Geheimnisnacht

Geheimnisnacht

(Noche de Difuntos)

Después de los terribles acontecimientos y las angustiosas aventuras que tuvimos que soportar en Altdorf, mi compañero y yo huimos hacia el sur escogiendo cualquier senda al azar. Utilizamos los medios de desplazamiento que se nos presentaron —diligencias, carros de campesinos o de transporte—, y recurrimos a los pies cuando fallaba todo lo demás.

Fueron tiempos difíciles y me sentía atemorizado. Daba la impresión de que a cada paso nos encontrábamos en peligro de que nos arrestaran para encarcelarnos o ejecutarnos. Veía alguaciles en todas las tabernas y asesinos a sueldo detrás de cada arbusto. Si el Matatrolls sospechaba que las cosas podían ser distintas, no se molestó en informarme de ello en ningún momento.

Para alguien tan ignorante del verdadero estado de nuestro sistema legal como yo entonces, parecía probable que todo el aparato de nuestro poderoso y extenso gobierno estuviera abocado a aprehender a dos fugitivos como nosotros. En ese tiempo, yo no tenía ni idea de la forma débil y aleatoria con que se aplicaban los mandatos de la ley. En realidad, fue una verdadera pena que todos esos alguaciles y asesinos a sueldo que poblaban mi mente no existieran de hecho… porque si hubiesen sido una realidad, tal vez el mal no habría medrado con tanta fuerza en los confines de mi tierra natal.

La extensión y la naturaleza de ese mal iban a hacérseme muy evidentes en un ominoso crepúsculo después de que subiéramos a una diligencia que partía hacia el sur. Tal vez fue la noche más fatídica de todo nuestro calendario…

FÉLIX JAEGER,

Mis viajes con Gotrek, vol. II,

Impreso en Altdorf, 2505

—Malditos sean todos los cocheros humanos y todas las mujeres humanas —masculló Gotrek Gurnisson, y añadió una imprecación en idioma enano.

—Tenías que insultar a la dama Isolda, ¿verdad? —preguntó Félix Jaeger, malhumorado—. Según están las cosas, hemos tenido suerte de que no nos dispararan, si puede llamarse suerte a que te dejen tirado en Reikwald en la Noche de Difuntos.

—Habíamos pagado nuestro pasaje; teníamos tanto derecho como ella de sentarnos en el interior. Los cocheros eran unos afeminados cobardes —refunfuñó Gotrek—. Se negaron a enfrentarse conmigo cara a cara. No me habría importado que me ensartaran con acero, pero que te llenen de perdigones no es muerte digna de un Matatrolls.

Félix sacudió la cabeza. Se daba cuenta de que estaba a punto de sobrevenir uno de los estados anímicos más negros de su compañero. No habría manera de discutir razonablemente con Gotrek, y él tenía muchísimas otras cosas por las que preocuparse. El sol estaba poniéndose y confería una tonalidad rojiza a los bosques cubiertos por la bruma. Las sombras danzaban de modo ominoso y traían a la memoria demasiados relatos atemorizadores de los horrores que podían encontrarse bajo la copa de los árboles.

Se limpió la nariz con el borde de la capa, y luego se arrebujó en la lana de Sudenland. Sorbió y levantó los ojos al cielo, donde ya eran visibles Morrslieb y Mannslieb, las lunas menor y mayor. Parecía que Morrslieb despedía un resplandor verdoso, que no era buena señal.

—Creo que estoy a punto de tener fiebre —comentó Félix.

El Matatrolls alzó la mirada hacia él y rió entre dientes con desdén. Bajo el efecto de los últimos rayos del sol agonizante, la cadena que le iba de una fosa nasal al lóbulo de la oreja del mismo lado dibujaba un arco sangriento.

—La tuya es una raza débil —dijo Gotrek—. La única fiebre que siento esta noche es la fiebre de la batalla. Noto que canta dentro de la cabeza.

Se volvió y echó una mirada feroz hacia la oscuridad del bosque.

—¡Salid, pequeños hombres bestia! —aulló—. Tengo un regalo para vosotros.

Profirió una sonora carcajada y pasó un dedo pulgar por el borde de la hoja de su enorme hacha a dos manos. Félix vio que del dedo manaba sangre, y entonces Gotrek se chupó la yema herida.

—¡Sigmar nos libre! Cállate —le siseó Félix—. ¿Quién sabe lo que acecha por ahí en una noche como ésta?

Gotrek lo miró con fiereza, y Félix vio que a sus ojos asomaba un destello de violencia demente. De modo instintivo, la mano de Jaeger se desplazó hasta quedar cerca de la empuñadura de la espada.

—¡No me des órdenes, humano! Pertenezco a la Antigua Raza, y sólo estoy obligado a los Reyes bajo la Montaña, aunque esté exiliado.

Félix hizo una reverencia formal. Estaba bien entrenado en el uso de la espada. Las cicatrices del rostro demostraban que había participado en varios duelos en sus tiempos de estudiante; incluso en una ocasión había matado a un hombre, lo que le había supuesto el fin de una prometedora carrera académica. No obstante, no le gustaba la idea de luchar contra un Matatrolls. El extremo de la cresta de cabello de Gotrek llegaba sólo al pecho de Félix, pero el enano lo superaba en peso, y su cuerpo era todo músculos. Además, había visto cómo Gotrek utilizaba aquella hacha.

El enano interpretó la reverencia como una disculpa, y se volvió una vez más hacia las tinieblas.

—¡Salid! —gritó—. Me trae sin cuidado si todos los poderes del mal andan por el bosque durante la noche. Haré frente a cualquier desafío.

El enardecido ánimo del enano rayaba en la furia. Desde que lo conocía, Félix había advertido que a los largos períodos de melancolía del Matatrolls, a menudo, seguían breves estallidos de cólera. Era una de las cosas que lo fascinaban de su compañero. Sabía que Gotrek se había hecho Matatrolls para expiar algún crimen; que había jurado ir al encuentro de la muerte en un combate desigual con algún monstruo pavoroso, y aunque parecía amargado hasta el punto de la locura, se mantenía fiel al juramento.

«Tal vez —pensó Félix— también yo perdería la razón si me hubieran condenado al exilio entre desconocidos que ni siquiera perteneciesen a mi raza». Sintió cierta compasión por el enloquecido enano, pues sabía cómo era eso de ser arrastrado fuera de casa por haber caído en desgracia; el duelo con Wolfgang Krassner había provocado un buen escándalo.

En ese momento, sin embargo, el enano parecía decidido a conseguir que los mataran a ambos, y él no quería participar en sus planes. Continuó avanzando con paso cansino mientras lanzaba alguna mirada de preocupación a las brillantes lunas llenas. Detrás de él, Gotrek seguía vociferando.

