No me hacía ilusiones, no. Malnate conocía perfectamente todos los motivos, sin excluir ninguno (me daba perfecta cuenta aun entonces), que me mantenían alejado de la casa de los Finzi-Contini. No obstante, en nuestras conversaciones ese tema nunca salía a relucir. Sobre el tema de los Finzi-Contini los dos mostrábamos una reserva y una delicadeza excepcionales y yo, en particular, le agradecía que fingiese creer lo que al respecto le había dicho la primera noche: que se prestara a mi juego, en una palabra, y me secundase.
Nos veíamos casi todas las noches. Desde primeros de julio el calor, que se había vuelto de pronto sofocante, había vaciado la ciudad. Por lo general, era yo quien iba a buscarlo, entre las siete y las ocho. Cuando no lo encontraba en casa, lo esperaba con paciencia, entretenido acaso con la charla de la señora Edvige. Pero la mayoría de las veces me lo encontraba ahí, solo, tendido sobre el sofá-cama en camiseta, con las manos cruzadas detrás de la nuca y los ojos fijos en el techo o, si no, sentado escribiendo una carta a su madre, a la que lo unía un afecto profundo, un poco exagerado. Apenas me veía, se apresuraba a encerrarse en el baño para afeitarse, tras lo cual salíamos juntos, y estaba claro que también cenaríamos juntos.
Solíamos ir a Giovanni y nos sentábamos fuera, frente a las torres del Castillo, altas sobre nuestras cabezas como paredes dolomíticas y, como ellas, lamidas en las cimas por la última luz del día, o a Voltini, una taberna de la zona exterior a Porta Reno, sentados a cuyas mesas, alineadas bajo un ligero pórtico que daba a mediodía, al campo, podíamos extender la mirada hasta los inmensos prados del aeropuerto. En las noches más calurosas, sin embargo, en lugar de dirigirnos hacia la ciudad, nos alejábamos de ella por el bello camino de Pontelagoscuro, cruzábamos el puente de hierro sobre el Po y pedaleando uno junto al otro en lo alto del dique, con el río a la derecha y la campiña véneta a la izquierda, al cabo de otros quince minutos llegábamos, a mitad de camino entre Pontelagoscuro y Polesella, a la aislada casona de la Dogana Vecchia, célebre por sus anguilas fritas. Comíamos siempre muy despacio. Nos quedábamos en la mesa hasta tarde, bebiendo Lambrusco y vinillo de Bosco y fumando la pipa. Ahora bien, en caso de que hubiéramos cenado en la ciudad, en determinado momento dejábamos las servilletas sobre la mesa, pagaba cada cual su cuenta y después, arrastrando las bicicletas, nos poníamos a pasear por la Giovecca, para arriba y para abajo desde el Castillo hasta la Prospettiva, o por Viale Cavour, desde el Castillo hasta la estación. Después era él, hacia medianoche por lo general, el que se ofrecía a acompañarme a casa. Echaba un vistazo al reloj, anunciaba que era hora de ir a dormir (aunque la sirena de la fábrica para ellos, los «técnicos», no sonaba hasta las ocho —añadía muchas veces, solemne—, siempre había que saltar de la cama, de todos modos, a las siete menos cuarto «como mínimo…») y, por más que insistiera yo, a veces, para acompañarlo, no habia modo de que me lo permitiese. La última imagen que conservaba de él era siempre la misma: se quedaba ahí parado en el centro de la calle y sin desmontar de la bicicleta, esperando a que yo hubiera cerrado del todo el portal delante de él.
