LOS ARTISTAS
Según cálculos —sobre cuya exactitud adelantamos abrigar, sin embargo, muchas dudas—, Pericles, para hacer de Atenas, no solo políticamente sino también arquitectónicamente, la primera ciudad de Grecia, gastó no menos de treinta mil millones de liras. Teniendo en cuenta lo escasa que era en aquellos tiempos la circulación fiduciaria, puede fácilmente imaginarse qué sensación de prosperidad, qué boom, diríase hoy, provocó aquel movimiento de dinero.
De regreso de Salamina, los atenienses encontraron su capital medio destruida por los persas, por lo que fue necesario reconstruirla. Una de las razones que les permitió no limitarse a un remiendo, como hubiesen querido los administradores más tacaños, fue el descubrimiento de yacimientos de un maravilloso mármol rosado en las laderas del Pentélico, pequeña montaña cuya proximidad reducía el trabajo y el coste del transporte. Mas a esta razón material, se añadió otra; la madurez que justamente en aquel momento había alcanzado el genio artístico griego, y no tan solo en Atenas, en cuanto a métodos, escuelas y estilos. «Juro por todos los dioses —dice un personaje de Jenofonte—, que no daría la Belleza por todo el poder del rey de Persia». Era el sentimiento dominante de los griegos de aquel período.
No lo manifestaron mucho en la pintura, que permaneció siempre para ellos como un arte menor porque no se prestaba a su concepto geométrico y racional de la armonía. En el siglo precedente, fue un monopolio artesano, con fines ornamentales, de los alfareros. Mas ahora había elaborado una técnica más refinada y había descubierto el lienzo, el temple y el fresco. El público comenzó a encontrarle gusto y varios Gobiernos a patrocinarla. El de Atenas encargo a Polignoto de Tasos la representación del Saqueo de Troya, de Ulises en los infiernos y de otros varios episodios homéricos. El éxito del autor queda demostrado por la elevadísima recompensa que le dieron: la ciudadanía.
En 470 antes de Jesucristo, Delfos y Corinto instituyeron las primeras Cuadrienales, como hoy Venecia, que se celebraban con ocasión de los juegos ístmicos.
Y el primero que ganó el premio fue Paneno, inventor del «retrato». En su Batalla de Maratón, los protagonistas eran reconocibles. Y esa verosimilitud impresionó hasta tal punto a los jueces que les cegó sobre los defectos de aquellos frescos. Paneno estaba más ayuno de perspectiva que los otros. Ponía todas las figuras en el mismo término y, en vez de empequeñecerlas para indicar su profundidad, les ocultaba las piernas dentro de los repliegues del terreno.
Es curioso que, mientras la Geometría hacía tan rápidos y decisivos progresos, los pintores la aprovechasen tan poco. Solo Agatarco, el escenógrafo de Esquilo y de Sófocles, comprendió el juego de las luces y las sombras, sobre las que Anaxágoras y Demócrito habían escrito tratados, e inventó el claroscuro. Pero quien llegó a maestro fue Apolodoro, a quien, en efecto, llamaron skiagrafo, o pintor de sombras, y de quien Plinio dice con respeto que fue el primero en «representar los objetos como realmente aparecen».
Un día presentó en la Cuadrienal un extraño personaje, con caballete, pinceles y colores, envuelto en una preciosa túnica sobre la que estaba recamado en oro el nombre del titular: Zeuxis de Heraclea. Agatarco le desafió a improvisar un fresco sobre dos paredes para ver quién de los dos lo hacía antes. Zeuxis respondió: «Seguramente tú, que puedes poner la firma en cualquier mamarrachada. La mía la reservo para las obras maestras». Animado por esta modestia, presentó sus obras, mas fuera de concurso, «porque —dijo— no había suma lo bastante elevada para pagar su valor». Y las regaló al Gobierno, ministros y diputados.
No poseemos elementos para juzgar si sus cuadros estaban a la altura de la opinión que el autor tenía de ellos. Pero nos apremia comprobar que, desde aquellos tiempos, lo primero que hay que hacer para adquirir importancia es darse mucha. Los atenienses invitaron a Zeuxis a establecerse entre ellos, se lo suplicaron cuando él vaciló y definieron su llegada como «un acontecimiento». Él no les dio jamás confianzas.
Hablaba desde lo alto, pintaba desde lo alto, trató a sus rivales con displicencia y quiso ignorar francamente al más ilustre de ellos, Parrasio de Éfeso, que se había autoproclamado «el príncipe de los pintores», llevaba una corona de oro en la cabeza y, cuando estaba enfermo suplicaba a los doctores que le sanasen, «porque —decía— el Arte no resistirá el golpe de mi muerte».
Entre aquellos dos fenómenos, la lucha por la primacía fue a cuchillo y nos gustaría conocer mejor sus detalles. Pero tenemos la sospecha de que Parrasio mantenía aquella actitud sobre todo para ridiculizar a Zeuxis y burlarse de él. Pues no logramos conciliarlo con su rumorosa cordialidad, con los chistes que contaba y con el hecho de que pintaba por las buenas, cantando, silbando, bromeando con los chiquillos que infaliblemente le rodeaban. Le acusaban de comprar esclavos para torturarles y estudiar a lo vivo sus muecas bajo el látigo. Pero acaso eran bulos puestos en circulación por Zeuxis.
