Pese a ser tan tarde, mi padre no había apagado aún la luz.
Desde que, a partir del verano de 1937, había empezado en todos los periódicos la campaña de la raza, lo había atacado una forma grave de insomnio que alcanazaba sus fases más agudas en verano, con el calor. Pasaba noches enteras sin pegar ojo, leyendo un poco, otro poco andando por la casa, otro poco escuchando en el comedor las trasmisiones en italiano de las radios extranjeras y otro poco charlando con mi madre en la habitación de ésta. Si yo volvía a casa después de la una, era difícil que consiguiese cruzar el pasillo a lo largo del cual se sucedían una tras otras las alcobas (la primera era la de mi padre, la segunda la de mi madre, después venían las de Ernesto y Fanny y, por último, al final, la mía), sin que él lo advirtiera. En verano avanzaba de puntillas, me quitaba incluso los zapatos: el finísimo oído de mi padre percibía los menores chirridos y crujidos.
—¿Eres tú?
Como era de prever, tampoco aquella noche había escapado a su control. Habitualmente, ante su «¿eres tú?» me apresuraba a acelerar el paso: seguía derecho sin responder y fingiendo no haber oído. Pero aquella noche, no. Aun imaginando, no sin fastidio, la clase de preguntas a las que habría de responder, desde hacía años siempre las mismas («¿Cómo es que llegas tan tarde?» «¿Sabes qué hora es?» «¿Dónde has estado?», etcétera), preferí detenerme. Tras entreabrir la puerta, introduje el rostro en la rendija.
—¿Qué haces ahí? —dijo al instante mi padre desde su cama, atisbándome por encima de las gafas—. Entra, entra un momento.
Más que echado, estaba sentado con camisa de noche, la espalda y la nuca apoyadas en la cabecera de madera clara labrada y cubierto hasta la boca del estómago sólo por la sábana. Me impresionó que todo, de él y en torno a él, fuera blanco: argénteos los cabellos, pálido y demacrado el rostro, blanquísimos la camisa de noche, la almohada tras los riñones, la sábana, el libro que había dejado abierto sobre su vientre, y que dicha blancura (una blancura de clínica, pensaba yo) armonizara con la sorprendente, extraordinaria serenidad, con la inédita expresión de bondad llena de sabiduría que iluminaba sus claros ojos.
—¡Qué tarde! —comentó sonriendo, mientras echaba un vistazo al Rolex de pulsera, sumergible, del que no se separaba ni siquiera en la cama—. ¿Sabes qué hora es? Las dos y veintisiete.
Por primera vez, acaso, desde que, tras cumplir los dieciocho años, me había dado la llave de la casa, esa frase no me irritó.
—He estado por ahí —dijo tranquilo.
—¿Con ese amigo tuyo de Milán?
—Sí.
—¿Qué hace? ¿Aún estudia?
—Qué va. Ya tiene veintisiete años. Está empleado… Trabaja de químico en la zona industrial, en una fábrica de goma sintética de la Montecatini.
—¡Hombre! Y yo que pensaba que aún estaba en la universidad. ¿Por qué no lo invitas alguna vez a cenar?
—Pues… Pensaba que era mejor no dar a mamá más trabajo del que ya tiene.
—No, ¡figúrate! ¡Qué importancia puede tener! Un plato de sopa más o menos, da igual. Tráelo, tráelo, hombre. ¿Y… dónde habéis cenado? ¿En Giovanni? —asentí—. Cuéntame qué cosas buenas habéis comido.
Accedí de buen grado, no sin sorprenderme yo mismo de mi condescendencia, a enumerarle los diferentes platos: los que yo había escogido y los de Malnate. Entretanto, me había sentado.
—Muy bien —asintió, por último, mi padre, complacido—. Y después —continuó tras una pausa—, duv’èla mai ch’a si ’nda a far dann, tutt du?[32]. Apuesto —en ese momento levantó una mano, como para prevenir una posible negativa mía—, a que habéis ido con mujeres.
