Jinetes de lobo
No puedo recordar con exactitud cómo decidimos tomar rumbo al sur en busca del oro perdido de Karak-Ocho-Picos, pero ¡ay!, recuerdo que, como muchas resoluciones importantes de ese período de mi vida, fue una que tomamos en una taberna bajo la influencia de enormes cantidades de alcohol. También recuerdo a un enano viejo y desdentado que balbuceaba repetidamente la palabra oro, y tengo muy claro en la memoria el brillo demente que apareció en los ojos de mi compañero mientras escuchaba la descripción.
Tal vez era algo típico del Matatrolls estar dispuesto a arriesgar su vida e integridad física en el territorio más salvaje y árido que imaginarse pueda, pese a lo tenue de la provocación. O quizá se tratara del característico efecto de «fiebre del oro» que tienen tendencia a sufrir todos los miembros pertenecientes a su pueblo. Como iba a descubrir más tarde, el atractivo de ese metal brillante tiene un poder aterrorizador y tremendo sobre las mentes de todos los integrantes de la Antigua Raza.
En cualquier caso, la decisión de dejar atrás las fronteras más meridionales del Imperio fue fatídica y nos llevó a encuentros y aventuras cuyas espantosas consecuencias me persiguen aún…
FÉLIX JAEGER,
Mis viajes con Gotrek, vol. II,
Impreso en Altdorf, 2505
—Honradamente, caballeros, no quiero problemas de ninguna índole —declaró Félix Jaeger con sinceridad, al mismo tiempo que tendía las manos abiertas ante sí—. Sólo quiero que dejéis en paz a la muchacha. Es cuanto pido.
Los cazadores borrachos soltaron perversas carcajadas.
—Sólo quiero que dejéis en paz a la muchacha —lo imitó uno de ellos con voz aguda y ceceante.
Félix recorrió la factoría con la vista en busca de apoyo. Unos pocos tipos robustos, ataviados con las gruesas pieles de los montañeses, lo miraron con ojos enturbiados por la bebida. El dueño del establecimiento, un hombre alto, encorvado y de pelo lacio, se volvió y comenzó a colocar frascos de confitura en los estantes de madera rústica. No había ningún cliente más.
Uno de los cazadores, un hombre enorme, se acercó a él. Félix podía ver las partículas de grasa que tenía adheridas a la barba, y cuando abrió la boca para hablar, despidió un hedor a coñac barato que dominaba incluso sobre el olor de la grasa de oso rancia con la que se untaban los cazadores para protegerse del frío. Félix hizo una mueca.
—Oye, Hef, creo que aquí tenemos un chico de ciudad —dijo el cazador—. Habla muy bien.
El que se llamaba Hef alzó los ojos de la mesa contra la que tenía sujeta a la muchacha.
—Sí, Lars, ya lo creo que habla bien, y con todo ese bonito pelo dorado como trigo maduro, yo podría tomarlo a él por una muchacha.
—Cuando bajo de las montañas, cualquier cosa tiene buen aspecto. Te diré lo que haremos: tú quédate con la muchacha, que yo me contentaré con este guapo chico.
Félix sintió que se le arrebolaba el rostro. Estaba comenzando a enojarse, pero ocultó el enfado tras una sonrisa porque no quería meterse en problemas, al menos si podía evitarlos.
—Vamos, caballeros, no hay necesidad de todo esto. Permitidme que os invite a una copa.
Lars se volvió para mirar a Hef, y el tercer montañés profirió una risotada.
—Y encima tiene dinero… ¡Es mi noche de suerte!
Lars sonrió con satisfacción, y Félix miró tras de sí, desesperado, mientras el hombre avanzaba hacia él. ¿Dónde estaba Gotrek? ¿Por qué el enano nunca se encontraba cerca cuando lo necesitaba? Se volvió para encararse con Lars.
—De acuerdo, siento haberme entrometido. Os dejo continuar con vuestros asuntos, caballeros.
Vio que Lars se relajaba un poco y bajaba la guardia, aunque continuó avanzando. Permitió que se acercase más mientras observaba que abría los brazos como si estuviese a punto de abrazarlo; de modo repentino, le clavó un rodillazo en la entrepierna. Con un soplido como el de un fuelle de herrero, todo el aire salió del cuerpo del hombretón, que se dobló en dos con un gemido. Después Félix aferró la barba del hombre y tiró de ella hacia abajo para golpearlo con una rodilla.
Entonces oyó un crujido de dientes que se partían, y la cabeza del cazador rebotó y salió despedida hacia atrás. Lars cayó al suelo, boqueando en busca de aire y aferrándose la entrepierna.
—¡En el nombre de Taal! —exclamó Hef, que le lanzó un golpe a Félix cuya fuerza lo hizo atravesar la sala dando traspiés y estrellarse contra una mesa donde derribó una jarra de cerveza.
—Lo siento —se disculpó Félix ante el sobresaltado dueño de la cerveza, y se puso a forcejear para coger la mesa en peso y lanzársela a su atacante. Se esforzó hasta que creyó que se le desgarrrarían los músculos de la espalda.
El borracho lo miró y le dedicó una sonrisa malvada.
—No puedes levantarla. Está clavada al suelo por si surgen peleas.
—Gracias por decírmelo —respondió Félix mientras sentía que alguien lo aferraba por el cabello y le estrellaba la cabeza contra la mesa.
Un dolor espantoso le recorrió el cráneo, y ante sus ojos comenzaron a danzar puntitos negros; entonces, sintió el rostro mojado. «Estoy sangrando», pensó, pero enseguida se dio cuenta de que sólo era cerveza. Le estrellaron la cabeza contra la mesa una vez más, y desde muy lejos oyó unos pasos que se aproximaban.
—Sujétalo bien, Kell. Vamos a divertirnos un poco por lo que le hizo a Lars. —Félix reconoció la voz de Hef.
Desesperado, lanzó hacia atrás un codo y golpeó la dura musculatura del estómago de Kell. La presa en sus cabellos se aflojó un poco, y Félix logró zafarse y se volvió para hacer frente a sus atacantes. Con la mano derecha buscó a tientas, frenético, la jarra de cerveza, y a través de una bruma comprobó que los dos gigantescos cazadores se le acercaban. La muchacha había desaparecido; Félix vio que la puerta se cerraba tras ella y oyó que comenzaba a gritar pidiendo ayuda. Hef estaba desenvainando un cuchillo que llevaba al cinturón en el momento en que los dedos de Félix se cerraron sobre el asa de la jarra; entonces la lanzó, y el golpe acertó de pleno en la cara de Kell. El cazador giró la cabeza con brusquedad, escupió sangre y se volvió de nuevo hacia Félix con una sonrisa imbécil en los labios.
Unos dedos musculados como cintas de acero aferraron la muñeca de Félix, y la presión lo obligó a soltar la jarra. A pesar de su frenética resistencia, la superior fuerza de Kell logró llevarle el brazo hacia su espalda y empujárselo inexorablemente hacia arriba. El hedor de grasa de oso y el olor corporal eran casi abrumadores. Félix profirió un gruñido e intentó zafarse, pero su lucha fue inútil.
Entonces sintió que algo afilado le pinchaba la garganta, y al bajar la mirada observó que Hef sujetaba un cuchillo de hoja larga contra su cuello. Olió el acero bien aceitado del arma, vio que su propia sangre bajaba por la depresión de la garganta, y se quedó completamente inmóvil, porque lo único que Hef tenía que hacer era presionar hacia adelante, y él entraría en el reino de Morr.
—Eso ha sido muy agresivo, muchacho —comentó Hef—. El viejo Lars sólo estaba demostrándote su cariño, y tú vas y le haces saltar los dientes. Dime, ¿qué crees que deberíamos hacer nosotros al respecto, puesto que somos sus amigos?
—Mataz a eze inzolente —jadeó Lars.
Félix sintió que Kell le empujaba el brazo hacia arriba, hasta el punto de que tuvo miedo de que se lo partiese, y gimió de dolor.
—Creo que haremos justo eso —decidió Hef.
—No podéis —gimoteó el comerciante que se hallaba detrás de la barra—. Eso sería asesinato.
—¡Cállate, Pike! ¿Quién te ha preguntado nada?
Félix comprendió que estaban decididos a matarlo. La violencia que propiciaba el alcohol los disponía al asesinato, y él les había dado la excusa que necesitaban.
—Ha pasado mucho tiempo desde que maté al último chico guapo —comentó Hef a la vez que empujaba el cuchillo apenas unos milímetros. Félix hizo una mueca de dolor—. ¿Vas a implorar clemencia, chico guapo? ¿Vas a implorar por tu vida?
—Vete al infierno —replicó Félix. Le habría gustado escupirle a la cara, pero tenía la garganta seca y las rodillas flojas. Se puso a temblar y cerró los ojos.
—¿Ya no eres tan educadito, chico de ciudad? —Félix oyó que una risa pastosa tronaba en la garganta de Kell.
«Vaya un sitio para morir —fue el incongruente pensamiento que tuvo—; una endemoniada factoría perdida en las Montañas Grises».
Se produjo una repentina corriente de aire helado y el sonido de la puerta al abrirse.
—El primero que le haga daño al humano, morirá al instante —dijo una voz profunda que raspaba como una piedra estrellada contra otra—. Con el segundo me tomaré más tiempo.
Félix abrió los ojos y, por encima de los hombros de Hef, pudo ver a Gotrek Gurnisson, el Matatrolls. La silueta del enano llenaba la entrada, ya que su cuerpo achaparrado ocupaba todo el vano de la puerta. No era más alto que un niño de nueve años, pero tenía la musculatura de dos hombres fuertes. La luz de las antorchas iluminaba los extraños tatuajes que cubrían su cuerpo semidesnudo y convertía las cuencas de sus ojos en cavernas umbrías, desde las que destellaban sus pupilas.
Hef se puso a reír, y luego habló sin volverse.
—Piérdete, desconocido, o arreglaremos cuentas contigo cuando hayamos acabado con tu amigo.
Entonces, Félix sintió que la presa sobre su brazo se aflojaba, y la mano de Kell señaló hacia la entrada por encima de su hombro.
—¿De verdad? —preguntó Gotrek, que entró con pesados pasos en la sala al mismo tiempo que sacudía la cabeza para quitarse la nieve de la enorme cresta de pelo teñido de color naranja, lo que hacía tintinear la cadena que describía una curva entre la nariz y la oreja derecha—. Para cuando yo acabe contigo, cantarás tan alto como un elfo afeminado.
Hef volvió a reír mientras se volvía para mirarlo, pero de pronto la risa murió para transformarse en una tos farfullante a la vez que el color abandonaba su rostro hasta dejarlo blanco como un cadáver. Gotrek le dedicó una ancha y siniestra sonrisa y pasó un dedo pulgar sobre la hoja de la enorme hacha a dos manos que sujetaba con un puño grande como un jamón. La sangre comenzó a gotear en abundancia a causa del corte, pero el enano se limitó a sonreír más ampliamente, y el cuchillo cayó de la mano de Hef y repiqueteó en el suelo.
—No queremos ningún problema —le aseguró Hef—, y menos con un Matatrolls.
Félix no podía reprochárselo. Ningún hombre en su sano juicio cruzaría armas con un miembro de aquel culto condenado de frenéticos buscadores de la muerte. Gotrek les echó una mirada feroz, y luego golpeó suavemente el suelo con el mango del hacha. Mientras Kell estaba distraído, Félix aprovechó la oportunidad para poner algo de distancia entre sí mismo y el montañés. Hef parecía presa del pánico.
—Mira, no queremos ningún problema. Sólo nos estábamos divirtiendo.
—Me gusta tu idea de la diversión —replicó Gotrek tras una carcajada maligna—. Creo que yo también voy a divertirme.
El Matatrolls avanzó hacia Hef, y Félix vio que Lars había logrado levantarse y avanzaba a gatas hacia la puerta con la esperanza de pasar por detrás del Matatrolls mientras éste estaba distraído. Gotrek descargó un pie sobre una mano de Lars; el crujido que se escuchó provocó en Félix una mueca de dolor. «Está claro que ésta no es la noche de Lars», pensó.
—¿Adónde te crees que vas? Será mejor que te quedes con tus amigos, ya que dos contra uno no ofrece muy buenas probabilidades.
—No nos mates —imploró Hef, que estaba ya quebrantado por completo.
Kell se desplazó hasta quedar otra vez cerca de Félix. Gotrek, que se había situado justo delante de Hef, mantenía la hoja del hacha apoyada en la garganta del hombre. Félix podía ver cómo las ancestrales runas destellaban en color rojo a la luz de las antorchas. Con lentitud, Gotrek sacudió la cabeza.
—¿Qué sucede? Sois tres. Pensasteis que teníais buenas posibilidades contra el humano. ¿Os habéis quedado sin agallas?
Hef asintió con torpeza; parecía a punto de echarse a llorar y en sus ojos podía verse el terror supersticioso que le inspiraba el enano. Estaba ya al borde del desmayo cuando Gotrek señaló la puerta.
