10

Así fue como renuncié a Micòl.

El día siguiente por la noche, manteniendo la promesa hecha a mi padre, me abstuve de ir a ver a Malnate y el siguiente, que era viernes, no me presenté en la casa de los Finzi-Contini. Así pasó una semana, la primera, sin que volviese a ver a ninguno: ni a Malnate ni a los demás. Por fortuna, durante todo ese tiempo no me buscaron y esa circunstancia me ayudó sin duda. De lo contrario, es probable que no hubiera resistido, que me hubiese dejado atrapar de nuevo.

Unos diez días después de nuestro último encuentro, hacia el 25 del mes, Malnate me telefoneó. Antes nunca lo había hecho y, como no había descolgado yo, estuve tentado de mandar decir que no estaba en casa. Pero al instante cambié de idea. Me sentía ya bastante fuerte: si no para volver a verlo, al menos para hablar con él.

—¿Estás bien? —comenzó—. Me has dejado lo que se dice plantado.

—He estado fuera.

—¿Dónde? ¿En Florencia? ¿En Roma? —preguntó, no sin un asomo de ironía.

—Esta vez un poco más lejos —respondí, lamentando ya el patetismo de la frase.

Bon. No quiero indagar. ¿Qué? ¿Nos vemos?

Dije que esa noche no podía, pero que el día siguiente pasaría casi seguro por su casa, a la hora de costumbre. Pero si veía que tardaba —añadí—, que no me esperase. En ese caso, nos encontraríamos en Giovanni. ¿No iría a cenar él allí?

—Es posible —confirmó, seco. Y después—: ¿Has oído las noticias?

—Sí, las he oído.

—¡Qué jaleo! Anda, ven y hablaremos de todo.

—Entonces, hasta la vista —dije en tono afable.

—Hasta la vista.

Y colgó.

El día siguiente por la noche, inmediatamente después de cenar, salí con la bicicleta y, tras recorrer toda la Giovecca, fui a detenerme a poco más de un centenar de metros del restaurante. Quería comprobar si Malnate estaba allí, nada más. Y, en realidad, una vez que hube comprobado que estaba (sentado como de costumbre en una mesa fuera, con la eterna sahariana puesta), en lugar de reunirme con él, retrocedí y después subí a apostarme en lo alto de los tres puentes levadizos del Castillo, el de enfrente de Giovanni precisamente. Pensaba que de este modo podría observarlo mejor, sin correr el riesgo de ser visto. Y así fue. Con el pecho apoyado contra el ángulo de piedra del pretil, lo observé largo rato mientras comía. Miraba, allá abajo, a él y a los demás clientes, alineados en fila de espaldas a la pared, miraba el rápido ir y venir entre las mesas de los camareros con chaqueta blanca y casi me parecía, suspendido como estaba, en la oscuridad, sobre la vítrea agua del foso, encontrarme en el teatro, espectador clandestino de una representación agradable e insensata.

Malnate estaba ya comiendo la fruta. Mordisqueaba de mala gana un grueso racimo de uvas, grano tras grano, y de vez en cuando, esperando, seguro, verme llegar, giraba con rapidez la cabeza a derecha e izquierda. En ese instante, las lentes de sus «gafazas», como las llamaba Micòl, brillaban: palpitantes, nerviosas… Acabadas las uvas, llamó con un gesto a un camarero y estuvo hablando un momento con él. Pensaba yo que habría pedido la cuenta y ya me preparaba para marcharme, cuando vi que el camarero volvía con una tacita de café. La bebió de un solo sorbo. Tras lo cual de uno de los bolsillos del pecho de su sahariana, sacó algo muy pequeño: una libreta, en la que se puso a escribir con un lápiz. ¿Qué diablos escribiría? —sonreí—. ¿Poemas también él? Y ahí lo dejé, escribiendo inclinado sobre aquella libreta de la que, a raros intervalos, alzaba la cabeza para volver a mirar a derecha e izquierda o bien arriba, al cielo estrellado, como para buscar en él inspiraciones e ideas.

