Las Tinieblas bajo el Mundo
Después de los calamitosos acontecimientos del fuerte von Diehl, nos pusimos en marcha hacia las montañas y Karak-Ocho-Picos con el corazón apesadumbrado. Fue un viaje largo y duro, y las tierras yermas que atravesamos no lo hicieron más fácil. El hambre, las penalidades y la constante amenaza de los goblins que merodeaban por la zona no contribuyeron a mejorar mi estado mental; quizás estuviese particularmente sensible cuando contemplé por primera vez la deslucida grandeza de la ancestral ciudad en ruinas de los enanos, perdida entre aquellos picos remotos durante tantísimo tiempo. En cualquier caso, recuerdo que tuve un terrible presagio respecto a lo que íbamos a encontrar en ella y, según se verá, mis temores estaban plenamente justificados…
FÉLIX JAEGER,
Mis viajes con Gotrek, vol. II,
Impreso en Altdorf, 2505
Un grito resonó en el frío aire de las montañas, y Félix Jaeger desenvainó la espada y se puso en guardia. Caían copos de nieve y un viento gélido agitaba sus largos cabellos rubios. Se echó la roja capa de lana por encima del hombro derecho para dejar libre el brazo con que blandía la espada.
Aquel paisaje yermo era un lugar perfecto para una emboscada, lleno de huecos y rocas, más escabroso que la cara de la luna mayor, Mannslieb.
Dirigió la mirada ladera arriba, donde unos pocos pinos raquíticos se aferraban al suelo con raíces nudosas y retorcidas, lidera abajo, a la derecha, había una caída casi cortada a pico. No se percibía signo alguno de peligro en ninguna de las dos direcciones; ni bandidos, ni orcos, ni cualquier otra cosa tenebrosa de las que acechaban en aquellas remotas elevaciones.
—El ruido procede de más adelante, humano —dijo Gotrek Gurnisson mientras se frotaba el parche del ojo con una enorme mano tatuada. La cadena que iba de su nariz a su oreja tintineó a causa de la brisa—. Allí tiene lugar una lucha.
La incertidumbre se apoderó de Félix. Era seguro que el enano estaba en lo cierto, ya que, incluso con un ojo de menos, tenía los sentidos más agudos que él. La cuestión estribaba en si quedarse donde estaban y esperar, o continuar adelante e investigar qué sucedía. Las Montañas del Fin del Mundo estaban llenas de enemigos potenciales, y las probabilidades de encontrar amigos eran escasas. Su cautela natural lo impulsaba a no hacer nada.
Gotrek cargó por la senda sembrada de piedras con la enorme hacha enarbolada por encima de su cresta de pelo teñido de rojo, y Félix maldijo para sí. ¿Por qué, por una vez, Gotrek no podía recordar que no todo el mundo era un Matatrolls?
—No todos hemos jurado buscar la muerte en combate —masculló antes de seguirlo con mayor lentitud, pues carecía del paso seguro del enano en aquel terreno traicionero.
* * * * *
El poeta captó con un solo vistazo la carnicería que tenían delante. En la larga depresión, una banda de monstruosos orcos de piel verde batallaba contra un pequeño grupo de hombres. Luchaban sobre un arroyuelo de corriente rápida, que descendía por el pequeño valle y después desaparecía por el borde de la montaña en una nube de gotitas plateadas. Las aguas estaban enrojecidas con la sangre de los hombres y los caballos, y resultaba fácil imaginar lo que había sucedido: una emboscada en el momento en que los humanos atravesaban la corriente.
En medio del arroyuelo, un hombre enorme, protegido por una armadura brillante, se enfrentaba a tres fornidos atacantes de piernas arqueadas. Blandiendo la espada a dos manos, sin esfuerzo, asestó un mandoble hacia la izquierda y luego decapitó a otro enemigo con un poderoso tajo. La fuerza del golpe casi le hizo perder el equilibrio, y Félix comprendió que el lecho del río debía de ser resbaladizo.
En la margen más cercana, un hombre ataviado con túnica de brocado oscuro entonaba un encantamiento; en su mano izquierda, ardía una bola de fuego. Un guerrero de cabello oscuro, vestido con el sombrero y la ropa de piel de venado característica de los cazadores, protegía al hechicero de dos aullantes orcos con sólo una espada larga, que blandía con la mano izquierda. Mientras Félix observaba la escena, un hombre de cabello rubio cayó intentando sujetarse las entrañas, que se le salían a través del tajo abierto en su estómago por una cimitarra. Cuando se desplomó, los fornidos salvajes medio desnudos lo cortaron en pedazos. Entonces sólo quedaban tres hombres en pie, y los orcos los superaban en número de cinco a uno.
—¡Porquería de orcos! ¡Os atrevéis a ensuciar el sacro acceso a Karak-Ocho-Picos! ¡Uruk mortari! ¡Preparaos a morir! —aulló Gotrek al mismo tiempo que cargaba ladera abajo hacia la refriega.
Un orco enorme se volvió para hacerle frente, pero en su rostro se congeló para siempre la expresión de sorpresa cuando el enano le cercenó la cabeza de un poderoso hachazo. La sangre color esmeralda salpicó el cuerpo tatuado del Matatrolls, que, delirante y gruñendo, se lanzó contra los orcos segando sus vidas a diestro y siniestro. Allá donde caía el hacha quedaban cadáveres por todas partes.
Félix descendió por la ladera, corriendo y resbalando, y cayó al llegar al fondo del pequeño valle, donde la hierba le hizo cosquillas en la nariz. Rodó hacia un lado cuando un monstruo armado con una cimitarra, y el doble de corpulento que él, descargó un golpe para matarlo. Se puso en pie de un salto, se agachó para evitar una acometida que podría haberlo dividido en dos y, a modo de respuesta, le cortó al enemigo el lóbulo de una oreja.
Sobresaltado, el orco se aferró la herida en un intento de detener la sangre que le corría por el rostro, y Félix aprovechó la oportunidad para lanzar una estocada ascendente, que entró por la parte inferior de la mandíbula de la criatura y le llegó al cerebro.
Mientras luchaba para liberar la hoja de la espada, otro monstruo saltó hacia él agitando la cimitarra por encima de la cabeza. Félix soltó el arma para ir al encuentro del atacante y le cogió las muñecas en el momento en que se le echaba encima. Cuando el orco cayó sobre él, el aliento fétido le produjo náuseas. La criatura soltó la cimitarra, y rodando hacia el arroyuelo, lucharon cuerpo a cuerpo.
Los anillos de cobre que atravesaban la piel del orco le produjeron arañazos; la criatura intentaba morderle la garganta con sus afilados dientes. Mientras el poeta se retorcía para evitar que le cercenara la tráquea, el orco le metió la cabeza bajo el agua. A Félix le escocían los ojos, pero aun así vio que la criatura le sonreía desde lo alto. El agua gélida le llenó la boca, y se dio cuenta de que no tenía aire en los pulmones. Se contorsionó frenéticamente con el fin de derribar al enemigo; ambos rodaron y, de pronto, Félix se encontró a horcajadas sobre el orco, intentando, a su vez, sumergirle la cabeza.
El orco lo agarró por las muñecas y empujó hacia Félix; trabados en un mortal abrazo, comenzaron a rodar por el arroyuelo de frías aguas. Una y otra vez la cabeza de Félix quedó bajo el agua, y una y otra vez forcejeó hasta salir, jadeante, a la superficie, mientras las piedras afiladas le herían el cuerpo. El peligro que corría destelló como un relámpago en su mente, en tanto la corriente y el propio impulso de la lucha los llevaba hacia el borde del barranco. Entonces, Félix renunció a la idea de ahogar a su oponente e intentó liberarse.
Cuando su cabeza volvió a salir a la superficie, buscó con la vista la nube de agua pulverizada, señal de que el arroyuelo caía, y, para su horror, vio que se hallaba apenas a una docena de pasos. Redobló los esfuerzos a fin de soltarse, pero el orco se aferró a él como la muerte y continuaron rodando por la pendiente.
Quedaban tal vez diez pasos, y Félix podía oír el rugido de las turbulentas aguas y sentir la distorsión de la corriente.
Echó atrás un puño y golpeó el rostro del orco; pese a que se le partió un colmillo, no lo soltó.
Apenas restaban cinco pasos. Lo golpeó una vez más, y la cabeza del orco rebotó sobre el lecho del arroyuelo; en ese momento, aflojó la presa. Félix estaba ya casi libre.
Y, de repente, comenzó a caer a través del agua y del aire, mientras intentaba frenéticamente aferrarse a algo, a cualquier cosa. Su mano golpeó la roca y quiso asirse al resbaladizo lecho de la corriente; la presión del agua helada sobre la cabeza y los hombros resultaba casi intolerable. Se arriesgó a echar un vistazo hacia abajo.
Muy al fondo vio los valles que se extendían al pie de las colinas, y se dio cuenta de que el precipicio era tan hondo que los sotos parecían manojos de musgo sobre el paisaje. El orco se precipitaba hacia ellos como una aullante gota verdosa.
Empleó sus últimas fuerzas para impulsarse por encima del borde y se arrastró contra la corriente, agarrándose con los dedos entumecidos por el frío. Durante un instante, pensó que no iba a conseguirlo, pero luego se encontró boca abajo en la orilla del arroyuelo, jadeando entre las burbujeantes aguas.
Se arrastró hasta suelo seco y vio que los orcos, muertos sus líderes, habían sido derrotados. Se quitó la capa empapada mientras se preguntaba si iba a coger un enfriamiento a causa del gélido aire de montaña.
* * * * *
—¡Por Sigmar, que habéis estado bien! Nos encontrábamos en un buen apuro —declaró el guerrero alto y de cabello oscuro, al mismo tiempo que hacía la Señal del Martillo sobre el pecho. Se trataba de un hombre apuesto pese a su aspecto tosco. Su armadura, aunque abollada, era de la mejor calidad, y la intensidad de su mirada hizo que Félix se sintiera incómodo.
—Al parecer, caballeros, os debemos la vida —añadió el hechicero, que también iba ricamente ataviado. Su túnica de brocado estaba ribeteada con hilo de oro, y los rollos de pergamino cubiertos de símbolos místicos aparecían sujetos a unos anillos que la adornaban. Sus largos cabellos rubios estaban cortados de un modo peculiar, ya que del centro de los ondulados mechones se alzaba una cresta que no era desemejante de la de Gotrek, aunque no la llevaba teñida como el enano y era mucho más corta. Félix se preguntó si sería el distintivo de alguna orden mística. La carcajada del hombre acorazado resonó como el trueno.
—Es la profecía, Johann. ¿Acaso no dijo el dios que nos auxiliaría uno de nuestros ancestrales hermanos? ¡Alabado sea Sigmar! Es una buena señal, sin duda.
Félix desvió la mirada hacia el cazador, que tendió las manos ante sí y se encogió de hombros. Se apreciaba un cierto humor escéptico en la forma en que alzó una ceja.
—Soy Félix Jaeger, de Altdorf, y éste es mi compañero Gotrek Gurnisson, un Matatrolls —explicó al mismo tiempo que le hacía una reverencia al caballero.
—Yo soy Aldred Keppler, conocido como Espada Cruel, caballero templario de la Orden del Corazón Llameante —se presentó el hombre ataviado con armadura.
Félix reprimió un estremecimiento, ya que en el Imperio, su tierra natal, la orden era famosa por el celo con que ejecutaban su cruzada contra las razas de goblins…, y contra los humanos a quienes consideraban herejes. El caballero hizo, entonces, un gesto hacia el hechicero.
—Éste es mi asesor en temas de magia: el doctor Johann Zauberlich, de la Universidad de Nuln.
—A vuestro servicio —saludó Zauberlich, con una reverencia.
—Yo soy Jules Gascoigne, en otro tiempo de Quenelles de Bretonia, aunque eso fue hace muchos años —declaró el hombre vestido con pieles.
—Herr Gascoigne es explorador, y lo contraté para que nos guiara a través de las montañas —explicó Aldred—. Tengo que llevar a cabo un grandioso trabajo en Karak-Ocho-Picos.
Félix y Gotrek intercambiaron miradas. El poeta sabía que su compañero prefería viajar solo en busca del tesoro perdido de la ancestral ciudad de los enanos. No obstante, separarse de aquella compañía que habían encontrado por casualidad no haría más que levantar sospechas.
—Tal vez podríamos unir fuerzas —propuso Félix, con la esperanza de que Gotrek le siguiera la corriente—. También nosotros nos dirigimos a la ciudad de Ocho Picos, y este camino no es nada seguro.