—¡Fuera de aquí! —rugió—. No ensuciaré mi arma con unos cobardes como vosotros.
Los cazadores se precipitaron hacia la entrada; Lars cojeaba mucho. La muchacha se apartó a un lado para dejarlos pasar y luego cerró la puerta. Entonces, Gotrek le echó una mirada feroz a Félix.
—¿Acaso no puedo ni detenerme para atender a una llamada de la naturaleza sin que tú te metas en líos?
* * * * *
—Tal vez debería escoltarte de regreso a tu casa —comentó Félix.
En esa ocasión, inspeccionó a la muchacha con una mirada más atenta. Era menuda y delgada, y su rostro habría resultado ordinario de no ser por los grandes ojos oscuros. Ella se envolvió en la capa de áspera lana de Sudenland, apretó contra el pecho el paquete de lo que había comprado en la factoría, y luego alzó el rostro para dedicarle al poeta una sonrisa tímida que confirió belleza a aquel semblante pálido y famélico.
—Te lo agradecería, si no es demasiada molestia.
—En absoluto supone una molestia —replicó él—. Quizás esos rufianes aún anden al acecho por ahí afuera.
—Eso lo dudo. Parecían tenerle mucho miedo a tu amigo.
—Deja que te ayude a llevar esas hierbas, entonces.
—La señora me dijo con exactitud cuáles tenía que comprar. Son para aliviar los efectos de la congelación. Me sentiré más tranquila si las llevo yo.
Félix se encogió de hombros, y salieron al aire libre; el frío era tan intenso que sus alientos formaban nubes de vapor.
En el cielo nocturno, las Montañas Grises se encumbraban como gigantes, y la luz de ambas lunas se reflejaba en los ventisqueros que las coronaban, de tal forma que parecían islas suspendidas en el cielo, flotando sobre un mar de sombras.
Avanzaron por la mugrienta aldea de cabañas que rodeaba la factoría. A lo lejos, Félix vio luces y oyó el mugido del ganado y el amortiguado golpeteo de los cascos de los caballos. Se encaminaban bacía un campamento al que estaban llegando otras personas.
Macilentos soldados de mejillas hundidas, ataviados con túnicas andrajosas, en las que podía verse la muy desteñida figura de un lobo sonriente, escoltaban carros tirados por flacos bueyes. Los cansados carreteros, vestidos con ropas de campesinos, lo miraban al pasar. Junto a ellos iban sentadas mujeres que se arropaban apretadamente con chales y tenían la cabeza cubierta por un pañuelo que casi les ocultaba el rostro. A veces, algún niño se asomaba por la parte trasera de un carro para observarlos.
—¿Qué sucede? —preguntó Félix—. Parece ser que todo un pueblo está de viaje. —La muchacha miró los carros, y luego volvió los ojos hacia él.
—Somos la gente de Gottfried von Diehl. Lo seguimos al exilio, a la tierra de los Reinos Fronterizos.
Félix se detuvo para mirar hacia el norte, y vio que había más carros, que descendían por el camino, y que detrás avanzaban a pie los rezagados, cojeando y aferrados a pobres sacos como si éstos contuvieran oro. Sacudió la cabeza con desconcierto.
—Tenéis que haber llegado por el paso del Fuego Negro —comentó. Él y Gotrek habían utilizado las antiguas rutas de los enanos que discurrían por el pie de la montaña—. Estamos muy adentrados en la estación fría para hacer eso. Ya deben de estar produciéndose las primeras ventiscas allí arriba. El paso únicamente está abierto durante el verano.
—A nuestro señor sólo le han dado de plazo hasta final de año para abandonar el Imperio. —Ella giró y comenzó a avanzar hacia el interior del círculo que habían formado los carruajes para tener alguna protección contra el viento—. Nos pusimos en marcha con tiempo suficiente, pero una serie de accidentes enlenteció nuestro avance. En el paso mismo nos pilló una avalancha, y perdimos a mucha gente. —Hizo una pausa, como si recordara alguna desgracia personal—. Algunos dicen que fue por la Maldición de los von Diehl, y que el barón nunca podrá dejarla atrás.
Félix la siguió. Sobre las hogueras había algunas cacerolas, y un gran caldero del que salía vapor. La muchacha señaló esta última vasija.
—El caldero de la señora. Estará esperando las hierbas.
—¿Tu señora es una bruja? —preguntó Félix, y ella lo miró con seriedad.
—No, señor. Es una hechicera con buenas credenciales, que estudió en Middenheim. Es la asesora del barón en asuntos de magia.
La muchacha avanzó hacia los escalones de un carromato repleto de signos místicos. Comenzó a ascender, pero se detuvo para encararse con Félix.
—Gracias por tu ayuda —dijo.
Se inclinó para besarle en una mejilla, y luego se volvió y abrió la portezuela. Félix posó una mano sobre un hombro de ella y la retuvo con suavidad.
—Un momento —pidió—. ¿Cómo te llamas?
—Kirsten —replicó ella—. ¿Y tú?
—Félix, Félix Jaeger.
La muchacha volvió a sonreír antes de desaparecer en el interior del carromato, y Félix se quedó mirando la portezuela cerrada, ligeramente aturdido. Luego, con la sensación de estar caminando por el aire, regresó a la factoría.
* * * * *
—¿Estás loco? —preguntó airadamente Gotrek Gurnisson—. Ahora resulta que quieres que viajemos con un barón renegado y con la chusma que forma su séquito. ¿Has olvidado por qué hemos venido hasta aquí?
Félix se volvió para asegurarse de que nadie los miraba, aunque decidió que no era muy probable que alguien lo hiciese. Él y el Matatrolls bebían sus cervezas en el rincón más oscuro de la factoría. Unos pocos borrachos estaban echados sobre las mesas de caballetes, y las miradas de malhumor del enano mantenían alejados a los curiosos casuales. Así pues, Félix se inclinó con aire de conspiración.
—Bien mirado, es de lo más sensato. Nosotros vamos a atravesar los Reinos Fronterizos, y ellos también. Será más seguro viajar acompañados.
Gotrek le lanzó una mirada amenazadora.
—¿Acaso insinúas que yo temo algún peligro que pueda surgir por el camino?
Félix negó con la cabeza.
—No. Lo único que digo es que eso hará que el viaje nos resulte más cómodo, y que podrían pagarnos por el esfuerzo si logramos persuadir al barón de que nos contrate como mercenarios.
Gotrek se animó ante la mención del dinero. «En el fondo, todos los enanos son unos avaros», pensó Félix. Pareció que Gotrek consideraba el asunto durante un segundo, pero luego sacudió la cabeza.
—No. Si ese barón ha sido desterrado, es un criminal y no va a poner las manos sobre mi oro. —Encorvándose, miró alrededor con tensión paranoica—. El tesoro es nuestro, tuyo y mío; bueno, sobre todo mío, por supuesto, ya que yo cargaré con la mayor parte de la lucha.
Félix sintió ganas de reír. No había nada como un enano bajo los efectos de la fiebre del oro.
—Gotrek, ni siquiera sabemos si existe tesoro alguno. Lo único que tenemos para guiarnos son las divagaciones de un senil explorador de terrenos que afirma haber visto el tesoro perdido de Karak-Ocho-Picos. Faragrim apenas puede recordar su propio nombre la mitad de las veces.
—Faragrim es un enano, humano, y un enano nunca olvida la visión del oro. ¿Sabes cuál es el problema de tu pueblo? Que no sentís ningún respeto por vuestros ancianos. Entre los míos, Faragrim merece la máxima consideración.
—Entonces, no me extraña que tu pueblo sea tan terriblemente estrecho de miras —murmuró Félix.
—¿Qué has dicho?
—Nada. Sólo responde a esto: ¿por qué Faragrim no volvió él mismo a buscar el tesoro? Ha tenido dieciocho años para hacerlo.
—Por una sensata cautela económica…
—Por tacañería, querrás decir.
—Como quieras llamarlo, humano. El guardián lo dejó tullido, y nunca encontró a nadie en quien pudiese confiar.
—¿Y por qué te lo cuenta a ti, así, de repente?
—¿Estás insinuando que yo no soy digno de confianza, humano?
—No. Creo que quería librarse de nosotros, que quería que salieras de su taberna. Me parece que inventó esa historia inverosímil sobre el tesoro más grande del mundo custodiado por el troll más grande que existe porque sabía que tú te la creerías; sabía que eso pondría un centenar de leguas entre tú y su establecimiento.
Las barbas de Gotrek se erizaron, y gruñó con enojo.
—No soy tan estúpido, humano. Faragrim juró que era verdad sobre las barbas de todos sus ancestros.
—Y supongo —respondió Félix tras proferir un gemido— que ningún enano ha roto jamás un juramento ni jurado en falso.
—Bueno, en raras ocasiones, sí —admitió Gotrek—; pero a éste le creo.
Félix comprendió que no serviría de nada continuar con el tema. Gotrek quería que la historia fuese verídica, y, por tanto, para él lo era.
«Es como un hombre enamorado —pensó el poeta—, incapaz de ver las flaquezas de su amada debido a la muralla de ilusiones que ha levantado en torno a ella». El enano se acarició la barba con la vista fija en el infinito, perdido en la contemplación del tesoro guardado por el troll, y Félix decidió jugar el triunfo que le quedaba.
—Significaría no tener que caminar —dijo.
—¿Qué? —gruñó Gotrek.
—Si el barón nos contrata, podremos viajar en un carro, Siempre estás quejándote de que te duelen los pies. Es tu oportunidad de darles un descanso. Piensa en ello —añadió en tono tentador—: nos pagarán y no te dolerán los pies.
Gotrek pareció considerarlo una vez más.
—Veo que no tendré paz a menos que consienta en plegarme a tus planes. Lo haré con una condición.
—¿Cuál?
—Que no se mencione para nada nuestro objetivo; a nadie.
Félix asintió, y Gotrek alzó una ceja enmarañada para mirarlo con expresión astuta.
—No creas que no sé por qué tienes tantas ganas de viajar con el barón, humano.
—¿Qué quieres decir?
—Te has enamorado de esa chiquilla con la que te marchaste de aquí hace un rato, ¿verdad?
—No —farfulló Félix—. ¿Qué te ha hecho pensar eso?
Gotrek soltó una estruendosa carcajada que despertó a varios borrachos amodorrados.
—Si no es así, ¿por qué se te ha puesto la cara tan roja, humano? —interrogó de modo triunfal.
* * * * *
Félix llamó a la portezuela del carromato que, según le dijeron, pertenecía al maestro de armas del barón.
—Adelante —dijo una voz.
Al abrir la puerta, su nariz fue asaltada por el olor de la grasa de oso, así que tendió la mano hacia la empuñadura de la espada.
Dentro del carromato había cinco hombres reunidos, y a tres los reconoció: se trataba de los cazadores con los que se había encontrado la noche anterior. Los otros dos eran un joven, que iba ricamente vestido y tenía rasgos delicados, con el cabello corto según la moda de los guerreros nobles, y un hombre alto, de constitución poderosa, ataviado con pieles de gamo. Este último estaba bronceado y parecía tener unos treinta años, aunque su cabello era gris plateado. Llevaba una aljaba de flechas de cola negra colgada a la espalda, y cerca de su mano había un arco robusto y largo. Los hombres que Félix no conocía guardaban cierto parecido familiar.
—Éze ez el baztardo —dijo Lars a través de los dientes que le faltaban, y los dos desconocidos intercambiaron miradas.
Félix los observó con prevención, mientras el del cabello gris lo inspeccionaba aparentando indiferencia.
—Así que tú eres el joven que le partió los dientes a uno de mis guías —comentó.
—¿Uno de tus guías?
—Sí, Manfred y yo los contratamos la estación pasada para que nos guiaran a través de las tierras bajas, a lo largo del Río del Trueno.
—Son montañeses —comentó Félix para ganar tiempo, en tanto se preguntaba en qué clase de lío se había metido.
—Son cazadores —respondió el joven bien vestido, con acento culto—. También atraviesan las tierras bajas en busca de caza.
—Yo no lo sabía —respondió Félix al tiempo que tendía las manos abiertas ante sí.
—¿Qué has venido a buscar aquí? —quiso saber el del cabello gris.
—Estoy buscando trabajo como mercenario. Quería ver al maestro de armas del barón.
—Ése soy yo —respondió el mayor—. Dieter. También soy el guardabosque jefe del barón, el entrenador de sus perros de caza y su halconero.
—La hacienda de mi tío está pasando por momentos bastante difíciles —comentó el joven.
—Éste es Manfred, sobrino y heredero de Gottfried von Diehl, barón de la Marca de Vennland.
—Antiguo barón —lo corrigió Manfred—. La condesa Emmanuelle creyó conveniente desterrar a mi tío y confiscar nuestras tierras en lugar de castigar a los verdaderos malhechores.
