Capítulo XLVI

PLATÓN

Mientras Alejandro se ilusionaba en conquistar el mundo en nombre de la civilización griega, esta civilización difundía sus últimos fulgores. La literatura languidecía, transformada ya en un mal subproducto: la oratoria, exclusiva de los varios Demóstenes, Esquines, etc. La tragedia había muerto y en su lugar iba tirando una comedia burguesa, hilvanada con mediocres motivos de adulterio y de vida cara. La Escultura producía aún obras maestras con Praxíteles, Escopas y Lisipo. La ciencia, más que a nuevos experimentos y descubrimientos, se dedicaba a la clasificación escolástica de lo ya realizado. Pero la Filosofía alcanzaba precisamente entonces su cénit.

Era la herencia de Sócrates, en cuya escuela había nacido un poco de todo. Entre sus continuadores tal vez el más superficial, pero asimismo el más pintoresco, fue Arístipo, elegante estafador e infatigable trotamundos. El hedonismo fue para él no tan solo una teoría, sino también una práctica de vida. Todo lo que hacemos, decía, lo hacemos solo para procurarnos placer, aun cuando inmolamos la vida por un dios o un amigo. Nuestra llamada «sapiencia» nos engaña.

Los únicos que nos dicen la verdad son los sentidos, y la filosofía solo sirve para afinarlos.

Arístipo era un guapo hombre de modales exquisitos y de conversación fascinante, que jamás tuvo necesidad de trabajar para vivir. Una vez, náufrago en aguas de Rodas, hechizó totalmente a sus salvadores, quienes, después de alimentarle y vestirle, hasta le abrieron una escuela a sus expensas. «¿Veis, muchachos? —dijo Arístipo en su exordio—. Vuestros progenitores deberían proveeros solamente de aquello que se puede salvar hasta en un naufragio». Cuando estaba sin blanca, se iba de huésped a casa de Jenofonte, en Escila, o bien a Corinto, en la de la célebre hetaira Laide, que despojaba a sus clientes, y que a Demóstenes, por una noche de amor, le había pedido cinco millones, pero que tenía una debilidad por Arístipo y le recibía gratis en casa. Había estado también en Siracusa con Dionisio que una vez le escupió en la cara. «Bah —dijo Arístipo, enjugándosela—, un pescador ha de mojarse más para capturar un pez más pequeño que un rey». El tirano le obligaba a que le besara los pies. Arístipo se excusaba de ello ante los amigos diciendo: «No es culpa mía si los pies son la parte más noble de su cuerpo». No tenía nunca dinero, pero todos le querían por la generosidad con que gastaba el de los demás. Y murió diciendo que lo dejaba todo a la virtud, pero aludía solamente a su hija que se llamaba precisamente así («Arete») y que tradujo en cuarenta libros la amable filosofía de su padre mereciendo el título de «Luz de la Hélade».

Otro curioso maestro era Diógenes, jefe de escuela de los cínicos, llamada así por Cinosarge donde tenían su gimnasio. Lo había fundado Antístenes, alumno de Sócrates, que una vez, mirándole, le dijo: «A través de los agujeros de tu vestido, Antístenes, veo tu vanidad». Era verdad. Antístenes compensaba con la humildad su orgullo, que era inmenso. También él, originario de siervos, había instituido aquella escuela para los pobres, y de buenas a primeras rechazó la inscripción a Diógenes porque era banquero, aunque en quiebra. Decidióse a acogerle solo cuando vio que dormía en el suelo en compañía de mendigos y que andaba por las calles pidiendo limosna también.

Diógenes fue acaso el que más escarbó según predicaba. Habiendo afirmado que el hombre no es más que un animal, hacía, como los animales, sus necesidades en público, negaba obediencia a las leyes y no se reconoció ciudadano de ninguna patria. Fue el primero en usar, para sí, el término cosmopolita. En uno de sus muchos viajes, los piratas le capturaron y le revendieron como esclavo a un tal Xeníades de Corinto, quien le preguntó qué sabía hacer. «Gobernar a los hombres», contestó Diógenes. Xeníades le confió sus propios hijos y después, poco a poco, hasta sus propios negocios. Le llamaba «el genio bueno de mi casa».

También en Diógenes, como en Antístenes y en todos los demás que profesaban la humildad, había una infinita ambición. Le importaba mucho su dilatada fama de dialéctico ingenioso y mordaz. Una vez, al ver a una mujer prosternada ante una imagen sagrada: «Cuidado —le dijo—, con tantos dioses en circulación, puede haber también uno detrás al que estés enseñando las posaderas». El gran rey y el pobre filósofo murieron, según algunos, el mismo día. El primero tenía treinta y un años, el segundo noventa.

Platón conoció a Antístenes y quedó un poco contagiado por la filosofía cínica, como se manifestaba en su República, donde anhela un estado comunista fundado sobre las leyes de la Naturaleza. Mas era un pensador demasiado grande y profundo para pararse ahí. Procedía de una noble y antigua familia que hacía remontar sus orígenes en el cielo al dios del mar Poseidón, y en la tierra a Solón. Su madre era hermana de Cármides y sobrina de Critias, el jefe de la oposición aristocrática y del Gobierno reaccionario de los Treinta. Su verdadero nombre era Arístocles, que significaba «excelente y renombrado».

