La Marca de Slaanesh
Puesto que andábamos escasos de dinero, decidimos volver al Imperio y buscar algún trabajo remunerado. El regreso desde Karak-Ocho-Picos no había sido fácil. Hizo un tiempo atroz, el paisaje era inhóspito, y mi compañero estaba de un humor aún más irracional que de costumbre. Mientras que habíamos viajado hacia el sur con una comodidad y una seguridad relativas al formar parte de una caravana numerosa y protegida por hombres armados, en el retorno al norte no contamos con la ayuda de nadie ni con otro medio de transporte que no fuesen nuestras propias piernas. La gente de las pocas aldeas en las que entramos se mostraba desconfiada ante dos forasteros armados, y las provisiones que nos vendieron resultaron costosas y de calidad escasa.
Tal vez fue poco razonable por mi parte esperar un respiro en la cadena de aventuras aparentemente infinita cuando regresamos a mi tierra natal, ya que el Matatrolls y yo parecíamos predestinados a encontrarnos permanentemente con enviados de los Poderes Siniestros. A pesar de ello, yo difícilmente habría dado crédito al alcance de su siniestra influencia de no haber sido testigo de la misma al contemplarla con mis propios ojos. Más aún, yo estaba destinado a luchar en solitario contra las fuerzas de la Oscuridad durante algún tiempo, ya que un extraño suceso le acaeció al Matatrolls…
FÉLIX JAEGER,
Mis viajes con Gotrek, vol. II,
Impreso en Altdorf, 2505
—¡Por Grungni! ¿Qué ha sido eso? —bramó Gotrek Gurnisson, al mismo tiempo que se volvía y enarbolaba el hacha con gesto desafiante.
Cuando la siguiente piedra lanzada con honda silbó al pasar cerca de su oído, Félix Jaeger se agachó por reflejo, y la afilada piedra se hizo astillas contra la roca más cercana, donde dejó una marca en los líquenes de color verde grisáceo que la cubrían. El poeta se refugió rápidamente detrás de la roca y se asomó a mirar con asustados ojos azules en busca del punto de procedencia del ataque.
El valle que se extendía al pie del paso del Fuego Negro estaba en calma, y sólo podía ver colinas atestadas por árboles que ascendían hacia las enormes montañas del rondo. En silencio, maldijo las grandes rocas que sembraban el valle y le bloqueaban la línea de visión.
De pronto, un movimiento llamó la atención de Félix. Desde lo alto de la ladera, a su derecha, descendía una marea de cuerpos contrahechos que provocaba una pequeña avalancha de guijarros y tierra suelta. Las bestiales figuras bajaban la colina hacia él, profiriendo gritos de maníacos y saltando con la agilidad de las cabras monteses, mientras la larga nota grave de un cuerno de caza hendía el aire.
—No, ahora no —oyó Félix que decía una voz y, para su sorpresa, reconoció que era la suya.
Se encontraba ya muy cerca de la civilización, pues la larga y dura senda desde Karak-Ocho-Picos a las fronteras meridionales del Imperio casi tocaba a su fin. Había luchado con los goblins en las colinas cercanas a la antigua ciudad enana, y librado escaramuzas contra los bandidos que rondaban por las ruinas del fuerte von Diehl. Había soportado las gélidas alturas del Paso del Fuego Negro y había temblado de frío en los senderos cubiertos de nieve que conducían a las antiguas rutas de los enanos bajo los picos. Se estremecía al recordar a los seres umbríos que acechaban allí y huían corriendo con muchas patas por la oscuridad. Había llegado tan lejos y soportado tantas cosas…, y entonces se encontraba dentro de las fronteras de su tierra natal, y a pesar de ello, continuaba siendo objeto de ataques. Aquello no era justo.
—Deja de encogerte, humano. ¡No son más que un puñado de malditos mutantes! —tronó Gotrek con profunda voz áspera.
Félix le echó al enano una mirada nerviosa, al mismo tiempo que deseaba compartir la confianza del Matatrolls. Gotrek, despreciando la cobertura que podían proporcionarle las rocas, se exponía osadamente en el terreno abierto del fondo del valle mientras balanceaba el hacha con gesto negligente mediante su poderoso puño. Parecía por completo despreocupado de la lluvia de piedras que levantaban nubes de polvo en torno a sus pies, mientras una sonrisa demente le contorsionaba los brutales rasgos y un júbilo atroz ardía en su único ojo sano. Daba la impresión de que se divertía mucho.
Era algo típico del enano, que sólo parecía contento en medio de la refriega. Había sonreído cuando los goblins los emboscaron, pues se complacía con la perspectiva de la violencia. Había llegado a reír a carcajadas cuando las monstruosidades con alas de murciélago y rostros de niños hermosos, sedientas de sangre humana, descendieron sobre ellos en el vado del Río del Trueno. Cuanto peor aspecto tenían las cosas, más feliz parecía el Matatrolls, pues contemplaba con placer la perspectiva de su propia muerte. En ese momento, Gotrek se golpeó el pecho con un puño.
—¡Vamos! —rugió—. Mi hacha tiene sed. Hace semanas que no bebe sangre.
Un proyectil de honda silbó al pasarle junto a la cabeza, pero Gotrek ni siquiera parpadeó.
El poeta pensó que el sólido cuerpo achaparrado del enano ofrecía un blanco mucho menos fácil que su propio cuerpo, alto y enjuto, y sacudió la cabeza; su frenético camarada probablemente no tomaba en consideración ese tipo de cosas. Félix devolvió la atención a los atacantes.
Eran, en efecto, mutantes; humanos corrompidos y transformados por la extraña magia de Caos. Algunos decían que eso era debido a que tenían un vestigio de piedra de disformidad en la sangre; otros afirmaban que habían sido seguidores secretos del Señor Oscuro, y que su apariencia se había alterado a lo largo del tiempo para reflejar la corrupción interior. Unos pocos sabios sostenían que eran víctimas inocentes de un proceso de cambio que abarcaba a toda la humanidad. En aquel momento exacto, al poeta no le importaba en absoluto cuál de las explicaciones era la correcta. Sentía un horror secreto hacia las repugnantes criaturas que habían crecido aún más cada vez que se las encontraba, y ese miedo lo colmó y le proporcionó impulso para alimentar un furor asesino.
En ese momento ya se encontraban lo bastante cerca como para que el poeta pudiese distinguir a miembros individuales del grupo. El líder era un gigante enormemente gordo que llevaba un cinturón repleto de dagas en torno a la abultada barriga. Era tan obeso que su cuerpo parecía hecho con masa de pan, y ondulantes pliegues de carne se bamboleaban de arriba abajo con cada paso que daba. A Félix le sorprendió que la tierra no se sacudiera con aquellos monstruosos andares. El rostro de bebé ceñudo del líder presentaba multitud de papadas y casi tantos dientes de menos como la mueca con la que le respondía Gotrek. Con una rechoncha mano blandía una enorme maza de cabeza de piedra.
Junto al líder, corría una criatura larguirucha, más alta que el poeta, y que tenía una oreja mellada probablemente a causa de un terrible mordisco recibido durante una pelea en el seno del propio grupo. Una tira larga y fina de pelo le colgaba de la parte superior del cráneo, estrecho y casi completamente afeitado, y la criatura profirió un aullido de desafío mientras alzaba la cimitarra oxidada por encima de la cabeza puntiaguda. En ese momento, Félix pudo ver que sus incisivos eran como los colmillos de un lobo.
Un gigante con cabeza de alce se detuvo para llevarse a los labios un gran cuerno, retorcido. Otro cornetazo atronador resonó por el marchito paisaje, y luego el mutante soltó el cuerno, que quedó colgado de una cadena que le rodeaba el cuello, y volvió a cargar con la cabeza gacha y las astas por delante.
Detrás de ellos, corría una horda de harapientos seguidores de rostro hosco; todos mostraban algún estigma del Caos. Muchos estaban marcados por llagas supurantes; otros tenían rostro de lobo, cabra o carnero; algunos presentaban garras, tentáculos o enormes cachiporras de hueso en lugar de manos. A uno la cabeza le salía del vientre, y el cuello era un simple muñón; otro tenía una joroba en la espalda, en la que brillaba una boca enorme. Los mutantes blandían un variopinto surtido de armas toscas, como lanzas y porras, y cimitarras melladas, que habían recogido en campos de batalla olvidados. Félix estimó el número de atacantes entre más de diez y menos de veinte. No había manera de que pudiese regocijarse, aun a sabiendas de la pasmosa destreza física del Matatrolls.
El poeta maldijo en silencio. Habían estado muy cerca de escapar de las Montañas Negras y llegar a las tierras bajas de la provincia más meridional del Imperio. Desde el punto más alto del paso, la noche anterior había distinguido las luces de una ciudad de hombres y había esperado que ese mismo anochecer podría disfrutar de una cama cálida y una jarra de cerveza fría. En ese momento, el miedo corría por sus venas como agua helada, y tendría que luchar una vez más por su vida. Involuntariamente, dejó escapar un leve gemido.
—Levántate, humano. Ha llegado la hora de derramar un poco de sangre —dijo Gotrek, tras lo cual esputó una enorme flema sobre la roca que tenía a los pies y se pasó la mano izquierda por la enorme cresta de cabello rojizo que coronaba su cráneo rapado y cubierto de tatuajes. La cadena que le perforaba la nariz tintineó con suavidad, en extraño contrapunto con el demencial rugido de su risa.
Con un suspiro de resignación, el poeta se echó por encima del ancho hombro derecho la capa roja desteñida con el fin de dejar el brazo libre para la acción, y luego sacó la larga espada de su ornamentada vaina. Enrojecidos glifos enanos relumbraron a lo largo de la hoja.
Los mutantes se encontraban ya lo bastante cerca como para que se oyeran los suaves pasos de sus pies descalzos y se escucharan claramente palabras pronunciadas por sus ásperas voces guturales. Félix podía ver venas verdosas en sus ojos amarillentos de aspecto ictérico, y contar los remaches de los bordes de sus escudos. Reacio, se levantó, salió de detrás de la roca que lo protegía y se dispuso a luchar.
Miró a Gotrek y, para su horror, vio que una piedra lanzada con una honda hacía impacto en la cabeza del enano. Oyó el chasquido, vio que el Matatrolls se balanceaba, y se sintió invadido por el terror. Si el enano caía, sabía que no tendría ninguna probabilidad de sobrevivir ante aquel grupo de atacantes. Gotrek se tambaleó, pero se mantuvo en pie, y luego se llevó una mano a la cabeza para tocarse la herida. Una expresión de sorpresa le pasó por el rostro al ver sangre en la punta de sus dedos; sin embargo, al instante se transformó en terrible cólera. El Matatrolls profirió un tremendo rugido y cargó hacia los mutantes, que cacareaban con risas agudas.
El feroz ataque los pilló por sorpresa, y el gordo líder apenas logró echarse hacia atrás mientras el hacha silbaba al pasar junto a su cabeza. La agilidad de la criatura sorprendió a Félix. Con un terrible chasquido, el arma del Matatrolls se clavó en el pecho del delgado lugarteniente, y luego cercenó la cabeza de un segundo atacante. El golpe de retorno atravesó el escudo de cuero del líder y le cortó el tentáculo con que lo sujetaba.
Sin darles tiempo para recuperarse, Gotrek se lanzó entre ellos como un torbellino mortal. El líder corrió hasta quedar fuera del alcance de la letal arma mientras farfullaba órdenes a sus seguidores. Los mutantes comenzaron a rodear a Gotrek, y sólo los mantenía a distancia el enorme ocho que describía en el aire el hacha de guerra del enano.
Félix se lanzó, entonces, a la refriega. La espada mágica que había tomado del templario Aldred cuando éste murió parecía tan ligera en sus manos como una vara de sauce, y casi cantó cuando hendió con ella la cabeza de un mutante por detrás. Las runas brillaron al rebanar la parte superior del cráneo del mutante con la misma facilidad con que la cuchilla del carnicero corta un trozo de carne. Los sesos de la criatura saltaron como una asquerosa fuente, y Félix hizo una mueca cuando aquella sustancia gelatinosa le salpicó la cara. Se obligó a hacer caso omiso del asco que aquello le causaba, y asestó una estocada a otro mutante. Una sacudida le ascendió por el brazo; la espada se clavó, por debajo de la jaspeada caja torácica, en el corazón putrefacto de la criatura. Vio que los ojos del mutante se abrían de par en par a causa del miedo y el dolor, y que su rostro cubierto de verrugas tenía una expresión de horror; en el momento de morir, el monstruo gimoteó lo que podía ser una plegaria o una maldición dirigida a su dios oscuro.
La mano del poeta estaba mojada y pegajosa, así que cogió mejor el puño de la espada para evitar que le resbalara, pues le atacaban por ambos flancos al mismo tiempo. Esquivó el golpe de una maza con cabeza provista de púas, y lanzó una estocada a la derecha que cortó la mejilla de un mutante parecido a un barril y le cercenó la orejera del gorro de cuero. El gorro se deslizó hacia adelante sobre el rostro de la criatura, le cubrió los ojos y la dejó sin visión por un instante. El poeta le asestó una patada con la punta de su pesada bota de cuero Reikland, y el mutante se dobló por la mitad; estúpidamente, dejó al descubierto el cuello para el golpe que lo decapitó.
Él dolor recorrió un hombro de Félix cuando una maza le acertó un golpe de soslayo. Gruñó y se volvió impulsado por la furia que le causaba el sufrimiento. El corrupto vio la expresión del rostro del poeta y se quedó petrificado por un instante; luego alzó su arma, un gesto que tal vez podía interpretarse como una rendición. Félix negó con la cabeza y le cercenó una muñeca. La sangre salpicó al humano, mientras el mutante gritaba y se retorcía al mismo tiempo que se apretaba el muñón del brazo con la intención de detener la hemorragia.
Entonces, todo pareció suceder a cámara lenta. Félix giró sobre sí y vio que Gotrek se balanceaba como si estuviera borracho. A sus pies había una pila de cuerpos mutilados, y el poeta siguió con los ojos el arco que describía la inmensa hacha que cogió de pleno a otra víctima, cuyo cuerpo destrozado lanzó contra dos enemigos que se agachaban. Los tres cayeron en un enredo, y el hacha comenzó a ascender y descender mientras Gotrek los cortaba en pedazos.
Todo vestigio de humanidad y contención abandonó a Félix en una ola de sed de sangre, miedo y odio, y saltó entre los supervivientes. Veloz como la lengua de una víbora, la espada encantada iba de un lado a otro; las runas brillaban con mayor intensidad a medida que bebía más sangre. El poeta apenas sentía los impactos ni oía los aullidos de dolor y angustia. En ese momento, era una máquina destinada únicamente a matar, y no dedicaba ni un solo pensamiento a la preservación de su propia vida, sino sólo a la aniquilación de los enemigos.
Tan rápidamente como había comenzado, la batalla acabó, y los mutantes, con el líder en cabeza, se batieron en veloz retirada; corrieron tanto como les permitieron sus piernas. Félix los observó mientras huían, y cuando el último de ellos quedó fuera del alcance de su vista se volvió bramando a causa de una frustrada sed de sangre y se puso a cortar en pedazos los cadáveres.
Pasado un rato comenzó a temblar, pues advirtió, por primera vez, la terrible carnicería que habían hecho él y el Matatrolls. Entonces se dobló por la mitad y vomitó.