Entre nosotros nunca había habido confianza a ese respecto. Un pudor feroz, una violenta e irracional necesidad de libertad e independencia me habían impulsado siempre a sofocar desde el principio mismo todos sus tímidos intentos de afrontar esas cuestiones. Pero aquella noche, no. Lo miraba, tan blanco, tan frágil, tan viejo, y era como si al mismo tiempo algo dentro de mí, una especie de nudo, de antigua maraña secreta, estuviese deshaciéndose poco a poco.
—Pues sí —dije—. Lo has adivinado.
—Habréis ido a un burdel, supongo.
—Sí.
—Perfecto —aprobó—. A vuestra edad, a la tuya sobre todo, los burdeles son la solución más sana desde cualquier punto de vista, incluido el de la salud. Pero dime una cosa: y de dinero, ¿cómo andas? ¿Te basta la sabadina que te da mamá? Si no te basta, pídeme a mí. Dentro de lo posible, procuraré ayudarte yo.
—Gracias.
—¿Dónde habéis estado? ¿En casa de Maria Ludargnani? En mis tiempos ya estaba ella al pie del cañón.
—No. En un sitio de Via delle Volte.
—Lo único que te recomiendo —continuó, adoptando de repente el lenguaje de la profesión médica, que había ejercido sólo en la juventud, para después, a la muerte del abuelo, dedicarse exclusivamente a la administración de la finca de Masi Torello y de los dos inmuebles que poseía en Via Vignatagliata—, es que no olvides nunca las necesarias medidas profilácticas. Es un fastidio, lo sé, estaría muy bien poder prescinder de ellas. Pero basta cosa de nada para pescar una fea blenorragia, lo que vulgarmente se llaman purgaciones, o algo peor. Y sobre todo, si por la mañana, al despertarte, notas algo anormal, ven enseguida a enseñármelo en el baño. En ese caso, yo te diré lo que debes hacer.
—Entendido. No te preocupes.
Yo notaba que buscaba el modo más adecuado de preguntarme otras cosas. Ahora que había obtenido el título —suponía yo que iba a preguntarme—, ¿tenía por casualidad alguna idea para el futuro, algún proyecto? Pero no; cambió al tema político. Antes de que yo llegara a casa —dijo—, entre la una y las dos, había conseguido captar varias emisiones de radio extranjeras: Monteceneri, París, Londres, Beromünster. Ahora bien, en función precisamente de las últimas noticias, se había convencido de que la situación internacional estaba empeorando rápidamente. Pues, sí, por desgracia, se trataba de un auténtico afàr negro (un asunto muy feo). En Moscú, las misiones diplomáticas anglofrancesas estaban ya, al parecer, a punto de marcharse (¡sin haber conseguido nada, claro está!). ¿Se marcharían de verdad de Moscú así? Era como para temerlo. Después de eso no nos quedaría otro recurso que encomendarnos todos a Dios.
—¡Qué te imaginas! —exclamó—. Stalin no es un tipo con escrúpulos. Si le conviniera, ¡estoy seguro de que no se lo pensaría un minuto y se pondría de acuerdo con Hitler!
—¿Un acuerdo entre Alemania y la URSS? —sonreí débilmente—. No, no lo creo. Me parece imposible.
—Ya veremos —replicó él, sonriendo a su vez—. ¡Que Dios te oiga!
En ese momento, desde la habitación contigua llegó un lamento. Mi madre se había despertado.
—¿Qué has dicho, Ghigo? —preguntó—. ¿Que ha muerto Hitler?
—¡Ojalá! —suspiró mi padre—. Duerme, duerme, ángel mío, no te preocupes. —¿Qué hora es?
—Casi las tres.
—¡Manda a ese muchacho a la cama!
Mi madre pronunció alguna otra frase incomprensible y después calló.
Mi padre me miró fijo a los ojos por un buen rato. Después en voz baja, casi susurrando:
—Disculpa que me permita hablarte de estas cosas —dijo—. Pero, como comprenderás, tanto yo como tu madre nos hemos dado perfecta cuenta, desde el año pasado, de que te has enamorado de… de Micòl Finzi-Contini. Es cierto, ¿no?