—¿Es que no hay ningún guerrero entre vosotros? Venid a sentir la caricia de mi hacha. ¡Está sedienta!

Félix decidió que sólo un demente tentaría de aquel modo al destino y a los Poderes Siniestros en Geheimnisnacht, la Noche Misteriosa, en los más oscuros confines del bosque.

Percibió un canturreo en el pétreo, gutural idioma de los Enanos Montañeses y, luego, oyó una voz en Reikspiel.

—¡Enviadme un paladín!

Durante un segundo reinó el silencio. La condensación de la niebla le había humedecido la frente. De pronto, desde muy, muy lejos, el sonido de caballos a galope recorrió la noche.

«¿Qué ha hecho este maníaco? —pensó Félix—. ¿Habrá ofendido a uno de los Poderes Ancestrales? ¿Acaso han enviado a sus jinetes demoníacos para que se nos lleven?»

Félix salió de la carretera, y se estremeció cuando unas hojas mojadas le acariciaron el rostro, pues tenían el tacto de los dedos de los muertos. El tronar de los cascos de los caballos se aproximaba, avanzando a una velocidad infernal por la senda del bosque. Sin duda, sólo un ser sobrenatural podía mantener una velocidad tan vertiginosa sobre el serpenteante sendero. Al desenvainar la espada, sintió que le temblaba la mano.

«He sido un necio al seguir a Gotrek —se dijo—. Ahora jamás acabaré el poema». Podía oír el relincho de los caballos, el restallar de un látigo y el girar de unas ruedas colosales.

—¡Bien! —rugió Gotrek, cuya voz le llegó por el aire desde el camino que había dejado a sus espaldas—. ¡Bien!

Se oyó un poderoso bramido, y cuatro inmensos caballos negros como la brea, que arrastraban un carruaje igualmente negro, pasaron a la velocidad del rayo. Félix vio que las ruedas rebotaban al pasar sobre una raíz que asomaba al sendero, y apenas pudo distinguir a un cochero embozado en una capa negra. Retrocedió y se acuclilló entre los arbustos.

Oyó el sonido de unos pies que se aproximaban, y algo apartó los arbustos a un lado. Ante él se encontraba Gotrek, cuyo aspecto parecía más demente y salvaje que nunca. Tenía la cresta de pelo apelmazada; el cuerpo tatuado, sucio de barro pardo, y el justillo de cuero con tachones metálicos, desgarrado y roto.

—¡Esos insolentes han intentado pasarme por encima! —chilló—. ¡Vayamos tras ellos!

Dio media vuelta y echó a correr por el fangoso sendero con un trote veloz. Félix advirtió que Gotrek cantaba alegremente en Khazalid.

* * * * *

Un poco más adelante, por el camino de Bogenhafen, los dos llegaron a la Posada de las Piedras Erguidas. Las ventanas tenían echados los postigos y no se veían luces; podían oír los relinchos procedentes de los establos, pero cuando miraron no vieron carruaje alguno, ni negro ni de otro color, sino algunos ponis asustadizos y el carro de un buhonero.

—Hemos perdido el carruaje. Lo mejor será conseguir una cama para pasar la noche —sugirió Félix, y le lanzó una cautelosa mirada a la luna más pequeña, Morrslieb, cuyo enfermizo resplandor verdoso era más potente—. No me gusta estar en el exterior bajo esta luz maligna.

—Eres débil, humano, y también cobarde.

—Tendrán cerveza.

—Por otra parte, algunas de tus sugerencias no carecen de mérito, aunque la cerveza humana es aguada, claro está.

—Claro está —respondió Félix. Gotrek no detectó el tono irónico de su voz.

La posada no estaba fortificada, pero tenía paredes gruesas, y cuando intentaron abrir la puerta descubrieron que estaba atrancada. Gotrek la aporreó con el extremo del mango del hacha, pero no hubo respuesta alguna.

—Puedo oler humanos dentro —declaró Gotrek, y Félix se preguntó cómo podía oler algo que no fuese su propio hedor. Gotrek no se lavaba nunca y llevaba el pelo apelmazado con grasa animal para mantener en su sirio la cresta teñida de rojo.

—Se han encerrado, ya que nadie sale al exterior en Geheimnisnacht, a menos que sean brujas o amantes de los demonios.

—El carruaje negro estaba en el exterior —lo contradijo Gotrek.

—Sus ocupantes no andaban en nada bueno. Llevaba las cortinillas echadas y no lo coronaba ningún escudo de armas.

—Tengo la garganta demasiado seca para discutir ese tipo de detalles. ¡Vamos, los de ahí dentro, abrid, o la emprenderé a hachazos con la puerta!

Félix creyó percibir movimiento en el interior y acercó una oreja a la puerta. Pudo distinguir murmullos y algo que parecían sollozos.

—A menos que quieras que te abra la cabeza, humano, sugiero que te apartes a un lado —le advirtió Gotrek.

—Espera un momento. ¡Oíd, los de dentro! ¡Abrid! Mi amigo tiene un hacha muy grande y una paciencia muy corta, así que os sugiero que hagáis lo que quiere y nos franqueéis la entrada.

—¿Qué has querido decir con corta? —inquirió Gotrek, susceptible.

De detrás de la puerta les llegó un grito agudo, tembloroso.

—¡En el nombre de Sigmar, marchaos, demonios del abismo!

—Bueno, ya está bien —le espetó Gotrek—. He tenido más que suficiente.

El hacha describió un enorme arco en el aire cuando la echó hacia atrás, y Félix vio brillar a la luz de Morrslieb las runas que tenía grabadas en la hoja, al mismo tiempo que saltaba a un lado.

—¡En el nombre de Sigmar! —gritó Félix—. No podéis exorcizarnos. Somos simples viajeros agotados de cansancio.

El hacha se clavó en la puerta, y a la vez se escuchó el sonido de la madera al henderse y algunas astillas salieron despedidas por el aire. Gotrek se volvió a mirar a Félix y le sonrió con expresión maligna, y éste vio los huecos de los dientes que le faltaban a su compañero.

—Esta puerta es de pésima calidad —comentó Gotrek.

—Os sugiero que abráis mientras aún tenéis puerta —gritó Félix.

—Esperad —dijo la voz temblorosa—. Jurgen, el carpintero, me cobró cinco coronas por la puerta.

Fue retirada la tranca de la puerta, y ésta se abrió. Entonces, apareció un hombre alto y delgado, cuyo rostro triste estaba enmarcado por blancos cabellos lacios. Con una mano asía una gruesa porra, y detrás de él había una mujer anciana que sujetaba un platillo sobre el que ardía una vela que goteaba cera.

—No va a necesitar el arma, señor. Sólo queremos una cama para pasar la noche —dijo Félix.