* * * * *
Las transparentes aguas del arroyuelo corrían teñidas de sangre, y Félix las observó mientras se maravillaba ante lo mucho que se había insensibilizado. Era como si las gélidas aguas se hubiesen filtrado hasta llegar al interior de las venas. Se dio cuenta de lo mucho que había cambiado desde que viajaba en compañía de Gotrek, y no estaba muy seguro de que eso le gustase.
Recordó cómo se había sentido después de matar al estudiante, Krassner, el primer ser vivo que había caído bajo su espada. Fue un accidente acaecido durante lo que se suponía que era un duelo entre muchachos celebrado en el terreno que había detrás de la Universidad de Altdorf. La espada resbaló, y el joven había muerto. El poeta podía recordar la expresión de incredulidad del rostro del muchacho, y su propia sensación de horror, desolación y remordimiento. Había acabado con una vida y se sentía culpable.
Pero ese hecho le había sucedido a algún otro hacía muchísimo tiempo. Desde entonces, desde que había jurado seguir al Matatrolls en su condenada búsqueda de una muerte heroica, había matado y vuelto a matar. Con cada muerte había sentido un poco menos de remordimiento y, con cada muerte, acometer la siguiente le había resultado algo más fácil. Las pesadillas que en otra época lo afligían habían dejado de atormentarlo, y lo había abandonado la sensación de repulsión ante el hecho de acabar con una vida. Era como si la locura de Gotrek se le hubiera contagiado y ya no le importara matar.
Una vez, en su época universitaria, había estudiado la obra del gran filósofo Neustadt. En De Re Munde, el filósofo argumentaba que todas las criaturas vivientes tenían alma y que incluso los mutantes eran seres sensibles, capaces de amar y llevar vidas dignas. No obstante, Félix sabía que los había aniquilado sin pensárselo dos veces; al fin y al cabo, eran enemigos que intentaban matarlo y no podía experimentar ningún auténtico remordimiento por sus muertes, sino sólo maravillarse ante su propia ausencia de sentimientos. Se preguntó en qué punto se había producido aquel cambio y no pudo hallar respuesta.
¿Era por eso por lo que abominaba tanto de los mutantes? ¿Era porque podía ver los cambios que le acaecían a él mismo y temía que pudieran tener una manifestación externa? Su nueva frialdad le resultaba lo bastante monstruosa como para ser justificada. ¿Cómo podía haber sucedido, y cuándo?
¿Fue después de que Kirsten, su primer gran amor, murió a manos de Manfred von Diehl? No lo creía. El proceso era más sutil; una extraña alquimia lo había transmutado durante las largas leguas de su deambular. Un nuevo Félix había nacido allí, en las tierras inhóspitas del fin del mundo, un producto de la aridez del lugar, la dureza de su vida y del número excesivo de muertes presenciadas desde demasiado cerca.
Volvió los ojos hacia Gotrek, y vio que el Matatrolls se encontraba sentado sobre una losa que sobresalía del arroyuelo; tenía la espalda encorvada. Le rodeaba la cabeza una tira de tela arrancada de la capa de Félix, cuya lana roja mostraba una mancha oscura de la sangre seca del enano.
«¿Acabaré, finalmente, por volverme como él? —se preguntó Félix—. ¿Desesperanzado, loco, condenado, muriendo con lentitud a causa de un centenar de heridas menores, en busca de una muerte magnífica con el solo objeto de redimirme?». El pensamiento no lo angustió, y eso, en sí mismo, resultaba inquietante.
«¿Qué he perdido y dónde lo he perdido?», se preguntó mientras escuchaba el murmullo del agua como si pudiese transmitirle una respuesta codificada. Gotrek alzó la cabeza, y su mirada recorrió la escena con lentitud. Félix advirtió entonces que el parche que le cubría el lado derecho se le había caído, dejando al descubierto la cuenca vacía marcada por una cicatriz.
El poeta miró la maraña de árboles desnudos y matas espinosas que los rodeaba, y el gris frío de la roca. Se sintió empequeñecido por la lúgubre sombra titánica de las enormes montañas coronadas de nieve, y se preguntó cómo habían llegado a aquel sitio dejado de la mano de dios y situado a tantos kilómetros de su hogar. Por un momento, le pareció que estaba perdido en la interminable inmensidad del Viejo Mundo, que no tenía ningún punto de referencia temporal ni espacial, que él y el Matatrolls estaban solos en un paraje muerto, como fantasmas que flotaran en la eternidad sujetos por una cadena de circunstancias forjada en el infierno.
Gotrek alzó la mirada hacia él; Félix se la devolvió con una sensación que era casi de odio, y aguardó a que el enano comenzara a jactarse de su fútil victoria sin sentido.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó el Matatrolls, y Félix se quedó boquiabierto.
* * * * *
El territorio era más verde desde que habían salido de las montañas. El tibio sol dorado bañaba las extensas pasturas de los llanos con una luz suave de última hora de la tarde. Aquí y allá florecían macizos de brezo color púrpura, y entre la grama se veían florecillas rojas. Ante ellos, tal vez a una legua de distancia, un enorme castillo gris se alzaba por encima de las llanuras, posado sobre la escarpada cúspide de una colina. Bajo el mismo, Félix podía ver las murallas de una ciudad y el humo que se elevaba, perezoso, de numerosas chimeneas.
Se sentía más relajado y calculaba que llegarían a la ciudad antes de que cayera la noche. Se le llenó la boca de saliva al pensar en carne de vaca cocida y pan recién hecho. Estaba realmente asqueado de las raciones de campaña de los enanos que habían recogido en los Reinos Fronterizos: galletas duras y tiras de carne seca. Esa noche, por primera vez en semanas, podría descansar tranquilo bajo un techo seguro y disfrutar de la compañía de sus congéneres humanos; incluso tendría la posibilidad de beber un poco de cerveza antes de retirarse a la cama. La tensión comenzó a abandonarlo, sintió que se le relajaban los hombros y se dio cuenta de lo nervioso y alerta que había estado durante el viaje, ya que se esforzaba constantemente para descubrir cualquier amenaza oculta que pudieran cobijar las peligrosas montañas.
Volvió los ojos con preocupación hacia Gotrek. El semblante del enano estaba pálido y a menudo se detenía para mirar a su alrededor con aire de absoluta confusión, como si no pudiese recordar del todo por qué se encontraban allí ni qué estaban haciendo. Al parecer, el golpe en la cabeza lo había afectado mucho, aunque Félix no sabía por qué, ya que había visto al Matatrolls recibir golpes mucho peores que aquél.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, casi con la esperanza de que el enano le respondiera con un gruñido.
—Sí, sí, estoy bien —respondió Gotrek, pero su voz era suave y a Félix le recordó la de un viejo.
* * * * *
Después del aire frío y limpio de las montañas, y el perfume fresco de los llanos, la ciudad de Fredericksburgo fue una conmoción para los sentidos. Desde lejos, las casas altas y estrechas, con sus tejas rojas y sus paredes blanqueadas, parecían limpias y ordenadas, pero ni siquiera la luz mortecina del sol poniente lograba ocultar las grietas de los ladrillos ni los agujeros de los terrados de tejas.
En las estrechas calles laberínticas se amontonaban altas pilas de basura, y los perros, famélicos, iban de un montón de vegetación podrida a otro de inmundicia, y defecaban por todas partes. Las calles empedradas olían a orines, moho y grasa, que goteaba en el fuego donde se asaba carne. Félix se cubrió la boca con una mano y sufrió una arcada, al mismo tiempo que advertía la mancha roja de una picadura reciente de pulga encima de los nudillos. «Por fin la civilización», pensó con ironía.
Los vendedores habían colocado faroles para iluminar la plaza del mercado, y las prostitutas se exhibían de pie bajo luces rojas cerca de la puerta de muchas casas. El trabajo del día había concluido, y la atmósfera del lugar cambiaba a medida que la gente acudía a comer y divertirse. Los cuenta-cuentos reunían pequeños círculos de gente en torno a sus braseros de carbón y competían con los prestidigitadores, que hacían aparecer pequeños dragones en medio de nubes de humo. Un supuesto profeta se encontraba sobre un taburete debajo de la estatua del fundador de la ciudad, el héroe Frederick, y exhortaba a la multitud a volver a las virtudes de tiempos anteriores más sencillos.
La gente estaba por todas partes, y sus vivaces movimientos deslumbraban los ojos de Félix. Los vendedores ambulantes le tironeaban de las mangas para ofrecerle amuletos de la suerte y bandejas de pastelillos con canela. En la entrada de un estrecho callejón, unos niños daban patadas a una vejiga de cerdo inflada y desoían los gritos de sus madres, que les ordenaban entrar en casa porque ya había oscurecido. Por encima de sus cabezas, pendían coladas andrajosas sujetas a cuerdas que iban de una a otra ventana de las estrechas callejuelas. Los carros, en ese momento vacíos de carga, se bamboleaban hacia los patios de los carreteros, traqueteando sobre las raíces que afloraban y haciendo saltar los guijarros sueltos.
Félix se detuvo en el tenderete de comida de una anciana y compró un trozo de pollo fibroso que ésta había asado sobre un brasero de carbón. Mientras lo engullía, los tibios jugos le llenaron la boca. Luego permaneció quieto durante un momento en un intento de situarse en aquella algarabía de colores, olores y ruidos.
Al contemplar la multitud, se sintió descolocado. Había soldados vestidos con el tabardo de los burgomaestres locales, y jóvenes ricamente vestidos miraban a las muchachas de la calle e intercambiaban agudezas con sus guardias. En el exterior del templo de Shallya, los mendigos alzaban horribles muñones hacia los mercaderes que pasaban y mantenían los ojos cuidadosamente fijos a media distancia y las manos sobre la bolsa. Campesinos de rostro rubicundo deambulaban borrachos por las calles y contemplaban maravillados los edificios de más de un piso de altura. En los escalones de entrada de las casas se veían mujeres viejas, con la cabeza cubierta por andrajosos pañuelos, que chismorreaban con sus vecinas, y cuyos rostros apergaminados le recordaron manzanas secadas al sol.
«Fredericksburgo, en comparación con Altdorf, es una aldea», se dijo; no había por qué acobardarse. Había pasado la mayor parte de su vida en la capital del Imperio, y allí jamás se había sentido fuera de lugar. Lo único que sucedía era que se había habituado a la quietud y la soledad de las montañas y había perdido la costumbre de sentirse encerrado en una ciudad. No obstante, deberían haber bastado unas horas para adaptarse nuevamente a estar entre los hombres.
De pie entre la multitud, se sintió solo; no era más que otro rostro entre un mar de rostros. Al escuchar la algarabía de voces, no oyó ninguna palabra cordial, sino sólo regateos sobre los precios y chistes groseros. En aquel lugar, había energía, la vitalidad de una comunidad floreciente, pero él no formaba parte del trasiego. Era un extraño, un nómada procedente de tierras salvajes, y tenía poco que ver con aquellas personas que probablemente jamás se habían aventurado más allá de una legua del hogar en que vivían. Se sintió conmocionado por lo extraña que se había vuelto su propia vida, y de pronto experimentó un tremendo anhelo de estar de vuelta en casa, en los cómodos salones recubiertos de madera de la mansión de su padre. Se frotó la vieja cicatriz —un recuerdo del duelo— que tenía en la mejilla derecha y maldijo el día en que lo expulsaron de la universidad para lanzarlo a una vida de delitos insignificantes y de activismo político.
Gotrek deambulaba lentamente por el mercado y contemplaba con aire estúpido los tenderetes que vendían ropa, amuletos y comida, como si no acabase de entender qué estaba sucediendo. El único ojo del Matatrolls estaba muy abierto, y él parecía aturdido. Inquieto por el comportamiento de su compañero, Félix lo cogió por un hombro y lo condujo hacia la puerta de una taberna, sobre la cual había un letrero con un dragón pintado; tenía aspecto perezoso y les gruñó desde arriba.
—Vamos —dijo Félix—. Tomemos una cerveza.
* * * * *
Wolfgang Lammel apartó de un empujón a la camarera que tenía sobre la rodilla. En el intento de resistirse al beso que él pretendía darle, la muchacha le había manchado el alto cuello de terciopelo del justillo con el rojo de labios.
—Lárgate, zorra —le dijo él con su tono más imperioso.
La joven rubia lo miró colérica, con su bonito rostro de campesina arrebolado bajo la máscara de polvos y pintura torpemente aplicados, y distorsionado por la irritación.
—Me llamo Greta —respondió—. Llámame por mi nombre.
—Yo te llamo como me apetece, guarra. Mi padre es el dueño de esta taberna, y si quieres conservar el trabajo que conseguiste hace tan poco tiempo, hablarás con educación.
La muchacha se tragó la contestación que iba a darle y se apresuró a ponerse fuera del alcance del joven.
Wolfgang sonrió afectadamente. Sabía que la joven regresaría; siempre regresaban. El oro de papá se encargaba de que así fuese.
Con una mano bien manicurada, se quitó el rojo de labios del cuello, y luego observó sus aguileñas facciones barbudas en un pequeño espejo de plata para asegurarse de que su suave piel blanca no estaba manchada por el maquillaje de la muchacha. Hizo caso omiso de las risas disimuladas de sus aduladores y de las miradas divertidas de los matones que empleaba como guardaespaldas. Podía permitírselo. Gracias a la riqueza de su padre, era el líder indiscutible de la pandilla de los elegantes jóvenes petimetres clientes de aquella taberna. Por el rabillo del ojo vio que Ivan, el encargado de la taberna, regañaba a la joven. El hombre sabía que no podía ofender al hijo y heredero del dueño. Vio que la muchacha se tragaba una réplica iracunda y luego emprendía el recorrido de regreso.
—Lamento haber ensuciado tu atuendo —dijo con voz suave, y Wolfgang reparó en los dos puntos de color de sus mejillas por lo demás pálidas—. Por favor, acepta mis más humildes disculpas.
—Por supuesto —replicó Wolfgang—. Dado que tu torpeza sólo se ve superada por tu estupidez, y tu estupidez sólo se ve superada por tu falta de atractivo, debo compadecerte. Acepto tus disculpas. Le diré a Ivan que te descuente de la paga el precio de un justillo nuevo para reemplazar el que me has estropeado.
La boca de la muchacha se abrió, pero no dijo nada. Wolfgang sabía que el justillo valía más de lo que ella podía ganar en un mes. Aunque la joven tenía ganas de discutir, sabía que era inútil, porque Ivan tendría que ponerse de parte del petimetre; finalmente, dejó caer los hombros. Wolfgang reparó entonces en la forma en que quedaban a la vista sus pechos a través del escote bajo el corpiño, y se le ocurrió una idea.
—A menos, por supuesto, que desees pagar la deuda de otra manera. Digamos… visitando mis aposentos hoy a medianoche.
Al principio pensó que ella iba a negarse, pues era joven, hacía poco que había llegado del campo y aún tenía pintorescas ideas acerca de la virtud. Pero era una esclava; pertenecía a la clase de campesinos más baja que poseían los señores feudales, y había huido a la ciudad para escapar de la servidumbre. Perder el empleo en la taberna significaba tener que elegir entre morirse de hambre en la ciudad o regresar a su aldea donde la aguardaba la cólera de su amo. Si perdía el trabajo allí, Wolfgang podía encargarse de que no consiguiera otro. Cuando la realidad de esa situación penetró en la mente de la muchacha, bajó la cabeza para asentir una sola vez; el movimiento fue tan mínimo que apenas resultó perceptible.
