LA BATALLA DE LA DRACMA
Probablemente, en el origen de la extraordinaria fortuna de Atenas estuvo su pobreza. Los habitantes del Ática no hubieran podido elegir, como patria, un rinconcito de mundo más estéril, árido y sediento; de sus doscientas mil y pico de hectáreas, una buena mitad no es cultivable, ni siquiera ahora con la aplicación de la técnica moderna. La otra mitad exigía heroísmo y prodigios para exprimir los típicos frutos de las tierras pobres: vino, aceite e higos. Tampoco las grandes obras de irrigación y saneamiento emprendidas por Pisístrato permitieron cosechas de cereales para saciar el hambre de más de una cuarta parte de la población, y la carencia de pastizales impidió el desarrollo del pastoreo.
Los atenienses hicieron de la necesidad virtud, y un poco como los toscanos de dos mil años después (que mucho se les parecen, en lo bueno y en lo malo) aprendieron a aprovechar al máximo sus magros recursos y a administrarlos con sensatez. Parece imposible, pero la civilización entendida como sentido de mesura, de armonía, de equilibrio y de racional claridad, tiene siempre como abono la avaricia de la tierra y la parsimonia de los hombres, que encuentran en ello un estímulo para su propia iniciativa. No teniendo como producto base más que el aceite, los atenienses comprendieron en seguida todos sus posibles aprovechamientos culinarios, químicos y combustibles. Los pueblos podrían reagruparse en dos categorías: los que van al aceite y los que van a la mantequilla.
Y no cabe duda de que la civilización nació entre los primeros.
Condicionada por esa pobreza, la dieta de los atenienses era sobria, lo que explica su buena salud y su preeminencia deportiva. Quien se haya hecho una idea de ella por los relatos homéricos, donde un cabrito asado era un desayuno normal, va descaminado.
En Atenas solo los ricachones comían carne de vez en cuando. Y si el pescado en salazón era algo más común, el fresco representa una preciosa y costosa delikatesse. Los campesinos no conocen más que los cereales, lentejas, habas, guisantes, cebollas, coles y ajos. Solo los días festivos le tuercen el cuello a un pollito o confeccionan un dulce con huevos y miel, pues todos crían gallinas y son apicultores. Pero tampoco el ciudadano medio se aleja de este régimen.
Hipócrates, el primer médico laico, exclama escandalizado: «¡Decir que hay gente que come hasta dos veces al día y lo considera normal!».
Un poco mejor se anda en cuanto a industrias de extracción. La primera fue la de la sal, que durante cierto tiempo constituyó incluso moneda de cambio; tan es verdad que, para hacer el elogio de una mercancía, se decía; «Vale su sal». Los atenienses no buscaron jamás el carbón, que por lo demás no existía. Como combustible, se servían solamente de leña, y eso fue su desgracia porque en un abrir y cerrar de ojos destruyeron los pocos bosques que circundaban la ciudad, y Pericles encontró ya una Atenas encerrada en un mar de pedruscos, que hasta para la madera dependía de las importaciones. Sus geólogos hurgaron las entrañas de la tierra para extraer plata, hierro, cinc, estaño y mármol. Precisamente cuando Pericles tomó el poder, Atenas era presa de una «fiebre de la plata» a causa de un rico filón descubierto en Laurion. Todo el subsuelo pertenecía al Estado, el cual no administraba directamente las minas, pero las daba a contratistas que pagaban un tanto al año más un tanto por ciento sobre el producto, y que las explotaban con el trabajo de los esclavos.
De estos había, en el siglo V, entre diez y veinte mil empleados en esa labor en condiciones inauditas. Los empresarios los alquilaban a los mayoristas a cien liras diarias cada uno. Y, naturalmente, con salarios de este tipo, las ganancias eran enormes. En el primer presupuesto de Pericles representaban uno de los ingresos mayores del Estado: cerca de doscientos cincuenta millones de liras.
El beneficio del mineral era primitivo, pero ya se conocía el mortero, el filtro y el lavado. Los resultados debían de ser apreciables porque, por ejemplo, las monedas de plata tenían una pureza de hasta el noventa y cinco por ciento, y el artesanado ateniense fue de los mejores organizados y más famosos por la perfección de sus productos. Por ejemplo, quien fabricaba espadas no hacía escudos, y viceversa, porque cada una de estas especialidades era monopolio de un determinado gremio de armeros. Naturalmente, no se trataba de verdaderos complejos industriales, sino de una teoría de talleres, celoso cada uno de su propia independencia, y con esclavos en lugar de máquinas. Todos los demás conspicuos ciudadanos de Atenas eran un poco industriales, por cuanto cada uno poseía uno, o varios de esos pequeños talleres: hasta Pericles y Demóstenes eran propietarios de ellos. Y esto tuvo su importancia, pues una población de carácter predominantemente industrial acaba siempre desarrollando una política diferente a la de las poblaciones rurales.
En primer lugar, tiende a dar prioridad a los problemas del comercio y de las finanzas. Para compensar las importaciones de productos alimenticios, los atenienses hubieron de proceder a la exportación de manufacturas, y por ende a una producción suficientemente masiva. He aquí por qué la civilización ateniense fue exquisitamente ciudadana. Si hubiese debido medirse sobre las proporciones y los recursos del campo ático, Atenas se hubiera quedado en poco menos que un burgo. Para convertirse en una capital no le cabía más que desarrollar al máximo su artesanía industrial, asegurándole mercados de salida. Mas estos no podían encontrarse en el interior de la tierra helénica a causa de las dificultades de comunicación.