Por fin los dos rivales aceptaron enfrentarse ante una comisión que decidiría cuál de los dos era el mejor. Zeuxis expuso una «naturaleza muerta» que representaba racimos de uva. Eran tan «verdaderas» que una bandada de pájaros se echó encima para picotearlas. Los jueces lanzaron gritos de entusiasmo, y el autor, seguro del triunfo, invitó a Parrasio a levantar la tela que cubría su cuadro. Pero aquella tela era pintada también y Zeuxis, con mucha caballerosidad, declaróse batido y dejó Atenas a su afortunado rival para retirarse a Crotona, donde le encargaron una Helena para el templo de Hera. El pintor aceptó, a condición de que las cinco muchachas más bellas de la ciudad posaran desnudas en su casa para poder elegir el modelo más idóneo. El Gobierno aceptó y las señoritas de buena familia anduvieron a puñetazos para merecer el alto honor. ¡Y luego dirán que el cinematógrafo y los concursos de «reinas de belleza» han corrompido las costumbres! El último fresco de Zeuxis fue un atleta, en un ángulo del cual él escribió que la posteridad encontraría más fácil criticarlo que igualarlo. Y con esta última manifestación de modestia concluyó su carrera.
Nadie crea, sin embargo, que la pintura alcanzase, en tiempos de Péneles, un alto nivel. Nosotros hablamos de ella, entendámonos, de oídas, visto que no ha quedado nada que nos permita un juicio.
Pero sabemos con certeza que no fue con ella con lo que se expresó el genio griego, desconfiado del color por extraño a toda novelería y enamorado de la línea simétrica. Efectivamente, con ellas la pintura puso su acento esencialmente sobre el dibujo, con el que la razón se entiende mejor. Y, en suma, fue considerada como una especie de sucedáneo o de hermana pobre de la escultura. A darle vida hubieron de proveer los Estados y Gobiernos con sus premios y encargos. Pero ningún particular se hizo mecenas ni coleccionista. Los griegos en general, y los atenienses en particular, no eran avaros, o al menos no lo eran más que todos los otros pueblos. Pero cuando tenían dinero para dedicar al embellecimiento de sus casas, preferían gastarlo en estatuas más bien que en cuadros.
Por esto la estatuaria nace en seguida casera, personal, más de proporciones que de dimensiones, sin nada áulico, solemne o forzado y, por tanto, sincera.
No era concebida para el museo, sino para la tumba de familia o para el salón. Y hasta los motivos de su inspiración son modestos y domésticos. Sobre el obelisco, un niño juega a la pelota, un cazador descansa con el perro tumbado a sus pies, una muchacha sumerge un ánfora en la fuente…
En el siglo VI antes de Jesucristo son pocas las obras que van más allá de un valor puramente artesano, y la técnica es todavía rudimentaria. Pero en el siglo V el salto es gigantesco. Mientras Zeuxis y Parrasio pintaban aún con sus pinceles figuras inmóviles, rígidas y todas apiñadas en un mismo término, el más humilde cantero de Atenas había descubierto ya la perspectiva y consideraba empeño de honor no representar a su modelo más que en movimiento. Sócrates que, como hijo de uno de ellos, pertenecía a dicha clase y cada día se daba una vuelta por los talleres, les exhortaba así: «Solamente modelando del natural, muchachos, podréis hacer estatuas vivientes. Así como nuestras diversas actitudes motivan en nuestro cuerpo diversos juegos de músculos, unos contrayéndose y otros relajándose, así solamente si los captáis en estos momentos, lograréis dar verismo a vuestras estatuas».
Aquellos artesanos se las habían ya con todos los materiales, desde la madera al barro cocido, al hueso, al marfil, oro, bronce y plata. Pero desde que descubrieron los yacimientos del Pentélico, prefirieron el mármol. El bronce, que había sido hasta entonces lo de uso más común porque garantizaba la duración, presentaba grandes dificultades técnicas para la fundición. Requería, como hoy en día, el barro, la cera, el metal y el horno de fundición. Era un procedimiento largo y costoso. Sobre el mármol, en cambio, se podía trabajar directamente, a manos libres, sobre el bloque, sin tener que romperse demasiado la cabeza con problemas técnicos. Con un simple cincel se tenía más inmediata la sensación de «traducir la materia en forma», como decía Aristóteles.
Representaban de todo, dioses y animales, hombres y mujeres, pero especialmente atletas, que en aquel país de «hinchas» eran los más populares y los que mejor se prestaban al estudio de los «músculos en movimiento». Mientras el bronce permanecía de pragmática por motivos de encargo, religiosos y mitológicos, el mármol, aquel bellísimo mármol del Pentélico, veteado de hierro y que, al sazonar, se encendía con reflejos de oro, se convertía definitivamente en la materia prima de la gran estatuaria laica ateniense.