—En ese caso, quítate de mi vista hasta entonces —dijo Wolfgang.
La muchacha huyó mientras las lágrimas corrían por su rostro, perseguida por burlas zafias.
Wolfgang se permitió un suspiro de satisfacción, y luego vació otra copa de vino. El dulce líquido perfumado con clavo le escoció garganta abajo y prendió fuego a su estómago. Miró a Heinrich Kasterman, sentado al otro lado, y el joven noble, gordo y con cara de cerdo, dejó de atracarse el tiempo suficiente como para dirigirle una sonrisa insinuante.
—Bien hecho, Wolfgang. Antes de que acabe esta noche, habrás iniciado a Greta en los secretos misterios de nuestro Señor Oscuro. ¿Puedo reunirme contigo más tarde? Pido turno.
Wolfgang frunció el entrecejo cuando Heinrich hizo el signo secreto de Slaanesh. Ni siquiera la fortuna de su padre podría protegerlo si llegara a saberse que él y varios de sus camaradas de confianza eran seguidores del Señor del Vicio. Miró a su alrededor para ver si alguien había prestado atención a lo dicho por el gordo estúpido, pero nadie parecía haber reparado en ellos. Se relajó mientras se decía que estaba injustificadamente inquieto. La verdad era que estaba un poco nervioso desde que le había aparecido el estigma en el pecho. Los libros le aseguraban que era un signo de especial favor de su poderoso Señor, una marca que demostraba que era uno de los Elegidos. Aun así, si un cazador de brujas descubría alguna vez…
Quizá lo más sensato fuera acabar con la muchacha después de que él hubiese conseguido lo que quería esa noche.
—Tal vez. Bueno, ésa es la diversión de esta noche… Pero ¿qué haremos hasta entonces para entretener las largas y tediosas horas en este aburrido sitio?
No veía a nadie a quien mereciese la pena atormentar. La mayoría de los parroquianos era de una condición social similar a la suya, e iban acompañados de sus propios guardaespaldas. En un rincón había sentado un anciano, sin duda un hechicero, reclinado sobre un báculo. Los dos reservados de las esquinas estaban llenos de alegres peregrinos sigmaritas. Sólo un estúpido haría enfadar a un hechicero, y los peregrinos eran demasiado numerosos como para que resultaran presa fácil. Las antorchas oscilaron a causa de la corriente de aire que produjo la puerta exterior al abrirse.
—Tal vez acaba de llegar la diversión para esta velada.
Una pareja extrañamente dispar entró en El Dragón Dormido. Uno era un hombre alto y flaco, de cabello rubio, cuyo rostro bronceado y apuesto estaba marcado por una larga cicatriz. Resultaba obvio que en otros tiempos las ropas que llevaba habían sido elegantes, pero entonces estaban manchadas, remendadas y maltratadas por el largo viaje. Por los atuendos, podría haberse tratado de un mendigo, pero había algo en su porte, un aplomo nervioso, que sugería que no estaba tan de capa caída como parecía.
El otro era un enano al que el hombre le sacaba una cabeza de estatura, a pesar de la cresta de pelo rojo que coronaba la cabeza del primero. No obstante, sin duda debía pesar considerablemente más que el humano, habida cuenta de los músculos que recubrían su esqueleto de huesos grandes; llevaba en una mano un hacha que un herrero podría haber tenido dificultades para levantar con dos. Su cuerpo lucía extraños tatuajes, y un rústico parche de cuero le cubría un ojo. Wolfgang nunca había visto a nadie como él. El enano parecía herido, se movía con lentitud, y su mirada era inexpresiva, estúpida y confusa.
Avanzaron hasta la barra, y el hombre pidió dos jarras de cerveza. Su acento y el Alto Reikspiel bien modulado que hablaba sugerían que era un hombre culto. El enano dejó el hacha junto al fuego, y el hombre pareció, de algún modo, conmocionado, como si fuese la primera vez que lo veía haciendo algo semejante.
La taberna había quedado en silencio, a la espera de lo que dirían Wolfgang y sus compinches. Éste sabía que ya lo habían visto antes atormentar a otros recién llegados, así que suspiró; suponía que tenía que mantener su reputación.
—Bueno, bueno. ¿Ha llegado un circo a la ciudad? —comentó en voz alta, pero, para su irritación, los dos que estaban en la barra hicieron caso omiso de él—. ¡Oye, zoquete! ¡He preguntado si había llegado un circo a la ciudad!
El hombre ataviado con la capa roja desteñida se volvió a mirarlo.
—¿Estás hablando conmigo? —inquirió con voz suave y cortés aunque desmentida por la mirada fría y firme que dirigió a Wolfgang.
—Sí, contigo y con el imbécil de tu amigo. ¿Sois tal vez unos payasos que viajan con una compañía itinerante?
El nombre rubio le echó un vistazo al enano, que continuó mirando a su alrededor con aire aturdido.
—No —respondió, y se volvió hacia su jarra de cerveza.
El hombre pareció confundido, como si esperase una reacción por parte del enano, una reacción que no se produjo.
Nada enfurecía más a Wolfgang que el hecho de que alguien demostrara su desprecio obviándolo.
—Me pareces hosco y grosero. Si no te disculpas, haré que mis hombres te den una lección de buenos modales.
El hombre de la barra apenas movió la cabeza.
—Creo que si alguno de los presentes necesita una lección de cortesía, ése eres tú —replicó con voz calma.
La risa nerviosa de los otros parroquianos de la taberna avivó las chispas del enojo de Wolfgang. Heinrich se lamió los labios y se golpeó una rechoncha palma con un puño cerrado. Ante tal gesto, Wolfgang asintió con la cabeza.
—Otto, Herman, Werner, ya no puedo soportar el olor de este vagabundo. Expulsadlo de la taberna.
Herman se acercó a Wolfgang y se pasó los nudillos del puño cerrado por la descuidada barba.
—No sé si eso será prudente, mi señor. Esos dos parecen duros de pelar —susurró.
Otto se frotó la cabeza afeitada mientras miraba al enano.
—Ese lleva los tatuajes de los Matatrolls. Se supone que son peligrosos.
—También lo eres tú, Otto. No te mantengo cerca por tu ingenio y tu encanto, ya lo sabes. Ajustadles las cuentas.
—No sé… —refunfuñó Werner—. Podría ser un error.
—¿Cuánto te paga mi padre, Herman?
El hombretón se encogió de hombros con aire resignado y les hizo un gesto a los otros matones para que lo siguieran. Wolfgang vio que se calzaba algo duro y metálico en el puño, y se repantigó para disfrutar del espectáculo.
El nombre del cabello rubio observó a los guardaespaldas que se aproximaban.
—No queremos problemas con vosotros, caballeros.
—Demasiado tarde —respondió Herman, y le lanzó un puñetazo. Para sorpresa de Wolfgang, el desconocido paró el golpe de Herman con el antebrazo, y luego hizo que el hombretón se doblara en dos con un puñetazo asestado en su amplia barriga. El enano no se movió.
—¡Gotrek, ayúdame! —gritó el hombre cuando los guardaespaldas se precipitaron sobre él.
El enano se limitó a mirar a su alrededor con aire aturdido y retrocedió cuando Werner y Otto aferraron al hombre joven por los brazos. Éste luchó con bravura e hizo saltar a Otto mediante una patada en la espinilla; luego golpeó a Werner en la cara, que retrocedió tambaleándose al mismo tiempo que se aferraba la nariz, que sangraba profusamente.
Karl y Pierre, dos de los patanes a sueldo de Heinrich, se unieron a la refriega. Karl le asestó al hombre rubio un golpe con una silla en la parte trasera de la cabeza, y lo tumbó. Los otros lo levantaron y lo pusieron contra la barra; entonces Werner y Otto lo sujetaron, y Herman procedió a descargar su enojo sobre el indefenso desconocido.
Heinrich hacía una mueca cada vez que un puño se estrellaba contra el cuerpo del forastero, y Wolfgang sintió que sus propios labios se separaban con un gruñido. Se encontró jadeando a causa de la sed de sangre, y notó una verdadera tentación de dejar que Herman continuara golpeando hasta matar al hombre. Entonces, sus pensamientos se desviaron hacia Greta, y se excitó. Había algo en el dolor, particularmente el de otras personas, que lo atraía. Tal vez más tarde, él y la muchacha seguirían esa línea de pensamiento hasta su conclusión lógica.
Finalmente, Wolfgang salió de aquella ensoñación. El joven de Reikland estaba amoratado y ensangrentado cuando él hizo una señal para indicar que ya era suficiente; después ordenó que lo arrojaran a la calle. El enano continuaba sin darse cuenta de nada.
* * * * *
Félix se encontraba tendido sobre una pila de basura y le dolía todo el cuerpo. Tenía floja una muela, y algo mojado le corría por la nuca; esperaba que no fuese su propia sangre. Una rechoncha rata negra se detuvo sobre un montón de comida mohosa y lo contempló. La luz de Mannslieb hacía que sus ojos rojos brillasen como estrellas malévolas.
Intentó mover una mano, y cuando lo logró la puso en el suelo para apoyarse en la tierra y preparar la monumental tarea de levantarse. Algo blando se aplastó bajo su palma. Sacudió la cabeza, y unas lucecillas plateadas pasaron a toda velocidad ante su campo visual. El esfuerzo del movimiento era excesivo para él, así que se tumbó de espaldas, en medio de la pila de basura, que le pareció una cama blanda y cálida.
Volvió a abrir los ojos y pensó que debía de haber perdido el conocimiento, aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido. La luna de mayor tamaño estaba más alta que antes. Morrslieb, el satélite menor, se había reunido con ella en el cielo. Su inquietante luz iluminaba la calle de modo irregular. La niebla había comenzado a levantarse, y a lo lejos la lámpara del sereno nocturno proyectaba un círculo de luz sulfurosa. Félix oyó los lentos y penosos pasos de un anciano.
Alguien lo ayudó a ponerse de pie, y un mechón de largo cabello ondulado le hizo cosquillas en la cara. El olor a perfume barato rivalizaba con el de la basura dentro de sus fosas nasales. Con lentitud, se filtró en el cerebro de Félix la idea de que su benefactor era una mujer, y entonces comenzó a deslizarse, y ella luchó para sostener el peso del poeta.
—Herr Wolfgang no es un hombre agradable.
«Es la voz de una campesina», decidió Félix. Las palabras sonaban agradablemente ligadas entre sí, y la voz tenía una calidad profunda, como de tierra. Alzó la vista hacia un ancho rostro de luna, y unos grandes ojos azules lo miraron por encima de unos pómulos altos.
—Jamás lo habría adivinado —replicó Félix. El dolor le invadió un flanco cuando la punta de la vaina se atascó en la basura y el puño de la espada entró en contacto con una zona delicada que tenía debajo de las costillas—. Me llamo…, ¡ay!…, Félix, por cierto. Gracias por tu ayuda.
—Soy Greta. Trabajo en El Dragón Dormido. No podía dejarte tirado en la calle.
—Creo que deberías buscarte un lugar que tuviese mejores parroquianos, Greta.
—Eso empiezo a pensar. —Su boca, algo más ancha de lo normal, le sonrió con nerviosismo.
La luz de las lunas se reflejaba en su rostro empolvado y le confería un aspecto pálido y enfermizo; «si no fuese por el maquillaje, sería una muchacha hermosa», pensó el poeta.
—No puedo creer que nadie haya salido para ver cómo estabas —decía ella en ese momento.
La puerta de la taberna se abrió, y de modo automático Félix se llevó la mano derecha al puño de la espada, un movimiento que hizo que profiriera un grito ahogado de dolor. Sabía que estaría indefenso si los matones volvían a echársele encima.
Gotrek apareció en la puerta con las manos vacías. Tenía la ropa mojada de cerveza y la cresta aplastada y sucia, como si alguien hubiese metido al enano en un barril de cerveza. Félix le echó una mirada feroz.
—Gracias por ayudarme, Gotrek.
—¿Quién es Gotrek? —preguntó el Matatrolls—. ¿Me hablas a mí?
—Vamos —intervino Greta—. Será mejor que os lleve a los dos al sanador ahora mismo. Él es un poco extraño, pero a mí me cae muy bien.
* * * * *
El consultorio del alquimista Lothar Kryptmann olía a formol, incienso y raíz de bruja. Las paredes estaban cubiertas por estantes, sobre los que descansaban frascos con productos químicos: cuerno de unicornio en polvo, mercurio, cal viva y hierbas secas. Sobre un pedestal situado en un rincón, había un buitre sarnoso de brillantes ojos; tenía parches pelados y una de las alas carecía de plumas. Félix necesitó algo de tiempo para darse cuenta de que estaba embalsamado. Sobre un sólido escritorio, en medio de una pila de papeles garabateados con una letra infernalmente ilegible, había un frasco enorme que contenía la cabeza en formol de un hombre bestia con testa de carnero. Una mano, que servía de pisapapeles improvisado, impedía que las hojas salieran volando a causa de la corriente que entraba por las ventanas mal cerradas.
La oscilante llama de las antorchas situadas en sus nichos humeaba y proyectaba sombras huidizas en la fría habitación. Se veían libros encuadernados en cuero con desteñidas letras doradas que lucían el nombre de los grandes filósofos de las ciencias naturales; estaban metidos de modo desordenado en librerías que se curvaban peligrosamente bajo su peso. La cera de un cirio pegado a un platillo de porcelana goteaba sobre el volumen superior de una pila de libros, y en la parrilla del hogar crepitaba una pila pequeña de carbón encendido. Félix vio algunas hojas de papel medio consumido que sobresalían de la chimenea y decidió que aquel sitio sería un verdadero peligro en caso de declararse un incendio.
Kryptmann cogió otra pizca de hierbas, la esnifó y se limpió la nariz con la manga de la mugrienta túnica, con lo que añadió una marca más a las runas cosidas en ella. Arrojó una pequeñísima medida de carbón al fuego con una palita de latón, y luego se volvió para mirar a los pacientes.
Félix pensó que el alquimista se parecía desmesuradamente al buitre embalsamado del rincón. Su cabeza calva estaba enmarcada por alas de ingobernable cabello gris, la enorme nariz aguileña sobresalía por encima de unos labios finos y fruncidos con remilgo, y los pálidos ojos grises destellaban detrás de unos quevedos. Félix reparó en que las pupilas eran muy grandes, dilatadas, signo inconfundible de que Kryptmann era adicto a la raíz de bruja, una hierba alucinógena. Cuando el alquimista se movía, la voluminosa túnica se agitaba en torno a su fina constitución y le confería el aspecto de un pájaro que, pese a no ser capaz de volar, intenta despegar del suelo.
Kryptmann se acercó a ellos y se sentó a medias en el borde del escritorio; luego señaló a Félix con un largo dedo huesudo. Félix advirtió que la uña estaba mordida y que debajo había un bonito sedimento de suciedad. Cuando Kryptmann habló, lo hizo con una voz rasposa y aguda, tan irritante como un director de escuela que pasara las uñas por la pizarra.
—¿Te sientes mejor, joven amigo mío?
Félix tuvo que admitir que así era. Por poco agradable que fuese el aspecto de Lothar Kryptmann, éste conocía su profesión. Los ungüentos que le había aplicado ya habían reducido la hinchazón de las contusiones, y el brebaje de sabor repulsivo que le había obligado a beber había hecho que el dolor se evaporase como la bruma al sol de la mañana.
—¿Dices que los guardaespaldas de Wolfgang Lammel hicieron esto, Greta?