»Diferencias religiosas, ¿sabes? —añadió al ver la mirada de interrogación de Félix—. Mi familia procede del norte y es adepta al bendito Ulric. Todos nuestros vecinos meridionales son sigmaritas devotos. En estos tiempos de intolerancia, ésa era la única excusa que necesitaban para apoderarse de las tierras que codiciaban. Dado que son primos de la condesa Emmanuelle, nos destierran por iniciar una guerra. —Sacudió la cabeza con disgusto—. Política imperial, ¿no?
Dieter se encogió de hombros y se volvió para mirar a los montañeses.
—Esperad fuera —les dijo—. Tenemos asuntos que atender con herr…
—Jaeger. Félix Jaeger.
Los cazadores se dispusieron a salir. Mientras se dirigía hacia la portezuela, Lars le echó a Félix una mirada llena de odio. El poeta lo miró directamente a los ojos inyectados en sangre, y sus miradas quedaron fijas la una en la otra durante un segundo. Luego, los cazadores desaparecieron y sólo dejaron tras de sí la vaharada de grasa de oso flotando en el aire.
—Me temo que te has ganado un enemigo —comentó Manfred.
—No me preocupa.
—Debería preocuparte, herr Jaeger. Ese tipo de hombres son de los que guardan rencor —dijo Dieter—. ¿Dices que estás buscando trabajo?
Félix asintió.
—Mi compañero y yo…
—¿El Matatrolls? —Dieter alzó una ceja.
—Gotrek Gurnisson, sí.
—Si queréis trabajo, ya lo tenéis. Los Reinos Fronterizos son tierras violentas y nos vendrían bien dos guerreros más. Por desgracia, no podemos pagar mucho.
—Los bienes de mi tío son ahora escasos —explicó Manfred.
—No pedimos mucho más que cama, comida y transporte —respondió Félix, y Dieter se echó a reír.
—Me parece excelente. Podéis viajar con nosotros si lo deseáis. En caso de que nos ataquen, tendréis que luchar.
—¿Estamos contratados?
Dieter le entregó dos monedas de oro.
—Habéis aceptado la corona del barón. Estáis con nosotros. —El hombre del cabello gris abrió la puerta—. Y ahora, si nos disculpas, tenemos que planificar el viaje.
Félix hizo una reverencia a cada uno de ellos, y salió.
—Un momento.
Se volvió y vio que Manfred salía del carromato tras él, y le sonreía.
—Dieter es un hombre brusco, pero te acostumbrarás a él.
—Estoy seguro de que así será, mi señor.
—Llámame Manfred. Estamos en la frontera, no en la corte de la condesa de Nuln. Aquí el rango no es tan significativo.
—Muy bien, mi señor… Manfred.
—Sólo quería decirte que anoche hiciste lo correcto. Defender a la muchacha, aunque sea la servidora de esa bruja. Te lo agradezco.
—Gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Manfred asintió, y Félix se aclaró la garganta.
—El nombre de Manfred von Diehl no es desconocido entre los eruditos de Altdorf, mi ciudad natal. Se relaciona con un dramaturgo.
Manfred le dedicó una amplia sonrisa.
—Soy yo. ¡Por Ulric, un hombre culto! ¿Quién podría pensar que encontraría a uno por estas tierras? Puedo asegurarte que tú y yo vamos a llevarnos bien, herr Jaeger. ¿Has visto Flor Extraña? ¿Te gustó?
Félix meditó cuidadosamente la respuesta. No le había interesado la obra, que trataba de la caída en la locura de una mujer de la nobleza cuando descubría que era una mutante que involucionaba hacia la bestialidad. A Flor Extraña le faltaba la humanidad benevolente que podía hallarse en el más grande dramaturgo del Imperio: Detlef Sierck. No obstante, la obra resultaba muy actual en esos días en que el número de mutaciones, aparentemente, estaba aumentando. La condesa Emmanuelle la había prohibido, según recordaba Félix.
—Tiene mucha fuerza, Manfred. Resulta muy obsesionante.
—¡Obsesionante, muy bien! ¡De verdad que muy bien! ¡Ahora tengo que ir a visitar a mi tío, que está enfermo, pero espero hablar contigo de nuevo antes de que acabe el viaje!
Se hicieron una reverencia, y el joven noble se alejó. Félix se quedó mirándolo, incapaz de reconciliar a ese amistoso joven excéntrico con las imágenes melancólicas, obsesionadas con Caos, de su obra. Entre los eruditos de Altdorf, Manfred von Diehl era famoso como dramaturgo brillante… y blasfemo.
* * * * *
Hacia media mañana, los exiliados estaban a punto para ponerse en marcha. Al frente de la larga fila desordenada, Félix vio un anciano de cabellos blancos, ataviado con una capa de cebellina, que montaba un corcel de guerra negro. Cabalgaba bajo el estandarte desplegado del lobo, que enarbolaba Dieter. Junto a él, Manfred se inclinó para decirle algo al anciano; el barón hizo entonces un gesto, y la caravana que formaba su pueblo comenzó a avanzar.
El poeta sintió que lo recorría un estremecimiento ante la visión de todo aquello. Se embebió en el espectáculo de la fila de carromatos y carros con su escolta armada de guerreros montados y ataviados con armadura, y luego subió a un carro de provisiones que él y Gotrek le habían expropiado a un viejo sirviente avinagrado, que iba vestido con la librea de la baronía.
En torno a ellos, las montañas apuntaban al cielo como gigantes grises, los árboles salpicaban los bordes del camino y algunos arroyos corrían como mercurio por los lados hacia el nacimiento del Río del Trueno. La lluvia mezclada con nieve suavizaba los contornos del paisaje y le confería una belleza indómita.
—Hora de volver a partir —gimió Gotrek al mismo tiempo que se cogía la cabeza entre las manos. Tenía los ojos turbios a causa de la resaca.
Avanzaron con estrépito sordo y ocuparon su sitio en la fila. Detrás de ellos, los soldados se colgaron los arcos a la espalda, se envolvieron apretadamente en las capas y comenzaron la marcha. Sus juramentos se mezclaban con las imprecaciones y latigazos de los conductores, y con los mugidos de los bueyes. Un bebé se puso a llorar, y una mujer, en algún punto detrás de ellos, empezó a cantar en voz baja y musical, que acalló el llanto del niño. Félix se inclinó hacia adelante con la esperanza de atisbar a Kirsten entre la gente que avanzaba con paso trabajoso bajo la aguanieve hacia las onduladas colinas que se desplegaban bajo ellos como un mapa.
Se sentía casi en paz, arrastrado por todo aquel movimiento humano, como si un río lo llevara hacia su meta. Se sentía ya parte de esa pequeña comunidad itinerante, una sensación de la que no había disfrutado desde hacía mucho tiempo. Sonrió, pero un codazo de Gotrek en las costillas lo arrancó de la ensoñación.
—Mantén los ojos abiertos, humano. Orcos y goblins rondan por estas montañas y por las llanuras de ahí abajo.
Félix le lanzó una mirada feroz; sin embargo, cuando alzó la vista de nuevo no fue para apreciar la indómita belleza del entorno, sino para mantenerse alerta ante cualquier posible accidente del terreno que fuera apropiado para una emboscada.
* * * * *
Félix giró la cabeza para mirar las montañas. No lamentaba abandonar aquellas inhóspitas tierras altas, ya que habían sido asaltados varias veces por goblins de piel verde, cuyos escudos lucían el emblema de la Garra Escarlata. Los jinetes de lobo fueron rechazados, pero con bajas humanas. Tenía los ojos enrojecidos debido a la falta de sueño, pues, como todos los guerreros, habían doblado los turnos de guardia por si se producían ataques nocturnos. Sólo Gotrek parecía decepcionado por el hecho de que no los persiguieran.
—Por Grungni —dijo el enano—, no volveremos a verlos; no, después de que Dieter mató al líder. Son todos unos cobardes cuando no tienen matones para que les metan el fuego en el cuerpo. ¡Lástima! Nada es mejor que matar a unos cuantos goblins para que se despierte el apetito. El ejercicio sano es fantástico para la digestión.
Félix le lanzó una mirada avinagrada, y señaló con un pulgar hacia el carromato del que en ese momento descendían Kirsten y una mujer alta, de mediana edad.
—Estoy seguro de que los heridos que hay en ese carruaje estarán en desacuerdo con tu idea de lo que es el ejercicio sano, Gotrek.
—En esta vida, humano —replicó el enano a la vez que se encogía de hombros—, la gente se hace daño. Simplemente, alégrate de que no te tocara a ti.
Félix ya estaba harto, así que se bajó del carro y saltó al suelo fangoso.
—No te preocupes, Gotrek. Tengo intención de quedarme contigo para completar la epopeya porque no me gustaría romper un juramento, ¿no te parece?
Gotrek lo miró fijamente, como si sospechara un atisbo de sarcasmo, pero Félix se cuidó de adoptar una expresión dulce. Gotrek se tomaba muy en serio la obra de su compañero, pues quería ser el héroe de un poema épico; por eso, mantenía al educado poeta cerca, para asegurarse de que su sueño sería cumplido. Al mismo tiempo que sacudía la cabeza, Félix se encaminó hacia donde se encontraban Kirsten y su señora.
—Buenos días, frau Winter. Kirsten… —Las dos mujeres lo observaron con precaución. Un entrecejo fruncido pasó por el rostro de la hechicera, aunque no pareció que a sus ojos de reptil, con pesados párpados, aflorara ninguna expresión. Se arregló una de las plumas de cuervo que adornaban su cabello.
—¿Qué tienen de buenos, herr Jaeger? Han muerto otros dos hombres a causa de las heridas. Las flechas estaban envenenadas. ¡Por Taal, cómo detesto a esos jinetes de lobo!
—¿Dónde está el doctor Stockhausen? Pensaba que se encontraría ayudándote.
La mujer de más edad sonrió aunque, en opinión de Félix, se trataba de una sonrisa burlona.
—Está ocupado con el heredero del barón. El joven Manfred tiene un corte en un brazo, y Stockhausen preferiría dejar que murieran buenos hombres antes que desatender una herida del pequeño Manfred.
Dio media vuelta y se alejó, con el cabello y la capa ondulando en la brisa.
—No le hagas caso a mi señora —dijo Kirsten—. El señor Manfred se mofó de ella en una de sus obras, y está resentida. En realidad, es una buena mujer.
Félix la miró mientras se preguntaba por qué los latidos de su corazón parecían tan ruidosos y tenía las palmas de sus manos tan sudadas. Recordó las palabras que Gotrek le había dicho en la taberna y sintió que se ruborizaba. De acuerdo, admitió para sí: Kirsten le resultaba atractiva. ¿Qué tenía eso de malo? Tal vez el hecho de que quizás ella no se sintiera atraída por él. Miró a su alrededor; sentía que tenía la lengua paralizada e intentó pensar en algo que pudiese decir. Cerca de ellos, unos niños jugaban a soldados.
—¿Cómo estás? —preguntó al fin.
—Bien —replicó ella, algo temblorosa—. Anoche tuve miedo a causa del aullido de los lobos y las flechas que caían, poro ahora… Bueno, durante el día parece todo tan irreal…
Del carromato situado detrás de ellos, llegaron los gemidos de un hombre agonizante. Ella se volvió por un momento, y luego la dureza cruzó su rostro y se asentó como si fuera una máscara.
—No es agradable trabajar con los heridos —comentó Félix.
—Te acostumbras —replicó ella al mismo tiempo que se encogía de hombros.
Félix sintió un escalofrío al ver aquella expresión en el rostro de la muchacha; antes sólo la había visto en la cara de mercenarios, hombres cuya profesión era la muerte. Al mirar en derredor, se fijó en los niños que jugaban cerca del carromato de los heridos: uno disparaba un arco imaginario, y otro profería un grito gorgoteante, se aferraba el pecho y caía. Félix se sintió, de pronto, aislado y muy lejos del hogar. La vida cómoda de poeta y erudito que había dejado tras de sí en el Imperio parecía haberle sucedido a algún otro hacía mucho tiempo. Las leyes y quienes las hacían cumplir —aquello que siempre le había parecido incuestionable— acababan de quedar atrás, en las Montañas Grises.
—Aquí se muere con facilidad, ¿no es cierto? —dijo.
Kirsten lo miró, dulcificó la expresión del rostro y pasó su brazo por el de él.
—Ven, vayamos a un sitio donde el aire esté más limpio —decidió.
Detrás de ellos, los chillidos de los niños que jugaban se mezclaron con los gemidos de los hombres agonizantes.
* * * * *
Félix vio la ciudad en el momento en que salieron de las colinas, a última hora de la tarde. A la izquierda, hacia el este, se prolongaba la curva descrita por la rápida corriente del Río del Trueno y, más allá, los imponentes picos de las Montañas del Fin del Mundo. Al sur, otra cadena de colinas se perdía, inhóspita, en la distancia. Eran colinas desnudas y formidables, y algo en ellas hizo que Félix se estremeciera.
En el valle que quedaba entre ambas cadenas, se acurrucaba una ciudad amurallada. Unas formas blancas, que podían ser ovejas, eran conducidas al exterior a través de las puertas. Félix creyó ver siluetas que se movían sobre la muralla, pero desde esa distancia no podía estar seguro. Dieter le hizo una señal para que se acercara.