—Excelente sugerencia —asintió el hechicero.
—Sin duda, tu compañero va a visitar a algunos parientes —comentó Jules, sin darse cuenta de la mirada mortal que le echó Gotrek—. Allí aún queda un pequeño puesto avanzado de enanos imperiales.
—Será mejor que sepultemos a vuestros compañeros —dijo Félix, pretendiendo llenar el silencio que vino a continuación.
* * * * *
—¿Por qué estás tan taciturno, amigo Félix? ¿No hace una hermosa noche? —preguntó Jules Gascoigne con tono sarcástico mientras respiraba dentro de sus manos para calentárselas en el frío cortante del aire.
Félix se subió la capa de recambio por encima de las rodillas, tendió las manos hacia la pequeña hoguera que Zauberlich había encendido murmurando palabras mágicas, y miró al bretoniano, cuyo rostro, a la luz del fuego, parecía una máscara demoníaca.
—Estas montañas son gélidas y atemorizadoras —replicó Félix—. ¿Quién sabe qué peligros ocultan?
—En efecto, ¿quién sabe? Estamos cerca de las Tierras Oscuras, y algunos dicen que son el territorio donde proliferan los orcos y todos los demás diablos de piel verde. Además, he oído historias que cuentan que estas montañas están encantadas.
Félix hizo un gesto hacia el fuego.
—¿Crees que es prudente haber encendido una hoguera?
De algún punto cercano le llegaban los tranquilizadores ronquidos de Gotrek y la respiración regular de los demás. Jules rió quedamente.
—Es una elección entre dos males, ¿no? He visto morir congelados a algunos hombres en noches como ésta, y si algo nos ataca, es mejor que tengamos luz para ver. Los de piel verde pueden distinguir a un hombre en la oscuridad, pero nosotros no podemos, ¿verdad? No, la verdad es que no creo que el fuego cambie mucho las cosas. De todas formas, pienso que no estás triste por eso.
Se quedó mirando a Félix con expectación, y éste, sin saber realmente por qué, le contó el triste relato de cómo él y Gotrek se habían unido a la expedición de von Diehl que iba de camino hacia los Reinos Fronterizos. von Diehl y quienes lo seguían, tras buscar la paz en una nueva tierra, sólo habían hallado una muerte terrible. Le habló del encuentro con su amada Kirsten, y el bretoniano lo escuchó con actitud compasiva. Cuando Félix concluyó con el relato de la muerte de Kirsten, Jules sacudió la cabeza.
—¡Ay!, es un mundo triste este en el que vivimos, ¿verdad?
—Lo es, en efecto.
—No te aferres al pasado, amigo mío. No puedes cambiarlo. Con el tiempo, todas las heridas cicatrizan.
—A mí no me lo parece.
Ambos guardaron silencio, y el poeta desvió los ojos hacia el enano dormido. Gotrek estaba sentado como una gárgola, inmóvil y con los ojos cerrados, pero su mano no soltaba el hacha. Se preguntó cómo se habría tomado el Matatrolls aquel consejo de Jules, ya que, como todos los enanos, meditaba constantemente sobre las lecciones del pasado. Su conciencia de la historia lo impulsaba de modo inexorable hacia el futuro, y afirmaba que los seres humanos tenían memorias imperfectas y que las de los enanos eran mejores.
«¿Será por eso por lo que busca su muerte? —se preguntó Félix—. ¿Arde la vergüenza dentro de él con tanta fuerza como en el momento en que cometió el misterioso crimen que procura expiar?». Meditó sobre cómo tenía que ser eso de vivir con el pasado entrometiéndose en el presente con tanta fuerza que no pudiera ser olvidado. «Yo me volvería loco», decidió.
Inspeccionó su propio pesar e intentó evocarlo en toda su plenitud, pero le pareció que había disminuido un ápice, que ya el tiempo lo había erosionado y que continuaría ese proceso. No se sintió mejor al saber que estaba condenado a olvidar, a que sus recuerdos se convirtiesen en pálidas sombras. «Tal vez sea mejor lo que le sucede al enano», pensó. Incluso el tiempo que había pasado junto a Kirsten había perdido, en parte, su color.
* * * * *
Durante el turno de guardia, Félix creyó ver una luz de bruja de color verde en lo alto de la montaña, por encima de ellos. Mientras observaba, el pavor se fue apoderando de él, ya que la luz se desplazaba como si estuviese buscando algo. Había oído contar historias acerca de los demonios que poblaban las montañas, y desvió los ojos hacia Gotrek preguntándose si debía despertarlo.
Pero la luz se desvaneció, y aunque observó durante largo rato, no vio ninguna otra señal. Tal vez había sido una imagen residual que su retina guardaba del fuego, o una ilusión óptica producto del cansancio mental, aunque, por alguna razón, lo dudaba.
* * * * *
Al llegar la mañana, apartó las sospechas a un lado. El grupo siguió el camino que rodeaba la montaña, y de pronto una tierra nueva se extendió ante ellos bajo el gris acero del cielo tormentoso. Desde lo alto vieron un largo valle alojado en la cuenca que se formaba entre ocho montañas. Los picos se alzaban como las zarpas de una garra gigantesca, y la ciudad se extendía el fondo.
Unas murallas enormes cerraban la entrada del valle; habían sido construidas con bloques de piedra más altos que un hombre. En el interior del valle, junto a un lago plateado, había una enorme torre, y la ciudad se acurrucaba bajo ella. Largas calles corrían desde el bosque hasta unas torres más pequeñas, situadas al pie de cada montaña. El valle estaba cruzado por canales de piedra sin mortero, que creaban un tablero de campos ganados por la maleza. Gotrek tocó a Félix con un codo en las costillas y señaló hacia los picos.
—Helos allí —declaró con un rastro de admiración en la voz—. Karak-Zilfin, Karak-Yar, Karak-Mhonar y el Cuerno de Plata.
—Ésas son las montañas orientales —intervino Aldred—. Karak-Lhune, Karak-Rhyn, Karak-Nar y la Dama Blanca protegen el acceso occidental.
Gotrek miró al sigmarita con respeto.
—Hablas con verdad, templario. Durante largo tiempo, estas montañas han poblado mis sueños. Hace mucho que deseaba hallarme a la sombra de ellas.
Félix bajó la vista hacia la ciudad, que producía una sensación de perdurabilidad. Karak-Ocho-Picos había sido construida con los huesos de las montañas para que resistiera hasta el fin del mundo.
—Es verdaderamente hermosa —dijo, y Gotrek lo miró con intenso orgullo.
—En los tiempos antiguos, esta ciudad se conocía como la Reina de las Profundidades de Plata. Era la más bella de nuestro reino, y lloramos amargamente su caída.
Jules miraba fijamente las enormes murallas.
—¿Cómo pudo caer? En estas montañas podría resistirse a todos los ejércitos de todos los reyes de hombres, y esos campos podrían alimentar a toda la población de Quenelles.
Gotrek sacudió la cabeza y fijó los ojos en la ciudad con la misma intensidad que si estuviese mirando los tiempos antiguos.
—Con orgullo construimos Ocho Picos en el cénit de nuestro ancestral poder. Era una maravilla para el mundo; resultaba más hermosa que Pico Eterno, abierta al cielo. Símbolo de nuestra riqueza y poder, poseía una fortaleza que estaba más allá de enanos, elfos u hombres. Pensamos que jamás caería y que las minas que guardaba serían nuestras para siempre.
El Matatrolls hablaba con una pasión amarga e imponente, que Félix nunca antes había oído en su voz.
—¡Qué estúpidos fuimos! —prosiguió Gotrek—. ¡Qué estúpidos fuimos! Construimos Ocho Picos con orgullo; estábamos seguros de que dominábamos la piedra y las Tinieblas bajo el Mundo. Y, sin embargo, al mismo tiempo que construíamos la ciudad, se sembraban las semillas de su fin.
—¿Qué sucedió? —quiso saber Félix.
—Comenzó nuestra querella con los elfos; los hostigamos hasta que salieron de los bosques y los expulsamos de estas tierras. Y después de eso, ¿con quién podíamos comerciar? El comercio entre nuestras dos razas había sido fuente de grandes riquezas, por corrompido que estuviese. Peor aún, el coste en vidas fue aún más lamentable que el coste para nuestros mercaderes. Los mejores guerreros de aquella generación cayeron en esa amarga lucha.
—Sin embargo, tu pueblo aún controlaba todas las tierras que se extendían entre las Montañas del Fin del Mundo y el Gran Océano —intervino Zauberlich con pedante presunción—. Así lo afirma Ipsen en su libro Guerras de los Ancestrales.
La cáustica risa de Gotrek podría haber corroído el acero.
—¿Ah, sí? Lo dudo. Mientras batallábamos contra nuestros desleales aliados, las tinieblas ganaban fuerza. Estábamos exhaustos por la guerra cuando las montañas negras vomitaron sus nubes de ceniza. El cielo quedó cubierto y el sol ocultó su rostro, por lo que nuestras cosechas murieron y el ganado enfermó. Nuestra gente había regresado a la seguridad de sus ciudades, y desde el propio corazón de nuestro reino, del lugar donde imaginábamos ser más fuertes, surgieron nuestros enemigos.
El enano calló, y en el silencio resultante Félix se imaginó que oía el lejano graznido de algún pájaro.
—A través de túneles mucho más profundos que los que nosotros habíamos excavado jamás, los enemigos atacaron el núcleo de nuestra fortaleza. A través de las minas que habían sido la fuente de nuestra riqueza, salieron ejércitos de goblins y skavens parecidos a ratas, y cosas mucho, mucho peores.
—¿Y qué hizo tu pueblo? —preguntó Félix.
Gotrek extendió los brazos a los lados y miró a los presentes a la cara.
—¿Qué podíamos hacer? Cogimos las armas y volvimos a la guerra. Y aquélla fue una guerra terrible. Nuestras batallas contra los elfos habían tenido lugar bajo el cielo, en campos y bosques, pero esa nueva guerra fue librada en espacios estrechos y oscuros, con armas espantosas y una ferocidad mayor de la que podáis imaginar. Se desmoronaron los pozos, se quemaron los corredores con lanzallamas, se inundaron las minas. Nuestros enemigos respondieron con gas venenoso, con viles encantamientos e invocaron a los demonios. Debajo del sitio en que tenemos ahora los pies, luchamos con todos los medios de que pudimos echar mano, con todas nuestras armas y con todo el valor que puede engendrar la desesperación. Luchamos y perdimos. Paso a paso, nos expulsaron de nuestros hogares.
* * * * *
Félix bajó la mirada hacia la plácida ciudad. Parecía imposible que hubiese tenido lugar jamás lo que Gotrek acababa de describir, y sin embargo había algo en la voz del Matatrolls que obligaba a creer sus afirmaciones. El poeta imaginó la desesperada lucha de aquellos enanos del pasado remoto, su miedo y desconcierto cuando los expulsaron del lugar que habían creído suyo. Los imaginó librando aquella batalla perdida con una tenacidad sobrehumana.
—Al final se hizo evidente que no podíamos retener la ciudad, por lo que se sellaron las tumbas de nuestros reyes y las bóvedas del tesoro; luego se las ocultó mediante astutos recursos, y abandonamos la ciudad en manos de nuestros enemigos. —Gotrek les echó una mirada feroz—. Desde entonces, no hemos sido tan estúpidos para creer que haya un sitio que esté a salvo de la Oscuridad.
* * * * *
Durante todo aquel largo día, a medida que se aproximaban a la muralla, Félix fue comprendiendo lo mucho que habían sufrido aquellas vetustas estructuras. Lo que desde lejos producía una sensación de fortaleza y seguridad intemporales, al verlo desde más cerca se convirtió en algo tan ruinoso como el camino por el que avanzaban.
La muralla que, como una cortina de piedra, bloqueaba el paso hacia el interior del valle era cuatro veces más alta que un hombre y pasaba entre escarpados precipicios cortados a pico. Los signos de abandono eran evidentes, como el musgo que crecía entre las grietas de los enormes bloques de piedra, los canales que había abierto en ellos el agua de lluvia y las manchas amarillas de los líquenes. Algunas zonas estaban ennegrecidas como por grandes lenguas de fuego, y una extensa sección de la muralla se había desmoronado.
Sus compañeros guardaban silencio, pues la desolación cubría al grupo como una mortaja. Félix se sentía deprimido y nervioso. Tenía la sensación de que los espíritus de la antigüedad los observaban mientras meditaban sobre los desmoronados restos de aquella grandeza ancestral, y en ningún momento apartó mucho la mano de la empuñadura de la espada.