—Y cerveza —gruñó el enano.

—Y cerveza —asintió Félix.

—Montones de cerveza —añadió Gotrek, y Félix miró al anciano y se encogió de hombros con aire de impotencia.

En el interior de la posada, el comedor era de techo bajo, y la barra estaba hecha con tablones colocados sobre dos barriles. Desde un rincón, tres hombres armados, que tenían aspecto de buhoneros, los contemplaban con desconfianza. Cada uno había desenfundado una daga, y aunque las sombras les ocultaban el rostro, parecían preocupados.

El posadero hizo entrar a toda prisa a los recién llegados, y volvió a colocar la tranca en su sitio.

—¿Podéis pagar, herr doktor? —preguntó con nerviosismo, y Félix pudo ver cómo la nuez de Adán del hombre se movía.

—No soy profesor, sino poeta —explicó al mismo tiempo que sacaba su fina bolsa y contaba las pocas monedas de oro que le quedaban—; pero puedo pagar.

—Comida —dijo Gotrek—. Y cerveza.

Al oír eso, la anciana estalló en lágrimas, y Félix la miró fijamente.

—La vieja está alterada —observó Gotrek.

—Nuestro Gunter ha desaparecido, precisamente esta noche —respondió el anciano mientras asentía.

—Tráeme cerveza —ordenó Gotrek, y el posadero se marchó. Entonces, el enano se levantó y avanzó con pasos pesados hasta donde estaban sentados los buhoneros, que lo observaron con recelo.

—¿Alguno de vosotros sabe algo de un carruaje negro tirado por cuatro caballos negros? —les preguntó.

—¿Has visto el carruaje negro? —preguntó uno de los buhoneros, cuya voz traslucía miedo.

—¿Que si lo he visto? Esa maldita cosa casi me pasa por encima.

El hombre profirió un grito ahogado, y Félix oyó el ruido de un cucharón al caer contra el suelo. Luego, vio que el posadero se inclinaba para recogerlo y comenzaba a llenar de nuevo la jarra.

—En ese caso, eres afortunado —declaró el buhonero más gordo y de aspecto más próspero—. Algunos dicen que ese carruaje es conducido por demonios. He oído decir que cada año pasa por aquí en Geheimnisnacht. Hay quien asegura que lleva niños pequeñitos de Altdorf, que son sacrificados en el Círculo de Piedras Oscuras.

Gotrek lo miró con interés, y a Félix no le gustó el giro que estaban tomando las cosas.

—Es seguro que se trata sólo de una leyenda —dijo.

—No, señor —gritó el posadero—. Cada año oímos el estrépito que hace al pasar. Hace dos años, Gunter miró por la ventana y lo vio; era un carruaje negro como el que ustedes describen.

Ante la mención del nombre de Gunter, la anciana comenzó a llorar otra vez. El posadero les sirvió guisado y dos grandes jarras de cerveza.

—Trae también cerveza para mi compañero —dijo Gotrek, y el posadero se alejó en busca de otra jarra.

—¿Quién es Gunter? —le preguntó Félix cuando regresó, y se oyó otro lamento de la mujer.

—Más cerveza —pidió Gotrek, y el dueño de la posada contempló las dos jarras vacías con expresión atónita.

—Toma la mía —insistió Félix—. Dime, mein anfitrión, ¿quién es Gunter?

—¿Y por qué esa vieja aúlla en cuanto se menciona su nombre? —inquirió Gotrek mientras se limpiaba la boca con un brazo sucio de fango.

—Gunter es nuestro hijo. Esta tarde salió a cortar leña y no ha regresado.

—Gunter es un buen muchacho —intervino la anciana en tanto sorbía por la nariz—. ¿Cómo vamos a sobrevivir sin él?

—Tal vez, sencillamente, está perdido en el bosque…

—Imposible —negó el posadero—. Gunter conoce los bosques de los alrededores como yo los pelos de mis manos. Debería haber llegado a casa hace horas. Temo que lo haya apresado la Secta con la intención de sacrificarlo.

—Es igual que lo que sucedió con la hija de Lotte Hauptmann, Ingrid —comentó el buhonero gordo, y el posadero le lanzó una mirada de profundo desprecio.

—No quiero que se cuente ninguna historia sobre la prometida de nuestro hijo —respondió.

—Deja hablar al hombre —intervino Gotrek, y el buhonero le dedicó una mirada de agradecimiento.

—Lo mismo sucedió el año pasado en Hartzroch, al final del sendero. La esposa de Hauptmann fue a ver a su hija adolescente, Ingrid, justo después del ocaso, porque creyó haber oído golpes procedentes de la habitación de la muchacha. La hija había desaparecido. ¡Vaya usted a saber qué poderes de hechicería la arrebataron de su cama estando la casa cerrada con llave! Al día siguiente se dio la alarma, y encontramos a Ingrid. La hallamos cubierta de moretones y en un estado terrible. —Alzó la vista hacia ellos para asegurarse de que le prestaban atención.

—¿Le preguntasteis qué había sucedido? —quiso saber Félix.

—Sí, señor. Al parecer, se la habían llevado unos demonios, seres salvajes del bosque, hacia el Círculo de Piedras Oscuras. Allí aguardaba la Secta con las criaturas malignas de los bosques. Iban a sacrificarla en el altar, pero ella consiguió liberarse de sus captores e invocó el buen nombre del bendito Sigmar. Mientras ellos se tambaleaban, Ingrid huyó, y aunque la persiguieron no lograron darle alcance.

—Fue una suerte —comentó Félix con sequedad.

—No hay necesidad de mofarse, herr doktor. Fuimos hasta el Círculo de Piedras Oscuras y hallamos toda clase de rastros en la tierra removida, incluidas huellas de humanos, de bestias y de demonios de pezuña hendida, y un becerro destripado sobre el altar como un cerdo.

—¿Demonios de pezuña hendida? —preguntó Gotrek, y a Félix no le gustó la expresión de interés que había en sus ojos.

El buhonero asintió con la cabeza.

—Yo no me aventuraría hasta el Círculo de Piedras Oscuras esta noche —replicó— ni por todo el oro de Altdorf.

—Sería misión adecuada para un héroe —declaró Gotrek mientras le lanzaba una mirada significativa a Félix, que se sintió conmocionado.

—Sin duda, no querrás decir que…

—¿Qué mejor misión para un Matatrolls que enfrentarse a esos demonios en su noche sagrada? Sería una muerte magnífica.

—Sería una muerte estúpida —murmuró Félix.

—¿Qué has dicho?

—Nada.

—Me acompañarás, ¿no? —dijo Gotrek en tono amenazador mientras pasaba el pulgar por el filo del hacha, y Félix advirtió que el dedo volvía a sangrar.