—Tú hablas muy bien —le dijo—. Baja hasta allí para parlamentar. Dile a la gente de la ciudad que no pretendemos causarles ningún mal.
Félix se limitó a mirar al hombre alto y flaco. «Lo que quiere decir —pensó— es que yo soy prescindible en caso de que esa gente no sea amistosa». Se le ocurrió que podía enviarlo al infierno, pero Dieter debió adivinar lo que estaba pensando.
—Has aceptado la corona del barón —le recordó sin más.
«Es cierto», admitió Félix. Entonces consideró la posibilidad de tomar un baño caliente, beber en una taberna de verdad, dormir bajo techo… todos los lujos que podían ofrecer incluso los pueblos fronterizos más primitivos. La perspectiva le resultó muy tentadora.
—Dadme un caballo —pidió—, y una bandera blanca.
Mientras montaba el caprichoso caballo de guerra, intentó no pensar en lo que unos nombres suspicaces y armados con arcos podrían hacerle al mensajero de un enemigo potencial.
* * * * *
La saeta de la ballesta hendió el aire con un silbido y se clavó, temblorosa, en la tierra que había ante los cascos del corcel. Félix luchó para controlar el animal, que se encabritó. En momentos como ése se alegraba de que su padre hubiese insistido en que el arte de montar formaba parte de la educación de un joven caballero adinerado.
—No te acerques más, forastero, o te llenaremos de flechas, con o sin bandera blanca. —La voz era ronca pero poderosa. Estaba claro que su dueño la usaba para dar órdenes y hacer que fuesen obedecidas. Félix luchó con la montura y logró controlarla.
—Soy el heraldo de Gottfried von Diehl, barón de la Marca de Vennland —gritó Félix—. No tiene intención de causaros ningún mal. Sólo queremos cobijarnos de los elementos y renovar las provisiones.
—¡Bueno, pues aquí no podéis hacerlo! Dile a tu barón Gottfried que, si es tan pacífico, puede continuar su camino. Esto es Akendorf, y no nos interesa ningún trato con los nobles.
Félix estudió al hombre que le gritaba desde el torreón de la puerta de la ciudad. Debajo del casco metálico en pico, se adivinaba un rostro perspicaz e inteligente. Se encontraba flanqueado por dos hombres cuyas ballestas apuntaban a Félix con tal férrea firmeza que al poeta se le secó la boca y un sudor frío empezó a correrle por la espalda. Llevaba la cota de malla, pero dudaba de que pudiese servirle de algo contra las flechas a una distancia tan corta.
—Señor, en el nombre de Sigmar, sólo necesitamos un poco de hospitalidad.
—Márchate, muchacho; no recibirás hospitalidad ni en Akendorf ni en ninguna otra población de estas tierras si viajas con veinte caballeros acorazados y cincuenta soldados.
Félix se maravilló de lo excelentes que debían ser los exploradores de Akendorf para conocer con tanta exactitud el número de sus fuerzas. Comprendió con claridad cómo eran las cosas en aquellas tierras. El ejército del barón resultaba demasiado poderoso como para que los Señores de la Guerra locales les abrieran las puertas de sus ciudades. En aquellas poblaciones aisladas, ellos constituían una amenaza para la posición de cualquier gobernante. Sin embargo, Félix dudaba de que las fuerzas del barón estuvieran lo bastante preparadas como para tomar una fortaleza amurallada contra una resistencia decidida.
—Tenemos heridos —gritó—. ¿Los aceptaréis a ellos, al menos?
Por primera vez, el hombre de la muralla adoptó una actitud de disculpa.
—No. Vosotros habéis traído hasta aquí esas bocas de más, así que podéis alimentarlas.
—En el nombre de Shallya, Señora de la Misericordia, tenéis que ayudarlos.
—No tenemos que hacer nada, heraldo. Soy yo quien gobierna aquí, no tu barón. Dile que siga el Río del Trueno hacia el sur. Bien sabe Taal que allí hay mucha cierra que no pertenece a nadie. Que desbroce en ese paraje su propia hacienda o que tome uno de los fuertes abandonados.
Desanimado, Félix hizo girar a su caballo. Mientras se alejaba tenía plena conciencia de las armas que lo apuntaban.
—¡Heraldo! —gritó el señor de Akendorf.
Félix se volvió en la silla para mirarlo, y vio pese a la mermante luz que el rostro del hombre tenía una expresión preocupada.
—¿Qué?
—Dile al barón que en ningún caso entre en las colinas del sur. Debe mantenerse junto al Río del Trueno. No quiero tener sobre mi conciencia el hecho de no haberlo prevenido acerca de las Colinas Geistenmund.
Algo en el tono de la voz del hombre hizo que a Félix se le erizara el pelo de la nuca.
—Esas colinas están encantadas, heraldo, y ningún hombre debe desafiarlas, so peligro de su alma inmortal.
* * * * *
—No nos permitirán traspasar las puertas. Es así de simple —concluyó Félix mientras recorría con la mirada los rostros reunidos en torno a la hoguera.
El barón le hizo un gesto para que se sentara con un movimiento débil de la mano izquierda, y luego se volvió para mirar a Dieter.
—No podemos tomar Akendorf, al menos no sin una gran pérdida de vidas. Aunque no sea experto en asedios, incluso así me doy cuenta de ello —le dijo el hombre del cabello gris, y se inclinó hacia adelante para echar otra rama al fuego. Las chispas que se levantaron ascendieron hacia el cielo e iluminaron el aire frío de la noche.
—Así pues, opinas que debemos continuar —comentó el barón con una voz débil que a Félix le recordó el crujir de las hojas secas.
Dieter asintió.
—Tal vez deberíamos ir hacia el oeste —comentó Manfred—, y buscar tierras allí. De ese modo, evitaríamos las colinas, suponiendo que en ellas haya algo que debamos temer.
—Lo hay —le aseguró Hef, uno de los cazadores. Incluso al alegre resplandor de las llamas, sus rasgos aparecían pálidos y tensos.
—De todos modos, ir hacia el oeste es una estupidez —declaró frau Winter, y Félix vio que lanzaba directamente a Manfred una feroz mirada.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —inquirió él.
—Usa el cerebro, muchacho. Las montañas del este son la morada de los goblins, ahora que el reino de los enanos está dividido en dos; así que la mejor tierra será la que más lejos esté del Río del Trueno, puesto que se encuentra más a salvo de incursiones; en consecuencia, debe pertenecer a los gobernantes más poderosos de la región. Cualquier fortaleza del oeste ofrecerá mayor resistencia que Akendorf.
—Tengo buenos conocimientos de geografía —se burló Manfred, y recorrió con la mirada los ojos de todos los que circundaban la hoguera—. Si continuamos hacia el sur llegaremos al Río de la Sangre, donde los jinetes de lobo pululan más que los gusanos en un cadáver.
—El peligro acecha en todas direcciones —resolló el anciano barón, que fijó en Félix una mirada muy penetrante—. ¿Crees que el señor de Akendorf nos advirtió que nos mantuviéramos junto al río sólo con el fin de que seamos un blanco fácil para los atacantes de piel verde?
Félix meditó durante un momento para sopesar la cuestión. ¿Cómo podía esperarse que él supiera si el hombre mentía o no basándose en sólo una breve conversación? El poeta tenía plena conciencia de que lo que dijese influiría en el destino de todos los integrantes de la caravana, y por primera vez en su vida experimentó una levísima sensación de la responsabilidad que conllevaba el liderazgo; inspiró profundamente.
—El hombre parecía sincero, herr barón.
—Decía la verdad —afirmó Hef, mientras apretaba un poco de hierba de fumar dentro de su pipa.
Félix reparó en que los dedos del hombre jugaban nerviosamente con el utensilio. Hef se inclinó hacia adelante y sacó una ramita encendida del fuego, que usó para encender la pipa antes de continuar.
—Las Colinas Geistenmund son un lugar siniestro. La gente dice que hace siglos llegaron hechiceros de Bretonia, nigromantes desterrados por el Rey Sol. Encontraron los túmulos de la gente que había muerto ahí en los tiempos antiguos, y usaron sus hechizos para reunir un ejército. Estuvieron a punto de conquistar los Reinos Fronterizos, antes de que los señores de la región establecieran una alianza con los enanos de las montañas y los hicieran retroceder.
Félix sintió que un estremecimiento le recorría la espalda y luchó contra el impulso de volverse para mirar por encima del hombro hacia la oscuridad.
—La gente dice que los hechiceros y sus aliados se retiraron al interior de los túmulos, que fueron sellados por los vencedores con trabajo de cantería y poderosas runas.
—Pero eso sucedió hace siglos —declaró frau Winter—. Por poderosos que fuesen los hechiceros, ¿han podido resistir tanto tiempo?
—No lo sé, señora; pero los profanadores de tumbas jamás regresan de las Colinas Geistenmund. Algunas noches pueden verse luces sobrenaturales en esas elevaciones, y cuando las dos lunas están llenas, los muertos se remueven inquietos en sus tumbas. Salen a apoderarse de los vivos para que su sangre pueda renovar la vida de los Señores Oscuros.
—Es seguro que eso son tonterías —declaró el doctor Stockhausen.
Félix no estaba tan seguro. El año anterior, durante la Noche de Difuntos, había presenciado cosas terribles. Apartó el recuerdo de su mente.
—Si vamos hacia el oeste, nos enfrentamos a un peligro seguro y sin garantía de que podamos hallar refugio —concluyó el barón, cuyo rostro parecía macilento y angular a causa de la luz del fuego que se proyectaba desde abajo—. Nos aseguran que hacia el sur encontraremos tierras libres, aunque podrían esconder los riesgos de un antiguo hechizo. Creo que deberíamos arrostrar los riesgos del camino del sur, que tal vez esté despejado. Seguiremos el curso del Rio del Trueno.
En su voz no había ninguna esperanza; más bien hablaba como un hombre resignado a la voluntad del destino. «¿Acaso el barón desea la muerte?», se preguntó Félix. Aún bajo los efectos de la atmósfera que había originado el tenebroso relato del cazador, casi podía creerlo. Tomó nota de que debía averiguar algo más acerca de la Maldición de los von Diehl, y luego reparó en el rostro de Manfred. El joven noble contemplaba el fuego con ojos hipnotizados y en su rostro había una expresión que era casi de placer.
* * * * *
—Creo que he hallado la inspiración para una nueva obra —declaró Manfred von Diehl con entusiasmo—. La deliciosa historia que contó el cazador la pasada noche será el núcleo de la trama.
Félix lo miró con aire dubitativo. Avanzaban junto al flanco oeste de la caravana y se mantenían entre los carros y las ominosas colinas peladas.
—Tal vez la historia del cazador sea algo más que un simple relato, Manfred. Muchas leyendas antiguas encierran hechos reales.
—¡Desde luego! ¡Desde luego! ¿Quién mejor para saberlo que yo? Creo que esta obra la titularé Por donde caminan los muertos. Piensa en esto: anillos de plata tintineando en dedos huesudos, y la piel apergaminada de los muertos vivientes brillando a la luz embrujada de las lunas. Imagínate a un rey que yace incorrupto y que cada año se levanta con el fin de buscar sangre con la que sustentar su sombrío reino.
Contemplando aquellas elevaciones malditas, a Félix le resultaba muy fácil imaginar cosas semejantes. De toda la gente que seguía al barón von Diehl, sólo tres personas se atrevían a entrar en las colinas. Durante el día, el doctor Stockhausen y frau Winter buscaban hierbas entre las musgosas rocas de las pedregosas laderas. Si regresaban tarde, a veces se encontraban con Gotrek Gurnisson, ya que el Matatrolls rondaba por las colinas durante la noche, como si tratase de desafiar a los poderes de la Oscuridad.
—Imagínate… —continuó Manfred casi susurrando—. Imagínate que estás dormido en la cama y oyes unos pasos quedos que se acercan, aunque únicamente percibes tu respiración… ¿Podrías estar allí tendido, escuchando los fuertes latidos de tu corazón y sabiendo que nada se agita dentro del pecho de quien se te aproxima?
—Sí —se apresuró a decir Félix—, estoy seguro de que será una obra excelente. Tienes que dejar que la lea en cuanto la hayas acabado.
Decidió cambiar de tema, e intentó dar con uno que pudiese resultar atractivo para aquel extraño joven.
—Yo estoy pensando en escribir un poema. ¿Podrías contarme algo más sobre la Maldición de los von Diehl?
El rostro de Manfred quedó petrificado, y su mirada brillante hizo que Félix se estremeciera; sin embargo, enseguida sacudió la cabeza, sonrió y volvió a comportarse de manera afable.
—Hay poco que contar —y profirió una alegre risilla—. Mi abuelo era un hombre muy devoto, y siempre estaba quemando brujas y mutantes para demostrarlo. En una noche de brujas, asó a una bonita moza llamada Irina Trask. Todos los súbditos acudieron a mirar, porque era una belleza. Cuando las llamas ya se alzaban en torno a la muchacha, ella invocó a los poderes del infierno para que la vengaran, para que sobreviniera la muerte sobre mi abuelo y la cólera de Caos sobre sus herederos y seguidores. «La oscuridad y sus hijos se os llevarán a todos», dijo. —Guardó silencio y dirigió una tenebrosa mirada hacia las colinas.