Las puertas rotas de la antigua entrada habían sido abiertas e inmovilizadas mediante cuñas, y alguien había hecho un intento poco decidido de limpiar la señal del Martillo y la Corona sobre ocho picos tallados en la piedra, aunque encima ya volvían a crecer los líquenes.
—Alguien ha estado aquí recientemente —comentó Jules mientras estudiaba las puertas desde cerca.
—Ya veo cómo te has ganado la reputación de explorador —comentó Gotrek con tono sarcástico.
—Quedaos donde estáis —tronó una voz desconocida—, a menos que queráis que os llenemos de saetas con nuestras ballestas.
Félix alzó los ojos hacía el parapeto, donde vio las cabezas cubiertas por cascos de una docena de enanos que los miraban a través de las almenas. Cada uno de ellos los apuntaba con una ballesta.
—Bienvenidos a Karak-Ocho-Picos —los saludó el líder de barbas grises—. Espero que tengáis una buena razón para haber penetrado en los dominios del Príncipe Belegar.
* * * * *
Marcharon hacia el interior de la ciudad bajo un cielo cubierto de nubes de color blanco grisáceo. La escena parecía posterior al Día del Juicio, cuando las fuerzas del Caos regresaban para reclamar el mundo como propio. Se veían casas desmoronadas que habían caído hacia las calles, un olor a moho y podredumbre salía de muchos de los edificios, cuervos de aspecto maligno graznaban desde los restos de las chimeneas y nubes de otros de esos pájaros sombríos y negros volaban por encima de sus cabezas.
La veintena de guerreros enanos que los acompañaba se encontraban en constante estado de alerta. Miraban a través de las puertas como si esperasen que se produjera una emboscada en cualquier momento, y llevaban las ballestas cargadas y a punto para disparar. Daban la impresión de estar en medio de un campo de batalla.
En una ocasión se detuvieron, y el líder les hizo un gesto para indicarles que guardaran silencio. Todos se quedaron quietos y a la expectativa, y Félix creyó percibir el sonido de algo que se escabullía. Forzó los ojos en la mermante penumbra del atardecer, pero no pudo ver ningún signo de problemas. El líder del grupo hizo otro gesto, y dos de los enanos ataviados con armadura avanzaron cautelosamente hasta la esquina y miraron al otro lado, mientras el resto formaba en cuadrado. Pasado un largo y tenso momento, los exploradores regresaron para decir que todo estaba despejado. Pero la quietud fue rota por la risa de Gotrek.
—¿Asustados de unos pocos goblins? —preguntó, y el líder del grupo le echó una mirada feroz.
—En noches como ésta hay cosas peores que goblins dando vueltas por aquí; puedes estar seguro de ello —replicó.
Gotrek, según su costumbre, pasó por el filo del hacha el dedo pulgar, del que comenzó a manar sangre.
—Traédmelas —rugió—. ¡Traédmelas!
El grito del Matatrolls resonó una sola vez entre las ruinas antes de quedar amortecido y tragado por el ominoso silencio, y después de eso incluso Gotrek calló.
* * * * *
La ciudad era más grande de lo que Félix había imaginado; tal vez tenía incluso el tamaño de Altdorf, la mayor del Imperio. Prácticamente estaba en ruinas, devastada por antiguas guerras.
—Sin duda, no fue tu propia gente la que causó todos estos destrozos. Algunos parecen bastante recientes —comentó el poeta.
—Goblins —replicó Gotrek—. Es la maldición de su pueblo: cuando no tienen a nadie con quien luchar, se pelean entre ellos. Sin duda, la ciudad, después de caer, fue dividida entre varios Señores de la Guerra. Y tan seguro como la traición de los elfos, que se indispusieron a causa de la división del botín.
»Además, se han producido varios intentos para recuperar la ciudad por parte de mi pueblo y de algunos hombres de los Reinos Fronterizos. Aún hay un yacimiento de plata ahí abajo. —Escupió.
»Ninguna tentativa de retener la ciudad ha prosperado jamás. La Oscuridad ha impregnado este lugar, y donde ha estado una vez, ya nada puede verse realmente libre de ella.
Entraron en una zona cuyos edificios habían sido reparados en parte y que entonces parecía abandonada una vez más. Había fracasado otro intento de volver a colonizar la ciudad, derrotado por la absoluta inmensidad de las ruinas. Bajo los muros de la gran torre, los enanos parecían más relajados, y el líder, de vez en cuando, les murmuraba alguna orden para que se mantuviesen alerta.
—Recordad a Svensson —dijo—. Él y sus hombres fueron asesinados mientras se encontraban en el sendero de la puerta grande.
Los enanos volvieron a adoptar de inmediato su severa vigilancia. Por si acaso, Félix mantuvo la mano cerca de la espada.
—Éste no es un sitio saludable —susurró Jules Gascoigne.
La gran puerta de la torre se cerró en cuanto la hubieron traspasado. El estruendo fue similar al de grandes construcciones de piedra que se desmoronaran.
* * * * *
La sala era inhóspita, tenía las paredes cubiertas de tapices con la trama al descubierto y estaba iluminada por extrañas gemas resplandecientes, que pendían de arañas colgadas del techo. En el trono de marfil tallado con incrustaciones de oro, se encontraba sentado un enano viejo, flanqueado por filas de guerreros ataviados con túnicas azules y cotas de malla. Dirigió hacia ellos unos ojos hostiles, que fueron del Matatrolls a los humanos. Junto al anciano, una mujer enana, vestida con una túnica púrpura, observaba todo el proceso con una extraña, aunque serena, intensidad; de una cadena que le rodeaba el cuello, pendía un libro encuadernado en hierro.
Félix creyó percibir agotamiento nervioso en los rostros de esos enanos. Tal vez el hecho de morar en aquella ciudad encantada y en ruinas había minado su estado anímico, o quizá se trataba de alguna otra cosa; parecían estar mirando constantemente por encima del hombro, y se sobresaltaban ante el más leve ruido.
—Declarad vuestras intenciones, forasteros —dijo el enano viejo con una voz profunda, orgullosa y crispada—. ¿Por qué habéis acudido aquí?
Gotrek le echó una feroz y grosera mirada.
—Soy Gotrek Gurnisson, en otros tiempos de Pico Eterno. He venido a perseguir trolls en las Tinieblas bajo el Mundo. El humano Félix Jaeger es mi hermano de sangre, poeta y cronista. ¿Pretendes negarme ese derecho?
Al pronunciar la última frase, Gotrek sopesó el hacha, y los soldados enanos alzaron sus mazas.
—No, Gotrek Gurnisson —respondió el anciano con una carcajada—; no lo pretendo. Esa intención es honorable y no veo razón alguna para interponerme en tu camino, aunque hayas hecho una mala elección al escoger hermano.
Los soldados enanos comenzaron a murmurar entre sí, y Félix se sintió perplejo. Era como si Gotrek hubiese roto algún tabú incomprensible.
—Hay precedentes —declaró la enana vestida con túnica púrpura, y los sonidos de consternación cesaron.
Félix esperaba que ella continuara hablando, que ampliara lo que acababa de decir, pero no lo hizo. Al parecer, a los enanos les bastaba con que hubiese hablado.
—Vosotros dos podéis pasar, Gotrek, hijo de Gurni. Tened cuidado con la entrada que escogéis para acceder a las tinieblas e id precavidos, no sea que os abandone el valor. —En su voz no había el más leve rastro de preocupación, sino sólo amargura y vergüenza secretas.
Gotrek le hizo un breve asentimiento de cabeza al enano, y se retiró hacia el fondo del salón. Félix le dedicó la mejor de sus reverencias corteses y siguió al Matatrolls.
—Declarad vuestras intenciones, forasteros —continuó el gobernante, y Aldred hincó una rodilla en tierra ante el trono, un gesto que los demás imitaron.
—He venido por una cuestión relacionada con mi fe y con una antigua promesa de auxilio entre tu gente y la mía. La historia es compleja y narrarla podría llevar bastante tiempo.
El enano profirió una horrible carcajada, y Félix volvió a tener la sensación de que algún conocimiento secreto corroía por dentro al anciano señor de los enanos.
—Habla. No somos ricos en ninguna otra mercancía que no sea el tiempo, que podemos emplear con entera libertad.
—Gracias. ¿Estoy en lo cierto al suponer que eres el mismo Príncipe Belegar que encabezó la expedición destinada a recuperar esta ciudad de manos de los de piel verde hace veinte años?
—Estás en lo cierto —replicó Belegar, tras asentir con la cabeza.
—Tu guía era un explorador de terrenos enano llamado Faragrim, que encontró muchas vías de acceso secretas para penetrar en la ciudad que se extiende debajo de Ocho Picos.
El enano viejo volvió a asentir, y Félix y Gotrek intercambiaron una mirada, pues había sido Faragrim quien les había hablado del tesoro que se encontraba debajo de las montañas guardado por un troll.
—Un joven caballero de mi orden formaba parte de tu expedición y era compañero de Faragrim en sus días de aventura. Se llamaba Raphael.
—Era un hombre leal, enemigo de nuestros enemigos —declaró Belegar—. Acompañó a Faragrim en su última expedición a las profundidades, y jamás regresó. Cuando Faragrim se negó a buscarlo, despaché mensajeros, pero no pudieron hallar su cuerpo.
—Es bueno saber que tú lo honraste, aunque me siento abatido desde que supe que la espada que él llevaba se perdió. Era un arma de poder, y tiene gran importancia para mi orden.
—No eres el primero que ha acudido aquí para recuperarla —intervino la mujer enana, y Aldred sonrió.
—A pesar de ello, he hecho la promesa de devolver la espada, Karaghul, a la sala capitular de mi orden, y tengo motivos para creer que lo conseguiré. —Belegar alzó una ceja—. Antes de iniciar esta búsqueda, ayuné durante dos semanas y castigué mi cuerpo con purgantes y látigo. Durante el último Sigmarzeit, fui agraciado con una visión. Mi Señor se apareció ante mí, dijo que contemplaba con agrado mi misión y que se aproximaba el momento de rescatar la espada encantada.
»Además, me dijo que durante la misión recibiría la ayuda de un miembro de nuestros hermanos ancestrales. Yo interpreté que se refería a un enano, porque así se alude siempre a los de vuestro pueblo en el Libro Inacabado.
»Te suplico, noble Belegar, que no te opongas a mi misión. Mi hermano Raphael cuando cayó, hacía honor al ancestral voto de nuestra fe de no negarse nunca a auxiliar a un enano. Sería una señal de respeto que me permitieras recuperar su arma.
—Has hablado bien, hombre —respondió Belegar, y Félix se dio cuenta de que estaba conmovido, como les sucedía a los enanos de modo invariable cuando se hablaba del honor y de los juramentos ancestrales. Sin embargo, aún perduraba un rastro de alegre malicia en la mirada de Belegar cuando volvió a hablar—. Te concedo la petición. Que tengas tú más suerte que tus predecesores.
Aldred se puso de pie e hizo una reverencia.
—¿Podrías proporcionarnos un guía?
Belegar volvió a reír, pero su hilaridad tenía una calidad extraña, salvaje, que acabó en un cacareo agudo y desagradable.
—Estoy seguro de que Gotrek Gurnisson estará dispuesto a cooperar en una empresa tan similar a la suya propia.
Belegar se levantó del trono, y la mujer de la túnica púrpura avanzó para prestarle apoyo.
—¡Podéis retiraros! —declaró cuando llegaba a la salida trasera de la sala.
* * * * *
Desde la ventana de la torre donde los habían alojado los enanos, Félix miró hacia la calle empedrada. En el exterior, la nieve había comenzado a caer; detrás de él, los demás discutían en voz baja.
—No me gusta —decía Zauberlich—. ¿Quién sabe lo extensa que puede ser un área subterránea? Podríamos buscar hasta el final del mundo y no encontrar la espada. Yo pensaba que los enanos la custodiaban.
—Debemos tener fe —replicó Aldred, con tono calmo e implacable—. Sigmar desea que encontremos la espada, y debemos confiar en que él nos guiará hasta ella.
—Aldred, si Sigmar desea que la espada sea devuelta, ¿por qué no la colocó en las manos de los tres hermanos tuyos que nos han precedido? —preguntó Zauberlich, mientras en su voz se traslucía cierta dosis de histerismo.
—¿Quién soy yo para hacer conjeturas sobre las motivaciones del Señor Bendito? Tal vez no era el momento correcto. Quizá quiera poner a prueba nuestra fe. En mí no hallará a un descreído. No tienes por qué acompañarnos si no lo deseas.