—Un juramento es un juramento —replicó, al mismo tiempo que asentía con la cabeza.

El enano le dio una palmada tan fuerte en la espalda que Félix pensó que le había partido las costillas.

—A veces, humano, creo que tienes sangre de enano corriéndote por las venas, y no porque ningún miembro de la Antigua Raza fuera a rebajarse a semejante matrimonio mixto, por supuesto. —Regresó con pasos pesados junto a su cerveza.

—Por supuesto —replicó su compañero mientras le devolvía una mirada feroz.

* * * * *

Félix revolvió en su equipaje para sacar la cota de malla, y advirtió que el posadero, la esposa de éste y los buhoneros lo observaban pasmosamente. Gotrek se sentó cerca del fuego; a la vez que bebía cerveza, mascullaba algo en idioma enano.

—No irás a acompañarlo de verdad, ¿no? —susurró el buhonero gordo, y Félix asintió.

—¿Por qué?

—Me salvó la vida. Tengo una deuda con él. —Félix creyó que era mejor no mencionar las circunstancias en las que Gotrek lo había salvado.

—Saqué al humano de debajo de los cascos de la caballería del Emperador —gritó Gotrek, y Félix asintió con amargura.

«El Matatrolls tiene el oído de bestia salvaje, y también el cerebro», pensó para sí mientras continuaba sacando la cota de malla.

—Sí. El humano creyó que era algo inteligente presentar su caso ante el Emperador con peticiones y marchas de protesta. El viejo Karl Franz decidió responder, muy sensatamente, con cargas de caballería.

Los buhoneros comenzaban a retroceder.

—Un insurrecto —oyó Félix que decía quedamente uno de ellos, y sintió que se ruborizaba.

—Se trataba de otro impuesto cruel e injusto: una pieza de plata por cada ventana. Para empeorar las cosas, todos los ricos comerciantes tapiaron sus ventanas y la milicia de Altdorf salió a abrir agujeros en las casuchas de la gente pobre. Teníamos razón de quejarnos.

—Hay una recompensa por la captura de los insurrectos —comentó el buhonero—; una recompensa sustanciosa.

—Por supuesto —continuó Félix al mismo tiempo que fijaba su mirada en él—, la caballería imperial no era rival digno del hacha de mi compañero. ¡Qué carnicería! Había cabezas, piernas y brazos por todas partes. Acabó sobre una pila de cadáveres.

—Llamaron a los arqueros —intervino Gotrek—. Nos largamos por un callejón porque ser ensartados desde lejos habría sido una muerte indecorosa.

El buhonero gordo miró a sus compañeros, luego a Gotrek, después a Félix, y volvió a mirar a los primeros.

—Un hombre sensato se mantiene alejado de la política —le dijo al hombre que había hablado de la recompensa, e inmediatamente fijó los ojos en Félix—. Por supuesto, no pretendo ofenderte.

—No me ofendes —replicó Félix—. Tienes toda la razón del mundo.

—Insurrecto o no —dijo la anciana—, que Sigmar te bendiga si traes de vuelta a mi pequeño Gunter.

—No es pequeño, Lise —intervino el posadero—. Se trata de un hombre joven y robusto. Aun así, espero ver de vuelta a mi hijo. Soy viejo, y lo necesito para cortar la leña, herrar los caballos, levantar los barriles y…

—Me siento conmovido por tales preocupaciones paternales —lo interrumpió Félix a la vez que se encasquetaba la gorra de cuero.

Gotrek se levantó y lo miró. Luego se golpeó el pecho con una mano carnosa.

—Las armaduras son para las mujeres y los afeminados elfos —declaró.

—Tal vez sea mejor que yo la lleve, Gotrek. En definitiva: quiero regresar vivo para narrar tus hazañas… como he jurado hacer.

—Tienes algo de razón, humano. Pero recuerda que no es lo único que juraste hacer. —Se volvió a mirar al posadero—. ¿Cómo encontraremos el Círculo de Piedras Oscuras?

Félix sintió que se le secaba la boca, y luchó para evitar que le temblaran las manos.

—Hay un sendero que sale del camino. Os llevaré hasta el punto en que nace.

—Bien —replicó Gotrek—; se trata de una oportunidad demasiado buena para dejar que pase. Esta noche expiaré mis pecados y llegaré a los Salones de Hierro de mis antepasados si el Gran Grungni así lo quiere.

Hizo un signo peculiar sobre el pecho con la mano derecha cerrada.

—Vamos, humano, en marcha —decidió, y echó a andar hacia la puerta.

Félix cogió el zurrón y, al llegar a la entrada, la anciana lo detuvo y le puso algo en una mano.

—Por favor, señor —le dijo—. Toma esto. Es un amuleto de Sigmar. Mi pequeño Gunter lleva la pareja de éste.

«Y mucho bien que le ha hecho», casi respondió Félix, pero la expresión de la mujer hizo que se contuviera. En su rostro, había miedo, preocupación y, tal vez, esperanza, lo que lo conmovió.

—Haré todo lo posible, frau.

En el exterior, el cielo estaba brillantemente iluminado por la verdosa luz de la brujería de las lunas. Félix abrió la mano y vio que se trataba de un pequeño martillo de hierro que pendía de una cadena de finos eslabones. Se encogió de hombros y se la colgó del cuello; dado que Gotrek y el anciano avanzaban ya por la carretera, tuvo que correr un corto trecho para alcanzarlos.

* * * * *

—¿Qué crees tú que es esto, humano? —preguntó Gotrek al mismo tiempo que se inclinaba hacia el suelo. Ante ellos, el camino continuaba hacia Hartzroch y Bogenhafen. Félix se recostó en el poste leguario; se encontraban al borde del sendero, y confiaba en que el posadero hubiese regresado a casa sano y salvo.

—Huellas —dijo—, que se dirigen al norte.

—Muy bien, humano. Son huellas de carruaje y entran por el sendero que va al Círculo de Piedras Oscuras.

—¿El carruaje negro? —preguntó Félix.

—Eso espero. ¡Qué noche tan gloriosa! Es la respuesta a todas mis plegarias: una oportunidad para purgar mis culpas y vengarme de ese cerdo que estuvo a punto de aplastarme.

Gotrek profirió una alegre risa aguda, pero Félix pudo percibir que en él se había operado un cambio. Parecía tenso, como si sospechara que se avecinaba la hora de su muerte y que no se enfrentaría bien a ella. Estaba insólitamente hablador.

—¿Un carruaje? ¿Acaso la Secta está formada por nobles, humano? ¿Tu Imperio está muy corrompido?

Félix sacudió la cabeza.

—No lo sé. Podría tener a un noble por líder. Es probable que los miembros sean gentes de la localidad. Dicen que la corrupción de Caos está muy arraigada en estos lugares apartados.