La muchacha asintió con la cabeza, y el alquimista chasqueó varias veces la lengua en señal de desaprobación.
—El joven Wolfgang es un mal elemento. Sin embargo, «malum se delet» como dice el De Re Munde.
—Tal vez en el caso del joven Wolfgang es posible que el mal se destruya a sí mismo, en efecto, pero yo estoy dispuesto a echarle una mano —respondió Félix.
—¡Entiendes la lengua clásica! ¡Ah!, eso es excelente. Pensaba que todo el respeto por el aprendizaje había muerto en esta época ignorante —declaró Kryptmann, feliz—. Fantástico. Me alegra sobremanera haber podido ayudar a un colega erudito. ¡Ojalá fuese tan simple curar a tu amigo!, pero me temo que será casi imposible. —Sonrió con aire soñador, y Gotrek, desde el rincón donde se encontraba sentado, lo miró con expresión tan vacía como un pozo.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Greta—. ¿Qué le sucede?
—Al parecer, su mente ha sido perturbada por un golpe que recibió en la cabeza. Sus lóbulos mnemónicos se han visto violentamente conmocionados, y muchos recuerdos han volado. Ya no sabe muy bien quién es, y su capacidad de razonar está menoscabada.
«Y no es que haya tenido nunca demasiada», pensó Félix.
—Además, los estados anímicos que gobiernan su personalidad han adoptado una configuración diferente. Supongo que últimamente no ha estado comportándose del todo de acuerdo con lo habitual, ¿verdad, joven amigo mío? Por su apariencia veo que pertenece al culto de los Matatrolls, que no son precisamente famosos ni por su tolerancia ni por ser pacíficos.
—Cierto —reconoció Félix—. En condiciones normales, les habría arrancado los pulmones a esos hombres por haberlo insultado.
Advirtió que el bonito rostro de Greta se animaba ante la mención de que aquellos hombres podrían haber sido tratados de manera violenta, y se preguntó qué resentimiento abrigaba contra ellos. Félix se vio forzado a admitir que él tenía un motivo aún más innoble para querer que el enano se curase: quería vengarse de los hombres que lo habían golpeado, y sabía que era improbable que pudiese llevarlo a cabo en solitario.
—¿No se puede hacer nada por él? —inquirió al mismo tiempo que sacaba su bolsa, dispuesto a pagar por el tratamiento; pero Kryptmann sacudió la cabeza.
—Aunque… tal vez otro golpe en la cabeza sería la solución.
—¿Se refiere a darle un golpe sin más?
—¡No! Tendría que ser un golpe fuerte, asestado de la manera correcta. A veces, funciona, pero las probabilidades son, sin duda, una entre mil. Cabe la posibilidad de que una solución semejante no haga más que empeorar las cosas, y tal vez incluso mate al paciente.
Félix negó con la cabeza, pues no quería arriesgarse a matar a Gotrek. Se le cayó el corazón a los pies, y lo colmó una compleja mezcla de emociones. Le debía muchas veces la vida al Matatrolls, y estaba preocupado por el estado de confusión en que se hallaba y por la incapacidad para recordar cualquier cosa, incluido su propio nombre. Le parecía incorrecto dejar al enano en semejante estado, y sentía la necesidad de hacer algo al respecto.
Por otro lado, desde aquella noche de borrachera en que había jurado acompañar a Gotrek en su suicida empresa y dejar constancia de su final en un poema épico para que fuese recordado por la posteridad, no había tenido más que problemas. La enfermedad de Gotrek constituía una oportunidad para no cumplir aquel juramento, ya que en ese estado parecía que Gotrek había olvidado todo lo relativo a la búsqueda de su propia muerte. Félix podría regresar a casa y continuar con una vida normal, y tal vez sería más benevolente dejar al enano tal y como estaba, desconocedor de los crímenes que había cometido y del lóbrego destino que lo impulsaba hacia su fin.
No obstante, ¿podía realmente abandonar a Gotrek a su suerte dado el estado de disminución de las facultades que lo aquejaba? ¿Y cómo llegaría él hasta Altdorf a través de incontables leguas de desiertos y bosques infestados de peligros sin ayuda de la poderosa hacha del Matatrolls?
—¿No hay nada más que pueda hacerse?
—Nada. A menos que…
—¿A menos que qué?
—No… En cualquier caso, probablemente tampoco funcionaría.
—¿Qué no funcionaría?
—Tengo la fórmula de un elixir que normalmente usan los magos cuando se encuentran al borde de la senectud. Entre otras cosas, contiene seis partes de raíz de bruja y una parte de girasol de montaña. Se dice que es muy bueno para devolver los fluidos a su configuración correcta.
—Tal vez deberías intentarlo.
—¡Ojalá pudiera, amigo mío!, pero el girasol de montaña es raro y para que tenga el máximo poder debe ser recogido al morir el día en las laderas más altas del Monte Fuego Negro.
Félix suspiró.
—No me importa cuánto cueste.
Kryptmann se quitó los quevedos y comenzó a lustrarlos contra una manga de la túnica.
—¡Ay!, me has interpretado mal, joven. Yo no busco un insignificante beneficio pecuniario; sólo digo que no tengo girasol de montaña.
—Bueno, pues entonces no hay nada que hacer.
—Espera —dijo Greta—. El Monte Fuego Negro no está lejos de aquí. El paso que lleva su nombre corre cerca de la cúspide… ¿No podrías ir a recoger algunas de esas flores, Félix?
—¿Regresar a las montañas en esta época del año yo solo? Allí arriba hay bandas de mutantes enloquecidos.
—No dije en ningún momento que fuese una solución fácil —replicó Kryptmann, y entonces Félix gimió, aunque esa vez no fue simplemente por dolor.
—Mañana. Ya pensaré en el asunto mañana.
Kryptmann asintió con aire sabio.
—No creo recomendable que regreses a la posada esta noche. El templo de Shallya tiene un albergue para indigentes, y es probable que si os dais prisa consigáis una cama para pasar la noche. Y ahora, por lo que respecta a mis honorarios, dada tu obvia pobreza renunciaré a ellos si me traes una buena cantidad de girasoles de montaña.
Félix echó una mirada a su bolsa casi vacía y dejó caer los hombros con gesto de derrota.
—De acuerdo, iré a buscarlos.
Gotrek permanecía sentado con la vista inexpresiva fija en la distancia, y Félix se preguntó qué sucedía tras aquel único ojo demente y vacuo.
* * * * *
Wolfgang Lammel yacía, borracho, sobre la cama. Desde El Dragón Dormido, situado en la planta baja, le llegaban los sonidos amortiguados del jolgorio. Ni siquiera las espesas alfombras bretonianas que cubrían el piso ni los gruesos cristales emplomados de Tilea de las ventanas podían aislarlo del todo. Vació de un trago la copa de jerez de Estalia y se desperezó, disfrutando de la caricia de las sábanas de satén en su piel. Con un suspiro nostálgico cerró el viejo volumen de Catay, su libro de cabecera, el primero que había adquirido en aquella extraña librería de Nuln. A decir verdad, la caligrafía le resultaba ya bastante simplista y las posiciones de las parejas que lo ilustraban le resultaban tediosas y poco experimentadoras. Sólo una de ellas podría haber sido vagamente interesante, pero ¿dónde podía conseguirse una pitón-diablo de Lustria en Fredericksburgo en esa época del año?
Se levantó de la cama y se envolvió bien en la bata de seda para ocultar el estigma que tenía en el pecho. Sonrió; la prenda había sido regalo del fascinante viajero Dieng Ching, huésped de la condesa Emmanuelle, otro cliente de la librería Libros Exóticos y Emporio del Coleccionista de Van Niek. Él y Wolfgang habían pasado una interesante velada juntos en El Amado de Verena, un burdel famoso, situado en el complejo universitario de Nuln. El Celestial, como se llamaba a sí mismo, había demostrado tener conocimientos de muchas filosofías esotéricas y misterios ocultos de numerosos cultos secretos. A despecho de su falta de interés en los puntos más refinados del culto a Slaanesh, había resultado un compañero de lo más estimulante…, uno de los muchos a quienes había conocido Wolfgang durante el tiempo que pasó en Nuln.
En ese momento echaba de menos la época universitaria. Deploraba aquella ciudad atrasada, con sus muchachas campesinas de cara de luna y sus cortesanas de tercera categoría, que no tenían la más mínima imaginación. A menudo consideraba los tiempos pasados en Nuln como una época dorada de su vida a la que jamás podría regresar. No había recibido precisamente el tipo de educación que su padre imaginó al enviarlo a la mejor universidad del Imperio, aunque sí una en la que Wolfgang había sido un alumno destacado. Sus profesores se contaban entre los donjuanes y calaveras más libertinos de sus tiempos. Era una lástima que no le hubiese ido tan bien en sus estudios más convencionales, y que los tutores acabaran por escribirle a su padre para ponerlo al corriente de lo que consideraban la verdad acerca de él.
Wolfgang profirió una sonora carcajada. ¡La verdad! Si aquellos apergaminados ancianos hubiesen tenido la más remota idea de cuál era la realidad de sus actividades, habrían mandado llamar a los cazadores de brujas. Si su padre tuviese la más ligera sospecha de la verdad, no se limitaría a amenazar con desheredarlo; lo haría desterrar a los bosques para que se reuniera con el hinchado primo de Heinrich, Dolphus, el que había continuado comiendo hasta parecer una bola de masa. Corrían rumores de que lo habían sorprendido intentando tostar una oreja de su propia madre.
Las historias como ésa demostraban la escasez de imaginación de los habitantes de la ciudad.
¿Qué podía saber una gente tan poco imaginativa acerca del culto al Señor Slaanesh, el auténtico dios del dolor y el placer? Cogió una estatuilla que tenía junto a la cama y la estudió. El tallado del jade era casi perfecto, y representaba un ser hermafrodita desnudo, excepto por una capa abierta que dejaba a la vista su único pecho de mujer. Un brazo llamaba tentadoramente a quien lo miraba y una leve sonrisa de lascivia, y quizá de desprecio, animaba su hermoso rostro. Wolfgang la contempló de un modo parecido al amor. No, ¿qué podían saber esos estúpidos avaros despreciables acerca del culto a un dios auténtico?
Sus mentes se habrían derrumbado bajo el impacto enloquecedor de los secretos que Wolfgang había aprendido en las catacumbas de Nuln. Sus almas débiles habrían quedado anuladas por las extrañas reuniones que tenían lugar en las casas de asesinato de la Kommerzplatz. Ni siquiera en sus más disparatadas fantasías podrían haber visualizado lo que él había visto en el cementerio-burdel de la periferia de la ciudad, donde las prostitutas mutantes ofrecían sus servicios a los depravados nobles en el llamado Circo Nocturno.
Wolfgang había visto la verdad: que el mundo estaba acabado; que los Poderes Siniestros aumentaban su fuerza; que el ser humano era algo depravado y enfermo, que ocultaba sus lujurias tras una máscara de decoro. No quería tener nada que ver con una hipocresía semejante. Había recurrido a un dios que ofrecía éxtasis en la tierra en lugar de una incierta vida en el más allá. Conocería los últimos instantes de la vida humana antes del fin de todas las cosas. Sonrió ante las verdades que el vino le había revelado, y que eran una prueba más de la superioridad de Slaanesh.
Volvió a dejar el libro de cabecera y la estatuilla junto al ejemplar de Los Secretos del Harén, de Al-Hazim; luego cogió una varita de raíz de bruja especial del frasco donde la guardaba, y a continuación deslizó el panel que cerraba el nicho secreto. No le interesaba que papá le hiciese una visita sorpresa y encontrara aquellas cosas. Sólo la esperanza de casar a su único hijo con la porcina hermana de Heinrich, Inge, impedía que el anciano echara a Wolfgang de su casa sin un céntimo. No obstante, su padre sí que tenía una gran virtud: podría ser un viejo aburrido, severo y avaro, pero era un esnob incurable.
Constituía la única razón por la que había enviado a Wolfgang a la universidad, la única por la que le daba dinero suficiente como para vivir como un cortesano imperial. Quería que los Lammel se unieran a la nobleza, y la familia de Heinrich, aunque endogámica y pobre, pertenecía sin duda a aquella clase social. Sí, el padre soñaba con que un día su nieto contaría con el favor del Emperador. «¡Piensa en lo bueno que sería eso para los negocios!», solía exclamar con frecuencia.
La raíz de bruja le produjo comezón en la lengua, y se preguntó si Kryptmann le habría añadido más piedra de disformidad como él le había ordenado. Eso le daba mayor sabor a la droga. Incluso entonces podía recordar el semblante pálido y nervioso del alquimista mientras le advertía de los peligros de la exposición a la piedra de disformidad. No obstante, sus contactos de Nuln le habían proporcionado información importante acerca del alquimista, y mientras guardara el pequeño secreto de Kryptmann, éste haría lo que le ordenara. A Wolfgang le divertía ver cómo el miedo y el odio batallaban en el rostro del anciano. Tal vez había llegado el momento de hacerle preparar aquel veneno… «Papá está poniéndose bastante fastidioso, últimamente».
El reloj tocó las doce, y Wolfgang se estremeció porque la raíz de bruja hizo que el sonido se pareciera al doblar de las campanas del templo de Altdorf. Lo miró. Tenía la misma forma que el de Sigmar, construido para que se pareciese a un templo alto y con tejado a dos aguas. El efecto de la raíz de bruja difuminó los contornos y confirió una extraña calidad animada a las diminutas figuras de enanos que emergieron del interior del mecanismo para golpear el gong que tenía bajo la esfera.
Wolfgang se dio cuenta de que la muchacha se retrasaba, aunque tal vez era algo excusable, ya que pocas personas tenían acceso a un reloj tan preciso como el suyo. Era una obra de arte, un trabajo de precisión, hecho por el mejor artesano enano de Karak Kadrin. No obstante, la zorra llegaba tarde. Ya la haría pagar después por su retraso. En el armario guardaba algunos de los mejores látigos de piel de orco, así como algunos utensilios de placer más sofisticados.
Se acercó al fuego dando traspiés, pues el vino y la raíz de bruja lo habían entorpecido, y comprobó de nuevo que la posición de la alfombra de piel de oso era la correcta. No sabía por qué se tomaba tantas molestias por una campesina, aunque adivinaba que no lo hacía por ella, sino por sí mismo y por su dios. Cuanto más placer se concediera, más complacido estaría el Señor del Hedonismo.
Se encaminó hacia la ventana, retiró las cortinas de brocado y miró al exterior a través del cristal texturado. Ni rastro de la muchacha. Un momento… ¿Qué era eso? Parecía ella que avanzaba calle abajo hacia la taberna. ¿No debería haber estado sirviendo en la planta baja? ¿Qué estaba haciendo en el exterior a esas horas de la noche? La niebla era muy espesa, y tal vez no se trataba de ella.
En cualquier caso, ¿qué importaba, siempre y cuando acudiera a su habitación? Wolfgang oyó que la escalera crujía bajo un peso ligero, y se alegró de haber importunado a papá para que le permitiera tener aquellos aposentos de la planta superior de El Dragón Dormido. Él suponía que su padre había cedido a sus ruegos porque, a pesar de sus afirmaciones, no quería realmente saber en qué andaba metido su heredero.
Avanzó con paso tambaleante hasta la puerta, y sintió que se excitaba a pesar del alcohol y las drogas. La raíz de bruja lo hizo estremecer de la cabeza a los pies. Debía admitir que la muchacha tenía una cierta belleza campesina que podría describírsela como atractiva en aquella luz suave. Pronto la iniciaría en los misterios de Slaanesh de la forma adecuada y prescrita.