En un punto lejano de las ruinas, Félix atisbó una fría luz verde, y su contemplación lo llenó de pavor. Le hizo un gesto a Jules para que se acercara, pero cuando el bretoniano llegó a la ventana, ya no había nada que ver. El explorador lo miró con expresión interrogadora.
Azorado, Félix volvió los ojos hacia el grupo de los que discutían. «¿Estoy volviéndome loco?», se preguntó, e intentó apartar de su mente aquella luz verde.
—Herr Gurnisson, ¿qué piensas tú? —inquirió Zauberlich, y se volvió hacia el Matatrolls con aire suplicante.
—Yo voy a descender a las tinieblas de todas formas —replicó Gotrek—. Me tiene sin cuidado lo que hagáis vosotros. Arreglad vuestras diferencias.
—Ya hemos perdido la cuarta parte de la gente que partió con nosotros —declaró Zauberlich mientras su mirada iba de Jules a Aldred—. ¿De qué va a servir que desperdiciemos nuestras vidas?
—¿De qué serviría renunciar sino para hacer que el sacrificio de nuestros camaradas haya sido inútil? —replicó el templario—. Si renunciamos, ellos habrán muerto en vano. Creían que debíamos encontrar a Karaghul, y entregaron sus vidas de muy buena gana.
El fanatismo del templario le causaba inquietud a Félix. Aldred hablaba con demasiada indiferencia de los hombres que habían entregado sus vidas, y sin embargo mostraba también una serena confianza, lo que confería a sus palabras un apremio irresistible. El poeta sabía que los guerreros seguían a hombres como ése.
—Tú hiciste el mismo juramento que todos los demás, Johann. Si ahora quieres abjurar, que así sea, pero las consecuencias caerán sobre tu alma inmortal.
Félix experimentó una perversa compasión por el mago. Él mismo había jurado seguir a Gotrek estando borracho, en la cálida taberna de una ciudad civilizada, después de que el enano le salvó la vida. Entonces el peligro le había parecido algo remoto. Sacudió la cabeza. Resultaba fácil hacer juramentos semejantes cuando uno no tenía ni idea de cuáles iban a ser las consecuencias, pero otra cosa muy distinta era mantenerlos si el camino te llevaba a lugares tenebrosos como Karak-Ocho-Picos.
Se oyeron unos pasos que se aproximaban y luego, a modo de llamada, un golpe en la puerta. Cuando se abrió, se asomó la mujer enana que habían visto de pie junto al trono de Belegar.
—He venido a poneros sobre aviso —declaró con voz grave, agradable.
—¿Ponernos sobre aviso respecto a qué? —preguntó Gotrek con sequedad.
—Cosas terribles andan sueltas por las profundidades. ¿Por qué creéis que vivimos con tanto miedo?
—Me parece que será mejor que entres —sugirió el Matatrolls.
—Soy Magda Freyadotter, guardiana del Libro de la Memoria que hay en el templo de Valaya. Hablo con la voz de Valaya, así que sabréis que lo que os diga será verdad.
—De acuerdo —asintió Gotrek Gurnisson—. Habla con verdad, entonces.
—En las tinieblas, se mueven espíritus inquietos. —Hizo una pausa y los miró uno por uno. Sus ojos se posaron sobre el Matatrolls, y se demoraron en él—. Cuando llegamos aquí por primera vez, éramos quinientos, más unos pocos aliados humanos. Los únicos peligros con que nos enfrentamos fueron los orcos y sus seguidores, y despejamos esta torre y algunas zonas de la parte superior de la ciudad, como preludio para reclamar nuestras minas ancestrales.
»Hicimos incursiones en las profundidades en busca de las bóvedas de nuestros antepasados, pues sabíamos que si lográbamos hallarlas correría la voz entre nuestro pueblo y otros acudirían aquí.
Félix comprendió la estrategia; la noticia de que se había encontrado un tesoro hubiese atraído a más enanos a la ciudad. De hecho, se sintió un poco culpable, porque los había atraído a Gotrek y a él mismo.
—Enviamos expediciones a las profundidades en busca de los antiguos emplazamientos, pero las cosas habían cambiado con respecto a los planos que memorizamos en la infancia. Había túneles desmoronados, caminos bloqueados y nuevas vías chapuceras, excavadas por los orcos e interconectadas con las nuestras.
—¿Lideró el enano Faragrim alguna de esas expediciones? —quiso saber Gotrek.
—Sí, lo hizo —replicó Magda, y Gotrek miró a Félix.
—Entonces, al menos esa parte de lo que afirmaba es verdad —comentó el Matatrolls.
—Faragrim era osado y buscó más profundamente y más allá que todos los otros. ¿Qué te contó? —Gotrek empezó a estudiarse los pies.
—Que se había encontrado con el troll más grande que había visto en toda su vida…, y había huido.
«Los enanos no saben mentir bien», pensó Félix. Era imposible que la sacerdotisa no se hubiese dado cuenta de que ocultaba algo, pero Magda no dio muestras de advertir nada raro.
El poeta rememoró la noche que habían pasado en la lejana Nuln, en la taberna Ocho Picos, cuando el pasmosamente borracho Faragrim le contó la historia a Gotrek. Los enanos se encontraban tan ebrios que incluso daban la impresión de haber olvidado que había un humano presente, y hablaban, emocionados, en una mezcla de Reikspiel y Khazalid. En aquel momento, Félix había supuesto que los enanos sólo estaban intentando superarse mutuamente mediante la narración de historias exageradas, pero entonces ya no se sentía tan seguro.
—Así que fue eso lo que lo aterrorizó… Nosotros pensamos que habían sido los fantasmas —comentó Magda—. Un día, cuando regresó de las profundidades, la barba se le había vuelto completamente blanca. No dijo una sola palabra, sino que se limitó a marcharse.
—Has hablado de terrores que pueblan las profundidades —la interrumpió Zauberlich.
—Sí. Las patrullas que bajaron allí pronto comenzaron a hablar de fantasmas de antepasados. Los espíritus aullaban y gemían, y nos imploraban que los liberásemos de la esclavitud de Caos. A poco, nuestro éxito inicial se vio invertido. ¿Qué enano puede soportar la visión de sus parientes arrancados del seno de los espíritus ancestrales? Nuestras fuerzas perdieron el valor, y el Príncipe Belegar lideró una expedición cuyo fin era hallar la fuente del mal. El contingente fue destruido por los que acechan en las profundidades. Sólo regresaron él y unos pocos allegados, y nunca han hablado de lo que encontraron. La mayoría de los supervivientes se marcharon a su tierra natal, y ahora quedamos apenas un centenar para defender la torre.
El color abandonó el rostro de Gotrek. Félix jamás había visto al Matatrolls demostrar un miedo semejante. Era capaz de enfrentarse osadamente con cualquier criatura viva, pero aquella conversación sobre fantasmas había minado su valentía. «La veneración de los ancestros debe de ser muy importante para este pueblo», pensó con repentina comprensión.
—Ahora ya os he avisado —concluyó la sacerdotisa—. ¿Aún queréis bajar a las profundidades?
Gotrek fijó la vista en el fuego, mientras todos los ojos de la habitación se posaban en él. El poeta tuvo la sensación de que si Gotrek abandonaba su propósito, tal vez incluso Aldred renunciaría, ya que el templario parecía convencido de que el Matatrolls era el enano de su profecía.
Gotrek aferró el hacha con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y realizó una inspiración profunda; después dio la impresión de que se obligaba a hablar.
—Hombre o espíritu, vivo o muerto, yo no le temo —declaró con voz queda y poco convincente—. Bajaré. Allí hay un troll al que tengo que conocer.
—Bien dicho —respondió Magda—. Yo os conduciré hasta la entrada del reino inferior.
—Será un honor —declaró Gotrek al mismo tiempo que se inclinaba.
—Mañana, entonces —concluyó ella, y se levantó para marcharse.
Gotrek le abrió la puerta y, cuando se hubo marchado, se dejó caer en la silla, soltó el hacha y se aferró a los reposabrazos como si tuviese miedo de caer. Parecía muy asustado.
* * * * *
En el flanco de la montaña se abría una entrada enorme y, sobre ella, en la roca, una gran ventana protegida por un voladizo de baldosas de pizarra roja, muchas de las cuales habían caído. Era como si se hubiera construido una torre para luego hundirla en la tierra, de modo que sólo las partes más altas sobresaliesen del suelo.
—Ésta es la Puerta de Plata —explicó Magda—. El Camino de Plata discurre hasta los Graneros Superiores y la Larga Escalera.
—Gracias —dijo Félix.
Gotrek le hizo a la sacerdotisa un gesto de asentimiento. Aldred, Jules y Zauberlich se inclinaron para darle las gracias, todos con un aire muy sombrío.
Se pusieron a comprobar los faroles y el aceite de recambio. Llevaban provisiones de sobra, y sus armas estaban aceitadas y a punto.
Magda metió las manos en las mangas de la túnica, sacó un rollo de pergamino y se lo entregó a Gotrek, que lo desenrolló, le echó una mirada y a continuación hizo una reverencia tan profunda que su pecho coco el suelo.
—Que Grungni, Grimnir y Valaya os guarden a todos —dijo Magda, e hizo un peculiar signo de bendición sobre todos ellos.
—Que la bendición de Sigmar sea contigo y todo tu clan —replicó Aldred Keppler, Espada Cruel.
—Vamos —decidió Gotrek Gurnisson, y todos cogieron sus equipos y traspasaron el arco de entrada, marcado con antiguas runas enanas que el tiempo aún no había logrado erosionar.
Una vez en el otro lado, se hallaron sumidos en sombras y helor, y el poeta no pudo reprimir un escalofrío.
La luz que entraba por la gran ventana iluminaba débilmente el camino que descendía hacia las tinieblas, y se maravilló de la precisión de la ingeniería de los enanos. En lo alto de la pendiente, se detuvo y miró atrás. La sacerdotisa y su escolta permanecían de pie ante la entrada, y cuando él la saludó con una mano, ella alzó un brazo y lo agitó a modo de despedida. Luego, comenzaron el descenso, y las tierras de la superficie desaparecieron de la vista, mientras el poeta se preguntaba si alguno de ellos volvería a ver la luz del día.
* * * * *
—¿Qué te ha dado la sacerdotisa, herr Gurnisson? —quiso saber Johann Zauberlich, y Gotrek, bruscamente, puso el documento en la mano del mago.
—Es un mapa de la ciudad, copiado del mapa patrón que está depositado en el templo de Valaya la Cronista. Cubre todo el terreno que exploró la expedición del Príncipe Belegar.
A la luz que filtraban los cristales que había en lo alto, el hechicero lo inspeccionó, y luego se rascó la cabeza. Félix miró por encima de su hombro y sólo vio diminutas runas garrapateadas y conectadas con líneas de tinta de colores diferentes. Unas líneas eran gruesas, otras finas y algunas punteadas.
—No se parece a ningún mapa que haya visto —declaró el mago—. No le veo ni pies ni cabeza.
Los labios de Gotrek se curvaron en una sonrisa despectiva.
—Me sorprendería que lo encendieras porque está escrito en el código rúnico del Gremio de Ingenieros.
—Estamos en tus manos, herr Gurnisson, y en las de Sigmar —dijo el templario—. Condúcenos.
* * * * *
Félix intentó contar el número de pasos que daba, pero renunció al llegar a ochocientos sesenta y dos. Había reparado en los pasillos que partían del Camino de Plata, y comenzaba a formarse una idea de la dimensión de la ciudad de los enanos. Era como una de esas montañas flotantes de hielo que los marineros decían haber visto en el Mar de las Garras; un noventa por ciento de su volumen estaba hundido bajo la superficie. La escala superaba con mucho a cualquier obra humana que él hubiese visto jamás, e inspiraba humildad.
El camino pasaba ante muchas aberturas practicadas en las paredes de piedra, algunas de las cuales aparecían parcialmente tapiadas con ladrillos, una obra de hechura reciente. Algo las había perforado con herramientas muy primitivas, y en el aire flotaba un hedor a putrefacción.
—Silos de grano —explicó Gotrek—. Se los usaba para almacenar la comida que alimentaba a la ciudad durante el invierno, aunque parece que los goblins han metido las manos de pleno en los almacenes de Belegar.
—Si hay algún piel verde cerca de aquí, pronto probará mi acero —declaró Espada Cruel.
Jules y Félix intercambiaron miradas de preocupación, ya que no se sentían tan ansiosos como el templario y el Matatrolls por enfrentarse con lo que fuera que morara allí abajo.