Los atenienses no fueron grandes constructores de caminos como los romanos. Construyeron solo y malamente, la Vía Sacra hasta Eleusis, pero dado que el provecho no compensaba los gastos, ni siquiera la empedraron. Sobre el piso fangoso, los carros tirados por bueyes se atascaban. Y por esto en Grecia jamás se desenvolvió ni un servicio postal ni una industria de hospedaje.
No quedaba, pues, más que el mar. Atenas con su Pireo fue un Milán con Génova a diez kilómetros.
Y después de Salamina se erigió en dueña del Mediterráneo oriental. Su flota contaba ya con naves de más de doscientas toneladas con velocidades de hasta quince kilómetros por hora, con esclavos a los remos y velas al viento. Eran cargueros, pero también transportaban pasajeros, cuya tarifa variaba según el peso personal y el de los equipajes, pues se les consideraba como sacos de trigo o de patatas. Debían traerse consigo las vituallas para el viaje y no se les proveía siquiera de una silla. Pero en general eran tarifas bajas: por quinientas liras se podía ir a Egipto.
La cosa más difícil de reglamentar era el sistema monetario y bancario, y ahí Atenas comprendió lo que los italianos, en cambio, jamás comprenderán: o sea, la única manera de ser taimado y de no serlo. Mientras todos los Estados practicaban la mezquina astucia de la desvalorización, Atenas practicó una honradez que no estaba en las costumbres y en la moralidad de sus ciudadanos, dando un valor estable a la propia dracma, como el del franco suizo y el dólar americano, y convirtiéndola, por tanto, en moneda de cambio internacional. Una dracma tenía seis óbolos, que valían cerca de cien liras cada uno, y contenía una determinada cantidad de plata que jamás fue alterada. Mientras combinando negocios en cualquier otra moneda se arriesgaba uno a acabar como han acabado nuestros ahorradores con los bonos del Tesoro, con la dracma uno podía estar tranquilo: en todos los países del mundo su poder adquisitivo era el equivalente a una medida de trigo.
Por ser de metal, no era fácilmente transportable.
Pero precisamente por esto surgieron los Bancos, cuya historia nos permite calibrar la hipocresía de los atenienses y la infinidad de sus recursos. Consideraban inmoral el prestamo con interés, y durante algunos siglos obligaron a los ahorradores a esconder sus cuartos en un calcetín de lana. Luego se dieron cuenta de que aquellos capitales quedaban sustraídos al ciclo productivo. Y entonces, pese a seguir prohibiendo los Bancos, consintieron que los ahorros fuesen depositados en las iglesias. Comprenderéis: una vez que uno confía su peculio a la diosa Palas, por ejemplo, en el aspecto moral se ha puesto en su sitio.
Y en cuanto a Palas, esta es libre de hacer lo que quiera de los dineros: hasta de prestarlos a un fiel suyo bajo compromiso de restituirlos con intereses.
Es eso tan verdad que cuando Atenas propuso a los demás Estados la constitución de un fondo común, o sea de un Banco internacional, ¿quién fue nombrado presidente? Apolo de Delfos.
Ahora bien, sucedió que esos dioses-banqueros se comportaron todo lo contrario que Giuffré. A quien depositaba su capital en sus institutos, ellos daban, como rédito, el dos o tres por ciento. Pero a quien lo iba a pedir en prestamo, le exigían hasta el veinte por ciento de interés. Temístocles, que en las guerras persas había ganado no solo los galones de generalísimo, sino también algo así como trescientos millones de liras, y no sabía dónde meterlas, fue el primero, parece ser, que se dirigió a un particular de Corinto, un tal Filostéfano, que le garantizó el cinco por ciento. En Atenas, cuando lo supieron, no se alarmaron tanto del hecho de que un general hubiese acumulado un patrimonio tan ingente, cuanto de que los capitales huyesen al extranjero. Y se decidieron a autorizar cambistas que, por la mesa a la que se sentaban, se llamaron trapezitas, y que poco a poco se convirtieron en verdaderos banqueros. Entre ellos se hicieron famosos y omnipotentes Arquestrato y Antístenes, los Rothschild de Atenas. Así estalló el boom comercial, garantizado por la supremacía naval, por la estabilidad de la moneda y por el sistema crediticio. Atenas no exporta ya tan solo sus productos manufacturados para pagar los géneros alimenticios. Sus armadores facilitan el vehículo para la circulación de todo el comercio mediterráneo y sus banqueros proporcionan las dracmas para todas las transacciones.
En El Pireo se fletan todos los mercantes, hacen escala todas las mercaderías y etapa todos los viajeros. He aquí por qué toda cosa y toda persona se convierte en algo de casa. «Se encuentra —decía Isócrates— lo que es imposible procurarse en otras partes». Se calcula que, solo en un impuesto del cinco por ciento sobre los fletes, el Estado ingresaba quinientos millones de liras al año. Pero los efectos no eran tan solo económicos, sino también morales y espirituales. Pues fue esa su vocación de gran emporio internacional lo que hizo de Atenas la ciudad más cosmopolita y menos provinciana de Grecia; más aún, del mundo antiguo. Y se lo debió a la pobreza del rinconcito del mundo donde Teseo y los demás fundadores habían hecho instalar el pequeño pueblo del Ática.