Epílogo

Mi historia con Micòl Finzi-Contini termina aquí. Conque es lógico que también este relato acabe ya, pues todo lo que podría añadir ya no se referiría a ella, sino, si acaso, sólo a mí.

Ya he dicho al principio cuál fue la suerte que corrieron ella y los suyos.

Alberto murió de linfogranuloma maligno antes que los otros, en 1942, tras una agonía larguísima, por la que, pese al profundo surco excavado entre nuestros ciudadanos por las leyes raciales, se interesó de lejos toda Ferrara. Se asfixiaba. Para ayudarlo a respirar era necesario oxígeno, oxígeno en cantidades cada vez mayores. Y, como en la ciudad, a causa de la guerra, las bombonas escaseaban, en los últimos tiempos, la familia había hecho auténtico acopio por toda la región, enviando a gente a comprarlas a cualquier precio en Bolonia, Ravena, Parma, Piacenza…

Los demás, en septiembre de 1943, fueron apresados por los repubblichini. Tras una breve estancia en las cárceles de Via Piangipane, el noviembre siguiente fueron enviados al campo de concentración de Fòssoli, junto a Carpi, y de allí, más tarde, a Alemania. Por lo que a mí respecta, no obstante, debo decir que durante los cuatro años transcurridos entre el verano de 1939 y el otoño de 1943 no había vuelto a ver a ninguno de ellos. Ni siquiera a Micòl. En el entierro de Alberto, tras los cristales del viejo Dilambda, adaptado para funcionar con metano, que seguía a paso de hombre el cortejo y después, apenas hubo cruzado el carro fúnebre la entrada del cementerio, al final de Via Montebello, volvió enseguida hacia atrás, me había parecido, por un instante, distinguir el rubio ceniza de sus cabellos. Nada más. Aun en una ciudad tan pequeña como Ferrara se consigue perfectamente, si se quiere, desaparecer por años y años unos para los otros, convivir juntos como muertos.

En cuanto a Malnate, a quien habían trasladado a Milán a finales de 1939 (me había buscado en vano por teléfono en septiembre, me había escrito una carta incluso…), tampoco a él volví a verlo, después del agosto de aquel año. Pobre Giampi. Él creía de verdad en el honrado futuro lombardo y comunista que le sonreía, entonces, más allá de la oscuridad de la guerra inminente: un futuro lejano —reconocía—, pero seguro, infalible. Pero ¿qué sabe el corazón en realidad? Si pienso en él, que, en 1941, salió para el frente ruso con el CSIR y no regresó, recuerdo siempre con claridad las reacciones de Micòl siempre que entre partido y partido de tenis él se ponía de nuevo a «catequizarnos». Él hablaba con su voz tranquila, baja y zumbante. Pero Micòl, al contrario que yo, no le hacía nunca demasiado caso. No cesaba de reírse burlona, pincharlo, tomarle el pelo.

—Pero, tú, ¿a favor de quién estás, en realidad? ¿De los fascistas? —recuerdo que él le preguntó un día sacudiendo su gruesa cabeza sudada. No entendía.

¿Qué hubo, pues, entre ellos dos? ¿Nada? Quién sabe.

Lo cierto es que, como si presagiara su próximo fin, el de ella y el de todos los suyos, Micòl repetía de continuo también a Malnate que a ella su futuro democrático y social le importaba un bledo, que el futuro, en sí, lo aborrecía, ya que prefería con mucho «le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui» y el pasado, aún más, «el querido, el dulce, el pío pasado».

Y como ésas, lo sé, no eran sino palabras, las habituales palabras engañosas y desesperadas que sólo un verdadero beso habría podido impedirle proferir, sean ellas, precisamente, y no otras, las que sellen aquí lo poco que el corazón ha sabido recordar.