Después de cenar, dos o tres noches acabamos en los bastiones de Porta Reno, donde, aquel verano, en la explanada que daba, por un lado, al Gasómetro y, por el otro, a Piazza Travaglio, habían instalado un Luna Park. Se trataba de un parque de atracciones de mala muerte, media docena de casetas de tiro al blanco agrupadas en torno a la carpa de lona gris remendada de un pequeño circo ecuestre. Aquel lugar me atraía. Me atraía y me conmovía la melancólica sociedad de prostitutas pobres, golfillas, soldados e infelices pederastas de suburbio que habitualmente lo frecuentaban. Citaba en voz baja a Apollinaire, citaba a Ungaretti. Y, si bien Malnate, un poco con expresión de quien se ve arrastrado contra su voluntad, me acusaba de «decadentismo de pacotilla», en el fondo también a él le gustaba, después de haber cenado en Voltini, subir allí arriba, a la polvorienta explanada, y parar a comer una raja de sandía junto a la lámpara de acetileno de un melonero o pasar veinte minutos tirando al blanco. Era un tirador excelente, el Giampi. Alto y corpulento, elegante con su sahariana bien planchada de tela color crema que había empezado a ponerse desde comienzos de verano, tranquilísimo al apuntar a través de sus gruesas gafas con montura de concha, había impresionado, seguro, a la pintada y descarada muchacha toscana —una especie de reina del lugar— en cuya caseta, en cuanto aparecíamos por la escalerita de piedra que de Piazza Travaglio llevaba a lo alto del bastión, nos invitaban imperiosamente a detenernos. Mientras Malnate disparaba, ella, la muchacha, no escatimaba sarcásticos cumplidos de connotaciones obscenas, a los que él respondía con mucho ingenio, con la tranquila desenvoltura típica de quien ha pasado bastantes horas de la primera juventud en los prostíbulos.
Una noche de agosto particularmente sofocante, nos encontramos, en cambio, con un cine al aire libre en el que echaban, recuerdo, una película alemana con Cristina Söderbaum. Habíamos entrado con el espectáculo ya empezado y, sin hacer caso a Malnate, que me repetía que anduviera con ojo, que dejase de bausciare[22], ya que, total, no valía la pena, aun antes de que nos sentáramos me había puesto a cuchichear comentarios irónicos. Le sobraba razón. En efecto, un tipo de la fila de delante, que se puso de pie de pronto contra el fondo lechoso de la pantalla, me ordenó amenazador que guardara silencio. Le repliqué con un insulto y el otro gritó: «Fora, boia d’un ebrei!»[23], al tiempo que se me echaba encima y me agarraba del cuello. Y menos mal que Malnate, sin decir palabra, se apresuró a rechazar con un empujón a mi asaltante sobre su butaca y a arrastrarme fuera.
—Eres un verdadero cretino —me regañó, después de que hubiéramos recogido a toda prisa las bicicletas, que habíamos dejado en el aparcamiento—. Y ahora scià[24], a escape, y reza a tu Dios para que ese cerdo no haya adivinado.
Así, una tras otra, pasábamos nuestras veladas, con apariencia siempre de felicitarnos mutuamente de que ahora, a diferencia de cuando Alberto estaba presente, consiguéramos conversar sin reñir, razón por la cual nunca pensamos en serio en la posibilidad de que también Alberto, tras una simple llamada por teléfono, saliera de casa y viniese con nosotros.
Ahora dejábamos de lado los temas políticos. Segurísimos los dos de que Francia e Inglaterra, cuyas misiones diplomáticas hacía tiempo que habían llegado a Moscú, acabarían entendiéndose con la URSS (el acuerdo, considerado por nosotros inevitable, salvaría tanto la independencia de Polonia como la paz y provocaría, indirectamente, además del fin del «Pacto de Acero», la caída por lo menos de Mussolini), de lo que hablábamos ahora era de literatura y arte casi siempre. Aunque con tono moderado, sin intención nunca de exagerar la polémica (por lo demás, él, de arte —afirmaba—, entendía hasta cierto punto, no era su oficio), Malnate rechazaba con firmeza y en bloque lo que yo más amaba: tanto Eliot como Montale, García Lorca como Esenin. Me escuchaba recitar conmovido Non chiederci la parola che squadri da ogni lato o fragmentos del Llanto por Ignacio y en vano esperaba yo todas las veces haberlo entusiasmado, haberlo convertido a mis gustos. Sacudiendo la cabeza, decía que no, que a él el «ciò che non siamo, ciò che non vogliamo»[25] de Montale lo dejaba frío, indiferente, pues la poesía auténtica no podía basarse en la negación (¡que no le hablase de Leopardi, por favor! Leopardi era otra cosa y, además, había escrito la Ginestra, que no lo olvidase…), sino, al contrario, en la afirmación, en el sí que el Poeta, en último análisis, ha de elevar por fuerza contra la hostil Naturaleza y la Muerte.