* * * * *
El poeta había perdido la noción del tiempo, pero calculaba que había pasado media hora desde que habían abandonado el Camino de Plata para adentrarse en una estancia tan grande como el Koenigs Park de Altdorf y que recibía luz a través de enormes aberturas alargadas practicadas en el techo. Las motas de polvo danzaban en docenas de columnas de luz más altas que las torres de Nuln. La resonancia de los pasos inquietaba a los umbríos y extraños seres que aleteaban, acechando, cerca del techo.
—La plaza de Merscha —dijo Gotrek, cuya voz contenía una nota de asombro, y miró hacia la estancia con una extraña mezcla de odio y orgullo—. Aquí la guardia personal de la Reina Hilga resistió contra un ejército de goblins cien veces más numeroso. Le dieron tiempo a ella, y a muchos ciudadanos, para escapar. Jamás abrigué la esperanza de poner mis ojos en este sitio. Caminad con cuidado: cada piedra ha sido santificada con la sangre de los héroes.
Félix miró al Matatrolls, y vio a una persona nueva. Desde que entraron en la ciudad, Gotrek había cambiado. Ya no lanzaba miradas furtivas a su alrededor ni mascullaba para sí. Por primera vez desde que Félix lo conocía, el enano parecía sentirse cómodo, como si hubiese vuelto a casa.
«Ahora somos nosotros, los hombres, quienes estamos fuera de lugar», comprendió repentinamente, consciente de las incontables toneladas de piedra que se interponían entre él y el sol. Tuvo que luchar contra el miedo de que toda aquella montaña, que se mantenía en su sitio sólo gracias a la delicada obra de los antiguos enanos, se le desplomara encima y lo enterrara para siempre. Percibía la proximidad de las tinieblas, de aquellos lugares enterrados que nunca habían conocido la luz del día, y las semillas del terror arraigaron en su corazón.
Miró hacia el otro lado de la plaza, más grande que cualquier estructura que hubiese visto jamás, y supo que no podría cruzarla. Era una sensación absurda estando en las profundidades de la tierra, pero comenzó a sentir agorafobia. No quería pasar bajo el abovedado techo por temor a que aquel cielo artificial se desplomara sobre él. Se sentía mareado, y su respiración era un jadeo rasposo.
Una mano tranquilizadora se posó sobre su hombro, y Félix bajó la mirada hacia Gotrek, que se encontraba junto a él. Con lentitud, se desvaneció la urgencia de ascender corriendo por el Camino de Plata, y experimentó algo parecido a la calma. Entonces, volvió a mirar hacia el otro lado de la plaza de Merscha, sobrecogido por una sensación reverente.
—En verdad, tu pueblo es imponente, Gotrek Gurnisson —dijo, y el enano lo miró con ojos a los que asomaba la tristeza.
—Sí, humano, lo fuimos, pero la destreza que creó esta sala está ahora fuera de nuestro alcance. Ya no contamos con el número de canteros necesarios para construir esto.
Gotrek volvió la cabeza para contemplar la estancia, y luego la sacudió.
—¡Ay, humano!, tú tienes alguna idea de lo bajo que hemos caído. Los días de gloria han quedado atrás. En otros tiempos creamos todo esto, pero ahora nos amontonamos en unas pocas ciudades empequeñecidas y aguardamos el fin del mundo. El día de los enanos se ha marchado para no regresar nunca más. Nos arrastramos como gusanos por las obras de los tiempos antiguos, y la gloria de lo que una vez fuimos se burla de nosotros.
Hizo un gesto hacia la sala con el hacha, como si deseara demolerla de un solo golpe.
—¡Con este tipo de cosas tenemos que compararnos! —bramó, y los hombres, sobresaltados, lo miraron.
Los ecos se burlaron de él y, mezclado con ellos, Félix Jaeger creyó percibir los sonidos de un movimiento furtivo. Cuando miró hacia el origen del ruido, casi pudo jurar que veía unos ojos ambarinos y parpadeantes, que retrocedían con lentitud hacia la oscuridad.
* * * * *
A medida que avanzaban, la piedra de la zona subterránea de la ciudad adquiría un peculiar tono verdoso. Salieron de la claridad de la sala para entrar en un espacio poblado de sombras y débilmente iluminado por mortecinas y oscilantes gemas. De vez en cuando, Félix oía algunos golpecitos, y entonces Gotrek se detenía y apoyaba una mano contra la pared. Por curiosidad, el poeta hizo lo mismo y sintió unas pequeñas vibraciones, como si algo distante corriera por la piedra. Gotrek lo miró.
—Los goblins están tamborileando en las paredes —explicó—. Saben que estamos aquí, así que será mejor que aceleremos el paso a fin de confundir a los exploradores que pueda haber.
Félix asintió.
Las paredes rutilaban como jade. Félix vio ratas gordas de ojos rojos alejarse de la luz, y Gotrek imprecó e intentó aplastar de un pisotón a la más cercana, pero ésta lo esquivó. El enano sacudió la cabeza.
—Incluso aquí, tan cerca de la superficie, vemos la corrupción de Caos. Más abajo debe de ser peor.
* * * * *
Llegaron a una escalera que descendía hacia las tinieblas. Había grandes columnas desplomadas, enormes pilas de cantería amontonadas aquí y allá, y la escalera misma parecía desmoronada. Su presencia inquietó a un nido de alas batientes, y los murciélagos alzaron el vuelo y revolotearon de un lado a otro. Desasosegado, Félix se preguntó si la escalera sería muy segura.
Descendieron a través de galerías donde los signos de la expoliación de los orcos eran evidentes. Las ratas se escabullían precipitadamente hacia los nidos, construidos bajo la obra de cantería rota.
Gotrek hizo un gesto para indicar un alto, y se quedó quieto, olfateando el aire. Detrás, Félix creyó oír el sonido de unos pasos en el extremo superior de la escalera.
—Huele a goblins —dijo el Matatrolls.
—Están detrás de nosotros, me parece —comentó Jules.
—Están por todas partes a nuestro alrededor —lo contradijo Gotrek—. Este sitio ha sido usado como camino de los orcos durante muchos años.
—¿Qué haremos? —inquirió Félix al mismo tiempo que intercambiaba miradas de preocupación con Zauberlich.
—Continuar adelante —respondió Gotrek mientras consultaba el mapa—. En cualquier caso, vamos en la dirección que queremos.
Félix miró hacia atrás, pues sospechaba que los estaban conduciendo a una trampa. «Las cosas pintan mal —pensó—. Ya nos han cortado el camino de regreso a la superficie, a menos que Gotrek conozca otra ruta».
La expresión del Matatrolls le aseguró que no estaba prestándole la más mínima consideración a ese tipo de cosas. El enano miraba a su alrededor con aire preocupado, como si esperase ver un fantasma.
Los pasos de los perseguidores se aproximaron más aún.
Procedente de delante, resonando a través de las galerías, les llegó un bramido que era más profundo y sonoro que el de cualquier orco.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Zauberlich.
—Algo grande —respondió Aldred con voz queda.
Gotrek pasó el dedo pulgar a lo largo del filo del hacha, hasta que en ésta brilló una gota de sangre.
—Bien —dijo.
—Debe de estar cerca —comentó Félix con nerviosismo, a la vez que se preguntaba si tendría el semblante tan pálido como el hechicero y el explorador.
—Es difícil saberlo —le aseguró Gotrek—. Estos túneles distorsionan ell sonido, y también lo amplifican. Podría estar a kilómetros de distancia.
Volvió a oírse el rugido, y esa vez escucharon también el sonido de pasos que corrían, como si los goblins se precipitaran a cumplir una orden.
—Ahora está más cerca —afirmó Félix.
—Cálmate, humano. Como ya he dicho, es probable que esté a kilómetros de aquí.
* * * * *
Se encontraba esperando en la sala siguiente, cerca del pie de la larga escalera. Pasaron bajo un arco tallado con calaveras de demonios y vieron a la bestia: un ogro inmenso, que casi doblaba la estatura de Aldred y era cuatro veces más corpulento que él. Una cresta de pelo se elevaba desde su escamoso cuero cabelludo y, al igual que la cresta de Gotrek, estaba teñida, aunque no de un solo color, sino que en ella se alternaban listas blancas y negras. Un brazal cubierto de púas con un puño en forma de larga guadaña terrible le cubría el brazo derecho. Una enorme bola de púas unida a una cadena pendía de su mano izquierda, y tenía la apariencia de ser capaz de demoler la muralla de un castillo.
La criatura sonrió y dejó a la vista puntiagudos dientes metálicos. Detrás de él se agazapaba una compañía de goblins con su piel verde lustrosa, que aferraban escudos de metal blasonados con el emblema del Cráneo. Costras, forúnculos y señales de viruela marcaban sus feos rostros, que sonreían con mirada repulsiva. Algunos llevaban collares de púas en torno al cuello, y otros, anillos metálicos que les pinzaban la piel del torso. Tenían ojos rojos carentes de pupilas, y Félix se preguntó si sería otra señal de la corrupción de Caos.
Miró a su alrededor, y a la derecha vio cantería desmoronada. Parecía que la antigua obra en piedra de los enanos había sido derrumbada y apartada a un lado para dejar sitio a nuevas excavaciones más toscas. En la pared que tenía cerca, habían fijado cadenas de hierro, y a la izquierda se alzaba una chimenea enorme, tallada de modo que el hogar fuesen las fauces abiertas de una cabeza demoníaca; en las piedras había manchas de sangre seca. «¿Habremos venido a parar a un templo goblin? —se preguntó Félix—. Es justo lo que necesitábamos: un orco hambriento de hombres y una horda de fanáticos goblins. Bueno —se consoló—, al menos las cosas ya no pueden ponerse peor».
Sintió que le tocaban en un hombro y se volvió para mirar escalera arriba. Por ella descendía otra compañía de goblins, liderada por un orco fornido, que aferraba una cimitarra en la mano izquierda y en la derecha llevaba un estandarte donde se veía una representación estilizada de las fauces colmilludas de la Luna Maldita, Morrslieb, y en cuya punta había clavada una cabeza humana embalsamada. Detrás del portaestandarte había más goblins armados con mazas, lanzas y hachas.
Félix miró a Jules, y el bretoniano se encogió de hombros. «Qué lugar tan terrible para morir», pensó el poeta. Por un momento, los tres grupos intercambiaron miradas, y se produjo un breve silencio.
—¡Por Sigmar! —gritó Aldred, que alzó en alto su gran espada y cargó escalera abajo con una agilidad asombrosa para un hombre cubierto de placas metálicas.
—¡Tanugh aruk! —bramó Gotrek al seguirlo. En lo alto, las gemas relumbrantes parecieron tornarse más luminosas por un instante—. ¡Muerte a la escoria goblin!
Félix se puso en guardia y, junto a él, Jules se preparó para la lucha. El portaestandarte les echó una mirada feroz, pero no hizo intento alguno de acercarse más. Félix era reacio a atacar a los goblins situados escalera arriba, ya que formaban una barrera difícil de romper.
El poeta oyó fragor de armas procedente de detrás, y el alboroto causado por los gritos de guerra, mientras el repugnante hedor del orco le colmaba la nariz. Unos pasos de pies calzados con hierro resonaron en la escalera a sus espaldas, y se volvió justo a tiempo de parar un golpe de maza asestado con fuerza considerable por un guerrero de piel verde. El ímpetu del impacto le sacudió el brazo.
Apretó los dientes y lanzó una estocada, que describió un destellante arco al surcar la oscuridad. El goblin saltó hacia atrás, y Félix estuvo a punto de perder el equilibrio, pero después descendió tan rápidamente como se lo permitió la insegura escalera.
—¡Jules, defiende la escalera! —gritó.
—Lo que sea por un amigo.
Félix continuó tras el goblin, aunque encontró algunos problemas para perseguir a su ágil enemigo sobre los escalones rotos. El goblin le sacó la lengua y chilló burlonamente, lo que colmó al poeta de furia e indignación, y lo impulsó a lanzarse hacia adelante y tropezar. Cayó de rodillas y rodó mientras sentía dolor a causa de haberse raspado la piel de las rótulas al chocar contra la piedra. Algo le corrió por encima y notó un arañazo. «He tropezado con un nido de ratas», pensó. Por un momento, se sintió desorientado, pero mientras se ponía de pie vio el cuadro vivo de la batalla ante sí.
