, pero era demasiado pesada. Tal vez si se valía de ambas manos… Con lentitud, la espada comenzó a levantarse. El arma se retorció en sus manos, las runas de la hoja relumbraron con luz brillante, y la niña sintió el poder terrible que albergaba.

Si ahora tan sólo pudiera…

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De pronto, Félix sintió que la insoportable presión cedía. La guerrera del Caos primero lo miró y luego bajó los ojos hasta su propio pecho. Félix siguió la dirección de la ardiente mirada y vio que la punta de la espada de metal negro sobresalía del cuerpo de la mujer. Las rojas runas relumbraban, y de la herida goteaba sangre hirviendo, que se evaporaba en humo venenoso al tocar el suelo. La guerrera del Caos se puso de pie, tambaleante, y se volvió para mirar en la dirección de la que había procedido la estocada.

Desesperado, Félix se obligó a moverse, y sus extremidades respondieron con la pesadez del plomo. Miró a su alrededor en busca de su espada, tendió una mano para cogerla, sus dedos se cerraron sobre el puño e intentó levantarla. Tuvo la impresión de que trataba de levantar el peso de aquel gran cañón situado fuera de la ciudad, pero se obligó a hacerlo. Se puso trabajosamente de pie y vio que por los alrededores no había nadie más, sólo la guerrera del Caos, él mismo y Kat. Los ojos de la mujer estaban fijos en la niña, y sus labios se contorsionaron en una terrible sonrisa irónica, para luego abrirse más y dejar que una borboteante carcajada demente escapara. Dio un paso hacia adelante —la punta de la espada aún le sobresalía del pecho—, y Kat retrocedió otro con los ojos muy abiertos a causa del horror y el miedo.

Muy poco a poco, Félix se formó una idea de lo que debía de haber sucedido. Kat había levantado la pesada arma y la había clavado en la espalda de la mujer mientras ellos luchaban. Le había salvado la vida, y en ese instante le tocaba a él salvar la de la niña. Con lentitud, obligó a su vapuleado cuerpo a ponerse en movimiento y arrastró los pies por el suelo tras la guerrera del Caos. Los pasos de la mujer vacilaron, y ésta cayó lentamente al suelo.

* * * * *

Justine reía para sí incluso mientras el dolor la despojaba de la conciencia. Aquél era un terrible chiste final, pues había encontrado la muerte a manos de la persona a quien había ido a matar. Una niña había vencido donde poderosos guerreros habían fracasado.

Era verdad, como siempre había dicho el demonio. No la había matado un guerrero, sino su propia hija. Cayó hacia adelante y se sumió en las tinieblas que la aguardaban.

* * * * *

Félix observó mientras la vil guerrera del Caos se desplomaba, y la carne se deshacía y descomponía con espantosa rapidez para dejar sólo un esqueleto maloliente dentro de la armadura negra. De algún modo, sin que nadie se lo dijese, supo que estaba mirando el cuerpo de alguien que estaba muerto hacía mucho tiempo, y ante aquella visión tuvo ganas de vomitar.

Algo mojado le cayó sobre el rostro. Por fin, se había desatado la tormenta y comenzaba a llover. El sonido siseante que le llegó de algún lugar cercano le dijo que las gotas de lluvia batallaban contra el incendio. Era una buena noticia; tal vez la población no se consumiría hasta los cimientos, después de todo. De pronto, Kat estaba allí, acurrucada detrás de él.

—¿Ya se ha acabado? —preguntó.

Félix escuchó los sonidos de matanza que los rodeaban, y asintió con la cabeza.

—Pronto acabará —respondió con voz queda—, de un modo o de otro.

* * * * *

Félix se dejó caer sobre un tocón de árbol y volvió los ojos hacia el poblado, mientras Messner y Kat lo contemplaban con aire de reprobación porque pensaban que no debería andar caminando por ahí. Su cuello aún presentaba contusiones y tenía problemas para hablar y comer, pero daba la impresión de que se recuperaría. Simplemente sentía agradecimiento por estar aún vivo.

También lo sentían los cerca de doscientos habitantes del poblado que habían sobrevivido a la batalla y sus consecuencias posteriores. Aún podía oírlos entonando plegarias de acción de gracias por su salvación en el templo de Sigmar.

Junto a ellos pasó un caballero, uno que formaba parte de las poderosas fuerzas despachadas por el duque en respuesta al mensaje de Messner, que llevaba la cabeza de un hombre bestia ensartada en la lanza. Félix y Messner lo observaron mientras pasaba, y el poeta se dio cuenta de que el hombre estaba pensando lo mismo que él cuando en el rostro del guardabosque apareció una ligera expresión de desprecio. Era muy bonito por parte del caballero posar entonces con el trofeo, pero… ¿dónde estaba cuando se libraba la auténtica batalla? Los héroes conquistadores habían llegado a la mañana siguiente a la lucha.

—Así que habéis encontrado el cañón —preguntó, con una voz que parecía un susurro graznante.

—Sí —respondió Messner—. Es una cosa extraordinaria. Dicen que cuando lo tocas está tan tibio como un cuerpo vivo. Allí hay hechicería oscura, eso seguro, así que hemos mandado llamar a un sacerdote para que lo exorcice. Si eso no funciona, el anciano duque enviará un hechicero.

—Pero las bestias están todas muertas.

—Sí, hemos dado caza hasta al último de ellos. Gotrek no regresó hasta el alba, y dijo que todo había acabado.

Los dos estaban hablando para mantener callada a Kat, y ambos lo sabían. Ninguno quería que la niña pudiese decir una sola palabra. Sin embargo, aquellas noticias alegraron a Félix, pues al parecer las bestias habían perdido el valor y habían huido cuando se propagó la noticia de la muerte de su repugnante líder. Y la fuga se transformó en una masacre cuando los leñadores los persiguieron, y daba la impresión de que Kat había salvado a todo el poblado con sus actos. Era una heroína y todos se lo decían, pero no habló como si lo fuese.

—Todavía quiero ir con vosotros —declaró la niña que, tras dos días de discusión, aún no había cedido.

—No puedes, Kat. Gotrek y yo nos encaminamos a lugares peligrosos y no podemos llevarte. Quédate con Messner. —No quería decirle que las cabezas de ambos tenían precio, no en presencia del guardabosque.

—Eso debes hacer, niña —asintió Messner—. Tienes un lugar aquí, conmigo, con Magda y los niños. Y harás amigos entre los otros pequeños; eso seguro.

Kat le dirigió a Félix una mirada implorante, pero él sacudió la cabeza y se obligó a permanecer serio y sereno. No estaba seguro de cuánto tiempo podría mantener ese semblante cuando oyó el pesado andar del Matatrolls que se aproximaba. Gotrek sonreía con malevolencia, y por la expresión de su rostro Félix supuso que había aumentado la enorme cuenta de muertes infligidas durante la batalla.

—Estamos perdiendo el tiempo, humano. Será mejor que nos marchemos.

Félix se levantó con lentitud, y Messner avanzó para estrecharles la mano. Kat abrazó primero a Félix y luego al Matatrolls, y al final Messner tuvo que separarla de sus amigos.

—Adiós —se despidió, llorosa—. Siempre os recordaré.

—Hazlo, pequeña —respondió Gotrek con suavidad.

Dieron media vuelta y se alejaron de Flensburgo. El sendero era abrupto y rocoso, y ante ellos aguardaban Nuln y un futuro incierto. Al llegar a lo alto de la ladera, Félix se volvió para mirar hacia atrás. Allá abajo, Messner y Kat eran dos pequeñas figuras que los saludaban con la mano.