8

Como ya he dicho, tras cumplirse el vigésimo día de exilio, había empezado de nuevo a frecuentar la casa de los Finzi-Contini todos los martes y viernes. Pero, como no sabía qué hacer los domingos (si hubiera querido reanudar las relaciones con los antiguos compañeros de instituto, con Nino Bottecchiari y Otello Forti, por ejemplo, o con los más recientes, de la universidad, que había conocido los últimos años en Bolonia, no habría sido posible: se habían ido de vacaciones todos), a partir de determinado momento había empezado a ir también los domingos. Y Micòl no había puesto objeción, nunca me exigía respetar al pie de la letra nuestro acuerdo.

Ahora éramos muy respetuosos el uno con el otro, demasiado incluso. Conscientes ambos de la precariedad del equilibrio que habíamos alcanzado, procurábamos no romperlo, mantenernos en una zona neutral de la que estaban excluidas tanto las frialdades excesivas como las confianzas exageradas. Si Alberto quería jugar —cosa que cada vez ocurría con menor frecuencia—, yo me prestaba de buen grado a hacer de cuarto jugador. Pero la mayoría de las veces ni siquiera me cambiaba de ropa. Prefería hacer de árbitro para los largos y reñidos partidos individuales entre Micòl y Malnate o bien, sentado bajo la sombrilla al lado del campo, hacer compañía a Alberto.

La salud de este último me preocupaba, me angustiaba. No dejaba de pensar en ella. Le miraba la cara, que la delgadez hacía parecer más larga, me detenía a comprobar a través de su cuello, que, sin embargo, había aumentado, estaba hinchado, el paso de la respiración y se me encogía el corazón. Me sentía oprimido por una secreta sensación de remordimiento. Había momentos en que habría dado cualquier cosa por verlo restablecido.

—¿Por qué no sales un poco? —le había preguntado.

Se había vuelto a mirarme.

—¿Me encuentras desmejorado?

—Hombre, tanto como desmejorado… Pero me pareces un poco más delgado, eso es. ¿Te molesta el calor?

—Bastante.

Alzó los brazos para acompañar una larga inspiración.

—Desde hace algún tiempo, chico, me cuesta mucho trabajo respirar. Marcharme… Pero ¿adónde?

—Me parece que la montaña te sentaría bien. ¿Qué piensa tu tío? ¿Te ha reconocido?

—Pues claro. Mi tío Giulio me ha asegurado que no tengo nada y debe de ser verdad, ¿no te parece?: si no, me habría recetado algo… Más aún: según él, puedo perfectamente jugar al tenis cuanto quiera. ¿Qué más se puede pedir? Seguro que es el calor lo que me abate así. En realidad, como poco, casi nada.

—Entonces, si es el calor, ¿por qué no te vas quince días a la montaña?

—¿A la montaña en agosto? ¡Qué dices! Y además… —entonces sonrió—, Juden sind unerwünscht[30] en todas partes. ¿Lo has olvidado?

—Tonterías. En San Martino de Castrozza, por ejemplo, no. A San Martino aún se puede ir, como también al Lido de Venecia, por cierto, a los Alberoni… Lo decía el Corriere della Sera la semana pasada.

—Qué tristeza. Pasar el quince de agosto en un hotel, codo con codo con deportivas multitudes de alegres Levi y Cohanim, no me apetece, lo siento. Prefiero resistir hasta septiembre.

La tarde siguiente, aprovechando el nuevo clima de intimidad que se había creado entre Malnate y yo después de que me aventurara a someter a su juicio mis versos, me decidí a hablar con él de la salud de Alberto. No había duda —dije—: En mi opinión, Alberto tenía algo. ¿No había notado con qué dificultad respiraba? ¿Y no le parecía por lo menos extraño que nadie de su casa, ni su tío ni su padre, hubiera adoptado hasta entonces la menor iniciativa para curarlo? El tío médico, el de Venecia, no creía en las medicinas, muy bien. Pero ¿y todos los demás, incluida su hermana? Tranquilos, sonrientes, seráficos: ninguno movía un dedo.

Malnate estuvo escuchándome en silencio.

—No quisiera que te alarmaras demasiado —dijo por fin, con ligero tono de embarazo en la voz—. ¿De verdad te parece tan desmejorado?

—Pero ¡Dios santo! —prorrumpí—. ¡Si en dos meses debe de haber perdido diez kilos!

—¡Un momento! ¡Mira que diez kilos son muchos!

—Si no son diez, serán siete, ocho. Por lo menos.