—Sí.
—¿Y cómo van ahora vuestras relaciones? ¿Siguen mal?
—Peor no podrían ir —murmuré, advirtiendo de pronto con extraordinaria claridad que decía la verdad exacta, que, efectivamente, nuestras relaciones no habrían podido ir peor y que nunca, pese a la opinión contraria de Malnate, conseguiría remontar la pendiente en cuyo fondo llevaba meses debatiéndome en vano.
Mi padre lanzó un suspiro.
—Lo sé, esas cosas duelen mucho… Pero, al fin y al cabo, es mucho mejor así.
Yo estaba con la cabeza gacha y no dije nada.
—Claro, hombre —continuó él alzando la voz un poco—. ¡Qué habrías querido hacer? ¿Prometerte?
También Micòl, aquella noche en su habitación, me había hecho la misma pregunta. Había dicho: «¿Qué te habría gustado? ¿Que nos prometiésemos tal vez?». Yo no había chistado. Como ahora —pensaba—, como ahora con mi padre.
—¿Por qué no? —dije, no obstante, y lo miré.
Sacudió la cabeza.
—¡No vayas a pensar que no te entiendo! —dijo—. También a mí me gusta esa muchacha. Siempre me ha gustado: desde que era niña… cuando bajaba, en el templo, a recibir la berahá de su padre. Graciosa, mejor dicho, guapa (¡acaso demasiado, incluso!), inteligente, muy viva… Pero ¡pro-me-ter-se! —dijo, recalcando las sílabas y poniendo ojos como platos—. Prometerse, muchacho, quiere decir casarse después. Y en los tiempos que corren, y sobre todo sin tener una profesión segura, ya me dirás… Imagino que para mantener a la familia no contarías ni con mi ayuda (que, además, ni siquiera habría podido prestarte: en la medida necesaria, quiero decir) ni menos aún con… la de ella. Esa chica tendrá sin duda una dote magnífica —añadió—, ¡ya lo creo! Pero no me parece que tú…
—Déjate de dotes —dije—. Si nos hubiésemos querido, ¿qué importancia iba a tener la dote?
—Tienes razón —asintió mi padre—. Tienes toda la razón. Tampoco yo, cuando me prometí con mamá, en 1911, me preocupaba de esas cosas. Pero eran otros tiempos. Se podía mirar adelante, al futuro, con cierta serenidad. Y aunque el futuro no haya resultado ser después tan alegre y fácil como nosotros dos lo imaginábamos (nos casamos en 1915, como sabes, con la guerra comenzada, e inmediatamente después me presenté voluntario), la sociedad era distinta, entonces, una sociedad que daba garantías… además, yo había estudiado para médico, mientras que tú…
—¿Yo qué?
—Pues que tú, en cambio, preferiste estudiar Letras, y bien sabes que, cuando llegó el momento de decidir, yo no te puse el menor reparo. Tu pasión era ésa y los dos, tú y yo, cumplimos con nuestro deber: tú escogiendo el camino que, según sentías, debías seguir y yo no impidiéndotelo. Pero ¿y ahora? Aunque hubieses aspirado a la carrera universitaria, como profesor…
Dije que no con la cabeza.
—Peor —prosiguió él—, ¡peor aún! Es cierto que nada, ni siquiera ahora, puede impedirte seguir estudiando por tu cuenta… seguir cultivándote para probar un día, si es posible, la carrera mucho más difícil y aleatoria de escritor, de crítico militante, tipo Edoardo Scarfoglio, Vicenzo Morello, Ugo Ojetti… o bien, ¿por qué no?, de novelista, de… —y sonrió—, de poeta… Pero precisamente por eso, ¿cómo podías, a tu edad, con veintitrés años apenas y todo por hacer… cómo podías pensar en tomar mujer, en fundar una familia?