Gotrek sacudió la cabeza y, por primera vez desde que lo conocía, pareció consternado.

—La locura de tu pueblo me da ganas de llorar, humano. Que seáis tan corruptos que vuestros gobernantes puedan venderse a los Poderes Siniestros, es algo terrible.

—No todos los hombres son así —le contestó Félix, enfadado—. Es cierto que algunos buscan el poder fácil o los placeres de la carne, pero son pocos. La mayoría de la gente conserva la fe. De todas formas, la Antigua Raza no es demasiado pura. He oído hablar de ejércitos enteros de enanos dedicados a los Poderes Malignos.

Gotrek profirió por lo bajo un furibundo gruñido y escupió al suelo, y Félix aferró con más fuerza el puño de la espada mientras se preguntaba si no se habría excedido con el Matatrolls.

—Tienes razón —respondió Gotrek con voz suave y fría—. Nosotros no hablamos con ligereza de esas cosas. Hemos jurado la guerra eterna contra las abominaciones de las que hablas y contra sus amos oscuros.

—Al igual que mi pueblo. Tenemos nuestros cazadores de brujas y nuestras leyes.

—Tu pueblo no lo entiende —afirmó Gotrek sacudiendo la cabeza—. Es una gente blanda y decadente, que vive alejada de la guerra. No comprenden las cosas terribles que roen las raíces del mundo y pretenden minarnos a todos. ¿Cazadores de brujas? ¡Ja! —Volvió a escupir al suelo—. ¡Leyes! Sólo existe una manera de enfrentarse con la amenaza de Caos —concluyó mientras blandía el hacha de modo significativo.

* * * * *

Avanzaban con paso cansado por el bosque. En lo alto, las lunas brillaban con luz febril; Morrslieb se había vuelto aún más brillante y en ese momento su resplandor verdoso manchaba el cielo. Había caído una fina niebla, y el terreno por el que avanzaban era inhóspito y salvaje. De la turba surgían rocas como la erupción de una peste que se abriera en la piel del mundo.

En ocasiones, Félix creía oír el batir de unas enormes alas sobre ellos, pero cuando alzaba los ojos sólo veía el resplandor del cielo. La niebla se extendía y distorsionaba el entorno de cal modo que daba la impresión de que ambos caminaban por el fondo de un mar infernal.

«Este lugar produce malas sensaciones», pensó Félix. El aire tenia un sabor nauseabundo, y el pelo de la nuca estaba constantemente erizado. Una vez, cuando era niño, en Altdorf, en casa de su padre, se había sentado a contemplar cómo el cielo se ennegrecía con nubes amenazadoras. Luego había llegado la tormenta más monstruosa de la que se tenía memoria. Entonces experimentaba la misma sensación expectante, y sabía que cerca de allí estaban reuniéndose fuerzas poderosas. Se sintió como un insecto que se arrastrara por el cuerpo de un gigante que en cualquier momento podía despertarse y aplastarlo.

Incluso parecía que Gotrek también se sentía oprimido, pues guardaba silencio y no mascullaba para sí como solía hacerlo. De vez en cuando se detenía y le hacía un gesto a Félix para que no hiciera ruido; a continuación, olfateaba el aire. Félix podía ver cómo el cuerpo de su compañero se tensaba como si cada uno de sus nervios se esforzara por captar el más leve rastro de algo, y luego volvían a ponerse en movimiento.

Todos los músculos de Félix estaban agarrotados a causa de la tensión, y se arrepentía de haber acompañado a Gotrek. «Sin duda, mi obligación en relación con el enano no incluye que deba enfrentarme a una muerte segura. Tal vez pueda escabullirme en la niebla».

Apretó los dientes. Se preciaba de ser un hombre honorable, y la deuda que tenía con el enano era algo real porque éste había arriesgado su propia vida para salvarlo. Era cierto que en aquel entonces él no sabía que Gotrek buscaba la muerte, que la cortejaba como un hombre corteja a una dama deseable, pero a pesar de eso se veía obligado por el juramento.

Recordó la velada de alborotadora borrachera en las tabernas del Laberinto; aquella noche se juraron hermandad de sangre mediante el curioso rito enano, y él se comprometió a ayudar a Gotrek en su empresa.

Gotrek deseaba que su nombre y sus hazañas fuesen recordados. Cuando el enano descubrió que Félix era poeta, le pidió que lo acompañara. En aquel momento, bajo los efectos de la alcohólica calidez de la camaradería, le pareció una idea estupenda. El destino del Matatrolls se le presentaba como un tema excelente para un poema épico, y ese poema lo haría famoso como autor.

«¡Cómo podía imaginarme —pensó Félix— que me conduciría a esto: a cazar monstruos en Geheimnisnacht!». Sonrió con ironía. Resultaba fácil cantar valientes hazañas en las tabernas y salas de juego, donde el horror era conjurado por las palabras de hábiles artífices. Ahí fuera, sin embargo, todo cambiaba. Sentía que los intestinos se le aflojaban de miedo, y la atmósfera opresiva hacía que le entraran ganas de salir corriendo y gritando.

«A pesar de todo —intentó consolarse—, esto es material adecuado para un poema si sobrevivo para escribirlo».

* * * * *

El bosque se hizo más profundo y enmarañado. Los árboles parecían seres contorsionados y pavorosos, y Félix tuvo la sensación de que lo observaban. Aunque intentó apartar de sí el pensamiento diciéndose que todo eran fantasías suyas, la niebla y la fantasmagórica luz de las lunas no hacían más que estimular su imaginación. Tenía la impresión de que cada zona en sombras albergaba un monstruo.

Félix bajó la mirada hacia el enano, y vio en el rostro de éste una mezcla de expectación y miedo. Había creído que era inmune al terror, pero entonces se daba cuenta de que no era así, sino que una voluntad feroz arrastraba a Gotrek hacia la muerte. Al sentir que su propio fin podía estar cerca, Félix se atrevió a formular una pregunta que desde hacía mucho tiempo deseaba hacer.

Herr Matatrolls, ¿qué hiciste que ahora tienes que expiar? ¿Qué crímenes te impulsan a castigarte de este modo?

Gotrek alzó los ojos hasta él, y luego apartó la mirada para dirigirla hacia las profundidades de la noche. Durante el movimiento, los gruesos músculos de su cuello ondularon como serpientes.

—Si otro hombre me hubiese formulado esa misma pregunta, lo habría matado. Te disculpo a causa de tu juventud e ignorancia, y por el rito de amistad al que nos hemos sometido; si te matara, me convertiría en el asesino de un pariente. Ese crimen por el que me preguntas es un crimen terrible. Nosotros no hablamos de ello.

Hasta ese momento, Félix no había sido consciente de lo unido que estaba a él el enano. Gotrek posó la vista sobre el poeta como si aguardara una respuesta.