Gotrek asestaba golpes de hacha en el pecho de un enemigo, y la cota de malla estallaba hacia afuera donde impactaba la hoja de la enorme arma. Espada Cruel, mientras la demoledora bola de púas de un ogro describía un arco, le clavó una estocada ascendente en el estómago. Félix vio que la punta del arma sobresalía por la espalda del ogro, y que los goblins pasaban junto a él a toda velocidad para atacar al enano, su ancestral enemigo. Justo fuera del alcance de la lucha, Johann Zauberlich sacó un pergamino y entonó un encantamiento. Una bola de fuego apareció en su mano izquierda, y la luz mostró ratas negras pululando por todas partes e hizo que sombrías alas batientes se precipitaran con agitación.
Félix luchó para no perder el equilibrio, y desvió la mirada hacia Jules Gascoigne que se encontraba en la escalera y mantenía a raya a varios enemigos fuertemente armados. Ya había matado a uno, pero aparecieron más detrás de otro portaestandarte.
El dolor laceró el cuerpo de Félix cuando una porra se estrelló contra su hombro; destellantes estrellas plateadas llenaron su campo visual y, al caer de bruces, soltó la espada. Por encima de él se encontraba de pie un goblin, que sostenía una porra enarbolada y mostraba una sonrisa de triunfo en el rostro. «Moveos, malditas», les dijo el poeta a sus extremidades doloridas mientras la porra se le venía encima como el tronco de un árbol talado, moviéndose con penosa lentitud para los sentidos del hombre agudizados por el pánico.
En el último instante, Félix rodó hacia un lado, y la porra, tras chocar contra la roca, produjo un sonoro estruendo. El poeta se contorsionó para propinarle una patada al goblin, que salió volando; después tanteó con desesperación en busca de la espada y experimentó un gran alivio cuando sus dedos se cerraron sobre la empuñadura.
Se lanzó hacia adelante y ensartó al goblin antes de que pudiera ponerse de pie; la criatura profirió una imprecación en el momento de morir y, de pronto, un destello titánico cegó a Félix, que retrocedió con paso tambaleante y se cubrió los ojos cuando estalló un infierno ante él. Una brisa caliente le sopló el rostro, y el aire se colmó de olor a azufre. «Estoy muerto, muerto y en el infierno», pensó; pero luego la comprensión iluminó su mente: Zauberlich había lanzado la bola de fuego.
Entonces miró a su alrededor y vio que Gotrek y Aldred se abrían camino entre los desmoralizados goblins. Detrás de ellos, se precipitaron el explorador y el hechicero, y Jules lo cogió por un brazo.
—¡Vamos! —chilló—. Tenemos que salir de aquí mientras aún están confundidos.
Echaron a correr por el largo pasillo, mientras detrás de ellos continuaba el estrépito.
—¿Qué está sucediendo ahí atrás? —gritó.
—Hay diferentes tribus de goblins —respondió Gotrek con una risa aguda—. Con un poco de suerte, se cortarán las gargantas los unos a los otros mientras se pelean por quién va a comérsenos.
* * * * *
Félix miraba fijamente hacia el fondo del abismo, en cuyas profundidades rutilaban estrellas. Aldred y Gotrek vigilaban el corredor que tenían detrás de ellos, Jules echó a andar por el puente de metal corroído, y el hechicero, Zauberlich, se apoyó contra una gárgola de hierro fundido, jadeando trabajosamente.
—Me temo que no estoy hecho para la vida aventurera —resopló—. Mis estudios no me prepararon para este extenuante ejercicio.
Félix sonrió, porque el hechicero le recordaba a sus viejos profesores. Los únicos conflictos en los que se habían visto envueltos eran las luchas sobre la correcta interpretación de los pasajes más controvertidos de la poesía clásica. Le sorprendió y hasta lo avergonzó descubrir que sentía cierto menosprecio hacia aquellos ancianos, ya que en otro tiempo su ambición había sido convertirse en alguien precisamente como ellos. ¿Tanto lo había cambiado la vida aventurera?
Zauberlich estaba inspeccionando la gárgola con curiosidad, y el poeta revisó su primera opinión sobre el brujo al darse cuenta de que sólo en apariencia guardaba relación con aquellos ancianos académicos. Ninguno de ellos hubiese sobrevivido al camino hasta Karak-Ocho-Picos, y el hecho de que Zauberlich fuese un hechicero tan diestro hablaba con claridad sobre la determinación e inteligencia de aquel hombre. La magia no era un arte para alguien cobarde o miedoso, ya que encerraba sus propios peligros. La curiosidad se apoderó de Félix, que de pronto sintió deseos de preguntarle al hechicero cómo se había unido al templario.
—Creo que hemos perdido a los goblins —gritó Aldred, mientras él y Gotrek avanzaban pesadamente hacia los demás.
Las preguntas que el poeta había estado a punto de formularle a Zauberlich murieron en sus labios. En tanto cruzaban el puente, tuvo la sensación de que no dispondría de otra oportunidad para formulárselas.
* * * * *
Miraron hacia el interior del largo corredor oscuro, que no contaba con la iluminación de las gemas. Félix se había habituado tanto al mortecino resplandor verdoso que su repentina ausencia lo conmocionó. Era como si el sol se hubiera puesto a mediodía. Gotrek echó a andar hacia la oscuridad, al parecer sin darse cuenta de la falta de luz, y el poeta se preguntó si el enano aún podía ver.
—Será mejor encender los faroles —comentó Gotrek al mismo tiempo que sacudía la cabeza—. La luz ha sido saqueada. Malditos goblins… Esas gemas deberían haber relumbrado por toda la eternidad, pero ellos sencillamente no podían dejarlas donde estaban. Ya no podrán ser reemplazadas jamás, dado que el arte se ha perdido.
Jules preparó un farol, y Zauberlich lo encendió con una palabra, mientras Félix los observaba con la sensación de no servir para nada. De repente, oyó que Gotrek gemía detrás de él y se volvió a mirar.
A lo lejos, en el fondo del corredor, había una silueta que relumbraba con débil luz verdosa. Se trataba de un enano anciano y barbudo; la luz emanaba de él y a través de él, y parecía transparente, tan tangible como una pompa de jabón. La fantasmal silueta gimió con una voz alta y fina, y avanzó hacia Gotrek con los brazos extendidos. El Matatrolls se quedó atónito, y el terror invadió a Félix cuando reconoció la calidad de aquella luz. La había visto antes, en la ladera de la montaña y en la parte exterior de la ciudad.
—Que Sigmar nos proteja —murmuró Aldred, y el poeta oyó la musical nota de la espada del templario cuando éste la desenfundó.
Sintió que se le erizaba el cabello mientras el ancestral enano avanzaba hacia ellos. El aire parecía más frío y le produjo un estremecimiento en la piel. La figura movió los labios, y Félix creyó percibir una lejana voz farfullante; en ese momento, Gotrek recobró la capacidad de movimiento y avanzó con el hacha en alto, como para parar un golpe.
El fantasma redobló sus frenéticos ruegos, y Gotrek sacudió la cabeza como si no entendiera lo que decía. Entonces la figura se apresuró para reunirse con él al mismo tiempo que miraba por encima del hombro, como si lo persiguiera un enemigo distante, invisible.
El horror invadió a Félix al ver que el fantasma comenzaba a deshacerse. Era como la niebla cuando sopla un viento fuerte, ya que algunas partes simplemente se desprendían y desvanecían. Antes de que Gotrek pudiera Llegar hasta él, se esfumó por completo, y mientras esto sucedía, Félix oyó un desesperado y lejano lamento, como el alarido de un alma en pena arrastrada hacia el infierno.
Cuando Gotrek regresó junto a ellos, el poeta reparó en la expresión aturdida de su rostro. El Matatrolls parecía espantado y perplejo, y bajo su único ojo brillaba una lágrima.
Echaron a andar a buen paso corredor abajo, e incluso cuando llegaron a un área donde las gemas volvían a brillar, nadie pareció tener prisa por apagar el farol. Muchas horas después de ese encuentro, el Matatrolls aún no había pronunciado una sola palabra.
* * * * *
Félix sintió la tentación de beber de una fuente que manaba dentro de un antiguo abrevadero tallado en la piedra, así que se inclinó sobre el agua, que desprendía reflejos verdosos; pero entonces sintió que una mano lo cogía por el cabello y que tiraba de él hacia atrás.
—¿Estás loco, humano? ¿No te das cuenta de que el agua está corrompida?
Félix estaba a punto de objetar cuando Zauberlich se inclinó para mirar el agua e inspeccionar los puntitos verdes luminosos.
—¿Piedra de disformidad? —dijo con tono de sorpresa, y el poeta sintió que se le helaba la sangre. Lo único que había oído decir de aquella espantosa sustancia era que se trataba de la esencia pura del Caos, buscada por los malvados alquimistas de algunos relatos horrendos.
—¿Qué has dicho, mago? —inquirió Gotrek con sequedad.
—Creo que esto podría ser piedra de disformidad. Tiene la luminosidad verdosa que ciertos textos eruditos le atribuyen a esa desagradable sustancia. Si hay siquiera una pizca de piedra de disformidad en el agua, eso podría significar un elevado grado de mutaciones por esta zona.
—Hay viejas historias que hablan de que los skavens envenenaron los pozos —dijo Gotrek—. ¿Es posible que sean tan repugnantes, incluso ellos, para haberlo hecho con piedra de disformidad?
—He oído decir que los skavens se alimentan de piedra de disformidad. Tal vez esto sirva a un doble propósito, ya que les proporciona sustento y hace que los pozos sean inútiles para sus enemigos.
—Al parecer eres un buen conocedor de los métodos de Caos, herr Zauberlich —comentó Félix con suspicacia.
—El doctor y yo hemos perseguido a una buena cantidad de brujas —explicó Espada Cruel—. Es una tarea que te obliga a adquirir muchos conocimientos extraños. ¿Estás insinuando que alguno de mis compañeros está tan corrompido por la inmundicia como para traficar con los Poderes Malignos?
Félix negó con la cabeza, pues no tenía deseo alguno de irritar a un guerrero tan mortal como el templario.
—Pido disculpas por mis injustas sospechas.
Gotrek profirió una sonora carcajada.
—No tienes necesidad de disculparte. Es precisa la vigilancia eterna porque en todas partes acechan los esbirros de la Oscuridad.
Aldred asintió para manifestar su acuerdo. Al parecer, el Matatrolls había encontrado un espíritu afín.
—Será mejor que continuemos adelante —comentó Jules Gascoigne al mismo tiempo que se volvía para mirar con nerviosismo en la dirección por la que habían llegado.
—Será mejor que te limites a beber lo que hemos traído nosotros, humano —dijo Gotrek mientras se ponían en marcha.
* * * * *
—¿Qué es esto? —inquirió Félix con tono nervioso, y su voz se perdió en la distancia.
Jules dirigió la luz de su farol hacia la oscuridad, y vieron unos hongos gigantescos y deformes, que proyectaban largas sombras sobre las paredes blancas y cubiertas de moho. Las esporas flotaban en el rayo de luz.
—En otros tiempos cultivábamos champiñones para comer —murmuró Gotrek—. Ahora, al parecer, ellos también han sido víctimas de la mutación.
El Matatrolls entró en la sala, donde sus botas dejaron huellas en la empapada alfombra de moho. En algún punto distante, Félix creyó oír agua que corría.
Astillas blancas de unos treinta centímetros de largo se desprendieron de las paredes, agrandándose a medida que se separaban, y se lanzaron hacia los sobresaltados aventureros. Gotrek cortó una de ellas con el hacha, y se produjo un sonido blando y pastoso. Más y más astillas abandonaron la pared como una nevisca de copos de nieve gigantes, y Félix se encontró rodeado de blandos cuerpos hinchados y alas que se agitaban.
—¡Mariposas nocturnas! —gritó Zauberlich—. ¡Son mariposas nocturnas! Intentan llegar a la luz. Apagadla.
Los envolvió la oscuridad, y la última visión que tuvo Félix fue el cuerpo de Gotrek cubierto de gigantescos insectos. Luego se quedó quieto en la arremolinada tormenta de alas que se agitaban mientras el contacto de las mariposas nocturnas le hacía cosquillas en la piel. Al fin, todo quedó en silencio.
—Salgamos con lentitud —susurró Gotrek, cuya voz traslucía aversión—. Buscaremos otro camino.
* * * * *
El poeta se detuvo para mirar hacia atrás por el largo corredor, mientras deseaba que las gemas luminosas brillasen con más fuerza, pues estaba convencido de haber oído algo. Tendió una mano que posó sobre la suave piedra fría de la pared, y percibió una débil vibración. Tamborileo en las paredes.
Forzó la vista y, a lo lejos, pudo distinguir vagas siluetas. Una llevaba un enorme estandarte coronado con lo que parecía ser una cabeza humana. Entonces, desenvainó la espada.