Más tarde le llamaron Platón, o sea «ancho», debido a sus fuertes espaldas y atlética corpulencia. Era, en efecto, un gran deportista y un supercondecorado de guerra. Pero hacia los veinte años encontró a Sócrates y en su escuela se convirtió en un intelectual puro.

Fue acaso el más diligente alumno del Maestro, a quien amó apasionadamente, como estaba, por lo demás, en su naturaleza. Por razones de familia se halló complicado en los grandes acontecimientos que se produjeron a la muerte de Pericles: el terror oligárquico de Critias y de Cármides, su fin, la restauración democrática, el proceso y la condena de Sócrates.

Todo esto le afectó y le hizo expatriarse. Refugióse primeramente en Megara en casa de Euclides, luego en Cirene y finalmente en Egipto, donde buscó el sosiego y el olvido en las Matemáticas y la Teología. Volvió a Atenas en 395, pero de nuevo huyó para ir a estudiar la Filosofía pitagórica en Tarento, donde conoció a Dion, quien le invitó a Siracusa y le presentó a Dionisio I. El tirano, que alimentaba un complejo de inferioridad hacia los intelectuales y no alcanzaba a quererles más que a cambio de mortificarles, creyó poderles tratar como a Arístipo y un día le dijo: «Hablas como un estúpido». «Y tú como un prepotente», respondió Platón. Dionisio le hizo detener y le vendió como esclavo.

Fue un tal Aníceres de Cirene quien desembolsó las tres mil dracmas para su rescate, rehusando después hacérselas restituir por los amigos de Platón que, entretanto, las habían reunido ya. Así, con aquel capital, fue fundada la Academia[8], que no fue la primera Universidad de Europa, como alguien ha dicho. Había existido ya la de Pitágoras en Crotona y la de Isócrates en Atenas. Pero fue ciertamente un gran paso adelante en la organización escolástica moderna.

Los libelistas de la época hablan de ella como hoy se habla de Eton, o sea como de la incubadora de muchos esnobismos y sofisticaciones. Los alumnos vestían elegantes capas y tenían un modo muy peculiar de accionar, de hablar y de llevar el bastoncillo. No pagaban matrícula. Pero dado que eran seleccionados únicamente entre las familias más conspicuas (Platón era un franco negador de la democracia) existía entre ellos la costumbre de entregar espléndidos donativos.

En el frontón de la puerta estaba escrito: Medeis ageometretos eisito, que era como decir: «Demostrad vuestros conocimientos geométricos al ingresar». Debía de ser un recuerdo pitagórico. La Geometría tenía, en efecto, gran parte en la enseñanza, junto con las Matemáticas, las Leyes, la Música y la Ética. Platón era secundado por ayudantes que enseñaban con diversos métodos: conferencias, diálogos, debates públicos. Las mujeres también eran admitidas: Platón era un feminista encarnizado. Y los temas eran, por ejemplo: «Buscad las reglas que regulan el movimiento, en apariencia desordenado, de los planetas, confrontándolas con las que gobiernan las acciones de los hombres».

Uno de los grandes subvencionadores de la Academia fue Dionisio II quien, apenas ocupó el puesto de su padre, mandó ochenta talentos, algo así como trescientos millones de liras, tal vez por sugerencia de Dion. Lo que contribuye a explicarnos la gran pasión que con aquel caprichoso soberano tuvo Platón, cuando fue invitado por él en Siracusa. El filósofo debía de ser un hombre valeroso, para volver a la ciudad y a casa del hijo de aquel que les había hecho correr la ruin aventura de ser vendido como esclavo. Mas también le espoleó la esperanza de realizar allí aquella república ideal de la igualdad, en la que creía férreamente. Presuponía un Gobierno autoritario en manos de un rey-filósofo. Dionisio II no era filósofo, pero era rey, y Platón esperaba, con la ayuda de Dion, hacer de él su instrumento para la instauración de un Estado al modo de Esparta, de una ascética moralidad.

Acabó como se ha dicho ya. Intimidado por aquel maestro célebre y animado por una fe mesiánica, Dionisio se puso animosamente a estudiar. Luego se cansó de la Filosofía, prestó oídos a Filisto y alejó a Dion. Platón protestó, y dado que Dionisio se mantuvo firme pese a confirmarle su confiado y reverente afecto, presentó la dimisión de la academia que fundara también en Siracusa, y se reunió con el amigo refugiado en Atenas.

No se movió de ella sino raramente. Y parece ser que tuvo una vejez bastante feliz, o al menos sosegada. La escuela le absorbía completamente. Cuando no enseñaba, llevaba de paseo a sus alumnos en pequeños grupos para seguir ejercitándoles en el arte de argumentar. Platón era un hombre cándido, sin mal humor ni engreimiento. Al contrario, irradiaba un gran calor de simpatía humana; además de exponer elevadas ideas sabía contar los más divertidos chistes y, como todos los hombres profundamente serios, tenía mucho sense of humour.

Un día uno de los escolares le invitó a ser su padrino de boda. A pesar de los ochenta años cumplidos, el Maestro acudió, participó en la fiesta, bromeó con los jóvenes hasta bien entrada la noche comiendo y tal vez empinando un poco el codo. En determinado momento se sintió un poco fatigado y, mientras seguía la comilona, se retiró a un rincón para descabezar un sueño. A la mañana siguiente le encontraron sin vida.

Había pasado del sueño momentáneo al eterno sin darse cuenta.

Todo Atenas se movilizó para acompañarle en masa al cementerio.