—Lo comprendo —le dijo.

—¿Lo comprendes, humano? ¿De verdad lo comprendes? —La voz del Matatrolls era tan áspera como las piedras al partirse.

Félix le sonrió con tristeza, pues de pronto atisbó el abismo que separaba a los hombres de los enanos. Él jamás entendería los extraños tabúes de ellos; su obsesión por los juramentos, el orden y el orgullo. No podía comprender qué impulsaba al Matatrolls a ejecutar una sentencia de muerte autoimpuesta.

—Los de tu pueblo sois demasiado duros con vosotros mismos —dijo.

—Y los del tuyo, demasiado blandos —replicó el Matatrolls.

Guardaron silencio, y ambos se vieron sobresaltados por una risa queda, demente. Félix se volvió a la vez que desenvainaba la espada a toda velocidad para colocarse en guardia. Gotrek alzó el hacha.

Algo salió de la niebla arrastrando los pies. Félix pensó que en otra época esa figura había sido un hombre. La silueta aún se correspondía con la de un humano, pero parecía, por el resultado, que un dios loco hubiese sujetado a la criatura cerca de un fuego demoníaco para que la carne se derritiera y así modelarla con una nueva forma repugnante.

—Esta noche vamos a bailar —dijo, con una voz aguda que no contenía ni una pizca de cordura—. Vamos a bailar y a tocarnos.

Con suavidad, tendió una mano hacia Félix y le rozó un brazo. El hermano retrocedió con horror cuando aquellos dedos parecidos a un racimo de gusanos se alzaron hacia su rostro.

—Esta noche, donde las piedras, bailaremos, nos tocaremos y nos frotaremos. —Hizo ademán de ir a abrazar a Félix al mismo tiempo que su sonrisa dejaba ver unos dientes puntiagudos. El poeta permaneció quieto y en silencio; se sentía como un espectador, distanciado de lo que sucedía.

Luego retrocedió y apoyó la punta de la espada contra el pecho de aquella cosa.

—No te acerques más —le advirtió.

La figura sonrió, y su boca pareció hacerse más grande, con lo que aún dejó a la vista más dientecillos puntiagudos. Los labios se retiraron hasta que la mitad inferior del rostro pareció completamente constituida por brillantes encías mojadas, y la mandíbula inferior descendió todavía más que la de una serpiente. Entonces, se apoyó sobre la espada y en su pecho relucieron perlas de sangre; después profirió una risa gorgoteante y estúpida.

—Bailar, y tocarse, y frotarse, y comer —dijo, y con inhumana celeridad se retorció para esquivar la espada y saltó hacia Félix.

Aunque el movimiento resultó muy veloz, el Matatrolls lo fue aún más, y en medio del salto el hacha alcanzó el cuello de aquella cosa. La cabeza se alejó rodando hacia el interior de la noche, y una fuente roja comenzó a manar del cuello cercenado.

«Esto no está sucediendo», pensó Félix.

—¿Qué era eso? ¿Un demonio? —quiso saber Gotrek, y Félix percibió una gran emoción en su voz.

—Creo que alguna vez fue un hombre —replicó—, uno de los corrompidos por la Marca de Caos. Los abandonan en cuanto nacen.

—Ése hablaba tu idioma.

—En ocasiones, la corrupción no se manifiesta hasta que son mayores. La familia piensa que están enfermos y los protege, hasta que se marchan al bosque y desaparecen.

—¿Los familiares protegen abominaciones semejantes?

—A veces, sucede. Nosotros no hablamos del asunto. Resulta difícil volverle la espalda a las personas que quieres, aun cuando hayan cambiado.

El enano fijó en él una mirada incrédula, y luego sacudió la cabeza.

—Demasiado blandos —sentenció—; demasiado blandos.

* * * * *

El aire estaba en calma. De vez en cuando, Félix creía percibir presencias que se agitaban entre los árboles circundantes y, nervioso se quedaba quieto, intentando penetrar con los ojos la niebla que lo rodeaba en busca de sombras en movimiento. El encuentro con el corrupto le había hecho comprender plenamente lo peligrosa que era la situación, y sentía dentro de sí un enorme miedo y un tremendo enojo.

Una parte del enojo estaba dirigida contra sí mismo por tener miedo. Se sentía mareado y avergonzado, y decidió que, con independencia de lo que sucediera, no iba a repetir el error de quedarse quieto como una oveja para que lo mataran.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gotrek, y Félix lo miró—. ¿No lo oyes, humano? ¡Escucha! ¡Es como un cántico! —Félix se esforzó por captar el sonido, pero no oyó nada—. Ya estamos cerca, muy cerca.

Continuaron avanzando en silencio y, a medida que se movían entre la niebla, Gotrek se volvió aún más cauteloso; abandonó el sendero y aprovechó las hierbas altas para avanzar a cubierto. Y Félix lo siguió.

Entonces pudo oír los cánticos, que parecían proceder de una veintena de gargantas. Algunas voces eran humanas; otras, roncas y bestiales. Había voces femeninas y voces masculinas mezcladas con el lento batir de tambores, el estrépito de címbalos y las notas discordantes de flautas.

Félix pudo distinguir una sola palabra porque era repetida una y otra vez: Slaanesh.

Se estremeció. Slaanesh era el Señor Oscuro de placeres indecibles. Ese nombre evocaba las peores profundidades de la depravación y era susurrado een los tugurios de la droga y en las casas de vicio de Altdorf por gentes que de tan hastiadas buscaban placeres que estaban más allá de la comprensión humana. Se trataba de un nombre asociado a la corrupción, los excesos y el oscuro vientre de la sociedad imperial. Para los seguidores de Slaanesh, no existía ningún estímulo demasiado grotesco, ningún placer que estuviese prohibido.

—La niebla nos oculta —le susurró Félix al Matatrolls.

—¡Silencio! Mantente callado. Debemos acercarnos más.

Continuaron arrastrándose con lentitud: la alta hierba mojada frotaba el cuerpo de Félix, y al poco rato se le habían humedecido las ropas. Ante sí podía ver hogueras que servían de guía en medio de la oscuridad. El aroma de la madera que ardía y del incienso empalagosamente dulce colmaba el aire. Volvió la cabeza para mirar a su espalda con la esperanza de que ningún rezagado fuese a tropezar con ellos, pues se sentía absurdamente desprotegido.

Avanzaron centímetro a centímetro. Gotrek arrastraba el hacha de guerra tras de sí. Félix iba tan cerca de su compañero que un dedo rozó la afilada hoja; se hizo un corte y tuvo que contenerse para no gritar.