Se oyó un golpe suave e inseguro en la puerta, y Wolfgang la abrió de par en par. Entraron unos jirones de niebla, y vio a Greta ante sí, envuelta en una capa barata.
—Bienvenida —dijo Wolfgang con torpeza de borracho, al mismo tiempo que permitía que la bata se deslizara de sus hombros para dejar a la vista su cuerpo desnudo.
Se sintió gratificado cuando los ojos de la muchacha se abrieron de par en par, aunque la sensación duró muy poco porque ella abrió la boca y comenzó a gritar.
* * * * *
Félix despertó rodeado por el olor de la col hervida y el hedor de los cuerpos sucios. La frialdad de las losas de piedra del suelo se le había filtrado hasta los huesos, y se sentía viejo. Al sentarse descubrió que habían vuelto los dolores de la paliza que había recibido la noche anterior. Luchó por contener las lágrimas que le producía el sufrimiento y buscó a tientas los analgésicos que le había dado el alquimista.
La luz se filtraba a través del techo abovedado y permitía ver los cuerpos que abarrotaban el vestíbulo del templo. Los pobres desventurados de toda la ciudad habían acudido allí en busca de cobijo para pasar la fría noche, y los habían encerrado a todos juntos. Las grandes puertas dobles estaban aseguradas con una tranca, aunque las personas que se encontraban allí no tenían nada que robar, y Félix se admiró ante aquellas precauciones. Las puertas del otro lado de la habitación, donde las sacerdotisas estaban poniendo una mesa de mimbre, también habían sido atrancadas. La noche anterior había oído cómo se deslizaban los pesados cerrojos, después de haber sido cerrada la puerta principal. Entonces se preguntó si realmente podía existir gente capaz de robar a los más pobres entre los pobres. Por lo que había visto hasta ese momento en Fredericksburgo, pensaba que sí.
Los iconos de los mártires miraban desde lo alto con melancólicos ojos de madera a la harapienta multitud. A pesar de su factura tosca y de bajo coste, los habían colocado a demasiada altura para que alguien del vestíbulo pudiese alcanzarlos sin usar una escalera de mano. «¡Qué poca confianza hay en el mundo! —pensó—. Es realmente triste que los servidores de Shallya tengan que protegerse de aquellos a quienes prestan auxilio». Al mirar a la gente que lo rodeaba, pensó que era triste de verdad…, pero prudente. Aquellas personas parecían duras.
Un anciano yacía llorando en el suelo. Durante la noche, la pierna de madera se le había soltado del muñón de la rodilla, y alguien se la había robado o escondido. Se arrastraba, frenético, de un lado a otro, preguntándoles a los demás si la habían visto. Una anciana, con el rostro destrozado por la sífilis, se encontraba sentada y tosía tapándose la boca con un pañuelo manchado de sangre. Dos jovencitos que apenas habían llegado a la adolescencia yacían abrazados en el suelo para darse calor. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Habrían huido de su casa o eran huérfanos? Uno de ellos se sentó, bostezó y sonrió. Era una muchacha de enmarañado cabello rubio con la expresión esperanzada de la juventud, y Félix se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que se la hicieran perder a golpes.
El anciano demente que se había pasado toda la noche bramando que se avecinaba el fin del mundo se había dormido al fin. Sus desvaríos sobre cánceres que aquejaban el mundo y ratas que roían los fundamentos de las montañas se habían filtrado en los sueños de Félix para provocarle pesadillas que giraban en torno a las cosas que había visto debajo de Karak-Ocho-Picos. El poeta se arropó bien con la capa e intentó hacer caso omiso de los lacerantes dolores que le recorrían los omóplatos.
A su alrededor, los mendigos comenzaban a levantarse trabajosamente de lechos de paja y, mientras se rascaban las picaduras de pulga, arrastraban los pies hacia la improvisada mesa colocada al otro extremo del vestíbulo del templo. Las sacerdotisas de la diosa, vestidas de blanco, servían en cuencos de madera sopa de col, que sacaban de una enorme sopera de latón.
—Será mejor que te des prisa si quieres desayunar —dijo un mugriento y viejo guerrero, cuya oreja se veía inflamada a causa de repetidos golpes. El olor a alcohol barato de su aliento era casi abrumador—. Aquí, el primero que llega es el primero al que sirven. La munificencia de la compasiva diosa no es ilimitada.
Félix se tumbó de espaldas y observó el resquebrajado enlucido del techo. Un mural de la diosa curando a los quinientos en el río de Nuln comenzaba a descascarillarse a causa de la humedad, y los palomos posados sobre su hombro eran casi borrones informes. Aquella visión le trajo al poeta recuerdos de infancia.
Evocó la última larga enfermedad de su madre, quien iba con frecuencia a orar al templo. Por entonces, él tenía nueve años, y no podía comprender, ni tampoco sus hermanos, por qué la madre tosía tanto y pasaba tanto tiempo en el templo. Les aburría estar allí; deseaban salir a jugar al exterior, y no quedarse encerrados con aquellas serenas ancianas ataviadas de blanco y sus interminables plegarias. Mientras lo recordaba, comprendía por qué su madre tenía el semblante tan pálido y entonaba con voz queda la letanía del penitente. Lo sorprendió la fuerza de aquel recuerdo y el dolor que conllevaba, a pesar de que habían pasado casi trece años. Se obligó a sentarse y a reprimir las ganas que tenía de salir de allí.
Gotrek yacía en un lecho de paja enfrente de él, y roncaba sonoramente. Dormido, su rostro tenía una inocencia peculiar, al desaparecer las profundas líneas que erosionaban el semblante de facciones duras, y devolverle un aspecto casi juvenil. Por primera vez, Félix se preguntó qué edad tendría el Matatrolls. Al igual que todos los enanos, lo rodeaba un aire de seguridad que sugería larga experiencia, y sin duda todo en Gotrek apuntaba a que había soportado sufrimientos más que suficientes para la vida de cualquier ser.
Félix pensó en la esperanza vital de los enanos. Sabía que no eran ni con mucho inmortales, como se decía de los elfos, pero sí que tenían vidas largas. ¿Qué edad tendría el Matatrolls? Sacudió la cabeza, pues aquél era otro misterio. Resultaba sorprendente lo poco que sabía acerca de su compañero, habida cuenta del tiempo que llevaban viajando juntos. Desde luego, en la presente situación, Gotrek era incapaz de dar respuestas a esas cuestiones.
Tocó al Matatrolls con la punta de una bota, al mismo tiempo que reparaba en lo estropeado que estaba aquel cuero que en otra época había sido de lo mejor. Echó una mirada a su alrededor para observar a la veintena de vagabundos y mendigos que hacía cola ante las sacerdotisas y llenaba el aire de carraspeos, toses y sonidos de escupitajos. Contempló lo raído del entorno y sus atuendos, y para su horror se dio cuenta de que no desentonaba en lo más mínimo. Las sacerdotisas no los miraron dos veces, porque él y el enano parecían hallarse en su elemento entre los mendigos.
Pensó en el deseo de Gotrek de ser recordado como un héroe épico. «¿Querrá acaso que mencione esto en el poema? —se preguntó Félix—. ¿Sigmar o alguno de los otros grandes héroes debieron soportar esto?».
Desde luego, los trovadores no lo mencionaban. En todos esos relatos, las cosas siempre parecían limpias y bien definidas. La única ocasión en que Sigmar había visitado un albergue para mendigos, lo hizo disfrazado y para cumplir con una parte de un astuto plan. «Bueno, tal vez cuando componga este episodio dentro de la obra, lo presentaré de ese modo». Sonrió irónicamente al pensar en todas las historias de héroes errantes que había leído durante los primeros años de su juventud. Tal vez los otros narradores habían hecho concesiones semejantes, y era posible que siempre hubiese sucedido así.
La anciana se puso a toser sonora y largamente. Parecía una tos interminable y le resonaba dentro del pecho como si tuviera los huesos sueltos. Estaba delgada, pálida, y era evidente que se moría, y por un breve instante, al mirarla, Félix vio el rostro de su madre…, aunque Renata Jaeger iba elegantemente vestida y estaba casada con un rico comerciante.
Alzó una vez más los ojos hacia el mural de la diosa que había en el techo, y le ofreció una plegaria silenciosa por la curación del Matatrolls y por el alma de su madre; pero si Shallya lo oyó, no dio ninguna señal. Félix volvió a tocar a Gotrek con el pie.
—¡Vamos, héroe! Es hora de que nos pongamos en marcha. Debemos salir de aquí. Tenemos que subir montañas y nos queda un largo camino por delante.
* * * * *
La taberna estaba casi vacía, excepto por el posadero y un borracho profundamente dormido en un rincón, enroscado muy cerca de las cenizas del fuego. Había también una vieja que se encontraba a gatas limpiando el piso de madera y cuyo rostro quedaba oculto tras el cabello gris que le caía por delante. La inmensa hacha de Gotrek aún se hallaba apoyada junto a la chimenea, donde la había dejado.
A la luz del día que se filtraba a través de los cristales texturados, el lugar presentaba un aspecto por completo diferente del de la noche anterior. La docena de mesas que en principio habían parecido tan acogedoras, en realidad, estaban destartaladas. La cruel luz solar hacía visible cada raya y marca de la parte superior de la barra y permitía comprobar el polvo que cubría las vacilantes botellas de arcilla situadas detrás. Félix creyó ver insectos muertos flotando en la superficie del barril de cerveza. «Tal vez sean mariposas nocturnas», decidió.
Entonces que ya no estaba llena de gente, la taberna parecía más grande y cavernosa. El empalagoso aroma de las velas de sebo y de la carne que se asaba en los espetones colmaba el aire. El lugar apestaba a tabaco rancio y vino agriado, y la ausencia de voces de borrachos balbuceantes provocaba que todo resonase cuando alguien hablaba.
—¿Qué queréis vosotros dos? —preguntó el posadero con frialdad.
Era un hombre corpulento, más bien tirando a gordo, que se echaba el cabello de lado sobre la cabeza para cubrir la zona calva de la parte superior. Tenía una cara rubicunda y sobre la nariz y las mejillas presentaba venitas rotas, por lo que Félix dedujo que cataba sus mercancías con demasiada asiduidad. Haciendo caso omiso tanto del tabernero como de sus músculos doloridos, Félix avanzó hasta el hacha y la recogió. Gotrek se quedó donde lo había dejado y miró a su alrededor con aire inexpresivo.
El peso del arma lo sorprendió, ya que apenas si podía moverla con una sola mano, así que la desplazó para cogerla con las dos y levantarla, mientras imaginaba lo que costaría blandiría. A él le sería imposible, porque la inercia de la enorme cabeza del hacha le haría perder el equilibrio. Al recordar cómo Gotrek podía manejarla con movimientos cortos y cambiar la dirección del barrido en un instante, el respeto que Félix sentía por la fuerza del enano aumentó de modo considerable.
La movió delicadamente con ambas manos y estudió la hoja. Estaba hecha de metal estelar, un material que no se parecía a ningún acero de esa tierra; era de color plata azulado y estaba cubierto de runas. Su borde era tan cortante como el de una navaja, aunque Félix no recordaba haber visto nunca a Gotrek afilarla. Tras satisfacer su curiosidad, le entregó el hacha al enano, que la cogió con facilidad con una mano y la hizo girar como para inspeccionarla y averiguar su utilidad. Parecía haber olvidado por completo cómo se usaba, y eso no era buena señal.
—¿He preguntado qué queréis?
El posadero los miraba con fijeza, y Félix se dio cuenta de que debajo de aquel aire fanfarrón, el hombre estaba nervioso. Tenía el rostro arrebolado y un fino bigote de sudor le brillaba sobre el labio superior; además se apreciaba un levísimo temblor en su voz.
—Aquí no necesitamos a los de vuestra clase. No queremos que vengáis a causar problemas a nuestros clientes habituales.
Félix se encaminó hacia él y se inclinó sobre la barra, donde se apoyó sobre los brazos cruzados.
—Yo no di comienzo a los problemas —replicó en voz baja y con un tono de amenaza en la voz—; pero estoy pensando en hacerlo ahora.
El hombre tragó con dificultad. Sus ojos se desviaron y miraron por encima de la cabeza de Félix, pero su voz pareció cobrar algo de firmeza.
—¡Bah!… Vagabundos sin dinero, que vienen de las montañas y siempre crean problemas.
—¿Por qué le tienes tanto miedo al joven Wolfgang? —preguntó de pronto el poeta. Sentía que comenzaba a encolerizarse porque no estaba errado. Resultaba obvio que Wolfgang tenía alguna influencia en aquella ciudad, y que el posadero se ponía de su parte por interés personal. Ya había visto cosas parecidas en Altdorf, y tampoco entonces le habían gustado—. ¿Por qué mientes?
El posadero dejó el vaso que estaba lustrando y se volvió para mirar al poeta.
—No entres en mi taberna a llamarme mentiroso. Haré que te echen a la calle.
Félix sintió en el estómago la palpitación nerviosa que siempre experimentaba cuando veía avecinarse la violencia y se le prevenía de ello. Se llevó la mano al puño de la espada. No tenía realmente miedo del posadero, pero en el estado en que se encontraba no estaba seguro de ser capaz de enfrentarse al corpulento individuo. Sin embargo, su orgullo aún estaba herido a causa de la paliza que le habían propinado la noche anterior, y quería que alguien pagase por ello.
—¿Por qué no lo haces?
Sintió que alguien le tironeaba del brazo, y al bajar los ojos vio que se trataba de Gotrek.
—Vamos, Félix. No queremos problemas, y tenemos que ponernos en camino hacia las montañas.
—Sí. ¿Por qué no escuchas a tu amiguito y te largas antes de que te dé una lección de buenos modales?
Sintió que sus pies resbalaban y perdían tracción cuando Gotrek lo arrastró con fuerza irresistible hacia la puerta.
—¿Por qué toda la gente que me encuentro por aquí quiere darme lecciones de buenos modales? —preguntó mientras su compañero lo sacaba al exterior.
* * * * *
Greta estaba esperándolos en una esquina, cerca de la puerta de la ciudad. Se hallaba junto a un tenderete de lona a rayas que un pastelero montaba para recibir a los clientes del día. Tenía los ojos hinchados como si hubiese estado llorando, y Félix reparó en un morado que se veía en su cuello, como si alguien la hubiese aferrado con mucha fuerza. También presentaba marcas de arañazos, tenía el pelo revuelto y se le veía el vestido rasgado, como si alguien hubiese intentado arrancárselo con prisa.
—¿Qué sucede? —preguntó el poeta, que aún estaba enfadado con el posadero y pronunció la frase en tono brusco.
Ella lo miró como si estuviera a punto de llorar, pero su expresión se volvió decidida y dura.
—Nada —respondió.
Las calles comenzaban a llenarse de granjeros libres, que acudían a vender huevos y otros productos agrícolas; aquellos madrugadores miraban fijamente al joven vapuleado y a la muchacha de taberna con aspecto afligido. Pasó traqueteando el carro de un colector nocturno de excrementos, y Félix se cubrió la boca para protegerse del hedor. Gotrek se limitó a contemplar con fascinación las ruedas del vehículo.
—¿Te ha atacado alguien? —preguntó el poeta, que intentó hablar con un tono más amable al ver lo trastornada que estaba la moza.