Las noches siguientes persistí en vagabundear sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, observando todo, atraído imparcialmente por todo: los titulares de los periódicos que tapizaban los puestos del centro, títulos en grandes caracteres subrayados en tinta roja; las fotografías de películas y espectáculos expuestas junto a las puertas de los cines; los conciliábulos de los borrachos en el centro de las callejuelas de la ciudad antigua; las matrículas de los automóviles alineados en Piazza del Duomo; los diversos tipos de personas que salían de los burdeles o surgían en grupitos de entre el oscuro follaje del Montagnone para ir a tomar helados, cervezas o gaseosas en el mostrador de zinc de un quiosco recién instalado en las explanadas de San Tomaso, al final de Via Scandiana…

Una noche, hacia las once, me volví a encontrar por el lado de Piazza Travaglio, espiando el interior en penumbra del famoso Caffè Scianghai, frecuentado casi exclusivamente por prostitutas de las que hacen la carrera y obreros del no lejano Borgo San Luca, y luego, inmediatamente después, en lo alto del bastión que domina la plaza, presencié una poco animada competición de tiro al blanco que estaban disputando dos muchachos ante los duros ojos de la muchacha toscana admiradora de Malnate.

Me quedé allí apartado, sin decir nada, sin desmontar siquiera de la bicicleta: hasta el punto de que la toscana, en determinado momento, me apostrofó directamente.

—Eh, muchacho —dijo—. Sí, usted. ¿Por qué no avanza y dispara unos tiros? Ánimo, no tenga miedo. Demuestre a estos blandengues lo que sabe hacer.

—No, gracias —respondí.

—No, gracias —repitió ella—. ¡Dios, qué juventud! ¿Dónde ha dejado a su amigo? ¡Ése sí que es un tío! ¿Qué? ¿Lo ha enterrado?

Yo callaba y ella se echó a reír.

—¡Pobrecillo! —me compadeció—. Váyase enseguida a la cama, que, si no, su papá le va a dar de correazos. ¡A la camita, a la camita!

El día siguiente, hacia medianoche, sin saber yo siquiera por qué, qué buscaba en realidad, me encontraba en la parte opuesta de la ciudad, pedaleando a lo largo de la callejuela de tierra batida, lisa y sinuosa, que bordeaba la cara interior de Mura degli Angeli. Había una luna llena magnífica: tan clara y luminosa en el cielo perfectamente sereno, que volvía superfluo el uso del faro. Pedaleaba despacio. Iba descubriendo sin cesar parejas de amantes tumbadas en la hierba. Algunos se agitaban uno sobre el otro medio desnudos. Otros, ya separados, habían quedado uno junto al otro, cogidos de la mano. Otros más, abrazados pero inmóviles, parecía que durmiesen. Fui contando más de treinta parejas. Y, aunque pasaba tan cerca de ellos como para rozarlos a veces con la rueda, ninguno daba señales de advertir mi silenciosa presencia. Me sentía, y era, una especie de extraño fantasma que pasaba: lleno de vida y muerte a un tiempo, de pasión y piedad.

Una vez que llegué a la altura del Barchetto del Duca, bajé de la bicicleta, la apoyé en el tronco de un árbol y, por unos minutos, vuelto hacia la quieta y argéntea extensión del jardín, me quedé mirando. No pensaba en nada preciso. Miraba, escuchaba el griterío sutil e inmenso de los grillos y las ranas, asombrado yo mismo de la ligera sonrisa confusa que me estaba estirando los labios. «Aquí es», dije quedo. No sabía qué hacer, qué había venido a hacer. Me embargaba la vaga sensación de inutilidad de toda conmemoración.

Empecé a caminar por el borde del declive herboso, con los ojos fijos en la magna domus. Todo apagado, en la casa de los Finzi-Contini, y, aunque las ventanas de la habitación de Micòl, que daba a mediodía, no podía verlas, estaba seguro, no obstante, de que tampoco de ellas se filtraba luz alguna. Al llegar por fin a dominar desde lo alto el punto exacto del muro «consagrado», como decía Micòl, «au vert paradis des amours enfantines», me asaltó de repente una idea. ¿Y si entrase en el jardín a escondidas, escalando el muro? De niño, en una lejanísima tarde de junio, no me había atrevido a hacerlo, había tenido miedo. Pero ¿y ahora?