—Según parece, han vuelto a encontrarnos —dijo, pero no obtuvo respuesta.
Los demás habían desaparecido al girar en un recodo. Se dio cuenta de que habían continuado avanzando cuando él se detuvo, y echó a correr para darles alcance.
* * * * *
Invadido por el pavor, Félix abrió los ojos, arrancado de su duermevela. Era el turno de guardia de Gotrek, pero le parecía haber oído voces fantasmagóricas. Recorrió la pequeña cámara con la mirada, y se le erizó el cabello. El latido de su corazón resonaba con fuerza, acelerado, dentro de sus oídos, y pensó que iba a desmayarse en ese mismo instante. La fuerza había abandonado por completo sus extremidades.
El extraño resplandor verdoso alumbraba la sala, y bañaba el rostro macilento del Matatrolls, confiriéndole el aspecto de un horrible zombi. La sombra de Gotrek se encumbraba enorme y amenazadora contra la pared, y la entidad de la que emanaba la luz se encontraba de rodillas ante él, con los brazos abiertos en actitud implorante. Se trataba del fantasma de alguna enana ancestral.
Era insustancial y, sin embargo, tenía la presencia de las edades, como si fuese una manifestación de tiempos remotos hecha realidad. Los atuendos eran regios, y su rostro había poseído autoridad en otra época. Las mejillas parecían hundidas; daba la impresión de que la carne se le había desprendido y estaba llena de agujeros, como cribada por gusanos. Los ojos, que se ocultaban bajo cejas muy arqueadas, eran charcos umbríos, en los que ardía una luz de bruja. Félix tuvo la sensación de que al fantasma lo devoraba alguna enfermedad del otro mundo: un cáncer del espíritu.
La apariencia de aquel ser llenó de terror al poeta, y al experimentarlo aún se intensificó más su miedo; había cosas que aguardaban más allá de la tumba, de las que ni siquiera la muerte servía para escapar. Los poderes siniestros podían apoderarse de un alma y atormentarla. Félix siempre había temido a la muerte, pero en ese momento se daba cuenta de que había cosas peores. Se sentía al límite de la cordura y deseaba la demencia como liberación de ese terrible conocimiento.
Cerca de él, Jules Gascoigne gimoteaba como un niño sumido en una pesadilla. El poeta intentó apartar los ojos de la escena que se representaba ante él, pero no pudo hacerlo; lo dominaba un impulso poderoso, pues se sentía horriblemente fascinado por el enfrentamiento.
Gotrek alzó el hacha y la situó entre sí mismo y el atormentado espíritu. ¿Era acaso producto de su imaginación, se preguntó el poeta, o las runas que había grabadas en la enorme hoja relumbraban con fuego interior?
—Aléjate, abominación —dijo el Matatrolls con voz áspera, apenas más audible que un susurro—. Márchate; yo aún estoy entre los vivos.
El fantasma se puso a reír, y Félix se dio cuenta de que no producía sonido ninguno, pero oyó su voz dentro de la mente.
—Socórrenos, Gotrek hijo de Gurni. Libéranos. Nuestras tumbas están profanadas, y un terrible poder disformador reside en nuestros salones.
El espíritu oscilaba y parecía a punto de disiparse como la niebla, pero mantenía la forma mediante un esfuerzo visible.
Aunque Gotrek intentó hablar, no pudo. Los grandes músculos de su cuello estaban abultados y una vena le latía en la sien.
—No hemos cometido ningún crimen —declaró el espíritu con una voz que transmitía eras de sufrimiento y soledad—. Habíamos partido para reunimos con nuestros espíritus ancestrales cuando fuimos traídos de vuelta por la profanación de nuestros lugares de descanso. Nos arrancaron de la paz eterna.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Gotrek con una voz que contenía a la vez asombro y terror—. ¿Qué puede arrancar a un enano del seno de sus ancestros?
—¿Qué otra cosa tiene la fuerza para alterar el orden del universo, Matatrolls? ¿Qué otra cosa que no sea Caos?
—No soy más que un guerrero. No puedo enfrentarme con los Poderes Siniestros.
—No es necesario que lo hagas. Purifica nuestras tumbas de lo que hay en ellas, y quedaremos libres. ¿Harás eso, hijo de Gurni? Si no lo haces, no podremos reunimos con nuestros parientes. Oscilaremos y nos apagaremos como llamas de vela en una tormenta. Incluso ahora ya nos estamos desvaneciendo, y sólo quedamos unos pocos.
Gotrek miró al angustiado espíritu, y Félix vio en su rostro reverencia y compasión.
—Si está en mi poder hacerlo, os liberaré.
Al oír esto, una sonrisa pasó por el rostro estragado del espíritu.
—Se lo hemos pedido a otros, incluso a nuestro descendiente Belegar; pero tenían demasiado miedo para ayudarnos. En ti no encuentro tacha.
Gotrek le hizo una reverencia, y el espíritu tendió una mano relumbrante para tocarle la frente. A Félix le pareció que una repentina perspicacia inundaba al Matatrolls. El fantasma menguó y se desvaneció como si se alejara hacia una vasta distancia, y poco después ya no había ni rastro de él.
El poeta miró a los demás. Estaban todos despiertos y contemplaban al enano con profundo asombro. Aldred miró al Matatrolls reverencialmente, y Gotrek sopesó su hacha.
—Tenemos trabajo que hacer —declaró con una voz que se parecía más al frote de dos piedras.
* * * * *
Como si estuviera en trance, Gotrek Gurnisson los condujo por largos corredores que descendían hacia las profundidades que había debajo de la antigua ciudad, y entraron en un área de anchos túneles bajos, flanqueados por estatuas con el rostro desfigurado.
—Los de la piel verde han estado por aquí —le comentó Félix a Jules Gascoigne, a quien tenía a su lado.
—Sí, pero no recientemente, amigo mío. Esas estatuas fueron rotas hace tiempo. Mira los líquenes que crecen en las zonas partidas. No me gusta cómo relumbran.
—Hay algo maligno en este sitio; puedo percibirlo —manifestó Zauberlich al mismo tiempo que se tiraba de una manga de la túnica y observaba el entorno con nerviosismo—. Noto una presencia opresiva en el aire.
Félix se preguntó si él también podía percibirla, o su sensación se debía sólo a que era receptivo a los presagios de su compañero. Giraron en un recodo y avanzaron por un camino flanqueado por enormes arcos de piedra, entre los cuales habían sido tallados extraños conjuntos de runas.
—Espero que tu amigo no nos esté conduciendo a una trampa preparada por los Poderes Siniestros —susurró el hechicero.
Félix negó con la cabeza, pues estaba convencido de la sinceridad del espíritu. «Aunque, pensándolo bien —pensó—, ¿qué sé yo de estas cosas?». Se encontraba tan lejos de los dominios de su experiencia, que lo único que podía hacer era confiarse al curso de los acontecimientos. Se encogió de hombros con aire fatalista, ya que la situación estaba fuera de su control.
—Detesto tener que molestaros, pero nuestros perseguidores han vuelto —declaró Jules—. ¿Por qué no nos atacan? ¿Acaso tienen miedo de esta zona?
Félix se volvió para mirar los resplandecientes ojos rojizos de la compañía de pieles verdes, y distinguió el monstruoso estandarte.
—Con independencia de lo que les dé miedo, al parecer ahora han recuperado el valor.
—Tal vez han estado conduciéndonos hacia aquí para sacrificarnos —dijo Zauberlich.
—Sí, tú sigue buscando el lado positivo de las cosas —respondió Jules.
* * * * *
Atravesaron un puente tendido sobre un abismo y entraron en otros corredores flanqueados por arcos decorativos. Gotrek se detuvo ante una arcada abierta que era particularmente grande, y sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
Félix estudió la arcada y vio un canal enorme hecho para deslizar por él una puerta. Al reflexionar con más atención, pensó que si la entrada hubiese estado cerrada habría resultado invisible, camuflada entre todos los arcos decorativos ante los que habían pasado. Luego, encendió su farol e iluminó las umbrías tinieblas.
Al otro lado de la abertura había una bóveda enorme, flanqueada a ambos lados por grandes sarcófagos tallados de modo que parecieran figuras de enanos durmientes de noble aspecto. A la derecha estaban los varones, y a la izquierda, las mujeres. Algunas tapas de los sarcófagos de piedra habían sido rotas, y en el centro de la cámara había una enorme pila de oro y viejos estandartes mezclados con huesos partidos y amarillentos. Del centro de la pila, se alzaba la empuñadura de una espada tallada en forma de dragón.
A Félix le recordó el túmulo que habían alzado para sepultar a los seguidores de Aldred en el camino de la ciudad. El hedor espantoso que salía por la arcada le produjo náuseas.
—¡Mirad todo ese oro! —dijo el bretoniano—. ¿Por qué no se lo han llevado los pieles verdes?
—Porque algo lo protege —replicó Félix, y entonces le pasó por la cabeza una pregunta—. Gotrek, ¿ésta es una de las tumbas ocultas de tu pueblo de las que me hablaste, verdad?
El enano asintió con un gesto de cabeza.
—¿Y por qué está abierta? Sin duda debería estar sellada, ¿no?
Gotrek se rascó la cabeza y se sumió en profundos pensamientos durante un momento.
—Faragrim la abrió —respondió con enojo—. En otros tiempos fue ingeniero, y debía conocer el código rúnico. Los fantasmas sólo comenzaron a aparecer después de que él se marchara de la ciudad. Abandonó la tumba para que fuera expoliada, y sabía lo que iba a suceder.
Félix estaba de acuerdo. El explorador de terrenos era codicioso y, sin duda, habría saqueado la tumba de haber podido hacerlo. Había encontrado el ancestral tesoro de Karak-Ocho-Picos. Si eso era verdad, ¿sería también cierta la otra parte de la historia? ¿Había huido del troll? ¿Había dejado al templario, Raphael, para que luchara solo contra el monstruo?
Mientras ellos hablaban, Aldred entró en la tumba y avanzó hasta el tesoro. Al volverse, Félix vio una expresión de triunfo en el delgado semblante fanático del templario. «¡No, sal de ahí!», quiso gritarle.
—La he encontrado —exclamó Aldred—. La espada perdida, Karaghul. ¡La he encontrado! ¡Alabado sea Sigmar!
De detrás de la pila de oro, surgió la sombra de una cabeza cornuda, cuya estatura doblaba la de Aldred y era más ancha que alta. Antes de que el poeta tuviese tiempo de advertirlo, el troll le cercenó la cabeza con una sola pasada de su poderosa zarpa, y la sangre del templario se vertió sobre las ancestrales piedras. Luego, el monstruo saltó hacia adelante y atravesó el montón de tesoros con una fuerza irresistible.
Félix había oído historias de trolls, y tal vez aquella cosa lo había sido en otro tiempo, pero había sufrido un cambio monstruoso. Tenía la piel rugosa cubierta de enormes tumores supurantes, y poseía tres brazos tremendamente musculosos, uno de los cuales acababa en una pinza. En el hombro izquierdo, como una fruta obscena, le crecía una cabeza pequeña, con aspecto de bebé, que los miraba con astutos ojos maliciosos, y parloteaba de modo horrible en un idioma que Félix no reconoció. De una boca de sanguijuela abierta por debajo del cuello, goteaba pus, que corría por el pecho del monstruo.
La cabeza bestial rugió, y los ecos reverberaron por el largo corredor. El poeta vio que de una cadena que rodeaba el cuello de la criatura, pendía un amuleto de relumbrante piedra negra verdosa. «Piedra de disformidad», pensó; había sido colocada allí de modo deliberado.
No podía reprocharle a Faragrim que hubiese huido; ni a Belegar. Estaba paralizado por el miedo y la indecisión. Por un flanco le llegó el sonido de los vómitos de Zauberlich. Sabía que era la piedra de disformidad la que había creado aquella cosa, y pensó en lo que Gotrek había contado acerca de la guerra que se había librado bajo la montaña en épocas remotas.
Alguien había sido lo bastante demente para colgar la piedra de disformidad alrededor del cuello del troll, con el fin de inducir deliberadamente la mutación. Tal vez habían sido los hombres rata, los skavens que había mencionado Gotrek. El troll había permanecido allí desde la época de la guerra, una abominación ulcerada que continuó cambiando y creciendo lejos de la luz del sol. ¿Era tal vez la profanación de las tumbas por parte de aquella monstruosidad engendrada por la piedra de disformidad lo que había hecho penar a los fantasmas? ¿O tal vez se debía a la sola presencia de aquella piedra, la pura esencia del Caos?