—No, nadie me ha atacado —replicó ella con voz carente de inflexión. Él había visto expresiones similares en los supervivientes de la masacre de fuerte von Diehl, y pensó que quizá la muchacha sufría los efectos de un shock.
—¿Qué sucedió anoche?
—¡Nada!
El enojo que ardía dentro de Félix comenzó a concentrarse en Greta, pues su deliberada negativa a comunicarse la convertía en un blanco para la furia apenas contenida del poeta. En ese momento, se dio cuenta de lo trastornado que estaba por la paliza recibida. No sólo lo irritaba el dolor, sino también su propia sensación de impotencia. Luchó para no descargar su enojo sobre ella.
—Entonces, ¿qué quieres de mí, Greta? —Su voz tenía un leve tono de amargo enojo. Deseaba ocuparse de sus asuntos y no tener nada que ver con los problemas de otra persona. El dolor, el cansancio y la ira habían anulado su capacidad de compasión.
—Os marcháis de la ciudad, ¿no es cierto? Llevadme con vosotros. —Era casi un ruego, lo que más se había aproximado a una expresión emocional desde que había comenzado la conversación.
—Voy hacia las montañas para coger girasoles para Kryptmann. Será peligroso. La última vez que estuvimos allí nos encontramos con una horda de mutantes. Ahora no puedes acompañarme, pero regresaré para que Gotrek se cure, y después nos dirigiremos al norte. Entonces, si quieres, podrás acompañarnos.
La verdad era que no le gustaba mucho la idea de llevar a la muchacha con ellos por la larga y peligrosa ruta hacia Nuln. Tampoco le gustaba el riesgo ni la idea de tener que cuidarla por el camino, pero sentía que le debía algo y pensaba que al menos tenía que hacerle esa oferta, a pesar de que sería una carga para ellos.
—Quiero acompañaros ahora —insistió Greta, al borde de las lágrimas—. No puedo quedarme más aquí.
Félix volvió a sentir el lento ardor del enojo y se sorprendió ante su propia insensibilidad.
—No. Espera aquí. Sólo iremos hasta las montañas. Apenas estaremos fuera un día. Volveremos a buscarte. Tener que cuidar de Gotrek ya va a ser bastante complicado, y la verdad es que ahora no puedo llevarte conmigo. Es demasiado peligroso.
—No puedes dejarme aquí, no con Wolfgang —dijo ella, de pronto—. Es un monstruo…
—Ve a casa de Kryptmann. Es un amigo, y cuidará de ti hasta nuestro regreso.
Dio la impresión de que la muchacha deseaba decir algo más, pero al ver la expresión inflexible del rostro del poeta, dio media vuelta y huyó. La visión de la joven que desaparecía calle abajo hizo que Félix se sintiera culpable. Deseó llamarla, decirle que regresara, pero cuando tomó esa decisión, Greta ya no estaba. Entonces, el poeta se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta de la ciudad.
* * * * *
Se alegró de dejar atrás la población. Una vez que se encontró de nuevo en las ondulantes llanuras, con Gotrek arrastrando los pies a su lado con aire ausente, saboreó el aire limpio y se sintió libre de la corrupción y la pobreza de Fredericksburgo. Al mirar a los campesinos que trabajaban en los campos, se alegró de no ser como ellos, encadenados a la tierra y a toda una vida de labor demoledora.
Eran familias enteras las que trabajaban en las largas y curvas parcelas. Había mujeres encorvadas con los bebés sujetos a la espalda, que se inclinaban para recoger la cosecha. Mientras observaba, vio que un hombre se enderezaba para frotarse la espalda; parecía tener la columna completamente curvada, como si los años de trabajo en los campos le hubiesen afectado la postura de modo permanente. Un porquero conducía a sus cerdos cubiertos de grueso pelo por la carretera, en dirección a la ciudad, ya distante. De los campos donde nadie trabajaba le llegó el olor a excrementos; se fertilizaban con lo que recogían en la ciudad durante la noche.
Alzó la vista de los campos para dirigirla hacia el lejano horizonte. Más allá de las tierras labradas podía ver los bosques que se extendían hasta las montañas, que, a la luz del día, parecían hermosas y poderosas torres, que se alzaban con orgullo sobre la llanura, como una muralla construida por los dioses para mantener a los seres humanos fuera del reino divino y encerrados en unas tierras más adecuadas para ellos.
Los picos albergaban una promesa de silencio y frío, de huida… hacia la paz. En lo alto ascendía un halcón con las alas abiertas para aprovechar las corrientes térmicas; parecía una mota brillante, libre de preocupaciones mortales. Planeó por debajo de las nubes, y Félix lo vio como un mensajero de las montañas, como parte del espíritu de las mismas, y deseó tener la posibilidad de encontrarse en las alturas con el ave, por encima del mundo de los hombres, apartado y libre.
No obstante, mientras lo observaba, el halcón se lanzó en picado. Impelido por el hambre o quizá por simple ansia de matar, caló desde el cielo. Un conejo salió con precipitación de la maleza y echó a correr alocadamente hacia el poeta, pero el halcón lo atrapó. Félix oyó el chasquido del lomo del animal al partirse y vio que el ave, posada sobre su presa, miraba a su alrededor con brillantes ojos feroces antes de comenzar a desgarrar la carne.
Entonces, reparó en los jinetes que, sin prestar atención al daño que causaban los cascos de sus caballos al remover la tierra, atravesaban al galope los campos vacíos hacia el sitio en que había aterrizado el halcón. Se había equivocado. El ave no era un mensajero de las montañas, sino que formaba parte de la corrupción que lo rodeaba, un animal salvaje entrenado para matar por depone.
Con un estremecimiento, Félix vio que Wolfgang estaba entre los jinetes, y que los demás eran los aduladores de la noche anterior.
* * * * *
El agitado paso del caballo era casi excesivo para Wolfgang, que se sentía mareado y no sólo a causa de la resaca producida por el exceso de alcohol o raíz de bruja. Estaba casi enfermo de miedo. ¿Qué había visto la muchacha cuando él se quitó la bata? ¿Habría visto la Marca de Slaanesh? Por todos los dioses, si la había visto y se lo contaba a alguien, las consecuencias podían ser simplemente espantosas.
¡Ojalá pudiera recordar más detalles! ¡Ojalá no se hubiera regalado con una mezcla tan potente de alcohol y drogas narcóticas! Sentía la cabeza como si fuera un huevo y algún polluelo demoníaco intentara abrirse camino hacia el exterior a fuerza de picotazos. Esperaba que Otto y Werner —¡que Slaanesh se los llevara a ambos!— regresasen pronto con noticias sobre la muchacha. ¡Ojalá pudiera olvidar el terrible momento en que despertó del desvanecimiento producido por el alcohol y descubrió que ella no estaba!
¿Adónde había ido cuando se zafó del torpe primer intento de abrazo y lo dejó tumbado en la cama? Aún le dolía la entrepierna a causa del rodillazo bien dado de Greta, y el movimiento del caballo empeoraba las cosas. La haría pagar mil veces por esa lesión.
¿Dónde podría estar escondida? No se encontraba en la habitación comunal de la taberna, ni en la habitación privada que compartía con otras tres camareras. ¿Habría acudido a los templos para buscar un sacerdote y denunciarlo? Ese pensamiento lo hizo temblar. «Domínate —se dijo—. Piensa».
¡Condenado Heinrich! ¿Cuándo dejaría de parlotear aquel gordo estúpido? ¿Sólo cerraba la boca cuando masticaba? Había sido un terrible error salir de cacería aquella mañana, ya que no lo había distraído de sus preocupaciones, como había esperado, sino que sólo lo obligaba a soportar la tortura de la compañía de Heinrich.
El gordo se había presentado al alba con la oferta deportiva. En realidad, esperaba olfatear a la campesina, pero, por supuesto, ella ya no se encontraba en la habitación. Entonces pensaba que Wolfgang quería reservarla sólo para sí y la había escondido en alguna parte. Wolfgang había tenido que soportar durante toda la mañana sus necias insinuaciones y chistes de escolar. El orgullo le impedía solicitar la colaboración de su cómplice para buscar a Greta, pues no soportaba perder prestigio ante un sapo asqueroso como Heinrich.
—Mira, Wolfgang, ahí están esos dos vagabundos que hiciste expulsar de la taberna. ¿No tenía el enano un aspecto estúpido cuando Otto y Werner lo tiraron dentro del barril de cerveza? Ven, vamos a practicar otro deporte.
Heinrich condujo la procesión de jinetes hacia los dos forasteros. Por casualidad, el halcón, llamado Tama, había aterrizado cerca de ellos y estaba posado sobre la presa, a la que arrancaba trozos de carne. «Típico de las aves del gordo, eso de estar comiendo», pensó Wolfgang. Si toda la condenada familia tenía problemas con el apetito, ¿por qué no iban a tenerlos también sus pájaros?
Hizo que el corcel se detuviera tan cerca del hombre rubio como le fue posible, y le proporcionó cierta satisfacción ver cómo intentaba no retroceder ante la enorme bestia que se encumbraba por encima de él. El enano dio un paso atrás, obviamente intimidado por el voluminoso caballo.
—Buenos días —dijo Wolfgang en el tono más alegre que pudo mientras el estómago se le contraía espasmódicamente—. Veo que te has recuperado. Tienes que haber vivido noches tan duras como la pasada. Confío en que esta mañana no estés tan insociable como ayer.
Wolfgang miró a los guardaespaldas de Heinrich, que se hallaban a derecha e izquierda, sólo para hacerles saber a aquellos gusanos quién tenía el control. La cólera luchaba con el sentido común en el rostro de Félix.
—Estoy bien —respondió al fin.
Wolfgang percibió en la voz del hombre el esfuerzo que necesitaba para controlarse. Resultaba obvio que no le caía bien.
—Tampoco es necesario que te preocupes por la chica. Wolfgang cuida bien de ella.
«¡Por Slaanesh! Heinrich es repulsivo cuando se siente triunfador», pensó Wolfgang. Y, entonces, lo que el otro acababa de decir penetró en su cerebro. Sí, Greta había salido de la taberna justo después de que expulsaran al forastero, y no había vuelto a verla hasta que se presentó ante su puerta. Tal vez Heinrich no era tan estúpido, después de todo.
—¿A qué chica te refieres? —El joven de cabello rubio parecía genuinamente desconcertado, y se frotó la vieja cicatriz que le había dejado el duelo universitario al mismo tiempo que se le fruncía el entrecejo.
—La adorable Greta —alardeó Heinrich—. Debiste pensar que le gustabas cuando te siguió a la calle. A lo mejor creíste que su tierno corazón de campesina se había compadecido de tu apurada situación. Bueno, pues anoche estuvo calentando el lecho de Wolfgang.
Wolfgang hizo una mueca. ¡Ojalá hubiese sido verdad! La mano del vagabundo se posó sobre el puño de la espada, y allí se quedó a pesar de que los hombres de Heinrich habían desenvainado las armas. El enano había dejado de observar al halcón, y entonces dirigía una mirada ausente hacia los jinetes. Tenía el hacha sujeta con descuido en una mano, como si no supiese qué hacer con ella.
—No queremos problemas —dijo el hombre, cuya mano se apartó de la espada.
Los guardaespaldas soltaron risotadas, y Wolfgang deseó que la cabeza no le doliera tanto, pues no podía pensar con claridad. Anhelaba con toda su alma preguntarle al joven si había visto a la muchacha, pero el orgullo le impidió hacerlo delante de sus aduladores. Intentó buscar una salida para el dilema; sin embargo, no se le ocurrió ninguna solución. «La vida puede ser muy dura, a veces», pensó.
Se consoló con el pensamiento de que la campesina no podía haber ido muy lejos. Si aún se encontraba en la ciudad, Werner y Otto acabarían por encontrarla, y si había decidido arriesgarse a sufrir la cólera de su señor feudal y había huido a su comunidad rural, tendría que atravesar esas tierras. Así pues, una exploración de la zona que rodeaba la ciudad les daría a conocer muy pronto su paradero. Y esa partida de caza le proporcionaba una excusa particularmente buena para ello.
«Además —razonó—, no han venido a buscarme, así que Greta no se lo habrá dicho a nadie todavía». Y aun en el caso de que lo hubiese hecho, ¿la creería alguien? ¿A una ramera campesina que acusa al hijo del comerciante más influyente de la ciudad? Se permitió una sonrisa. Era agradable saber que su pensamiento podía ser brillante, incluso cuando estaba aquejado de una resaca sencillamente espantosa.
—Vamos, Heinrich —dijo con aire magistral—. Dejemos que estos dos payasos vuelvan a su circo. Hace una mañana demasiado bonita para desperdiciar tiempo en conversaciones con patanes.
Tocó suavemente los flancos de la montura con las espuelas, y luchó contra las mermantes olas de náusea que aún le acometían al moverse. Después de haberse tranquilizado, parecía estar casi a gusto con el mundo. Se prometió que cuando encontraran a la muchacha, le haría pagar por someterlo a un tormento tan atroz y, lo que era aún peor, tan aburrido.
* * * * *
Las colinas se elevaban para encontrarse con los picos, y la prominencia de sus largas curvas recordaba las olas del mar. Las montañas se encumbraban por encima de ellos como gigantescas gradas sucesivas, hasta bloquear el horizonte con su dentada masa.
Félix había temido que tendría dificultades para localizar el sendero que iba a Monte Fuego Negro, pero era bien visible. Se trataba de un simple desvío del que él y Gotrek habían seguido el día anterior, cuando descendieron por la parte inferior de la cadena.
Empezó a notar el esfuerzo en la espalda, los muslos y las pantorrillas a medida que el sendero ascendía más y más. Había sido abierto en el flanco de la montaña por el paso de incontables pies, y Félix se preguntó si el alquimista habría recorrido alguna vez aquella ruta o si se trataría de una senda dejada por el tránsito de pies menos humanos. Algunos de los signos que había tallados en las rocas tenían la forma de toscos ojos, pero no pudo saber si se trataba de señales destinadas a advertir al viajero de la presencia de goblins en la zona, o de marcas territoriales, hechas por los propios pieles verdes.
Según parecía, Gotrek estaba disfrutando del paseo, pues torpemente tarareaba para sí una canción y emprendió el ascenso sin ningún esfuerzo aparente. Avanzaba por la resbaladiza senda sin dificultad alguna y hallaba puntos de apoyo para los pies donde Félix no lograba verlos. Poco tiempo después, al hombre le resultó más fácil seguir los pasos del enano, ya que Gotrek se encontraba en un entorno al que estaba adaptado y parecía más prudente dejar que fuese él quien abriera la marcha.
El sudor corría por la espalda del poeta, y su respiración era agitada. Había pensado que estaba endurecido a causa del largo viaje de regreso de Karak-Ocho-Picos, pero el esfuerzo de ascender aquella colina era penoso. La paliza que había recibido y el tratamiento del alquimista lo habían agotado, y estaba preocupado por su capacidad para coronar el duro recorrido hasta la cima, que sería aún peor si las nubes decidían cumplir su amenaza de lluvia.
Lo escabroso del paisaje, lleno de afloramientos rocosos y tierras barridas por el viento, concordaba con su humor tormentoso. Félix ardía de odio hacia Wolfgang Lammel, detestaba la crueldad fácil del adinerado hijo del comerciante y su arrogancia de niño mimado. Cuando vivía en Altdorf, había conocido a una docena como él, pero nunca había tenido que enfrentarse con la situación de ser él el objeto de la crueldad, ya que la fortuna y condición social de su padre lo habían protegido de algo semejante. En los momentos de mayor sinceridad, se veía forzado a admitir que tal vez también él se había comportado en una ocasión de un modo algo parecido al de Wolfgang. Pero entonces había visto la injusticia desde el punto de vista del desvalido, y no le gustaba.