Calló meditabundo. Después reconoció que también él desde hacía un tiempo había advertido que Alberto no se encontraba bien. Por otra parte —añadió—, ¿estábamos seguros de verdad, nosotros dos, de no preocuparnos sin motivo? Si sus familiares más cercanos no se movían, si ni siquiera la cara del profesor Ermanno revelaba la menor inquietud, pues… El profesor Ermanno, eso: en caso de que Alberto estuviese mal de verdad, ¡era de suponer que no se le habría ocurrido siquiera hacer traer de Imola esos dos camiones de tierra roja para el campo de tenis! Y a propósito del campo de tenis, ¿sabía yo que dentro de pocos días comenzarían los trabajos para agrandar los famosos outs?

Así, hablando de Alberto y su presunta enfermedad, habíamos introducido sin darnos cuenta en nuestras conversaciones nocturnas también el tema, antes tabú, de los Finzi-Contini. Nos dábamos perfecta cuenta los dos de que caminábamos por terreno minado y, precisamente por eso, avanzábamos siempre con mucha cautela, atentísimos a no dar un paso en falso. Pero debo precisar que siempre que hablábamos de ellos como familia, como «institución» (no sé quién fue el primero en utilizar esta palabra; recuerdo que nos había gustado, que nos había hecho reír), Malnate no escatimaba las críticas, ni siquiera las más duras. ¡Qué gente más difícil! —decía—. ¡Qué curioso y absurdo nudo de contradicciones incurables representaban «socialmente»! Ciertas veces, pensando en los millares de braceros que les labraban los campos, esclavos disciplinados, sumisos, del Régimen Corporativo, casi habría preferido, antes que a ellos, a los feroces terratenientes «normales», los que en 1920, en 1921, en 1922, decididos a organizar y pagar las escuadras de apaleadores y administradores de aceite de ricino en camisa negra, no habían vacilado un momento en abrir las bolsas. Ellos, «al menos», eran fascistas. Cuando se presentara la ocasión, no habría duda, desde luego, sobre cómo tratarlos. Pero ¿los Finzi-Contini?

Y sacudía la cabeza con la expresión de quien, si quisiera, podría comprender incluso, pero no quiere, no le apetece; las sutilezas, las complicaciones, las distinciones infinitesimales, por interesantes y divertidas que sean, en determinado momento basta ya: también tienen un límite.

Una noche de la segunda mitad de agosto, ya tarde, nos habíamos detenido a beber vino en una bodega de Via Gorgadello, junto a la catedral, a pocos pasos de distancia del que hasta hacía año y medio había sido el consultorio médico del doctor Fadigati, el conocido otorrinolaringólogo. Entre un vaso y otro, había contado a Malnate la historia del doctor, del que, en los cinco meses anteriores a su suicidio «por amor», había llegado a ser tan amigo, el último que le había quedado en la ciudad (había dicho «por amor»: y Malnate no había conseguido reprimir una risita sarcástica, de tipo claramente goliárdico). De Fadigati a acabar hablando de la homosexualidad en general no había habido más que un paso. Malnate tenía, al respecto, ideas muy simples: de auténtico goy —pensaba yo para mis adentros—. Para él, los pederastas eran sólo unos «desgraciados», pobres «obsesos» de los que no valía la pena ocuparse, salvo desde el punto de vista de la medicina o la prevención social. Yo, al contrario, sostenía que el amor justifica y santifica todo, hasta la pederastia, más aún: que el amor, cuando es puro, es decir, totalmente desinteresado, es siempre anormal, asocial, etcétera: exactamente como el arte —había añadido—, que, cuando es puro y, por tanto, inútil, desagrada a todos los sacerdotes de todas las religiones, incluida la socialista.

Tras dejar de lado nuestros buenos propósitos de moderación, por una vez nos habíamos empeñado en discutir casi como en los primeros tiempos, hasta el momento en que, al darnos cuenta los dos de que estábamos un poco borrachos, habíamos estallado al unísono en una gran carcajada. Tras lo cual, después de salir de la bodega, habíamos atravesado el Listone semidesierto, habíamos subido por San Romano, para encontrarnos al final caminando sin rumbo fijo por Via delle Volte.

La calle, carente de aceras y con el empedrado lleno de hoyos, aparecía aún más oscura de lo habitual. Mientras avanzábamos casi a tientas y con la única ayuda, para guiarnos, de la luz que salía por las puertecitas entornadas de los burdeles, Malnate se había puesto a recitar como de costumbre alguna estrofa de Porta: y no ya de la Ninetta, recuerdo, sino del Marchionn di gamb avert.

Recitaba a media voz, con el tono amargo y doloroso que siempre adoptaba cuando elegía el Lament:

Finalment l’alba tance voeult spionada

l’è comparsa anca lee dai filidur…[31]

pero ahí, de pronto, se había interrumpido.

—¿Qué te parece —me preguntó, y señalaba con la cabeza a la puerta de un prostíbulo—, si entramos a ver?