Hablaba de mi futuro literario —me decía yo— como de un sueño hermoso y seductor, pero imposible de convertir en algo concreto, real. Hablaba de eso como si él y yo estuviéramos ya muertos y ahora, desde un punto fuera del espacio y del tiempo, conversáramos juntos sobre la vida, sobre todo lo que durante nuestras respectivas vidas habría podido ser y no había sido. ¿Se pondrían de acuerdo Hitler y Stalin?, me preguntaba yo también. ¿Por qué no? Muy probablemente Hitler y Stalin se pondrían de acuerdo.
—Pero, aparte de eso —continuaba mi padre—, y aparte de muchas otras consideraciones, ¿me permites que te hable con franqueza… que te dé un consejo de amigo?
—Di, di.
—Comprendo que cuando uno, sobre todo a tu edad, pierde la cabeza por una muchacha, no se pone a calcular… Comprendo también que tu carácter es un poco especial… y no creas que hace dos años, cuando aquel desdichado del doctor Fadigati…
Desde que Fadigati había muerto, en casa no habíamos vuelto a nombrarlo. ¿A qué venía eso ahora?
Lo miré a la cara.
—¡Sí, hombre, déjame acabar! —dijo él—. Tu temperamento (me parece que tú has salido a la abuela Fanny), tu temperamento… Eres demasiado sensible, eso es, y no te contentas… siempre estás buscando…
No acabó, señalaba con la mano mundos ideales, poblados por puras quimeras.
—De todos modos, perdona que te diga —prosiguió—, pero tampoco como familia eran convenientes esos Finzi-Contini… no eran gente para nosotros… Si te hubieses casado con una muchacha de esa clase, estoy convencido de que tarde o temprano te habrías arrepentido… Sí, hombre, sí —insistió, temiendo tal vez algún gesto mío o palabra de protesta—, ya sabes cuál ha sido siempre mi opinión sobre ellos. Son diferentes… ni siquiera parecen yudim… Sí, sí, ya sé: Micòl te gustaba tanto tal vez por eso… porque era superior a nosotros… socialmente. Pero hazme caso: es mejor que haya acabado así. Dice el proverbio: «Moglie e buoi, de paesi tuoi»[33]. Y ésa, pese a las apariencias, no era de tu pueblo. Ni siquiera un poco.
Yo tenía de nuevo la cabeza gacha y la vista clavada en las manos abiertas y apoyadas en las rodillas.
—Se te pasará —seguía mi padre—. Se te pasará y mucho antes de lo que crees. Desde luego, lo siento, lo siento: me imagino lo que estás pasando en este momento. Pero también te envidio un poquito, ¿sabes? En la vida, para comprender, comprender de verdad, cómo son las cosas de este mundo, debes morir, por lo menos una vez. Conque, siendo ésa la ley, mejor morir joven, cuando aún tienes tanto tiempo por delante para levantarte y resucitar… Comprender de viejo es horrible, mucho más horrible. ¿Qué hacer? Ya no queda tiempo para volver a empezar de cero, ¡y nuestra generación se ha llevado tantas, pero es que tantas, decepciones! En cualquier caso, gracias a Dios bendito, ¡tú eres tan joven! Dentro de unos meses, ya verás, hasta te parecerá mentira haber vivido todo esto. Acaso te alegres incluso. Te sentirás más rico, no sé… más maduro…
—Esperémoslo —murmuré.
—Me alegro de haberme desahogado, de haberme quitado este peso de encima… Y ahora una última recomendación. ¿Puedo?
Asentí.
—No vuelvas más a su casa. Ponte de nuevo a estudiar, ocúpate en algo, ponte incluso a dar clases particulares, que, según he oído decir, andan tan solicitadas… Y no vuelvas más allí. Entre otras cosas, es más de hombre.
Tenía razón. Entre otras cosas, es más de hombre.
—Lo intentaré —dije, volviendo a alzar la vista—. Haré lo posible para conseguirlo.
—¡Así me gusta!
Miró la hora.
—Y ahora, vete a dormir —añadió—, que lo necesitas mucho. También yo voy a intentar cerrar los ojos un ratito.
Me levanté, me incliné sobre él para besarlo, pero el beso que intercambiamos se transformó en un abrazo largo, silencioso, tiernísimo.