Comprendía por qué Greta se había mostrado tan alterada. Intentaba no pensar en lo que había sucedido entre ella y Wolfgang, pero los pensamientos de que Lammel había forzado a la muchacha no dejaban de acudir a su mente y lo volvían medio loco de furia. Se juró a sí mismo que le procuraría la curación a Gotrek y que haría que ese mocoso pagara por su vileza. Continuó caminando al mismo tiempo que imprecaba para sí y luchaba contra el impulso de gritarle al Matatrolls que suspendiera aquel tarareo infernal.
Gotrek desapareció al otro lado de la cumbre de una elevación, y Félix maldijo cuando sus pies resbalaron con las piedrecillas sueltas; durante la caída se hirió las manos con los cantos de los afilados fragmentos de roca, que se le clavaron como agujas. Se arrastró hasta el otro lado de la cumbre y se halló tumbado cuan largo era sobre la blanda turba.
Se preguntó por qué el girasol de montaña tenía que crecer en las vertientes más elevadas, justo por debajo de la zona de nieves. ¿Por qué no podía crecer al pie de las montañas como todas las otras flores? Pasado un momento, se encogió de hombros porque en su vida había descubierto que pocas cosas eran fáciles. Tal vez los alquimistas utilizaban los ingredientes que utilizaban únicamente porque resultaba difícil conseguirlos, con el solo fin de aumentar la mística que rodeaba su arte. No le habría sorprendido en lo más mínimo que fuese así.
Se sentó y tomó otro analgésico para amortecer el dolor que le palpitaba dentro de la cabeza. Aquél iba a ser un largo día.
* * * * *
Robustos árboles de hoja perenne flanqueaban las abruptas laderas del estrecho valle como cerdosos pelos de barba en el rostro de un gigante vuelto hacia el cielo. A la derecha, en lo alto, una cascada formaba una serie de saltos espectaculares sobre caídas de treinta metros, hasta precipitarse a un pequeño lago situado en el centro del valle. Las montañas enmarcaban la hondonada, y Félix tuvo que echar el cuello muy atrás para ver los picos. Mirar hacia el fondo del valle era como mirar a lo largo de la mira de una ballesta; el ojo enfocaba la línea de picos grises que se alejaban en la distancia.
Allí, el penetrante aroma de las rosas se mezclaba con el de la madreselva y el del escaramujo. Los enmarañados arbustos luchaban los unos con los otros para ganar espacio, y sus flores eran como cascos de coloridos ejércitos en plena batalla. Se preguntó si por allí habría algún girasol, pero luego recordó dónde le había dicho Kryptmann que debía recogerse el mágico ingrediente.
Un movimiento súbito atrajo su mirada cuando la cabeza de un enorme alce, casi tan alto como un hombre, salió de los arbustos que dominaban un saliente de roca situado a unos cincuenta metros por encima de él. Observó con cautela desde lo alto, como si estuviese determinando si se podía bajar a beber agua sin correr peligro, y Félix contempló con respeto la poderosa curvatura de sus astas.
Al separarse las nubes, unos haces de sol iluminaron la hondonada, y el piar de los pájaros llegó hasta los oídos del poeta y se mezcló con el quedo rugido de la cascada. Se inclinó para recoger una piña, pues le gustaba el tacto en los dedos de la escamosa aspereza de sus bordes dentados.
Durante un momento, la belleza de la escena lo retuvo en un estado de embeleso, e incluso se evaporaron sus pensamientos de venganza contra el hijo del comerciante. Se sentía relajado y en paz, y el dolor del cuerpo se desvaneció temporalmente. Se alegraba de haber visto aquel sitio, de que todos los pasos de su largo viaje lo hubiesen conducido hasta allí, pues sabía que era uno de los pocos hombres que verían este valle, y el pensamiento le produjo complacencia.
El detalle del alce hacía que la escena pareciese un paisaje pintado y de composición perfecta. No obstante, luego pensó que quizás era bastante extraño que un alce estuviera llevándose a la boca un cuerno con una mano de apariencia sospechosamente humana, y a continuación oyó un cornetazo que resonó por todo el valle; antes de que el sonido se hubiera extinguido, en el cerebro de Félix se formó la certera idea de que no había visto la cabeza de un alce, sino la de un mutante.
Arrojó la piña en dirección al lago y, tras envolverse con la capa para protegerse del frío que iba en aumento, se apresuró a continuar ascendiendo tras Gotrek. Miró a su alrededor por si veía signos de que alguien los perseguía, pero no detectó ninguno, y ni siquiera pudo ver por parte alguna la cabeza de alce del mutante.
* * * * *
A poco, Félix ya sabía con seguridad que los estaban siguiendo, pues al volver la vista para mirar hacia abajo por el tortuoso sendero vio que los perseguía una banda de mutantes. A lo largo de toda esa tarde, mientras él y Gotrek ascendían por el flanco de la montaña, los seres corruptos habían ido reuniéndose detrás de ellos. El camino de regreso hacia Fredericksburgo estaba bloqueado.
Se detuvo para dejar que la respiración y los latidos del corazón volvieran a la normalidad, e intentó contar cuántos eran los perseguidores, pero resultaba difícil porque la poca luz del final de la tarde hacía que las criaturas se fundieran con el gris de la pared rocosa. El poeta trazó sobre su pecho la Señal del Martillo y encomendó su alma a Sigmar.
Desde que involucró su vida con la del enano supo que moriría en algún lugar apartado, pero no había imaginado que sería tan pronto. La situación resultaba demasiado estúpida. Gotrek jamás lograría tener el heroico final que pretendía. El Matatrolls estaba demasiado ocupado en mirar hacia la nada con ojos fijos para darse cuenta del peligro que los acechaba.
Al principio, había resultado fácil fingir que no sucedía nada, que la bestia que hizo sonar el cuerno no era más que una criatura solitaria, demasiado asustada para cargar contra dos viajeros bien armados. Pero a medida que pasaba el día, se acumularon pruebas de que no era así.
Cuando el poeta había visto las huellas de pezuñas mezcladas con las de unos pies humanos con garras en el fango que rodeaba un vado, había preferido pensar que se trataba de un rastro antiguo, algo a lo que no era necesario prestar demasiada atención. No obstante, había quitado la trabilla que sujetaba la espada dentro de la vaina.
Un rato después, mientras Félix ascendía gateando la empinada ladera tras la despreocupada espalda de Gotrek, había percibido los movimientos furtivos de unas siluetas que avanzaban a la misma velocidad que ellos y se escabullían de un árbol a otro a ambos lados de la senda. Había intentado verlas con mayor claridad, pero las sombras de los pinos desafiaban incluso una vista tan aguda como la suya, y lo único que pudo obtener fue la impresión de que se trataba de unas figuras con tentáculos que ponían buen cuidado en mantenerse fuera de su campo visual.
Empezaba a tener los nervios a flor de piel y sentía deseos de cargar bajo el ramaje de los árboles en busca de los enemigos. Pero ¿y si perdía la senda? ¿Y si había más de uno o dos de ellos? La vaga sospecha lo mantuvo inactivo; apartó a un lado los temores y continuó el ascenso.
La situación se había vuelto casi insoportable cuando oyó el sonido de un cuerno en un punto lejano a su derecha, al que respondió una llamada similar procedente del otro lado del sendero. En ese momento, supo que los malditos los estaban rodeando, que se reunían para el festín, y sintió la tentación de plantarles cara y resistir, de acabar de una vez por todas con aquello… Pero un impulso lo hizo continuar adelante, hacia la zona de nieve.
Se dijo que aquello que lo hacía avanzar era el impulso de seguir intentándolo, de no renunciar ante la perspectiva de una muerte segura, aunque era lo bastante honrado consigo mismo como para saber que sólo lo impelía el miedo. No quería encontrarse con los mutantes; deseaba posponer todo lo posible aquel final inevitable.
Se hallaban sobre un saliente cerca de la zona de nieves, y al volver la vista para mirar sendero abajo supo que estaban acabados. Allí, en aquel lugar gélido, árido y barrido por el viento, su vida acabaría junto con el día y no habría venganza contra Wolfgang, ni retorno a Altdorf, ni poema épico para Gotrek.
Miró al Matatrolls que se encontraba cerca de él cogiendo el hacha descuidadamente, y contempló a los mutantes que se aproximaban. Félix contó diez de ellos; vio que el que iba en cabeza era el ya conocido gigante gordo, y se le cayó el alma a los pies. Había concebido la posibilidad de que tal vez podría suplicar misericordia u ofrecerles la posibilidad de un rescate, cualquier cosa que pudiese prolongar su vida.
No obstante, el obeso gigante querría sin duda vengarse por la carnicería de la jornada anterior.
«Espera…». ¿Qué planta era la que tenía a los pies? Unas pequeñas flores amarillas crecían en zonas de tierra poco profundas, situadas al abrigo del saliente, y mientras el sol comenzaba a ponerse en el horizonte se dio cuenta de que eran las que había ido a buscar. Parecía una probabilidad muy remota, pero… Arrancó a toda prisa algunas flores y se las dio a Gotrek.
—Cómetelas —le ordenó.
El Matatrolls lo miró como si estuviera verdaderamente loco, y una expresión ceñuda pasó por su rostro.
—No quiero comer flores —replicó con aire aturdido.
—¡Tú cómetelas! —le rugió Félix, y el Matatrolls, como un niño avergonzado, se las metió en la boca y comenzó a masticarlas.
El poeta observó con atención a su compañero. Tenía la esperanza de ver signos de algún cambio en él, un repentino, milagroso retorno de su antigua ferocidad, estimulada por las cualidades supuestamente mágicas de las flores; pero no ocurrió nada. «Bueno, de todas formas era una esperanza muy remota», se dijo.
Los mutantes ya se encontraban cerca y pudo ver que, en efecto, se trataba de los supervivientes de la banda que los había atacado la vez anterior. Gotrek escupió una bola amarilla después de haberla masticado y se situó detrás de Félix.
El poeta decidió que sería mejor recibir la muerte con una espada en la mano, ya que así al menos podría llevarse al infierno a uno o dos engendros de disformidad. Al desenvainar el arma, la mortecina luz solar se reflejó en la hoja e hizo relumbrar las runas, y él las observó como si las viese por primera vez. La proximidad de la muerte había agudizado todos sus sentidos, y entonces apreciaba el arte de aquellos antiguos artesanos enanos como nunca antes lo había hecho. Se preguntó qué significaban las runas, qué mensaje contenía el intrincado simbolismo de aquellos caracteres. ¡Había tantas cosas que ya jamás sabría, y tantas que deseaba con toda su alma averiguar!
Los mutantes se habían detenido a menos de cincuenta pasos de distancia, y el gigantesco líder observaba a Félix con ojos miopes. Tras una pausa, golpeó al mutante de cabeza de alce en una oreja, y avanzó.
El poeta se preguntó si debía cargar contra aquel ser repugnante; si lo mataba, tal vez minaría la moral de sus cómplices. Enfrentarse con una espada a una porra de piedra era una batalla que estaba seguro de ganar, siempre que los demás no interviniesen; con ese pensamiento, recobró un poco de su valentía. Aún tenía alguna esperanza, y a su rostro asomó una sonrisa salvaje, pues el miedo lo había abandonado y casi comenzaba a disfrutar de la situación.
El líder, un enorme montón de grasa oscilante ceñida por cuero tachonado y muchas armas, se detuvo a diez pasos de Félix. Olas de grasa caían en cascada desde su mentón, como el sebo derretido de una vela, y la enorme cabeza calva era como una bola de carne con diminutos agujeros practicados en los ojos, la nariz y la boca. Para sorpresa del poeta, la criatura parecía bastante nerviosa.
—No soy estúpido, ¿sabes? —dijo el mutante al fin, y su voz sonó como el doblar de una gran campana que repicara dentro de su enorme pecho.
Estaba tan cerca que Félix podía oír su respiración sibilante, cargada de flema.
—¿Qué? —inquirió el poeta, desconcertado. ¿Se trataba de un truco?
—Que puedo ver cuál es vuestro plan. Intentas atraernos a fin de que nos pongamos al alcance del hacha de tu amigo, para luego matarnos.
—Pero… —La injusticia de aquella acusación mortificaba a Félix. Allí estaba él, aguardando con valentía la muerte, y su repugnante enemigo afirmaba que las cosas eran al revés.
—Debes pensar que somos idiotas de remate. Bueno, pues la piedra de disformidad no nos deshizo los sesos junto con el cuerpo. ¿Te crees que somos tan estúpidos? Tu amigo finge tenernos miedo, pero nosotros lo hemos reconocido. Es el que mató a Hans, Peter y Gretchen, y a todos los otros. Lo conocemos y conocemos su hacha, y no tienes medio de atraernos para que nos pongamos a su alcance.
—Pero… —Después de haberse armado de valor para presentar una valiente resistencia final, Félix se sentía defraudado y tenía ganas de pedirles que atacaran de una vez.
—Ya le dije a Gorm Cabeza de Alce que pensaba que erais vosotros, pero él no me creyó. Bueno, pues yo tenía razón y él estaba equivocado, y no he reunido el clan sólo para que tú y tu terrible amigo recojáis un botín de cabezas de mutante.
—Pero… —Con lentitud, el poeta comenzaba a comprender qué estaba sucediendo. Su pena de muerte había sido aplazada, y se obligó a cerrar bien la boca antes de ponerse en evidencia.
—¡No! Quizá penséis que sois muy listos, pero no lo sois lo bastante. Esta es una trampa en la que no vamos a caer. Somos demasiado inteligentes para eso; sólo quería que lo supierais.
Dicho eso, el líder mutante retrocedió con lentitud y se alejó cautelosamente. Félix contempló cómo la repulsiva banda se fundía entre las tinieblas, y sólo entonces dejó escapar la respiración que había contenido. Por un momento, se quedó como hipnotizado, pues la luz crepuscular en los picos cercanos era lo más hermoso que había visto en toda su vida. Incluso se regocijó con el gélido frío y el dolor que palpitaba en su mano, pues eran señales de que estaba vivo.
—¡Gracias, Sigmar, gracias! —gritó, incapaz de contener el júbilo.
—¿Qué estás gritando? —preguntó Gotrek, exaltado.
Félix resistió el repentino impulso cegador de atravesarlo con la espada, y en cambio le dio al enano una palmada en la espalda. Iras un momento, advirtió que se encontrarían inmovilizados en la montaña hasta la mañana siguiente, pero incluso ese pensamiento le resultó soportable.
—Rápido, tenemos que recoger flores —dijo el poeta—. ¡El sol no se ha puesto aún!
* * * * *
—¿Quién es? —preguntó Lothar Kryptmann, cauteloso, desde el interior, cuando Félix aporreó la puerta—. ¿Qué quieres?
Estaba cayendo la tarde, y al poeta le sorprendieron las elaboradas precauciones con que los recibía el alquimista.
—Soy yo, Félix Jaeger. He regresado. ¡Abre!