Cuando llegaron al borde de la extensión de hierba, vieron un rústico círculo compuesto por seis piedras de forma obscena; en medio había un monolito. Las piedras brillaban con la tonalidad verde de algún hongo luminoso. Sobre cada una de ellas había un brasero que despedía nubes de humo. Los rayos de la pálida luz lunar verdosa iluminaban una escena infernal.

Dentro del círculo danzaban seis humanos enmascarados. Vestían largas capas echadas hacia atrás por encima de un hombro; a la vista quedaban los cuerpos desnudos, tanto femeninos como masculinos. En los dedos de una mano, los celebrantes llevaban címbalos que hacían entrechocar; la otra mano sujetaba una rama de abedul con la que azotaban al danzarín que tenían delante.

¡Ygrak tu amat Slaanesh! —gritaban.

Félix vio que algunos cuerpos presentaban cardenales, pero no parecía que los bailarines sintieran ningún dolor, tal vez a causa del efecto narcótico del incienso.

Contorneando el círculo, podían distinguirse, echadas, siluetas horrorosas. El tamborilero, un hombre enorme, tenía la cabeza de ciervo y las pezuñas hendidas, y cerca de él estaba sentado un flautista con cabeza de perro y dedos en forma de ventosa. Un numeroso grupo de hombres y mujeres corruptos se retorcía en el suelo, cerca de ellos.

Algunos cuerpos estaban sutilmente distorsionados: hombres altos con cabezas delgadas y muy pequeñas; mujeres bajas y gordas con tres ojos y tres pechos. Otras figuras resultaban difícilmente reconocibles como seres que habían sido humanos. Había hombres serpiente cubiertos de escamas, bestias peludas con cabeza de lobo y cosas que eran todo dientes, boca y otros orificios. Félix apenas podía respirar mientras contemplaba el espectáculo con miedo creciente.

El ritmo de los tambores se aceleró, el rítmico cántico aumentó su tempo y las notas de la flauta se hicieron aún más sonoras y discordantes. Los danzarines, presos de un mayor frenesí según avanzaba el tiempo, se azotaban, a sí mismos y a sus compañeros, cada vez con más ahínco, hasta que las heridas sangrantes fueron bien visibles. Luego, se oyó un repique de címbalos, y todo quedó en silencio.

Félix pensó que los habían descubierto, pero permaneció inmóvil. El humo del incienso que le llenaba las fosas nasales parecía amplificar sus sentidos, y se sintió aún más distante y desconectado de la realidad. Entonces, lo acometió un agudo, punzante dolor en un flanco, y se sobresaltó al comprender que Gotrek le había propinado un codazo en las costillas; le señalaba algo que se encontraba más allá del círculo de piedras.

Se esforzó para ver qué era aquello que asomaba entre la niebla, y finalmente comprendió que se trataba del carruaje negro. Gracias al repentino, asombroso silencio, pudo oír que se abría una de las puertas, y contuvo la respiración mientras aguardaba para ver qué salía del interior.

Una silueta empezó a tomar forma en la niebla. Era alta, iba enmascarada y estaba cubierta por una capa de varias telas superpuestas de numerosos colores pastel. Se movía con serena autoridad y llevaba en los brazos un bulto envuelto en brocado. Félix miró a Gotrek, pero vio que éste contemplaba la escena que se desarrollaba ante ellos con intensidad, y se preguntó si habría perdido el valor en el último momento. El recién llegado avanzó hacia el interior del círculo de piedra.

¡Amak tu amat Slaanesh! —gritó al mismo tiempo que alzaba en alto el bulto. Se trataba de un niño, aunque Félix no logró determinar si estaba vivo o muerto.

¡Ygrak tu amat Slaanesh! ¡Tzarkol taen amat Slaanesh! —respondieron los presentes embargados por el éxtasis.

El hombre embozado recorrió con la vista los rostros circundantes, y Félix tuvo la sensación de que lo miraba directamente a él con sus pardos ojos serenos. Se preguntó si el maestro de la Secta ya sabía que se encontraban allí y estaba jugando con ellos.

¡Amak tu Slaanesh! —gritó el hombre con voz nítida.

¡Amak klessa! ¡Amat Slaanesh! —respondieron los demás. Era evidente que acababa de comenzar un ritual maligno. El maestro de la Secta avanzó hacia el altar con lentos pasos ceremoniosos. Félix sintió que se le secaba la boca, y se lamió los labios. Gotrek observaba los acontecimientos como si estuviera hipnotizado.

El niño fue depositado sobre el altar a la vez que sonaba un atronador tamborileo de acompañamiento. Los seis bailarines se encontraban de pie, cada uno junto a una columna, a la que rodeaba con las piernas abiertas y la abrazaba de modo sugerente. Mientras el ritual progresaba, ellos se frotaban contra las columnas con lentos movimientos sinuosos.

El maestro extrajo un cuchillo de hoja curva de sus vestiduras y el poeta se preguntó si el enano iba a hacer algo, ya que el apenas podía soportar la visión de aquella escena.

Con lentitud, el oficiante alzó el cuchillo muy por encima de su cabeza. Félix se obligó a mirar. Una presencia ominosa se cernía entonces sobre la escena; parecía que la niebla y el humo del incienso se habían condensado hasta solidificarse, y dentro de esa nube creyó distinguir una silueta grotesca, que se retorcía y comenzaba a tomar forma. El poeta no pudo soportar la tensión por más tiempo.

—¡No! —gritó.

Él y el Matatrolls abandonaron las altas hierbas y marcharon hombro con hombro hacia el círculo de piedras. Al principio, el oficiante pareció no darse cuenta de su presencia, pero finalmente cesó el tamborileo, los cánticos se apagaron y el maestro se volvió para echarles una mirada atónita.

Durante un momento, todos los miraron con fijeza. Nadie parecía comprender qué sucedía, pero luego el maestro los señaló con el cuchillo.

—¡Matad a los intrusos! —gritó.

Los celebrantes avanzaron como una ola. Félix sintió que algo le tiraba de una pierna, y luego le acometió un agudo dolor. Al mirar hacia abajo, vio una criatura, medio mujer y medio serpiente, que le mordía un tobillo. Lanzó una patada al aire para que el ser soltara la pierna y le clavó la espada; ésta al chocar contra un hueso, se estremeció y sacudió el brazo de Félix.

Echó a correr, entonces, para unirse a Gotrek, que estaba abriéndose camino a hachazos hacia el altar. La poderosa hacha de doble filo se alzaba y caía de modo rítmico, y dejaba tras de sí una senda de restos sanguinolentos. Los celebrantes, drogados y lentos de reacción, no manifestaban ningún miedo. Hombres y mujeres, corruptos e incorruptos, se lanzaban contra los intrusos sin pensar siquiera en su propia vida.