La propuesta no tenía nada de excepcional. No obstante, viniendo de él, con quien yo sólo había hablado de cosas serias, me asombró y me puso violento.

—No es de los mejores —respondí—. Debe de ser de los de menos de diez liras… Pero, en fin, entremos.

Era tarde, casi la una, y la acogida que se nos reservó no fue precisamente calurosa. Empezó una vieja, una especie de campesina sentada en una silla de paja tras un batiente de la puertecita, que se puso a refunfuñar porque no quería que entráramos las bicicletas. Siguió la encargada, una mujercilla de edad indefinible, flaca, lívida, con gafas, vestida de negro como una monja, quejándose también ella por las bicicletas y por la hora que era. Luego una criada, que estaba ya limpiando los saloncitos, con escoba, plumero y mango de recogedor bajo el brazo, mientras atravesábamos la salita de la entrada, nos dirigió una mirada cargada de desprecio. Pero ni siquiera las chicas, reunidas todas a charlar pacíficamente en un único saloncito en torno a un grupito de asiduos, nos pusieron buena cara. Ninguna de ellas vino a nuestro encuentro. Y pasaron no menos de diez minutos, durante los cuales Malnate y yo, sentados uno frente al otro en el saloncito aparte al que nos había conducido la encargada, no cambiamos prácticamente una sola palabra (a través de las paredes nos llegaban las risas de las chicas, las toses y las voces somnolientas de sus clientes-amigos), antes de que una rubita de aspecto fino, con los cabellos recogidos detrás de la nuca y vestida sobriamente como una colegiala de buena familia, se decidiera a presentarse en el umbral.

No parecía demasiado molesta tampoco.

—Buenas noches —saludó.

Nos examinó tranquila, con sus azules ojos cargados de ironía. Después dijo, dirigiéndose a mí:

—Bueno, ¿qué, rubiales? ¿Hacemos algo?

—¿Cómo te llamas? —conseguí balbucir.

—Gisella.

—¿De dónde eres?

—¡De Bolonia! —exclamó, desencajando los ojos como para prometer quién sabe qué.

Pero no era cierto. Tranquilo, dueño de sí, Malnate advirtió al instante.

—¡Qué vas a ser de Bolonia! —terció—. Me parece que eres lombarda y ni siquiera de Milán. Debes de ser de la comarca de Como.

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó ella, asombrada.

A sus espaldas, entretanto, había asomado el hocico de garduña de la encargada.

—Vaya —refunfuñó—, me parece que también aquí se os va la fuerza por la boca.

—Qué va —protestó la muchacha sonriendo y señalándome—. Ese rubiales tiene intenciones serias. ¿Qué? ¿Vamos?

Me volví hacia Malnate. También él me miraba con expresión alentadora, afectuosa.

—¿Y tú? —pregunté.

Hizo un gesto vago con la mano y soltó una breve carcajada.

—No te preocupes por mí —añadió—. Anda, sube, que te espero.

Todo se desarrolló muy rápido. Cuando volvimos abajo, Malnate estaba charlando con la encargada. Había sacado la pipa: hablaba y fumaba. Se informaba sobre las «condiciones económicas» concedidas a las prostitutas, el «mecanismo» de su rotación quincenal, el «control médico», etcétera, y la mujer le respondía con el mismo celo y seriedad.

Bon —dijo por fin Malnate, al advertir mi presencia, y se puso en pie.

Pasamos al vestíbulo, fuimos hacia las bicicletas, que habíamos recostado, una sobre la otra, en la pared junto a la puerta de la calle, mientras la encargada, ahora muy amable, se adelantaba a abrir.

—Hasta la vista —se despidió Malnate.

Puso una moneda en la palma tendida de la portera y salió el primero. Gisella se había quedado atrás.

—Adiós, amor —dijo con voz cantarina—. ¡Vuelve, eh! —Bostezaba.

—Adiós —respondí, al tiempo que salía yo también.

—Buenas noches, señores —susurró respetuosa la encargada a nuestras espaldas y oí que echaba el cerrojo.

Apoyándonos en las bicicletas volvimos a subir despacio por Via Scienze hasta la esquina de Via Mazzini y después torcimos a la derecha, por el Saraceno. Ahora era sobre todo Malnate quien hablaba. En Milán, unos años antes —contaba—, él habia sido un frecuentador bastante asiduo del famoso burdel de San Pietro all’Orto, pero hasta esta noche no se le había ocurrido recoger alguna información concreta sobre las leyes que regulaban el «sistema». ¡La madre de Dios, qué vida la de las putas! ¡Y qué abyecto era el Estado, el «Estado ético», que organizaba semejante mercado de carne humana!

En ese momento se dio cuenta de mi silencio.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Te sientes mal?

—¡Qué va!

Lo oí suspirar.