Esos pensamientos reverberaban dentro de su mente como los rugidos de la bestia enloquecida resonaban en la bóveda. Era incapaz de moverse, lo paralizaba el horror, mientras el monstruo se acercaba cada vez más y su hedor le invadía la nariz. Oyó el horripilante sonido de succión de la espantosa boca de sanguijuela, y el troll mutante salió de la oscuridad. Su rostro devastado por el dolor estaba infernalmente iluminado desde abajo por el resplandor del amuleto.
Aquella abominación iba a llegar hasta él y lo mataría, y él no podría hacer nada para salvarse. Recibiría la muerte como una bendición, tras haber sido testigo de aquella manifestación de la demencia del universo.
Gotrek dio un salto y se interpuso entre él y el monstruo, con las piernas flexionadas en posición de combate. La sombra del enano se proyectaba alargada a sus espaldas en la luz verde, de modo que se encontraba en el extremo de un charco de oscuridad, con el hacha en alto y las runas brillando con luz de bruja.
El troll del Caos se detuvo y bajó los ojos para mirarlo, como atónito ante la temeridad de aquella pequeña criatura. Gotrek le devolvió una mirada feroz y escupió.
—Ha llegado tu hora de morir, inmundicia —dijo.
Le lanzó un golpe con el hacha que abrió una terrible herida en el pecho del monstruo. Éste continuó inmóvil, estudiándose la herida con fascinación, y Gotrek le propinó otro golpe en un tobillo con la intención de desjarretarlo. Una vez más, manó sangre verde, pero la criatura no cayó.
Con una velocidad cegadora, la enorme pinza descendió y se cerró, y le habría cortado la cabeza al Matatrolls si éste no se hubiera agachado. Entonces, el troll profirió un bramido colérico y lo atacó con una mano provista de garras que Gotrek logró desviar con el hacha. A continuación, esquivó la lluvia de golpes que cayó sobre él.
El Matatrolls y el troll comenzaron a describir cautelosos círculos; ambos esperaban que se abriera una brecha en la guardia del otro. Félix advirtió con horror que las heridas que Gotrek le había infligido a su enemigo estaban cicatrizando y que, al hacerlo, producían el mismo sonido que una boca babeante al cerrarse.
Jules Gascoigne se precipitó hacia los contendientes y lanzó una estocada contra el troll. La hoja se hundió en una pierna de la criatura y se atascó allí, y mientras el bretoniano intentaba arrancársela, el monstruo le propinó un revés que lo hizo volar por el aire. Félix oyó el crujido de las costillas al partirse y vio que la cabeza del explorador se estrellaba contra la pared de piedra con un estallido. Jules quedó tendido sobre un charco de sangre.
Mientras la criatura estaba distraída, Gotrek se le aproximó de un salto y le asestó un golpe oblicuo en el hombro, donde crecía la cabeza de bebé, que fue cercenada limpiamente. La cabeza rodó hasta detenerse cerca de los pies de Félix, donde se quedó chillando. El poeta logró dejar el farol en el piso, desenvainar la espada y descargarla sobre la cabeza. Ésta quedó dividida en dos mitades que comenzaron a unirse otra vez. Continuó descargando golpes de espada sobre ella hasta que el arma se melló, se embotó y luego se partió a causa de las sacudidas contra el suelo; a pesar de todo, no pudo matar a aquella cosa.
—Apártate —oyó que le decía Zauberlich, y saltó a un lado.
De pronto, el aire ardió, se colmó de olor a azufre y metal quemado, y la diminuta cabeza quedó en silencio y no se repuso.
Como si percibiera una nueva amenaza, el troll, de un salto, dejó a Gotrek atrás, y atrapó al hechicero con la pinza gigante. Félix vio la expresión de terror del rostro de Zauberlich mientras era alzado en el aire. El mago luchó para practicar un conjuro, y de pronto apareció una bola de fuego que disipó las sombras durante un momento. El monstruo gritó y cerró la pinza en un acto reflejo, lo que cortó al hechicero en dos.
Zauberlich cayó al suelo con la túnica encendida, y una negra desesperación se apoderó de Félix. El mago podría haber herido a la criatura, haberla quemado con fuego purificador. En ese momento estaba muerto; Gotrek sólo podría abrirle fútiles tajos porque sus poderes de curación, reforzados por el Caos, lo hacían prácticamente invulnerable. Estaban condenados.
El poeta dejó caer los hombros. No había nada que él pudiese hacer. Los demás habían muerto en vano, y la misión había fracasado. Los fantasmas de los gobernantes enanos continuarían rondando como almas en pena. Todo había sido inútil.
Miró el rostro sudoroso de Gotrek. Muy pronto, el Matatrolls se cansaría y sería incapaz de esquivar los golpes de la criatura. El enano lo sabía, pero no renunciaba a la lucha, y una renovada determinación se apoderó de Félix. Tampoco él renunciaría; en ese momento, desvió la mirada hacia el cadáver del hechicero.
El fuego se había hecho más intenso, mucho más que si sólo estuviese quemando las ropas de un hombre. Y entonces comprendió por qué: Zauberlich llevaba en su abrigo frascos de aceite para el farol. A toda velocidad, Félix se quitó la mochila de la espalda y buscó un frasco de aceite.
—¡Mantenlo ocupado! —le gritó a Gotrek mientras destapaba el frasco de cerámica, y Gotrek profería una espantosa imprecación enana.
Félix agitó el frasco hacia el monstruo para rociarlo con lustroso aceite, pero éste hizo caso omiso de él mientras intentaba inmovilizar a Gotrek. El enano había redoblado sus esfuerzos y lanzaba tajos como un demente. Entretanto, Félix le vació un segundo frasco encima, y luego un tercero, manteniéndose siempre donde el monstruo no podía verlo.
—¡No sé qué vas a hacer, humano, pero hazlo con rapidez! —le chilló el Matatrolls.
Félix se alejó corriendo y recogió su farol. «Que Sigmar guíe mi mano», rogó. Lanzó el farol hacia la criatura, contra cuya espalda chocó. Tras hacerse añicos, esparció aceite encendido, que prendió el combustible con que lo había rociado anteriormente.
El troll profirió un alarido agudo y retrocedió con paso tambaleante. A partir de ese momento, cuando el hacha de Gotrek lo hería, los tajos no cicatrizaban. El enano hizo recular al troll hasta la pila de oro, donde éste tropezó y cayó, y entonces Gotrek alzó el hacha por encima de la cabeza.
—¡En nombre de mis ancestros! —bramó el Matatrolls—. ¡Muere!
El hacha descendió como un rayo y cercenó la repugnante cabeza de la criatura, que no volvió a levantarse.
* * * * *
Con mucho cuidado, Gotrek recogió el amuleto de piedra de disformidad con la hoja partida de la espada de Félix, y lo sacó del lugar manteniéndolo a la distancia del brazo extendido, para arrojarlo al abismo.
El poeta se sentó, vacío de toda emoción, encima de un sarcófago. «Una vez más, acaban así las cosas», pensó, sentado en medio de ruinas y cadáveres tras una lucha terrible.
Oyó las pisadas de Gotrek, que se aproximaba a la carrera, y el enano entró jadeando.
—Vienen los goblins, humano —anunció.
—¿Cuántos? —preguntó Félix.
Gotrek sacudió la cabeza con cansancio.
—Demasiados. Al menos ya me he librado de esa cosa corrupta. Puedo morir feliz, aquí, entre las tumbas de mis antepasados.
El poeta se levantó y fue a coger la espada con empuñadura en forma de dragón.
—Me habría gustado devolverle esto a la gente de Aldred —dijo—; le habría dado sentido a tantas muertes.
Gotrek se encogió de hombros y echó una mirada hacia la puerta. La arcada estaba por completo ocupada por merodeadores de piel verde que avanzaban detrás del estandarte de la Luna Sonriente. El poeta desenvainó con facilidad la espada sigmarita, que emitió una nota musical emocionante. Las runas grabadas a lo largo de la hoja relumbraron con luz brillante, y por un momento los goblins vacilaron.
Gotrek desvió la mirada hacia su compañero y sonrió, con lo que quedaron a la vista los espacios en que le faltaban dientes.
—Esta va a ser una muerte verdaderamente heroica, humano. Lo único que lamento es que mi pueblo nunca llegará a tener noticia de ella.
Félix volvió los ojos hacia la horda que se les echaba encima, y se situó de modo que su espalda quedase contra un sarcófago.
—No sabes lo mucho que lo lamento —respondió con aire ceñudo.
Blandió el arma unas cuantas veces a modo de ensayo. La manejaba bien, era ligera y estaba equilibrada, como si la hubiesen hecho especialmente para su mano. Le sorprendió descubrir que ya no tenía miedo, que estaba más allá de todo temor.
El portaestandarte se detuvo y giró para arengar a sus soldados, ya que ninguno parecía demasiado ansioso por enfrentarse al hacha del Matatrolls ni a la espada de brillantes runas.
—¡Venga de una vez! —bramó Gotrek—. Mi hacha tiene sed.
Los goblins rugieron, y el líder dio media vuelta y les hizo señal de avanzar. Se lanzaron hacia ellos, tan irresistibles como las mareas. «Ya está», pensó el poeta mientras se preparaba para el ataque y se disponía a blandir la espada para llevarse consigo tantos enemigos como pudiese a las tierras de los difuntos.
—Adiós, Gotrek —dijo, pero se interrumpió.
Los goblins se habían detenido y los contemplaban sobrecogidos por el pánico. «¿Qué sucede?», se preguntó. Una fría luz verde se derramaba por encima de sus hombros; se volvió a mirar y vaciló. La cámara estaba llena de filas de regios espíritus enanos que avanzaban con aspecto feroz y terrible.
El portaestandarte goblin intentó replegar a sus soldados, pero los fantasmales señores enanos llegaron hasta él y le tocaron el corazón. El color abandonó su rostro, y cayó al mismo tiempo que se aferraba el pecho y los espíritus se precipitaban hacia los goblins. Las espectrales hachas eran blandidas, y los guerreros de piel verde caían sin una sola marca en los cuerpos. Un agudo y monstruoso sonido llenó el aire, como una imitación aflautada de los gritos de guerra enanos. Los goblins restantes dieron media vuelta y huyeron, y los fantasmales guerreros salieron tras ellos.
* * * * *
Félix y Gotrek se quedaron de pie en la cámara vacía, rodeados de enormes sarcófagos. En el espacio que tenían delante, lentamente, comenzaron a tomar forma unas siluetas. Halos de luz verdosa regresaron flotando a través de la entrada y adoptaron apariencia de enanos. Los espíritus tenían un aspecto diferente.
Allí se encontraba el fantasma que había hablado antes con Gotrek. De alguna forma, había cambiado, como si le hubiesen quitado un peso terrible del etéreo corazón. Miró al Matatrolls.
—Los ancestrales enemigos han desaparecido. No podíamos dejarlos para que saquearan nuestras tumbas ahora que tú las has purificado. Estamos en deuda contigo.
—Me habéis arrebatado una muerte gloriosa —respondió Gotrek, casi de malhumor.
—No era tu destino caer aquí en este día. Tu final es mucho más grandioso y el momento se avecina.
Gotrek miró entonces a la ancestral reina con aire de interrogación.
—Nada más puedo decirte. Adiós, Gotrek, hijo de Gurni. Nuestros mejores deseos te acompañan. Serás recordado.
Pareció que los fantasmas se concentraban en una sola llama fría, que relumbró como una estrella en la oscuridad. La luz cambió del verde al dorado cálido, y luego se hizo más brillante que el sol. Félix apartó los ojos, aunque continuó deslumbrado, y cuando recobró la capacidad de ver, miró las tumbas. El lugar estaba vacío, excepto por su presencia y la de Gotrek, que tenía el entrecejo fruncido con aire meditabundo. Por un instante, una expresión extraña brilló en su único ojo; después, el enano se volvió para mirar el tesoro.
Félix casi podía leerle la mente. Estaba pensando en llevarse aquellas riquezas, en profanar él mismo la tumba. El poeta contuvo la respiración y, pasado un largo minuto, el Matatrolls se encogió de hombros y dio media vuelta.
—¿Qué me dices de los demás? ¿No deberíamos proporcionarles un lugar de descanso? —inquirió Félix.
—Déjalos —replicó Gotrek por encima del hombro mientras se alejaba a grandes zancadas—. Yacen entre los poderosos. Sus cuerpos están a salvo.
Traspasaron la arcada, y el Matatrolls se detuvo para tocar las runas, de acuerdo con la ancestral costumbre. La tumba quedó sellada, y a continuación echaron a andar a través de la oscuridad eterna hacia la luz del día.