¿Era producto de su imaginación, o la voz de Kryptmann parecía más nerviosa de lo normal? Félix se volvió para mirar calle abajo. A través de las grietas de los postigos de las ventanas se filtraba luz al exterior, y de lejos le llegaba el sonido de cascos de caballos que avanzaban al paso y de las ruedas recubiertas de metal de un carruaje sobre el empedrado, el cual se dirigía hacia las tabernas de la plaza de la ciudad. «Un rico que sale a jugar», supuso.
—¡Espera! ¡Espera! Voy.
El poeta dejó de golpear la puerta y tosió. Muy propio de su suerte eso de haberse enfriado en la pestilente cumbre de aquella montaña. Se enjugó de la frente el sudor debido a la fiebre, y se envolvió mejor en la capa para protegerse de la helada niebla. Le echó una mirada feroz a Gotrek, que, con aire estúpido, se encontraba de pie en la parte superior de la escalera que conducía a la vivienda del sótano; sostenía las flores que habían recogido en una mano. Como siempre, el Matatrolls no mostraba signo alguno de enfermedad.
Descorrieron los cerrojos y soltaron las cadenas de la puerta, y finalmente ésta cedió un poco. A través del resquicio, la luz se filtró al exterior, junto con el penetrante olor de las sustancias químicas. Félix empujó la puerta, a pesar de la resistencia del alquimista, y se abrió camino hacia el interior, donde le sorprendió encontrar a Greta de pie ante la otra salida de la habitación. Era obvio que se había ocultado en las dependencias adyacentes.
—Adelante, herr Jaeger —dijo el alquimista con tono quisquilloso mientras se apartaba a un lado para dejar que entrara Gotrek.
—Wolfgang está buscándote —le comentó el poeta a la muchacha, que parecía demasiado asustada para hablar—. ¿Por qué?
—Déjala en paz, herr Jaeger —intervino Kryptmann—. ¿No te das cuenta de que está aterrorizada? Sufrió una conmoción bastante horrible a manos de tu amigo Lammel.
Con rapidez, Kryptmann lo puso al corriente de lo que había visto Greta cuando se aventuró en las dependencias del hijo del comerciante la noche anterior, y aunque se mostró discreto respecto al porqué de que hubiese acudido allí, mencionó el estigma de Caos en el que había reparado.
—Ya me lo temía. Debería haberlo sabido cuando me pidió que añadiera piedra de disformidad a su raíz de bruja. Supongo que fue entonces cuando comenzó a desarrollar la Marca del Demonio.
—¿Añadiste piedra de disformidad a su raíz de bruja? ¿Piedra de disformidad?
—No hay necesidad de poner canta cara de asombro, joven amigo mío. Su uso no es tan insólito en determinadas operaciones alquímicas, y muchos respetables solicitantes de mi arte hacen uso de ella en pequeñas dosis. Mi antiguo tutor de la Universidad de Middenheim, el mismísimo gran Litzenreich, solía decir que…
—Oí decir que Litzenreich fue expulsado de la universidad a causa de sus experimentos, y que el Gremio de Alquimistas le retiró la licencia. Fue un escándalo bastante sonado. De hecho, lo último que oí de él es que se había convertido en un proscrito.
—Siempre hay malicia entre los académicos. Litzenreich no es más que un hombre que va por delante de sus tiempos. Quiero decir que… Fíjate en el tiempo que hizo falta para que fuese aceptada la teoría de Eisenstern de que el sol gira alrededor de la tierra. Cuando la hizo pública, lo quemaron en la hoguera.
—A despecho de los méritos filosóficos de tu argumento, herr Kryptmann, la piedra de disformidad es una sustancia por completo ilegal y muy peligrosa. Si un cazador de brujas llega a enterarse alguna vez…
Al oír esto último, Kryptmann se encogió antes de interrumpirlo.
—Es exactamente lo que me dijo Wolfgang Lammel…, aunque no sé cómo llegó a enterarse de mis experimentos. Adquiero la… sustancia en un emporio muy pequeño y discreto de Nuln, en la librería de Van Niek. Yo le dije que no pretendía hacer nada ilegal con la sustancia, que lo único que quería era aprender a transmutar plomo en oro…, y la piedra de disformidad es la esencia misma de la transmutación.
—Eso está a punto de descubrir Wolfgang, al parecer.
Por mucho que lo intentó, Félix no pudo evitar que una indecorosa nota de deleite aflorara a su voz. Era perfecto, ya que podría desenmascarar como mutante a aquel cerdo decadente ante toda la población. Así pagaría por la paliza que había recibido, y también por lo que le había hecho a Greta, por supuesto.
—No me denunciarás ante las autoridades, ¿verdad, joven amigo mío? A fin de cuentas, yo traté tus heridas. Te prometo que si no me denuncias, nunca más haré nada con la piedra de disformidad.
Félix miró al asustado alquimista; no tenía nada contra él, y era muy probable que Kryptmann hubiese aprendido una lección sobre el uso de sustancias ilegales. Aunque aún quedaba el problema de qué hacer con los guardaespaldas del adinerado joven, tenía la respuesta para Kryptmann.
—Herr Kryptmann, si puedes curar a mi compañero, te aseguro que olvidaré todo lo que has hecho.
* * * * *
Félix jugaba ociosamente con el mortero y su mano correspondiente, mientras Kryptmann continuaba con el trabajo. El laboratorio estaba lleno de emanaciones que se elevaban del pote en que el alquimista había reducido a pasta amarilla los girasoles.
La fría piedra del mortero tenía algo de tranquilizador, y le llegaba el perfume de las flores a pesar de tener la nariz tapada. Había tomado otras dos pastillas de las que le había dado Kryptmann, y se sentía un poco distanciado de todo lo que sucedía a su alrededor. Deseaba que se le aclarara la cabeza y le desaparecieran todos los dolores.
—¿Félix? —dijo una voz suave que lo devolvió a la realidad.
—¿Qué, Greta?
Aún estaba irritable. El contacto humano acortaba la distancia entre él y el mundo, derribaba las barreras con que lo había rodeado la medicina de Kryptmann para protegerlo del dolor, y hacía que regresase el enojo.
—¿Qué harán los hombres de Wolfgang si me encuentran aquí?
—No te preocupes por eso, que pronto herr Wolfgang tendrá preocupaciones propias más que suficientes.
—Eso espero. Lothar ha sido muy bueno al ocultarme aquí. Corre un riesgo terrible. Ya sabes cómo pueden ser los guardaespaldas de Wolfgang.
En el fondo, Félix pensaba que el alquimista había escondido a la muchacha con el solo objeto de mortificar a Wolfgang, pues no tenía ninguna razón para sentir apego hacia él. O tal vez era a causa de la culpabilidad por haberle proporcionado la piedra de disformidad que había provocado el cambio. «¿Habrá sido siempre un monstruo sádico —se preguntó Félix—, o esa transformación sólo se ha producido recientemente, tras la aparición de la Marca del Caos?».
Otras preguntas pasaban por su mente embotada. ¿Por qué, para empezar, su enemigo había sentido la necesidad de consumir piedra de disformidad? ¿Y qué había de los siniestros rumores que Greta afirmaba haber oído acerca de él? Apartó a un lado esos temas, ya que probablemente nunca conocería las respuestas. Sin embargo, una cosa estaba clara: eliminando a aquel tipo le haría un tremendo favor a todos los habitantes de la ciudad.
—¡No! Deja eso. ¡Es ácido! —le gritó, de pronto, Kryptmann a Gotrek.
El Matatrolls dejó de curiosear entre los frascos y las probetas que había sobre el banco de trabajo del alquimista. Daba la impresión de que había estado a punto de beber algo de un gran frasco plateado, pero arrastró los pies y lo devolvió a su sitio.
Félix recorrió el laboratorio con la mirada. Nunca antes había estado en un lugar así, y todo le parecía muy arcano e incomprensible. Los bancos de trabajo estaban cargados de intrincadas estructuras, hechas de tubos y probetas. Un equipo de destilación cubría casi la mitad de una mesa, y contra una pared había varias hileras de tubos de ensayo tapados; contenían líquidos de color azul cobalto, verde lima o rojo sangre, y en algunos había varias capas de sedimento multicolor. Reconoció la divisa de la Universidad de Middenheim, famosa en todo el Imperio por sus facultades de magia y alquimia.
Había mecheros de carbón que calentaban frascos y potes que contenían diversas sustancias, y Kryptmann se movía enérgicamente de uno a otro para remover el contenido, ajustar la temperatura y, ocasionalmente, probar lo que había dentro con una larga cuchara de vidrio. Abrió un gran armario y sacó un enorme guante blanco acolchado y lleno de quemaduras, y deslizó la mano derecha.
—Ya no falta mucho —anunció al mismo tiempo que cogía uno de los frascos que estaban calentándose y vertía el contenido en el pote central.
La mezcla burbujeó y siseó mientras el alquimista le ponía un tapón al segundo frasco y lo sacudía antes de verterlo en la mezcla. Una gran nube de acre humo verde se propagó por toda la habitación, y Félix tosió, y oyó que Greta hacía lo mismo.
Al disiparse el humo, vio que Kryptmann vaciaba cuidadosamente el contenido del tercer alambique en la mezcla, y que con cada gota se elevaba una diminuta nube de humo de diferente color. La primera fue roja, la segunda azul, la tercera amarilla. Cada una ascendía como un diminuto champiñón de vapor, que se expandieron hasta llegar al techo.
El alquimista dejó el alambique y reguló la llama que calentaba el pote; después cogió un pequeño reloj de arena y lo invirtió.
—Dos minutos —dijo.
Félix se sintió invadido por una sensación de triunfo, ya que muy pronto Gotrek estaría curado y juntos harían una visita a El Dragón Dormido, donde descargaría sobre Wolfgang Lammel las numerosas tribulaciones que había sufrido.
En cuanto el último grano de arena resbaló por el cuello del reloj, Kryptmann retiró el pote del fuego.
—¡Ya está!
Llamó a Gotrek con un gesto para que se acercara, y luego vertió una porción en un pequeño cuenco de cerámica, que, según pudo ver el poeta, tenía el borde interior decorado con círculos rojos que se correspondían con signos astrológicos. Suponía que los mismos señalaban las diferentes dosis, y se tranquilizó al ver que el alquimista lo llenaba hasta la marca superior antes de entregárselo a Gotrek.
—Bébetelo todo, ahora.
El Matatrolls se lo tragó de un solo sorbo.
—¡Puaj! —dijo. Se quedaron allí y esperaron. Y esperaron. Y esperaron.
* * * * *
—¿Cuánto tarda en hacer efecto? —preguntó Félix al fin.
—¡Eh…, no mucho más!
—Eso ya lo dijiste hace una hora, Kryptmann. ¿Cuánto, exactamente? —Los nudillos de la mano del poeta se pusieron blancos al aferrar la mano de mortero con mucha fuerza.
—Ya te dije que el proceso era, bueno, incierto; que había algunos riesgos implicados en el mismo. Tal vez el girasol de montaña no estaba en las mejores condiciones. ¿Estás seguro de haberlo recogido exactamente al morir el día?
—¿Cuánto tiempo? —Félix pronunció ambas palabras con claridad y lentitud al mismo tiempo que dejaba que se manifestase en su voz la irritación que sentía.
—Bueno, yo… La verdad es que debería haber funcionado casi al instante, en el momento en que los nódulos mnemónicos y los humores corporales hubiesen vuelto a su configuración anterior.
Félix observó al Matatrolls, que tenía exactamente el mismo aspecto que cuando entraron en el laboratorio de Kryptmann.
—¿Cómo te encuentras? ¿Preparado para ir al encuentro de tu destino? —le preguntó con voz muy suave.
—¿Y qué destino es ése? —respondió Gotrek.
—¿Tal vez deberíamos intentarlo con otra dosis, herr Jaeger?
Félix profirió un inarticulado bramido de cólera. Aquello no pensaba tolerarlo. Había soportado una severa paliza de los hombres de Wolfgang. Había ascendido aquella montaña por senderos indeciblemente difíciles. Había escapado por los pelos de morir a manos de una horda de mutantes sedientos de sangre. Estaba cansado, lastimado, contuso y hambriento. Y lo que era peor aún, estaba a punto de caer enfermo de algún mal pestilente. Sus ropas aparecían rasgadas y necesitaba desesperadamente un baño. Y todo eso era culpa del alquimista.
—Cálmate, herr Jaeger. No es necesario que brames de esa manera.
—¡Ah!, no lo es, ¿verdad? —gruñó Félix.
Kryptmann lo había enviado a buscar las flores. Kryptmann había prometido curar a Gotrek. Kryptmann había estropeado sus gloriosos planes de venganza. ¡Él había pasado un infierno para nada siguiendo las estúpidas instrucciones de un viejo estúpido que no conocía su estúpida profesión!
—Tal vez podría prepararte una buena poción soporífera para calmarte los nervios. Las cosas tendrán mucho mejor aspecto después de una buena noche de sueño.
—Podría haber muerto por recoger esas flores.
—Estás trastornado; es muy comprensible, todo hay que decirlo… pero la violencia no resolverá nada.
—A mí me haría sentir muchísimo mejor, y tú te sentirás muchísimo peor.
Félix le lanzó al alquimista la mano de mortero, pero Kryptmann saltó a un lado, y el utensilio se estrelló contra la cabeza de Gotrek con un enorme chasquido. El Matatrolls se desplomó.
—¡Rápido, Greta! ¡Manda traer a la guardia! —farfulló el alquimista—. ¡Herr Jaeger se ha vuelto loco! ¡Auxilio! ¡Auxilio!
Félix corrió tras Kryptmann alrededor del banco de trabajo, y lo derribó tras lanzarse sobre él. Poner los dedos en torno al cuello del alquimista le proporcionó una gran satisfacción, y comenzó a apretarle la garganta al mismo tiempo que sonreía. Sintió que Greta intentaba apartarlo de Kryptmann, que los dedos de la muchacha lo aferraban por el cabello, y trató de sacudírsela de encima mientras el rostro del alquimista comenzaba a adquirir un interesante tono purpúreo.
—No es que yo tenga nada en contra de la violencia sin sentido, humano, pero ¿por qué estás estrangulando a ese viejo?
La voz, dura como el granito, era áspera, cascada y contenía una nota callada de pura amenaza fría; Félix necesitó un segundo para darse plena cuenta de quién había hablado. Entonces, soltó el cuello de Kryptmann.
—¿Y quién es ése? ¿Y dónde estamos? ¿Y por qué me duele la cabeza, por Grimnir?
—El golpe de la mano de mortero debe de haberle devuelto la razón —comentó Greta con voz queda.
—Yo…, eh…, prefiero pensar que fue el efecto retardado de mi poción —jadeó Kryptmann—. Ya te dije que funcionaría.
—¿Qué razón? ¿Qué poción? ¿De qué estás hablando, viejo lunático?
Félix se levantó del suelo y se sacudió la ropa. Después ayudó a Kryptmann a ponerse en pie, recogió los quevedos del alquimista y se los entregó. Por último, se volvió, para mirar a Gotrek.
—¿Qué es lo último que recuerdas?
—El ataque de los mutantes, por supuesto, humano. Algún comemocos de ésos me dio en la cabeza con una piedra. Dime, ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Qué magia es ésta? —Gotrek lo miraba con mayestático aire ceñudo.
—Todo eso requerirá muchas explicaciones —respondió su compañero—; así que primero vayamos a buscar una cerveza. Conozco una tabernita de lo más acogedora que está a la vuelta de la esquina.
Félix Jaeger sonrió con malevolencia para sí, y los dos se encaminaron hacia El Dragón Dormido.