Al cabo de un momento estaba ya abajo, en la base del muro, y volví a sentir el mismo olor a ortigas y estiércol. Pero la pared del muro, no, era diferente. Tal vez precisamente porque había envejecido diez años (también yo había envejecido diez años, entretanto, y había crecido en estatura y fuerza), no me pareció tan alta ni tan inaccesible como la recordaba. Tras un primer intento fallido, encendí un fósforo. No faltaban apoyos, los había en abundancia incluso. Estaba incluso el grueso clavo herrumbroso, que aún sobresalía de la pared. Lo alcancé al segundo intento y, tras aferrarme a él, me fue bastante fácil llegar a la cima.

Cuando me hube sentado allí arriba, con las piernas colgando por el otro lado, no tardé en notar una escalera apoyada al muro unos centímetros por debajo de mis zapatos. Más que sorprenderme, ese detalle me divirtió. «¡Hombre!», murmuré sonriendo. «Hasta la escalera». Pero antes de utilizarla, me volví hacia atrás, hacia Mura degli Angeli. Ahí estaba el árbol y, al pie del árbol, la bicicleta. Nada, hombre. Era un viejo cacharro que difícilmente habría tentado a alguien.

Toqué tierra, tras lo cual, luego de abandonar el sendero paralelo al muro, corté por el prado salpicado de árboles frutales, con la idea de alcanzar la avenida principal en un punto equidistante del caserío de los Perotti y del puente de tablas sobre el Panfilio. Pisaba la hierba sin hacer ruido: presa, cierto es, de vez en cuando, de un asomo de escrúpulo, pero todas las veces eliminaba al instante, encogiéndome de hombros, la preocupación y el ansia incipientes. ¡Qué bello estaba de noche el Barchetto del Duca! —pensaba—. ¡Con qué dulzura lo iluminaba la luna! Entre aquellas sombras de leche, en aquel mar de plata, yo no buscaba nada. Aunque me hubieran sorprendido merodeando por allí, nadie habría podido echármelo demasiado en cara. Al contrario. A fin de cuentas, ahora tenía hasta derecho.

Salí a la avenida, atravesé el puente sobre el Panfilio y después, torciendo a la izquierda, llegué al claro del tenis. El profesor Ermanno había mantenido su promesa: ya estaban agrandando en terreno de juego. La red metálica de la cerca, derribada, yacía en una confusa maraña luminiscente junto al campo, en el lado opuesto a aquel donde solían sentarse los espectadores; el prado aparecía roturado en una franja de al menos tres metros a lo largo de las líneas laterales y de cinco tras las del fondo… Alberto estaba enfermo, le quedaba poco tiempo de vida. Había que ocultarle de algún modo, incluso de aquel modo, la gravedad de su mal. «Perfecto», aprobé. Y seguí adelante.

Salí a campo descubierto, con la intención de realizar un amplio giro en torno al claro y no me sorprendió en determinado momento ver avanzar, procedente a trote corto del lado de la Hütte, la silueta familiar de Jor. Lo esperé parado y también el perro, en cuanto estuvo a una decena de metros de distancia, se detuvo. «¡Jor!», lo llamé con voz apagada. Jor me reconoció. Tras haber impreso a la cola un breve y pacífico movimiento de alegría, volvió despacio sobre sus pasos.

Se volvía de vez en cuando, como para asegurarse de que lo seguía. Pero yo no lo seguía o, mejor dicho, pese a acercarme progresivamente a la Hütte, no me separaba del margen exterior del claro. Caminaba a unos veinte metros de la curva formación de los grandes y oscuros árboles de esa zona del jardín, con el rostro siempre vuelto hacia la izquierda. Ahora tenía la luna a la espalda. El claro, el tenis, el ciego espolón de la magna domus y después, allí al fondo, alzándose sobre las frondosas cimas de los manzanos, las higueras, los ciruelos, los perales, el glacis de Mura degli Angeli. Todo aparecía claro, nítido, como en relieve, más iluminado que de día.