Félix asestó tajos y estocadas a cualquiera que se acercó. Clavó la espada por debajo de las costillas y atravesó el corazón de un hombre con rostro de perro que saltó hacia él. Cuando intentaba liberar la hoja del cuerpo del atacante, una mujer con garras y un hombre con la piel cubierta de mucosidad saltaron sobre él, y el peso de ambos lo derribó y dejó sin aliento.

Sintió que las garras de la mujer le arañaban la cara en el momento en que él, apoyando un pie en el estómago de ella, se la quitaba de encima. Mientras la sangre de los arañazos le caía en los ojos, vio que el hombre, que había sufrido una fea caída, saltaba para cogerlo por la garganta. Con la mano izquierda buscó a tientas la daga, en tanto con la derecha aferraba el cuello del enemigo, que se retorcía para zafarse. Resultaba difícil de sujetar a causa de la capa de mucosidad que lo cubría pero sus manos, en cambio, se cerraban de modo inexorable sobre el cuello de Félix, al mismo tiempo que la criatura se frotaba contra él y jadeaba de placer.

Las tinieblas amenazaban con vencer al poeta, ante cuyos ojos resplandecían pequeños puntos plateados. Sintió el abrumador impulso de relajarse y caer en la oscuridad mientras, desde algún sitio lejano, le llegaba el aullante grito de guerra de Gotrek. Por pura fuerza de voluntad, logró desenvainar la daga y la clavó en las costillas de su atacante. La criatura se puso tensa, abrió la boca en una sonrisa que dejó a la vista hileras de dientes como los de las anguilas, y profirió un gemido de placer, incluso en el momento de morir.

—¡Slaanesh, llévame! —chilló el hombre—. ¡Ah, el dolor, el adorable dolor!

Félix se puso de pie justo en el momento en que también la mujer con garras lograba levantarse. Le lanzó un puntapié que le acertó en la mandíbula, y se oyó un crujido cuando ella cayó hacia atrás. Félix sacudió la cabeza para quitarse la sangre de los ojos.

La mayor parte de los celebrantes se había concentrado en Gotrek, lo que, sin duda, había salvado la vida de Félix. El enano intentaba abrirse paso hasta el corazón del círculo de piedras, pero su avance se veía entorpecido por la presión que ejercían los cuerpos de los enemigos contra el suyo. Félix pudo ver que sangraba por una docena de pequeñas heridas.

La feroz energía del enano era algo terrible de contemplar. Echaba espuma por la boca y despotricaba mientras asestaba hachazos y lanzaba extremidades y cabezas volando hacia todas partes. Estaba cubierto por una repugnante capa de sangre, pero, a pesar de esa absoluta ferocidad, Félix se dio cuenta de que la lucha se decantaba contra Gotrek. Entretanto observaba, un celebrante embozado en una capa le asestó un golpe con una porra, y el enano cayó bajo una oleada de cuerpos.

«Así que ha encontrado su muerte —pensó Félix—; justo como él deseaba».

Libre de la refriega, el maestro había recobrado la compostura. Comenzó a entonar el cántico una vez más, alzó la daga en el aire, y la figura que había empezado a formarse en la niebla pareció volverse más tangible.

Félix tuvo la premonición de que, si llegaba a adquirir plena solidez, estarían condenados; pero no podía abrirse paso a través de los cuerpos que rodeaban al Matatrolls. Durante un momento, observó cómo la hoja curva del cuchillo reflejaba la luz de Morrslieb. Y, entonces, echó hacia atrás su propia daga.

—¡Que Sigmar guíe mi mano! —imploró al mismo tiempo que la lanzaba.

El arma voló directa y certeramente hacia la garganta del maestro; se clavó por debajo de la máscara, donde la carne quedaba al descubierto. Con un grito gorgoteante, el maestro cayó de espaldas.

Un largo gemido de frustración colmó el aire, y la niebla pareció evaporarse; con ella, se desvaneció la silueta que contenía. Como si fueran uno solo, los celebrantes alzaron la mirada, conmocionados, y se volvieron para mirar a Félix, que se encontró enfrentado con docenas de ojos hostiles. Se quedó inmóvil y muy, muy asustado, en medio de un silencio mortal.

Se oyó un rugido imponente cuando Gotrek surgió de la pila de cuerpos, asestando golpes a diestro y siniestro con sus puños como jamones. Bajó una mano y, de alguna parte, recuperó el hacha; desplazó las manos hacia la mitad del mango y lo utilizó para golpear a quienes lo rodeaban. Félix recogió su espada del suelo y corrió para reunirse con su compañero, y ambos lucharon para abrirse paso entre la multitud hasta quedar espalda con espalda.

Los celebrantes, invadidos por el miedo ante la pérdida de su líder, huyeron hacia la noche y la niebla, y pronto Gotrek y el poeta se encontraron a solas bajo las sombras del Círculo de Piedras Oscuras.

El enano le dedicó a Félix una mirada funesta; tenía la cresta de pelo cubierta de sangre coagulada. En aquella luz fantasmal, mostraba un aspecto demoníaco.

—Se me ha despojado de una muerte grandiosa, humano.

Alzó el hacha con gesto amenazador, y Félix se preguntó si aún estaría poseído por el frenesí de la lucha y se disponía a derribarlo a pesar del juramento que los unía. El enano comenzó a avanzar hacia él, y luego le dedicó una ancha sonrisa.

—Da la impresión de que los dioses me reservan una muerte aún más grandiosa.

Clavó el mango del hacha en la tierra, y empezó a reír, hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Una vez agotadas las carcajadas, se volvió hacia el altar y recogió al niño.

—Está vivo —dijo.

Félix inspeccionó los cuerpos de los celebrantes ataviados con capas. El primero era una muchacha rubia cubierta de cardenales; el segundo, un hombre joven que tenía un amuleto en forma de martillo que pendía casi burlonamente de su cuello.

—Creo que será mejor no regresar a la posada —comentó.

* * * * *

Una leyenda local cuenta que un niño pequeño fue hallado en los escalones del templo de Shallya, en Hartzroch. Estaba envuelto en una capa ensangrentada de lana de Sudenland. Junto a él, había una bolsa llena de oro y, en torno a su cuello, un amuleto de acero en forma de martillo. La sacerdotisa juró haber visto un carruaje negro que se alejaba a toda prisa bajo la luz del alba.

Los habitantes de Hartzroch refieren otra historia mucho más tétrica en relación con los asesinatos de Ingrid Hauptmann y Gunter, hijo del posadero; al parecer, fueron víctimas de un horrible sacrificio en homenaje a los Poderes Siniestros. Los guardias de caminos que encontraron los cadáveres junto al Círculo de Piedras Oscuras coinciden en que tuvo que ser un rito espantoso. Los cuerpos habían sido rebanados por un hacha blandida por un demonio.