—¿Y qué sucedió? —quiso saber Félix.
—Poco después de eso, mi abuelo fue asesinado por una manada de hombres bestia mientras cazaba. Se produjo una reyerta entre sus hijos. El mayor, Kurt, era el heredero. Mi padre y su hermano se rebelaron, y lo desposeyeron. Algunos dicen que Kurt se convirtió en un bandido y que fue asesinado por un guerrero de Caos; otros, que se encaminó hacia el norte y tuvo un final mucho más terrible.
»Mi padre heredó la baronía y se casó con mi madre, Katerina von Wittgenstein.
Félix lo miró fijamente, pues los Wittgenstein eran una familia de oscura reputación y poco aceptada en sociedad. Manfred hizo caso omiso de su mirada.
—El tío Gottfried se convirtió en comandante del ejército. Mi madre murió al darme a luz, y mi padre desapareció. Entonces, Gottfried se hizo con el poder y, desde ese momento, nos ha perseguido la mala suerte.
Félix vio que una figura se aproximaba bajando por la ladera. Era frau Winter, y parecía tener muchísima prisa.
—¿Desapareció? —preguntó Félix, distraído.
—Sí, se desvaneció. No fue hasta mucho más tarde que descubrí lo que le había sucedido.
Frau Winter se acercó al mismo tiempo que le echaba una mirada feroz a Manfred.
—Malas noticias —anunció—. He descubierto una abertura en la ladera de la colina, más arriba. Está sellada por piedras rúnicas, pero siento que detrás acecha un terrible peligro.
El tono de su voz impulsaba a creerla. Frau Winter continuó a toda velocidad hasta adentrarse en el campamento mientras los ojos de Manfred le lanzaban dagas a la espalda. Félix desvió la mirada hacia él.
—No existe ningún afecto entre vosotros, ¿verdad?
—Ella me odia; lo ha hecho desde que mi tío me nombró heredero. Piensa que el siguiente barón debería ser su hijo.
Félix alzó una ceja.
—¡Ah, sí!, ¿no lo sabes? Dieter es hijo de ella, e hijo bastardo de mi padre.
* * * * *
La luz de las lunas moteaba las aguas del Río del Trueno, que brillaba como plata líquida. Añosos árboles retorcidos colgaban sobre las márgenes y parecían trolls en actitud de espera. Nervioso, Félix volvió la cabeza. «Esta noche hay algo en el aire», pensó; tenía la sensación de que alguna cosa no iba bien.
Tuvo que luchar para controlar la impresión de que el mal se movía a sus espaldas, ávido de vida, de las vidas de todas las personas que formaban el séquito del barón Gottfried.
—¿Te encuentras bien, Félix? Esta noche pareces distraído —comentó Kirsten.
Él volvió los ojos hacia la muchacha y sonrió, pues hallaba placer en su presencia. Normalmente, disfrutaba de aquellos paseos nocturnos junto al río, pero esa noche un presagio se interponía entre ambos.
—Sólo estoy cansado. —De modo inevitable, lanzó una mirada hacia las colinas cercanas. A la luz de las lunas, la abertura se parecía mucho a unas fauces abiertas de par en par.
—Es este sitio, ¿verdad? Hay algo sobrenatural en él; puedo sentirlo. Es como cuando frau Winter hace uno de sus hechizos peligrosos; entonces se me eriza el pelo de la nuca. Pero esto es mucho peor.
Félix vio cómo el terror afloraba al rostro de ella, y luego desaparecía. Kirsten miró a lo lejos, por encima de las aguas.
—Algo antiguo y maligno habita en esas colinas, Félix; algo que está hambriento. Podemos morir aquí. —El poeta la tomó de la mano.
—Estaremos a salvo mientras permanezcamos junto al río.
Sin embargo, le tembló la voz, y las palabras no sonaron tranquilizadoras. Hablaba como un niño asustado, y ambos se estremecieron.
—Toda la gente del campamento está asustada, excepto tu amigo Gotrek. ¿Por qué es tan intrépido?
—Gotrek es un Matatrolls —respondió Félix con una risa queda—. Ha jurado buscar la muerte para expiar un crimen. Es un desterrado de su hogar, su familia y sus amigos. No tiene lugar en este mundo, y es valiente porque no tiene nada que perder. Sólo puede recobrar el honor mediante una muerte honorable.
—¿Y tú por qué lo sigues? Pareces un hombre sensato.
Félix meditó con cuidado lo que iba a responder. La verdad era que nunca se había planteado con detalle los motivos que lo impulsaban. Pero ante la mirada de los oscuros ojos de Kirsten, de pronto, pareció importante saber cuáles eran.
—Él me salvó la vida, y después de eso nos juramos lealtad de sangre. En ese momento, yo no sabía lo que significaba el ritual; pero estoy obligado por ese juramento.
Aunque le había expuesto los hechos desnudos, no le había dado una explicación. Hizo una pausa y se acarició la vieja cicatriz que tenía en la mejilla derecha. Quería ser sincero.
—Maté a un hombre en un duelo, y eso causó un escándalo. Tuve que renunciar a mi vida de estudiante, y mi padre me desheredó. Me sentía furioso, y me metí en líos con la ley. Cuando conocía Gotrek, no tenía metas vitales; simplemente iba a la deriva. El propósito de Gotrek era tan fuerte, que me vi arrastrado por él. Me resultaba más fácil seguirlo que comenzar una nueva vida. Algo de su locura autodestructiva me atrajo.
Ella lo miró con expresión interrogadora.
—¿Y ahora ya no?
Él negó con un gesto de cabeza.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué te ha traído hasta las orillas del Río del Trueno?
Se acercaron a un árbol caído, y Félix ayudó a Kirsten a subir al tronco; después saltó para sentarse a su lado. La muchacha se alisó los pliegues del vestido largo de campesina y se metió un mechón de pelo detrás de una oreja. Félix pensó que tenía un aspecto adorable a la luz de las lunas. La niebla comenzaba a formarse.
—Mis padres eran vasallos del barón Gottfried, siervos suyos en Diehlendorf. A mí me contrataron como aprendiza de frau Winter. Ellos murieron en la avalancha de la montaña, junto con mis hermanas.
—Lo siento —respondió Félix—; no lo sabía.
Ella se encogió de hombros con actitud resignada.
—Ha habido muchísimas muertes a lo largo del camino. Simplemente, doy las gracias por estar aquí.
Guardó silencio durante un largo momento, y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz dulce.
—Los echo de menos.
A Félix no se le ocurrió nada que decir, así que permaneció callado.
—¿Sabes? Mi abuela, en toda su vida, nunca se alejó de Diehlendorf. Jamás vio el interior de aquel viejo castillo inhóspito. Lo único que conoció fue su cabaña y la tierra donde trabajaba. Yo ya he visto montañas, ciudades y este río. He llegado mucho más lejos de lo que ella se atrevió a soñar. En un sentido, me alegro.
Félix la miró, pese a que sus mejillas quedaban en sombra, vio brillar una lágrima. Los rostros de ambos estaban muy cerca el uno del otro. Detrás de ella, los jirones de niebla que ascendían de la superficie del río se habían espesado con rapidez, y él apenas podía ver el agua. Kirsten se acercó más al poeta.
—Si no hubiese llegado hasta aquí, no te habría conocido.
Se besaron con torpeza, como tanteando y sin apenas rozarse los labios. Luego, Félix se inclinó para tomar los largos cabellos de ella entre las manos. Volvieron a inclinarse el uno hacia el otro y se fueron abrazando con mayor avidez a medida que el segundo beso se hacía más profundo. Apasionadas, las manos comenzaron a recorrer y explorar el cuerpo del otro sobre las gruesas capas de tela que los cubrían.
Se inclinaron demasiado, y Kirsten profirió una leve exclamación cuando cayeron del tronco del árbol y quedaron tendidos sobre la blanda tierra húmeda.
—Tengo la capa enfangada —dijo Félix.
—Tal vez sería mejor que te la quitaras. Podríamos echarnos sobre ella, porque el suelo está mojado.
Bajo las sombras de las mortales colinas, cobijados por la niebla y alumbrados por la luz de las lunas, hicieron el amor.
* * * * *
—¿Dónde has estado, humano, y por qué tienes ese aspecto tan satisfecho de ti mismo? —inquirió Gotrek, malhumorado.
—Junto al río —replicó Félix con aire inocente—. Paseando.
—Has escogido una mala noche para salir a pasear —replicó Gotrek al mismo tiempo que alzaba una enmarañada ceja—. Fíjate en cómo está espesándose la niebla. Huele a hechicería.
Félix sintió que el miedo le calaba los huesos, y su mano derecha se posó involuntariamente sobre la empuñadura de la espada. De pronto recordó la niebla que, un año antes, cubría los páramos que rodeaban el Círculo de Piedras Oscuras, y lo que esa niebla ocultaba. Y miró por encima del hombro hacia las tinieblas.
—Si estás en lo cierto, deberíamos decírselo a Dieter y al barón.
—Ya he informado al maestro de armas del barón, y han doblado la guardia. Es lo único que están dispuestos a hacer.
—¿Y qué vamos a hacer nosotros?
—Duerme un poco, humano. Pronto comenzará tu turno de guardia.
Félix se tendió en la parte trasera del carro, sobre unos sacos de grano y se envolvió apretadamente con la capa. Aunque quería dormirse, no lo lograba. No dejaba de pensar en Kirsten, y cuando miraba a Morrslieb, la luna menor, creía ver el contorno del rostro de ella. La niebla continuó espesándose y amorteciendo todos los sonidos, excepto la queda respiración de Gotrek.
Cuando, por fin, lo visitó el sueño, tuvo tétricas pesadillas en las que los muertos se levantaban de sus tumbas.
* * * * *
A lo lejos, un caballo relinchó con inquietud, y una mano enorme se apretó contra la boca de Félix. Él luchó con furia mientras se preguntaba si Lars habría acudido en busca de venganza.
—¡Chitón, humano! Algo se acerca. No hagas el más mínimo ruido.
Félix, aturdido, despertó del todo. Tenía los ojos secos y cansados, y le dolían los músculos por haber dormido sobre los sacos de grano. Se sentía agotado y sin energía.
—¿De qué se trata, Gotrek? —preguntó en voz baja, pero el Matatrolls le hizo un gesto para indicarle que guardara silencio mientras olía el aire.
—Sea lo que sea, lleva muerto mucho tiempo.
Félix se estremeció y se ajustó más la capa en torno al cuerpo. Sintió que en el fondo del estómago comenzaba a agitarse el miedo, y a medida que el significado de las palabras del enano se hacía plenamente evidente, tuvo que luchar para reprimir el terror que lo invadía.
Se asomó para mirar hacia la niebla que cubría la tierra e impedía la visión más allá del largo de una lanza. Esforzando al máximo los sentidos, apenas podía distinguir el carromato que tenían delante. Echó una mirada por encima del hombro, temeroso de que alguna horripilante figura de las tinieblas pudiese deslizarse a sus espaldas.
Los latidos del corazón sonaban como un estruendo en sus oídos mientras recordaba las palabras de Manfred. Se imaginó que unas manos huesudas se estiraban para cogerlo y llevárselo a una profunda tumba oscura. Sentía los músculos como si se le hubieran congelado, y tuvo que esforzarse para ponerlos en movimiento con el fin de llevar la mano a la empuñadura de la espada.
—Voy a echar un vistazo por los alrededores —susurró Gotrek, y antes de que Félix pudiera discutir esa decisión o seguirlo, el enano bajó del carruaje sin hacer ruido y se desvaneció en las tinieblas circundantes.
En ese momento, se sintió completamente solo. Era como despertar de una pesadilla para hallarse en otra aún peor. Se encontraba aislado en la oscura, húmeda niebla, y sabía que justo fuera del alcance de su percepción acechaban criaturas ávidas, pavorosas. Algún sentido primigenio le decía que así era, y que apartarse del carruaje significaba la muerte.
Y, sin embargo, Kirsten estaba ahí fuera, durmiendo en el carromato de frau Winter. Se la imaginó allí tendida mientras una fuerza inconmensurable se abalanzaba sobre la puerta y la madera se hundía hacia el interior para dejar a la vista…
Desenvainó el arma y saltó hacia afuera. El sordo ruido de sus pies le pareció tan sonoro como el doblar de una campana; tenía los sentidos extremadamente agudizados por el miedo. Se esforzó por distinguir detalles mientras avanzaba por el círculo exterior que formaban los carros hasta el lugar en que sabía que se encontraba Kirsten.
Parecía que cada paso duraba una eternidad, y él lanzaba miradas cautelosas a su alrededor por temor a que algo se deslizara sigilosamente a sus espaldas. Describió rodeos en torno a las zonas de sombras profundas. Tenía ganas de gritar con todas sus fuerzas para alertar al campamento, pero su parte instintiva le impidió hacerlo. Si gritaba, atraía la atención de los terribles observadores…, y eso significaría la muerte.