Avanzando así, advertí de pronto que me encontraba a pocos pasos de la Hütte: no enfrente, es decir, del lado de ésta que daba al campo de tenis, sino detrás, entre los troncos de los jóvenes abetos y los alerces en los que se apoyaba. Allí me detuve. Miraba fijamente la negra, escabrosa forma de la Hütte a contraluz. Inseguro de pronto, ya no sabía adónde ir, hacia dónde dirigirme.

—¿Qué hacer? —decía entretanto a media voz—. ¿Qué hacer?

No dejaba de mirar fijamente la Hütte. Y ahora pensaba —sin que mi corazón acelerara siquiera, con esa idea, sus latidos: acogiéndola indiferente como un agua estancada se deja atravesar por la luz— que sí, si, al fin y al cabo, era aquí, a casa de Micòl, adonde Giampi Malnate venía todas las noches tras haberme dejado en el umbral del portal de mi casa. (¿Por qué no? ¿Acaso no era para eso para lo que antes de salir conmigo a cenar se afeitaba siempre con tanto cuidado?), pues, en ese caso, el vestuario del tenis sería para ellos un refugio sin duda magnífico, el más adecuado.

Pues claro —continué pensando tranquilo en una especie de rápido susurro interior—. Claro que sí. Él iba a pasear conmigo sólo para hacer tiempo y después, tras haberme metido, por así decir, en la cama, corría a todo pedal a reunirse con ella, que ya estaba esperándolo en el jardín… Claro que sí. ¡Cómo lo comprendía yo ahora, aquel gesto suyo en el burdel de Via delle Voce! ¡Ya lo creo! A fuerza de hacer el amor todas las noches, o casi, llega pronto el momento en que echas de menos a tu madre, el cielo de Lombardía, etcétera. ¿Y la escalera contra el muro? Tenía que haber sido Micòl por fuerza la que la hubiera colocado ahí, en aquel punto.

Me encontraba lúcido, sereno, tranquilo. Todas las cuentas cuadraban. Como en un rompecabezas, todas las piezas ajustaban al milímetro.

Micòl, claro. Con Giampi Malnate. Con el amigo íntimo de su amigo enfermo. A escondidas de su hermano y de todos los demás de la casa, padres, parientes, criados, y siempre de noche. En la Hütte, normalmente, pero a veces tal vez arriba también, en la alcoba, en el cuarto de los làttimi. ¿A escondidas de verdad? ¿O bien los demás, como siempre, fingían no ver, dejaban pasar o incluso a hurtadillas lo fomentaban, pues en el fondo, es humano y justo que una muchacha a los veintitrés años, si no quiere o no puede casarse, tenga igualmente todo lo que la naturaleza exige? Hasta la enfermedad de Alberto hacían como que no la veían, en la casa. Era su sistema.

Agudicé el oído. Silencio absoluto.

¿Y Jor? ¿Adónde había ido Jor?

Di unos pasos de puntillas hacia la Hütte.

—¡Jor! —llamé en voz alta.

Cuando, mira por dónde, como en respuesta, ahí llegó desde muy lejos por el aire nocturno un sonido débil, triste, casi humano. Lo reconocí al instante: era el sonido de la vieja y querida voz del reloj de la plaza, que estaba dando las horas y los cuartos. ¿Qué decía? Decía que una vez más me había retrasado mucho, que era absurdo y cruel por mi parte seguir torturando así a mi padre, quien, también aquella noche, preguntándose por qué no volvía yo a casa, probablemente no conseguiría conciliar el sueño, y que, por último, ya era hora para mí de recuperar la calma. De verdad. Para siempre.

—Qué hermosa novela —dije con una sonrisa burlona y sacudiendo la cabeza como ante un niño incorregible.

Y, tras dar la espalda a la Hütte, me alejé entre las plantas por el lado opuesto.