Omne animal post coitum triste —dijo melancólico—. Pero no pienses en eso —prosiguió tras una pausa y cambiando de voz—. Duerme bien esta noche y verás como mañana por la mañana te encontrarás otra vez de maravilla.

—Lo sé, lo sé.

Torcimos a la izquierda, por Via Borgo di Sotto, y Malnate señaló las casuchas de la derecha, por la parte de Via Fondo Banchetto.

—Por aquí debe de vivir la maestra Trotti —dijo.

No respondí. Él tosió.

—Bueno, ¿qué? —añadió—. ¿Cómo va con Micòl?

Me asaltó de repente una gran necesidad de confiarme, de abrirle mi corazón.

—Pues mal. Estoy loco por ella.

—Hombre, de eso ya nos hemos dado cuenta —rio bonachón—. Hace tiempo. Pero ¿cómo va la cosa, ahora? ¿Sigue maltratándote?

—No. Como habrás visto, en los últimos tiempos hemos llegado a un modus vivendi.

—Sí, he notado que ya no os peleáis como antes. Me alegro de que volváis a ser amigos. Era absurdo.

La boca se me deformó en una mueca, mientras las lágrimas me nublaban la vista. Malnate advirtió al instante lo que me sucedía.

—Vamos —me exhortó turbado—, no debes desesperarte así.

Tragué saliva con esfuerzo.

—No creo que volvamos a ser amigos —susurré—. Es inútil.

—Tonterías —replicó—. ¡Si supieras cómo te aprecia! Cuando no estás y habla de ti, ¡ay de quien se atreva a tocarte! Salta como una víbora. También Alberto te estima y te aprecia. Te diré incluso que hace unos días (tal vez fuera una indiscreción por mi parte, disculpa…) les recité también a ellos tu poema. ¡Madre mía! No puede siquiera imaginar cómo les gustó: a los dos, eh, a los dos…

—¡De qué me sirve su afecto y su aprecio! —dije.

Entretanto, habíamos desembocado en la placita situada delante de la iglesia de Santa Maria in Vado. No se veía ni un alma: ni allí ni por Via Scandiana hasta el Montagnone. Nos dirigimos en silencio hacia la fuentecilla situada en uno de los lados de la plaza. Malnate se reclinó a beber y yo también bebí, tras él, y me lavé la cara.

—Mira —continuó Malnate, al tiempo que volvía a caminar—, en mi opinión, te equivocas. En épocas como ésta, nada puede contar más entre las personas que el afecto y el aprecio recíprocos, en una palabra, la amistad. Por otro lado, no me parece que… Puede ser perfectamente que con el tiempo… Por ejemplo, ¿por qué no vienes a jugar al tenis a menudo, como hace meses? ¡No es seguro ni mucho menos que la técnica de las ausencias sea la mejor! Tengo la impresión, muchacho, de que conoces poco a las mujeres.

—Pero ¡si ha sido precisamente ella la que me ha obligado a espaciar las visitas! —prorrumpí—. ¿Qué quieres? ¿Que no la obedezca? Al fin y al cabo, ¡es su casa!

Estuvo callado unos segundos, pensativo.

—Me parece imposible —dijo por fin—. Aún lo entendería si entre vosotros hubiera habido algo… grave, irreparable. Pero, en el fondo, ¿qué ha habido? —me escrutó, inseguro—. Perdona la pregunta poco… diplomática —prosiguió, y sonreía—. ¿Llegaste a besarla alguna vez, al menos?

—Pues claro, muchas veces —suspiré desesperado—, por desgracia para mí.

Entonces le conté con todo detalle la historia de nuestras relaciones, empezando por el principio y sin omitir el episodio del pasado mes de mayo, en su habitación, episodio que yo consideraba, dije, determinante en sentido negativo e irremediable. Le describí entre otras cosas cómo la besaba o, al menos, cómo en varias ocasiones, y no sólo aquella vez en su alcoba, había intentado besarla, así como las diversas reacciones de ella, unas veces más molesta y otras menos.

Me dejó desahogarme y yo estaba tan absorto, tan perdido en esas amargas evocaciones, que prestaba poca atención a su silencio, hermético de repente.

Estábamos parados ante mi casa desde hacía casi media hora. De pronto lo vi estremecerse.

—¡Caramba! —murmuró, al tiempo que miraba la hora—. Son las dos y cuarto. Tengo que irme; si no, mañana no voy a poder despertarme.

Montó en la bicicleta.

—Adiós… —se despidió—, ¡y ánimo!

Tenía un rostro extraño, noté, como ensombrecido. ¿Le habrían molestado mis confidencias?

Me quedé mirándolo mientras se alejaba veloz. Era la primera vez que me dejaba plantado de aquel modo, sin esperar a que hubiese cerrado la puerta.