Ni siquiera los cuadros de Morandi le convencían —decía—: Cosas finas, delicadas, sin duda, pero demasiado «subjetivas» y «desarraigadas», según él. El miedo a la realidad, el miedo al error: eso era lo que expresaban en el fondo los bodegones de Morandi, sus famosos cuadros de botellas y florecillas, y el miedo, también en el arte, siempre ha sido pésimo consejero… A lo que, no sin maldecirlo en secreto, yo no encontraba argumento que oponer. La idea de que el día siguiente por la tarde, él, el afortunado, vería sin duda a Alberto y Micòl, y hablaría tal vez de mí con ellos, bastaba para hacerme renunciar a cualquier veleidad de rebelión, para mantenerme encerrado dentro de mi concha.
No obstante, yo tascaba el freno.
—Bueno, también tú, al fin y al cabo —objeté una noche—, adoptas ante la literatura contemporánea, la única viva, la misma negación radical que, en cambio, no soportas cuando ella, nuestra literatura, la ejerce frente a la vida. ¿Te parece justo? Tus poetas ideales siguen siendo Victor Hugo y Carducci. Reconócelo.
—¿Por qué no? —respondió—. En mi opinión, los poemas republicanos de Carducci, los anteriores a su conversión política o, mejor dicho, a su chochez neoclásica y monárquica, están por descubrir todos. ¿Los has releído hace poco? Prueba y verás.
Respondí que no los había releído y que no tenía el menor deseo de hacerlo. Para mí, hasta esos seguían siendo «trompetazos» hueros, hinchados de retórica patriotera. Incomprensibles, incluso. Y divertidas, si acaso, por eso: por ser comprensibles y, por tanto, en el fondo «surreales».
Sin embargo, otra noche, no tanto porque quisiera lucirme cuanto impulsado tal vez por la vaga necesidad de confesarme, de vaciar el saco, que desde hacía tiempo sentía apremiarme dentro, cedí a la tentación de recitarle un poema mío. Lo había escrito en el tren, de vuelta de Bolonia tras la lectura de la tesis del doctorado y, si bien por unas semanas había seguido creyendo que reflejaba fielmente mi profunda desolación de aquellos días, el horror que por mí mismo sentía entonces, ahora, a medida que se la decía a Malnate, veía bien claro, con malestar más que temor, todo su carácter falso y literario. Caminábamos por la Giovecca, allá abajo, por el lado de la Prospettiva, más allá de la cual la oscuridad del campo aparecía espesa, una especie de muralla negra. Recitaba despacio, esforzándome por poner en evidencia el ritmo, cargando de emoción la voz en mi intento de hacer pasar por buena mi pobre mercancía deteriorada, pero cada vez más convencido, a medida que me acercaba al final, del inevitable fracaso de mi exhibición.
Y, sin embargo, me equivocaba. Apenas hube acabado, Malnate me miró con extraordinaria seriedad y después, dejándome con la boca abierta, me aseguró que el poema le había gustado mucho, muchísimo. Me pidió que se lo recitara otra vez (cosa que enseguida hice). Tras lo cual me salió con que, en su modesta opinión, mi «lírica», por sí sola, valía más que todos «los penosos conatos de Montale y de Ungaretti juntos». Notaba dolor de verdad en ella, un «compromiso moral» absolutamente nuevo, auténtico. ¿Era sincero, Malnate? Al menos, en aquella ocasión, creo que sí. Lo cierto es que, a partir de aquella noche, comenzó a repetir de continuo mis versos en voz alta y afirmaba que en aquellas pocas líneas se podía vislumbrar una «apertura» para una poesía, como la italiana contemporánea, encallada en los tristes bajíos del caligrafismo y el hermetismo. En cuanto a mí, no me avergüenza confesar que entonces quedarme escuchándolo me desagradaba mucho menos. Ante sus hiperbólicos elogios, me limitaba a aventurar de vez en cuando alguna débil protesta, con el corazón henchico de una gratitud y una esperanza bastante más conmovedoras que abyectas, pensándolo bien.