Una silueta surgió de entre las sombras, y Félix alzó la espada. El corazón se le subió a la garganta, hasta que advirtió que la figura estaba cubierta por una armadura de cuero y un casco metálico. «Un guardia —pensó, y se relajó—. Gracias a Sigmar». Pero cuando el personaje se volvió, Félix estuvo a punto de proferir un alarido.
El rostro carecía de carne, y la luz verdosa de las lunas se perdía en las cuencas vacías de sus ojos. Unos dientes carcomidos por el tiempo le sonreían con afectación desde la boca sin labios, y entonces vio que el casco que él había tomado en principio por el de un guardia era de bronce, estaba cubierto de verdete y tenía grabadas runas que herían los ojos. De la túnica y la capa andrajosas de aquel ser, le llegó un hedor a moho y cuero podrido.
Cuando la figura le lanzó un golpe con su arma oxidada, Félix se quedó por un momento inmóvil; luego, por reflejo, se apartó precipitadamente a un lado. La espada de aquella cosa le hizo un corte leve en las costillas, y el dolor le abrasó el flanco. Entonces reparó en el movimiento de los vetustos tendones que se veían bajo la piel fina como papel de la mano que sujetaba el arma, y contraatacó con un golpe dirigido al cuello. Pudo mover el cuerpo gracias a la disciplina del entrenamiento recibido, a pesar de que su mente estaba sumida en el horror.
La espada atravesó el fino cuello del ser, y se oyó el restallar de varias vértebras. El segundo golpe le abrió un tajo en el pecho como la cuchilla de un carnicero cercena el hueso. El guerrero de ultratumba cayó como una marioneta a la que le cortan los hilos.
Como si aquellos golpes de Félix hubiesen sido una señal, la noche se pobló de figuras en movimiento. Oyó el crujido de la madera al partirse y los gritos de terror de los animales, como si se hubiese roto un hechizo que los mantenía mudos. En algún otro punto, Gotrek Gurnisson bramó a la noche su grito de guerra.
Félix corrió a través de la niebla y casi tropezó con Dieter cuando éste salía de un carromato. Estaba completamente vestido y aferraba un hacha grande.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó a gritos entre el estruendo de alaridos.
—Nos atacan… Son los muertos de las colinas —replicó Félix, y las palabras salieron de sus labios como jadeos entrecortados.
—¡Enemigos! —gritó Dieter—. ¡A mí los hombres!
Profirió un grito de guerra parecido a un aullido de lobo, y de los alrededores llegaron unas pocas respuestas débiles. Félix decidió dirigirse a toda velocidad en busca del alojamiento de Kirsten, pero unas figuras salieron de las sombras que había entre dos carros y le lanzaron estocadas con largas espadas de hoja curva. Esquivó una apartándose a un lado y paró la otra con la espada. Inmediatamente, dos nuevas criaturas esqueléticas le dedicaron sonrisas impúdicas. Lanzó la espada contra la pierna de una, y ésta cayó en el momento en que el filo le atravesó la rodilla. Con la mente aturdida por el terror, Félix luchaba de forma casi mecánica; saltó por encima del arma con que lo atacaba el ser que estaba derribado en el suelo, y luego le clavó un golpe de tacón y le partió la columna. Casi al unísono, intercambió golpes de espada con el otro, hasta que finalmente lo cortó en pedazos.
Entonces vio que dos de aquellos monstruos estaban destrozando la puerta del carromato de frau Winter, exactamente como había temido que hicieran. Del interior salió el sonido de un cántico que él supuso que era una plegaria, y se preparó para cargar, pero sus ojos se vieron deslumbrados por un repentino destello azul. Tras los rayos, un poderoso olor a ozono colmó el aire, predominando incluso sobre el hedor de podredumbre. Cuando pudo ver nuevamente, los restos de los dos monstruos esqueléticos estaban tendidos en los escalones del carromato.
En la entrada se encontraba de pie frau Winter, calma e impertérrita, y su mano izquierda estaba rodeada por una aureola. Miró a Félix y le hizo un alentador gesto con la cabeza.
Detrás de la hechicera, Kirsten, muda, señaló por encima del hombro de Félix. Éste se volvió y halló ante sí una docena de muertos vivientes que se dirigían hacia él. Al mismo tiempo, oyó que Dieter y sus hombres corrían al encuentro de los guerreros de ultratumba, así que se unió a la carga.
Para el poeta, la noche se transformó, entonces, en un estrepitoso caos mientras a golpes de espada se abría camino por el campamento en busca de Gotrek. En un momento dado, la niebla se hizo menos densa, y empujó a unos temblorosos niños bajo una carreta para apartarlos de los cuerpos de sus progenitores muertos. El hombre yacía vestido con una camisa de dormir, y la mujer, cerca de él, aferraba el mango de una escoba como si fuese una lanza. Félix oyó un ruido y se volvió para encararse con un gigantesco guerrero de ultratumba, que se le echó encima. De algún modo, sobrevivió al ataque.
Dieter y Félix lucharon espalda con espalda, hasta que se encontraron entre una pila de huesos que se deshacían en polvo. Después la batalla se alejó del poeta al mismo tiempo que la niebla volvía a espesarse, y por un momento se encontró solo y rodeado por los desgarradores alaridos de los agonizantes.
Luego una figura que pasaba lo atacó, e intercambiaron golpes. De pronto, Félix vio que se trataba de Lars. Mostraba una sonrisa petrificada, que dejaba a la vista los agujeros de los dientes perdidos, y echaba espumarajos por la boca a causa del terror. Frenético, el hombre lanzaba golpes contra Félix, pues había enloquecido de miedo.
—¡Baztardo! —jadeó a la vez que le soltaba un golpe con la espada que habría sido capaz de derribar un árbol.
El poeta se agachó para dejar pasar el arma y lanzó una estocada a fondo que atravesó el corazón del cazador. Lars sollozó al morir, y Félix se preguntó hasta qué punto ese hombre había enloquecido de verdad. Si el cazador hubiese matado a Félix, su muerte habría podido ser atribuida a los atacantes. Luego, volvió a la refriega.
Al doblar una esquina, se encontró con una veintena de guerreros de ultratumba que eran rechazados por la furiosa acometida del hacha de Gotrek. De repente, tras unos destellos, el área que lo rodeaba quedó vacía. Volvió la cabeza en busca de frau Winter para darle las gracias, pero la mujer se había desvanecido entre la niebla. Cuando miró al frente, vio a Gotrek atónito y con la boca abierta.
En algún momento anterior al alba, los asaltantes retrocedieron hacia las colinas y dejaron a los guerreros del barón von Diehl contemplando carruajes arruinados y cadáveres.
* * * * *
Mientras aparecían las primeras luces de la mañana, Félix observaba precavidamente cómo Gotrek inspeccionaba los escombros del antiguo arco de piedra. El hedor a aire viciado y huesos en descomposición que salía de dentro le produjo náuseas. Se volvió para mirar colina abajo, donde los desterrados que habían sobrevivido levantaban piras funerarias con los restos de los carros para incinerar a los muertos. Nadie quería enterrarlos tan cerca de las colinas.
Félix oyó que Gotrek gruñía con feroz satisfacción, y se volvió de nuevo. El enano estaba pasando la mano con gesto experto sobre las piedras partidas, en cuya superficie las runas grabadas formaban una tenue telaraña, y entonces alzó los ojos y le dedicó una sonrisa salvaje.
—No hay ninguna duda, humano; las piedras rúnicas que guardaban la entrada fueron partidas desde el exterior.
Félix lo miró mientras el recelo se apoderaba de él. Sentía un miedo enorme.
—Da la impresión de que alguien le ha echado una mano a la Maldición von Diehl —susurró.
* * * * *
La lluvia caía a raudales desde el cielo gris. El carruaje avanzaba traqueteando hacia el sur; a su lado, el Río del Trueno corría a toda velocidad hacia su desembocadura, y el caudal, aumentado por la lluvia, amenazaba constantemente con desbordarse de las márgenes. Félix agitó las riendas, y los bueyes agacharon la cabeza y redoblaron el esfuerzo para avanzar sobre el terreno fangoso.
Junto a él, Kirsten estornudó. Como casi todos los demás, estaba pálida y tenía aspecto enfermizo. El esfuerzo del largo viaje y el empeoramiento del tiempo los había hecho vulnerables a las enfermedades.
Ninguna ciudad quería aceptarlos dentro de sus murallas, y guerreros armados los amenazaban con entrar en batalla a menos que continuaran hasta tierras desocupadas. La senda se había vuelto interminable; tenían la sensación de haber estado viajando siempre y de que nunca podrían descansar. Incluso saber que alguien del séquito había dejado en libertad a los muertos vivientes ya no resultaba inquietante; la certeza se había desvanecido hasta transformarse en una fría sospecha cuando no pudo descubrirse al responsable.
Félix le dirigió a Gotrek una mirada acusatoria, pues esperaba que el estornudo de Kirsten provocaría los habituales comentarios groseros sobre la fragilidad humana; pero el Matatrolls guardaba silencio y miraba fijamente hacia las Montañas del Fin del Mundo con una expresión tan decidida que era insólita incluso en él.
Se preguntó cuándo lograría reunir el coraje necesario para decirle a Gotrek que no iba a continuar viaje con él porque iba a establecerse con Kirsten. Le preocupaba la posible reacción del enano. ¿Lo dejaría correr como un ejemplo más de la deslealtad humana, o respondería con violencia?
Se sentía desdichado, ya que, a pesar de los terribles estados anímicos del Matatrolls y de sus amargos comentarios, le tenía cariño. Pensar que Gotrek se marcharía al encuentro de una muerte solitaria, le causaba angustia. No obstante, amaba a Kirsten y le resultaba aún más doloroso separarse de ella. Tal vez el enano percibía esa circunstancia, y por ello mantenía una actitud reservada. Félix extendió un brazo para estrecharle una mano a la muchacha.
—¿Qué estás buscando, herr Gurnisson? —le preguntó Kirsten al enano.
Gotrek, sin embargo, no se volvió y continuó mirando con aire anhelante hacia el paisaje. Al principio dio la impresión de que el Matatrolls no iba a responder, pero luego señaló la silueta de una montaña envuelta en nubes.
—Karaz-a-Karak —dijo—, Pico Eterno, mi hogar.
Habló con la voz más dulce que Félix le había oído jamás, y la nostalgia que rezumaba le partió el corazón. Gotrek se volvió para mirarlos, y en su rostro había tal expresión de muda desdicha que Félix tuvo que apartar los ojos. La cresta de pelo del enano estaba aplastada a causa de la lluvia, y tenía la cara demacrada y exhausta. Kirsten tendió las manos y le acomodó la capa del mismo modo que lo habría hecho con un niño perdido.
El Matatrolls intentó mirarla con el entrecejo fruncido, feroz, pero no pudo mantenerlo y se limitó a sonreír con tristeza, lo que dejó ver los espacios vacíos donde le faltaban dientes. Félix se preguntó si el enano no habría hecho aquel largo recorrido sólo para tener ese fugaz atisbo de la montaña, y entonces advirtió que una gota de agua estaba a punto de desprenderse del extremo de la nariz del Matatrolls; podía ser una lágrima o simplemente una gota de lluvia. Continuaron hacia el sur.
* * * * *
—Todavía no podemos dejarlos —dijo Félix al mismo tiempo que se maldecía por ser tan cobarde.
Gotrek se volvió para mirar hacia la ruinosa mansión fortificada que habían encontrado. Podían ver el humo que salía en penachos por las chimeneas del edificio recién habilitado.
—¿Por qué no, humano? Han dado con una zona sin dueño, tierras cultivables y las ruinas de esa vieja fortaleza. No será necesario demasiado trabajo para defenderla.
Félix se esforzó con desesperación para encontrar un motivo. Le sorprendió comprobar que le resultaba muy difícil decirle a Gotrek que iban a separarse. La manera como el enano lo miró con desaprobación le recordó los momentos de mayor severidad de su propio padre; una vez más, sintió la necesidad de excusarse, y se odió por ello.
—Gotrek, estamos a menos de cuatro jornadas del punto en que el Río del Trueno desemboca en el Río de la Sangre. Al otro lado, se encuentran las Tierras Yermas y una horda de jinetes de lobo.
—Eso ya lo sé, humano. Tendremos que atravesarla camino de Karak-Ocho-Picos.
«Díselo. Dilo y ya está», discutía Félix consigo mismo. Sin embargo, le resultó imposible.
—Todavía no podemos irnos. Ya viste los cadáveres que encontramos en la mansión; les habían partido los huesos para sacarles el tuétano. Las paredes están quemadas, y Dieter ha observado huellas de jinetes de lobo por los alrededores. El lugar no es defendible ahora, pero con tu ayuda, con la ayuda de un enano, puede lograrse que lo sea.
—No sé por qué piensas eso —respondió Gotrek con una carcajada.