En cualquier caso, por lo que se refiere a los gustos de Malnate en materia de poesía, aquí siento la obligación de añadir que ni Carducci ni Victor Hugo eran sus auténticos autores preferidos. A Carducci y a Hugo los respetaba: como antifascista, como marxista. Pero, como buen milanés, su gran pasión era Porta, un poeta al que yo, antes, siempre había considerado menor que Belli, pero no, me equivocaba —sostenía Malnate—: ¿Es que iba a comparar acaso la monotonía fúnebre y «contrarreformista» de Belli con la variada y cálida humanidad de Porta?
Podía repetirme de memoria centenares de versos:
Bravo el mè Baldissar! Bravo el mè nan!
L’eva poeù vora de vegnì a trovamm:
t’el seet mattascion porch, che maneman
l’è on mes che no te vegnet a ciollamm?
Ah Cristo! Cristo! com’hin frecc sti man![26]
se ponía a declamar con su gruesa y un poco ronca voz milanesa, todas las veces que nos acercábamos paseando a Via Sacca, a Via Colomba, o subíamos despacio por Via delle Volte atisbando por las puertas entornadas los interiores iluminados de los prostíbulos. Se sabía completa la Ninetta del Verzee y fue precisamente él quien me la descubrió.
Amenazándome con el dedo, guiñándome el ojo con expresión picaresca y alusiva (alusiva a algún remoto episodio de su adolescencia milanesa, suponía yo), susurraba con frecuencia:
Nò Ghittin: no sont capazz
de traditt: nò, stà pur franca.
Mettem minga insemma a mazz
coj gingitt e cont i s’cianca…[27]
etcétera. O, en tono afligido, amargo, comenzaba:
Paracar, che scappee de Lombardia.[28]
subrayando cada verso del soneto con guiños, dedicados, ya no a los franceses de Napoleón, sino a los fascistas, naturalmente.
El mismo entusiasmo e identificación traslucía al citar también las poesías de Ragazzoni y Delio Tessa: de Tessa, en particular, a quien, sin embargo —y no dejé de hacérselo notar una vez—, no me parecía se pudiese calificar de poeta «clásico», pues rebosaba sensibilidad crepuscular y decadente. Pero la realidad es que cualquier cosa que tuviese algo que ver con Milán y su dialecto lo predisponía siempre a una extraordinaria indulgencia. De Milán aceptaba todo, sonreía bonachón ante todo. En Milán, hasta el decadentismo literario, hasta el fascismo, tenían algo positivo.
Recitaba:
Pensa ed opra, varda e scolta,
tant se viv e tant se impara:
mi, quand nassi on’altra volta,
nassi on gatt de portinara!
Per esempi, in Rugabella,
nassi el gatt del sur Pinin…
… scartoseij de coradella,
polpa e fidegh, barttin
del patron per dormigh sora…[29]
y se reía solo, se reía lleno de ternura y nostalgia.
Yo no comprendía todas las palabras milanesas, claro está, y, cuando no comprendía, le preguntaba.
—Perdona, Giampi —le pregunté una noche—, Rugabella, ¿qué es? En Milán he estado, desde luego, pero no puedo decir que lo conozca. ¿Me creerás? Tal vez sea la ciudad en que peor me oriento: peor aún que en Venecia.
—Pero ¡cómo! —saltó con extraño ímpetu—. ¡Si es una ciudad tan clara, tan racional! ¡No comprendo cómo puedes tener el valor de compararla con esa especie de opresivo retrete inundado que es Venecia!
Pero después, tras serenarse de repente, me explicó que Rugabella era una calle, la vieja calle no demasiado lejana de la catedral en la que había nacido él, aún vivían sus padres y dentro de pocos meses, tal vez antes del final de año (¡siempre que en la Dirección General, la de Milán, no tiraran al cesto su solicitud de traslado!), esperaba volver a vivir también él. Porque, a ver si nos entendíamos —precisó—, Ferrara era una población grande y hermosa, viva, interesante en muchos aspectos, incluido el político. Más aún: consideraba muy importante, por no decir fundamental, la experiencia de los dos años que en ella había pasado. Pero la casa propia es siempre la casa propia, la madre es siempre la madre y al cielo de Lombardía, «tan hermoso cuando está hermoso», no había ningún otro cielo en el mundo, al menos para él, que pudiera compararse.