—Porque los enanos sois buenos a la hora de trabajar con piedra y hacer fortificaciones. Eso lo sabe todo el mundo.
Gotrek se volvió para mirar hacia la mansión con aire pensativo. Parecía que estaba recordando una vida anterior; frunció el ceño y apoyó la frente contra el mango del hacha.
—No sé —dijo al fin—. Tal vez ni un enano pueda fortificar este lugar. Corresponde a una típica hechura humana; es de mala calidad, de muy mala calidad.
—Puede lograrse que sea segura. Yo sé que es posible, Gotrek.
—Tal vez. Hace ya mucho tiempo que no trabajo con piedra, humano.
—Un enano nunca olvida esas cosas, y estoy seguro de que el barón te pagará generosamente por tus servicios.
Gotrek sorbió con aire suspicaz.
—Será mejor que la cifra sea superior a la que paga por sus mercenarios.
—Ven —dijo Félix con una ancha sonrisa—. Vayamos a averiguarlo.
* * * * *
No pudiendo dormirse, Félix se levantó en silencio, y se vistió sin hacer ruido porque no quería despertar a Kirsten. La arropó suavemente con las capas que usaban como mantas para que no cogiera frío, y luego le dio un leve beso en la frente. Ella se movió, pero sin despertarse; así que cogió la espada, que se encontraba junto a la entrada de la choza, y salió al aire frío de la noche. «Se avecina el invierno», pensó al ver su aliento que se condensaba.
A la luz de las lunas, avanzó entre el grupo de casuchas que se hallaban al socaire de las nuevas murallas de madera que rodeaban la mansión. Se sentía en paz por primera vez en mucho tiempo, e incluso los ruidos nocturnos del campamento le resultaban tranquilizadores. La fortaleza había quedado acabada antes de las primeras nieves, y daba la impresión de que los colonos tendrían el grano suficiente como para aguantar durante el invierno y sembrar una nueva cosecha en primavera.
Escuchó los mugidos del ganado y los medidos pasos del centinela que recorría el extremo superior de la muralla. Alzó la cabeza y vio que aún brillaba una luz en la ventana de la habitación de Manfred; entonces pensó en su retorcido destino. «Jamás habría imaginado que me establecería en una aldea fortificada en los confines de la nada. Me pregunto qué pensaría mi padre si pudiese verme ahora, a punto de convertirme en granjero. Probablemente, se moriría del disgusto». Félix sonrió.
Lo cierto era que resultaba emocionante estar en aquel sitio. Lo embargaba esa sensación que se tiene cuando algo va a comenzar, pues la comunidad aún estaba tomando forma. «Y yo tendré un papel como miembro del grupo —pensó—. Éste es un lugar perfecto para empezar una nueva vida».
Continuó avanzando hacia la torre de guardia, donde sabía que se encontraba Gotrek. El enano no podía dormir; estaba inquieto y dispuesto para la marcha. Por eso, pasaba las noches haciendo guardia en la torre que él mismo había diseñado.
Félix ascendió por la escalera y atravesó la trampilla que se abría en el piso de la sala de guardia. Encontró a Gotrek con la mirada fija en la oscuridad de la noche. Aunque la visión del enano lo puso nervioso, se envalentonó, decidido a contarle la verdad.
—Tampoco puedes dormir, ¿eh, humano?
Félix logró asentir con la cabeza. Había ensayado lo que le iba a decir, y a solas le había parecido muy sencillo. Le explicaría su situación de manera racional, le diría que iba a quedarse con Kirsten, y esperaría la respuesta del enano. En ese momento, sin embargo, resultaba más difícil; tenía la lengua pesada y era como si las palabras se le hubiesen atascado en la garganta.
Imaginó las acusaciones que Gotrek le haría e, interiormente, se encogió: era un cobarde y rompía los juramentos; aquél era el agradecimiento que recibía un enano por salvar la vida de un hombre. Tuvo que admitir que había jurado seguir a Gotrek y dejar constancia de su muerte. Era cierto que lo había hecho estando borracho y lleno de gratitud porque, momentos antes, el enano lo había sacado de debajo de los cascos de la caballería del Emperador; no obstante, un juramento era un juramento, como solía señalar Gotrek.
Avanzó para situarse junto al Matatrolls, y ambos se quedaron mirando hacia afuera por encima de la muralla exterior, un foso bordeado por estacas afiladas la rodeaba. La única entrada fácil era el puente de tierra que dominaba la torre en que se encontraban.
—Gotrek…
—¿Sí, humano?
—Has hecho una buena construcción —comentó Félix, y el enano alzó los ojos y le dedicó una sonrisa ceñuda.
—Pronto lo averiguaremos —replicó, y Félix miró hacia donde señalaba el Matatrolls.
Los campos estaban llenos de jinetes de lobo. En ese momento, Gotrek se llevó a los labios un cuerno y lo hizo sonar a modo de alarma.
* * * * *
Félix se agachó en el mismo instante en que una flecha astillaba la madera del parapeto que tenía ante sí. Se inclinó para recoger una ballesta de la mano del guardia que había muerto cuando una flecha le atravesó el cuello. Buscó a tientas una saeta y se esforzó por cargar el arma con ella; finalmente, lo consiguió.
Se puso en pie de un salto. Las flechas incendiarias destellaban en lo alto como estrellas fugaces, y de detrás de él le llegaba el olor a quemado. Félix miró hacia abajo desde el parapeto, y vio que los jinetes de lobo rodeaban el campamento como una manada de fieras acorrala a un rebaño de ovejas. Veía la piel verde de los jinetes brillar a la luz de las flechas encendidas, que igualmente resaltaban la amarillez de sus ojos y sus colmillos.
«Debe haber centenares de ellos», pensó Félix, y dio gracias a Sigmar por la presencia del foso, las estacas y la muralla de madera que Gotrek les había hecho construir. En su momento, les había parecido un esfuerzo innecesario, y el enano fue maldecido por todos; pero entonces la construcción apenas resultaba adecuada.
Apuntó a un jinete de lobo que en ese momento dirigía una flecha empapada en brea hacia la torre y presionó el gatillo de la ballesta. La flecha atravesó la noche como un borrón y se clavó en el pecho del goblin, que cayó hacia atrás en la silla. La flecha encendida se disparó directamente hacia el cielo, como si su objetivo fuesen las lunas.
Félix volvió a agacharse y cargó la ballesta una vez más. Con la espalda apoyada contra el parapeto, podía ver el patio de la fortaleza, donde una cadena humana de mujeres y niños transportaba cubos de agua. La sacaban de los barriles en que se recogía la lluvia y la llevaban hasta las flameantes chozas en una vana lucha por extinguir el fuego. Una anciana cayó muerta y otras se agacharon mientras las flechas se precipitaban sobre ellas como una lluvia oscura.
Se volvió para disparar otra vez, pero en esa ocasión falló el tiro. La noche se había convertido en un estruendo de sonidos diferentes: el grito de los agonizantes, el aullido de los lobos, el mortal silbido de las flechas y de las saetas de las ballestas. Gotrek cantaba alegremente en idioma enano, y en algún punto más lejano, la voz seca y rasposa del barón daba órdenes con tono firme y sereno. Los perros ladraban, los caballos relinchaban de terror y los niños lloraban. Félix sintió deseos de ser sordo.
Muy cerca, oyó el rascar de unas garras contra algo de madera, y se puso en pie de un brinco; al mirar por encima del parapeto, casi se quedó sin rostro cuando las fauces de un lobo se cerraron con un chasquido debajo de él. La criatura había salvado el foso de un salto, haciendo caso omiso de las estacas que entonces ya estaban cubiertas por los cadáveres de sus compañeros.
Percibió el hedor del aliento de la bestia y vio que el jinete se aferraba con fuerza en tanto preparaba la montura para saltar otra vez. Félix disparó la ballesta, y una saeta se clavó en el pecho del animal, que cayó muerto. El jinete se alejó de él rodando y se escabulló en la noche.
El poeta vio entonces que frau Winter subía a la torre de guardia y se detenía junto a Gotrek, y abrigó la esperanza de que la hechicera hubiese acudido para hacer algo. En el estrepitoso caos de la noche resultaba imposible saberlo con seguridad, pero tenía la sensación de que las cosas estaban decantándose en contra de los defensores. Pese a que el foso parecía estar lleno de cadáveres de atacantes, los guardias caían como moscas bajo la incesante lluvia de flechas; la protección que supuestamente les brindaba el parapeto resultaba inútil.
Cuando volvió a mirar hacia el exterior, un grupo de orcos al amparo de pesadas corazas corría hacia la puerta con un tronco de árbol aguzado. Unas pocas saetas de ballesta cayeron entre ellos, pero otras rebotaron en los escudos de los que corrían a los lados del ariete. A continuación, el poeta oyó el ruido demoledor del árbol al chocar contra la puerta.
Buscó a tientas la espada, dispuesto a saltar de la muralla al patio de la fortaleza y defender la entrada. Si ésta caía, lo único que podría hacer sería vender cara su vida, ya que los superaban ampliamente en número y no podrían soportar el acoso durante mucho tiempo. Sintió que el miedo le retorcía las entrañas; esperaba que Kirsten estuviese a salvo.
Y entonces comenzó a sonar la voz calma y clara de frau Winter, que entonaba como un sacerdote lo haría con una plegaria, y a continuación apareció el rayo.
La luz azul, abrasadora, atravesó la noche, y el aire se colmó de olor a ozono. El pelo de la nuca de Félix se erizó mientras aguardaba el momento en que el destello causaría efecto entre los portadores del ariete. Los oyó gritar, y algunos retrocedieron haciendo cabriolas como si fuesen payasos al mismo tiempo que soltaban el tronco de árbol. Tras caer al suelo, quedaban tendidos y humeando. El aire se llenó del nauseabundo hedor de la carne chamuscada.
El rayo salió disparado una y otra vez, los lobos aullaron de terror, la lluvia de flechas mermó y el repugnante olor se hizo más espeso. Miró a frau Winter, que tenía el rostro demacrado y pálido, y el cabello de punta. La alternancia del negro y el azul sobre su rostro le confería un aspecto demoníaco. El poeta no había sospechado siquiera que un ser humano pudiese manejar poderes semejantes.
Los jinetes de lobo y los orcos que formaban la infantería, se retiraron aullando de terror hasta ponerse fuera del alcance de aquellos espantosos rayos, y Félix se sintió aliviado. Luego, a lo lejos, vio el resplandor de una luz.
Forzó la vista para penetrar la oscuridad, y pudo distinguir a un chamán de piel verde en torno a cuya cabeza oscilaba una aureola de color rojo, que iluminaba el tocado lobuno que la cubría y el báculo de hueso que sujetaba en una mano nudosa. Un haz de luz encarnada salió de su cabeza y surcó el aire en dirección a frau Winter.
La hechicera gimió y retrocedió tambaleándose; Gotrek le tendió una mano para sujetarla. La mujer apretó los dientes; tenía la frente perlada de sudor y parecía estar inmersa en un combate sobrenatural de voluntades con el viejo chamán.
Los jinetes de lobo se replegaron en torno a sus valientes líderes, y poco a poco comenzaron a atacar de nuevo, si bien sus renovadas acometidas carecían de la salvaje ferocidad de las primeras. La lucha continuó durante toda la noche.
* * * * *
Al llegar las primeras luces del día, Félix se acercó adonde estaban Gotrek, Manfred, Dieter y frau Winter. La mujer parecía agotada más allá de la resistencia humana. La gente se había reunido a su alrededor para contemplarla con reverencia.
—¿En qué situación estamos? —le preguntó el poeta al enano.
—Mientras ella pueda resistir y sea capaz de invocar al rayo, nosotros también podremos.
Manfred miró a Gotrek y asintió para manifestar su acuerdo. En ese momento, se produjo una conmoción al otro lado del patio.
—Frau Winter, ven rápidamente —gritó el doctor Stockhausen—. El barón ha resultado herido de gravedad. Ha recibido una flecha, y es probable que esté envenenada.
Con paso agotado, la hechicera se encaminó hacia la mansión. Félix vio que Kirsten salía de entre la multitud para ayudarla, y le sonrió, contento de que ambos estuviesen vivos.
* * * * *
Con un ruido semejante a un trueno repentino, la puerta se inclinó hacia atrás. «Otro golpe como éste, y caerá sin remedio», pensó Félix. Miró a Gotrek, que estaba probando el filo del hacha con el dedo pulgar. Ya en la segunda noche de asedio, el Matatrolls aguardaba con impaciencia el combate frente a frente que se avecinaba. El poeta sintió que alguien le daba un tirón de un hombro, y al volverse vio que era el corpulento Hef; por su aspecto, estaba mortalmente asustado.
—¿Dónde está frau Winter? —preguntó al mismo tiempo que señalaba la puerta con un gesto de cabeza—. Eso no lo hacen con ningún ariete. Es el báculo de ese viejo diablo. ¡Adornará su casa con las cabezas de todos nosotros antes de que acabe la noche, a menos que la bruja pueda detenerlo!
Félix apartó la vista de Hef para dirigirla hacia el resto del grupo de defensores lastimosamente agotados. Vio guerreros cansados, hombres heridos que apenas si podían llevar la espada, y chicos y chicas adolescentes armados con horcas y otras armas improvisadas. Los aullidos que les llegaban desde fuera resultaban ensordecedores, y sólo Gotrek parecía sereno.
—No sé dónde se encuentra. Dieter fue a buscarla hace diez minutos.
—Bueno, pues está tomándose su tiempo para traerla.
—Es cierto —replicó Félix—. Voy a buscarla.
—Te acompaño —dijo Hef.
—¡Ah, no!, tú no lo acompañarás —lo contradijo Gotrek con voz potente—. Confío en que el humano regresará. Tú quédate aquí. Los goblins atravesarán esta puerta por encima de nuestros cadáveres.
Félix se alejó hacia la mansión, donde sabía que Kirsten estaba con las hechiceras. Si las cosas salían tan mal como él temía, al menos podría verla una vez antes del final.
Apenas había llegado a la entrada cuando oyó, procedente de detrás, el sonido de la puerta al partirse y el estruendo sobrecogedor que produjo al caer hacia adentro. Entonces, Gotrek profirió su alarido de guerra, y los guerreros lanzaron gritos de terror. Tras volverse, Félix contempló un espectáculo terrible.
En la entrada de la fortaleza, montado sobre un enorme lobo blanco, estaba el chamán. Un halo de luz roja, procedente del extremo del báculo de hueso, crepitaba alrededor de su cabeza y teñía a modo de sangre los rostros de quienes lo rodeaban. De la muralla salió disparada una saeta, pero fue desviada por una fuerza misteriosa antes de que pudiese herirlo.
El jinete del lobo blanco se encontraba flanqueado por seis poderosos orcos feroces, ataviados con cota de malla y armados con hachas. Detrás, había un mar de lobos y rostros verdes, y Gotrek profirió una sonora carcajada y careó hacia ellos. Lo último que vio Félix antes de entrar en el edificio fue al Matatrolls corriendo con el hacha en alto y la barba erizada hacia la fuente de aquella luz terrible.
En el interior de la mansión reinaba un extraño silencio, ya que el estruendo del exterior quedaba amortiguado por las paredes de piedra. Félix corrió por los pasillos al mismo tiempo que gritaba el nombre de frau Winter, y le pareció que su voz resonaba de modo inquietante en aquellos espacios silenciosos.
Halló los cadáveres en el salón principal. A frau Winter le habían acuchillado el pecho varias veces, y tenía el limpio vestido gris teñido de rojo. Tenía una expresión de sorpresa en el rostro, como si la muerte la hubiera pillado desprevenida. ¿Cómo habían logrado entrar los goblins? Ése fue el primer pensamiento de Félix, y era absurdo, pues sabía que aquello no lo había hecho ningún goblin.
Cerca de la puerta yacía otro cadáver, que había sido apuñalado en el momento en que intentaba abrirla. Sin que pudiera creérselo, Félix avanzó con el corazón en un puño, y volvió con suavidad el cuerpo de Kirsten. Experimentó un destello de esperanza cuando los ojos de ella se abrieron, pero luego vio el hilo de sangre que manaba de su boca.
—Félix —suspiró ella—, ¿eres tú? Sabía que vendrías.
Tenía la voz débil y una espuma sanguinolenta manchaba sus labios cuando hablaba. El poeta se preguntó cuánto tiempo habría permanecido allí tendida.
—No hables —le pidió—. Descansa.
—No puedo… Tengo que hablar. Me alegro de haber bajado por el Río del Trueno. Me alegro de haberte conocido. Te amo.
—Yo también te amo —dijo Félix, por primera vez, y entonces advirtió que los ojos de ella se habían cerrado—. No te mueras —pidió mientras la mecía con ternura entre sus brazos.
Sintió que el cuerpo de ella quedaba laxo, y se le deshizo el corazón. La dejó con suavidad en el suelo en tanto las lágrimas le anegaban los ojos, y luego miró la puerta que ella había intentado abrir y se sintió arrebatado por la furia. Se puso de pie y echó a correr por el pasillo.
* * * * *
El cadáver del corpulento Dieter yacía en la entrada del dormitorio del barón con un lado de la cabeza hundido. Félix se imaginó que saldría corriendo por la puerta, iracundo, cuando un enemigo preparado le asestó un golpe desde un lateral.
Saltó como un tigre por encima del cuerpo y rodó al llegar al suelo para luego ponerse de pie y recorrer la habitación con la mirada. El anciano barón yacía en la cama con un cuchillo clavado en el corazón, y la sangre empapaba los vendajes del pecho y las sábanas.
El poeta lanzó una mirada feroz hacia la silla en que Manfred se encontraba sentado. Tenía la espada tinta en sangre colocada de través sobre el regazo.
—La maldición se ha cumplido al fin —afirmó el dramaturgo con voz tensa, que además contenía una nota aguda de histeria.
Alzó la mirada, y Félix se estremeció porque el rostro de Manfred parecía una máscara, como si algo extraño, ajeno a él, lo mirase desde el interior.
—Sabía que mi destino era ejecutar la maldición —declaró Manfred como si hiciese un comentario para pasar el rato—. Lo supe desde el momento en que maté a mi padre. Gottfried lo hizo encarcelar cuando comenzó a cambiar, lo encerró en la torre vieja, y él mismo le llevaba la comida. No permitían entrar a nadie en la corre, excepto a Gottfried y a frau Winter. Nadie más entró allí hasta el día en que yo lo hice. Bien sabe Ulric que desearía no haberlo hecho.
Se puso de pie al mismo tiempo que aferraba la empuñadura de la espada, y el poeta lo contempló, hipnotizado por su propio odio.
—Encontré a mi padre allí. Aún conservaba un cierto parecido de familia, a pesar de la manera como había… cambiado. Y todavía pudo reconocerme, me llamó hijo con una horrible voz rasposa. Me imploró que lo matase porque era demasiado cobarde para hacerlo él mismo, al igual que lo era Gottfried, quien pensaba que estaba haciendo algo amable con respecto a mi padre, manteniéndolo con vida, manteniendo con vida a un mutante.
Manfred comenzó a aproximarse con gran lentitud, y Félix reparó en que la sangre que empapaba su espada goteaba sobre el piso. Se sintió aturdido y cansado, y el joven aristócrata demente se transformó en el centro de su mundo.
—Al sentir la sangre del viejo corriendo por mi cuchillo, todo cambió. Vi las cosas con claridad por primera vez en la vida. Vi cómo Caos lo mancha todo; lo retuerce y corrompe, como lo había hecho con el cuerpo de mi padre. Sabía que era su hijo y que dentro de mí, corriendo por mi sangre, acechaba la Marca del Demonio. Yo era el agente de Caos, engendrado por él. Era un hijo de la Oscuridad, y mi destino consistía en destruir el linaje de los von Diehl, como lo he hecho. —Se echó a reír.
»El destierro fue la oportunidad perfecta que me envió el infierno. La avalancha la provoqué yo; un buen comienzo. Pensé que había fracasado cuando dejé en libertad a los muertos vivientes, y ellos no consiguieron destruir a mi tío y sus seguidores; pero ahora nada puede salvaros. La Oscuridad se apoderará de vosotros. La maldición ha sido cumplida.
—Aún no —replicó Félix con la voz ahogada por el odio—. Tú eres un von Diehl y todavía estás vivo. Aún no te he matado.
Resonó una carcajada demente, y una vez más el poeta tuvo la sensación de estar mirando a un demonio encarnado en un ser humano.
—Herr Jaeger, hay que reconocer que tienes sentido del humor. ¡Muy bien! Sabía que iba a divertirme contigo, pero ¿cómo puedes asesinar a un engendro de Caos?
—Vamos a averiguarlo —propuso Félix, que saltó al ataque. Con la velocidad de un rayo, la espada de Manfred se alzó para parar el arma del oponente, y luego inició el contraataque. Las espadas destellaban a consecuencia del choque del acero contra el acero. El brazo con que el poeta sujetaba la espada estaba ya entumecido a causa de los poderosos golpes de Manfred, pues éste tenía la fuerza de un maníaco.
Félix cedió terreno. Normalmente, el miedo ante la demencia del otro lo habría paralizado, pero en ese momento estaba tan lleno de cólera y odio que no había lugar para el terror. Su mundo había quedado vacío y vivía sólo para matar al asesino de Kirsten, ya que era el único deseo que lo guiaba.
Los hombres, enloquecidos, continuaron luchando en el dormitorio del barón. Manfred avanzaba con gracilidad felina y sonreía, confiado, como si lo divirtiera alguna agudeza. Los movimientos de su espada tejían una red en torno a Félix, mientras sus ojos brillaban, indiferentes e inhumanos.
El poeta sintió el frío de la pared contra la espalda, y entonces lanzó una estocada hacia el rostro de Manfred, pero éste la paró con perezosa facilidad. Permanecieron el uno frente al otro, con las espadas trabadas y los rostros a centímetros de distancia el uno del otro. Empujaban con todas sus fuerzas, puesto que ambos pretendían obtener ventaja. Félix tenía los músculos del cuello hinchados y los brazos le ardían de fatiga; lenta, inexorablemente, Manfred ganaba terreno y acercaba la hoja del arma, afilada como una navaja, al rostro del poeta.
—Adiós, herr Jaeger —dijo Manfred con indiferencia.
En ese instante, Félix descargó sobre el empeine de Manfred el tacón de una bota con toda la fuerza de que fue capaz. Sintió cómo se partían los huesos del otro contendiente; el rostro del noble se contorsionó con expresión agónica, y la presión cedió. Entonces, bajó la espada y le abrió un tajo en el cuello. El dramaturgo retrocedió, tambaleándose, y Félix aprovechó el momento para atravesarle el corazón.
El joven noble cayó de rodillas y contempló al otro con ojos inexpresivos, pasmados. El poeta lo derribó con un pie y le escupió en el rostro.
—Ahora sí que se ha cumplido la maldición —dijo.
* * * * *
Con la mente clara, impertérrito, Félix salió al aire frío de la noche. Esperaba encontrarse con los jinetes de lobo y la muerte. Ya no le importaba, sino que en realidad era su deseo. De repente, había comprendido plenamente los sentimientos de Gotrek, pues no tenía nada por lo que mereciese la pena vivir y estaba más allá del miedo.
«Kirsten, pronto estaré contigo», pensó.
En la entrada de la fortaleza, se encontraba el Matatrolls, de pie en medio de una pila de cadáveres. La sangre manaba por las espantosas heridas que había sufrido el enano, que estaba inclinado hacia adelante y apoyado en el hacha; apenas era capaz de sostenerse. Cerca de él, estaban los cadáveres de Hef y los demás defensores de la plaza.
Gotrek se volvió para mirarlo, y el poeta vio entonces que le habían arrancado un ojo de la órbita. El enano avanzó con paso tambaleante, cayó de bruces e intentó levantarse lenta y penosamente.
—¿Qué te ha entretenido, humano? Te has perdido una buena lucha.
El poeta avanzó hacia él.
—Así parece.
—Esos malditos goblins de ojos amarillos son todos unos cobardes. Matas a sus líderes, y el resto da media vuelta y huye. —Profirió una carcajada que le causó dolor—. Por supuesto, tuve que matar a una veintena de ellos, más o menos, antes de que se pusieran de acuerdo.
—Por supuesto —replicó Félix al mismo tiempo que miraba la pila de orcos y lobos muertos, entre los que pudo distinguir el tocado lupino del chamán.
—Lo más endemoniado de todo —comentó Gotrek— es que parece que no puedo levantarme. —Cerró los ojos y se quedó muy quieto.
* * * * *
Félix observó la pequeña fila de supervivientes, que comenzaba a caminar hacia el norte bajo los vigilantes ojos de los soldados que quedaban. Pensó que tal vez los aceptaría alguna ciudad, dado que ya no viajaban escoltados por las fuerzas completas del barón. Esperaba que así fuese, por el bien de los niños.
Se volvió para mirar la tumba colectiva, el túmulo bajo el que habían enterrado los cadáveres, y pensó en el futuro que él había sepultado allí. Volvía a encontrarse desterrado y sin hogar, y dirigió los ojos hacia las montañas lejanas.
—Adiós —dijo—. Te echaré de menos.
Gotrek se frotó con irritación el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo; luego, se sonó la nariz y, a continuación, sopesó el hacha. Félix reparó en que sus heridas estaban de color rosa y apenas habían cicatrizado.
—Hay trolls en esas montañas, humano. ¡Puedo olerlos!
Cuando Félix le respondió, fue con una voz inexpresiva y desprovista de toda emoción.
—Vayamos por ellos.
Él y Gotrek intercambiaron una mirada llena de mutua comprensión.
—Todavía haremos de ti un Matatrolls, humano.
Con paso cansado, ambos se pusieron en camino hacia las promisorias montañas, siguiendo la cinta brillante del Río del Trueno.