Aunque el esfuerzo, sobre todo al principio, era durísimo, me impuse por una especie de pundonor el deber de someterme escrupuloso a las prohibiciones de Micòl. Baste decir que, tras haberme doctorado el 29 de junio y haber recibido enseguida del profesor Ermanno una calurosa tarjeta de felicitación, en la que, entre otras cosas, iba incluida una invitación a cenar, consideré oportuno responder que no, que lo sentía, pero no podía. Escribí que sufría de amigdalitis y que mi padre me tenía prohibido salir por la noche. No obstante, lo único que me había inducido a decir que no había sido que de los veinte días de separación que me había impuesto Micòl sólo hubiesen pasado dieciséis.
El esfuerzo era durísimo. Y, si bien esperaba encontrar tarde o temprano alguna compensación, mi esperanza seguía siendo vaga, satisfecho como me sentía de obedecer a Micòl y, mediante la obediencia, mantenerme unido a ella y a los lugares paradisíacos de los que aún me veía excluido. Si antes había tenido siempre algo que reprocharle, a Micòl, ahora nada ya, el único culpable era yo, sólo yo. ¡Cuántos errores había cometido! —me decía—. Recordaba todas las ocasiones en que había conseguido, con violencia muchas de ellas, besarla en los labios, pero exclusivamente para darle la razón a ella, que, aun resistiéndose, me había soportado por tanto tiempo, y avergonzarme de mi libido de sátiro, disfrazado de sentimentalidad e idealismo. Transcurridos los veinte días, me aventuré a reaparecer y en adelante me atuve disciplinado a las dos visitas semanales. Pero no por ello descendió Micòl del pedestal de pureza y superioridad moral en que, desde que había partido para el exilio, la había colocado yo. Ella siguió allá arriba. Y yo me consideraba afortunado de poder seguir admirando su lejana imagen, bella por dentro no menos que por fuera. «Como la verdad / como ella triste y bella…»: estos dos primeros versos de un poema que nunca acabé, pese a haberlos escrito mucho después, en Roma, nada más acabar la guerra, se refieren a la Micòl de agosto de 1939, a como la veía entonces.
Expulsado del Paraíso, esperaba en silencio mi readmisión. Pero sufría: ciertos días atrozmente. Y había sido por aliviar en cierto modo el peso de una lejanía y una soledad con frecuencia intolerables por lo que una semana después, más o menos, de mi última y desastrosa conversación con Micòl, se me había ocurrido la idea de ir a buscar a Malnate, mantener contacto al menos con él.
Sabía dónde encontrarlo. Como en tiempos el profesor Meldolesi, también él vivía en el barrio de hotelitos situado justo a la salida de Porta San Benedetto, entre la Perrera y la curva del Doro. En aquellos tiempos, antes de que la especulación inmobiliaria de estos últimos quince años la alterara, la zona, aunque un poco gris y modesta, no tenía aspecto desagradable ni mucho menos. Los hotelitos, todos de dos pisos y con su jardincito, pertenecían por lo general a magistrados, profesores, funcionarios, empleados municipales, etcétera, a quienes, al pasar en verano por allí después de las seis de la tarde, no era difícil descubrir a través de los barrotes de las híspidas verjas, dedicados, tal vez en pijama, a regar, podar, escardar activamente. El dueño de la casa de Malnate era precisamente un juez del tribunal: un siciliano de unos cincuenta años, delgadísimo, con una gran cabellera gris. Nada más divisarme montado aún en la bicicleta, aferrado con ambas manos a las lanzas de la verja y curioseando dentro del jardín, dejó en el suelo la manguera que utilizaba para regar los arriates.
—¿Qué desea? —preguntó, al tiempo que se acercaba.
—¿Vive aquí el doctor Malnate?
—Sí, aquí vive. ¿Por qué?
—¿Está en casa?
—No sé. ¿Está usted citado con él?
—Soy amigo suyo. Pasaba por aquí y he pensado en detenerme un momento a saludarlo.
Entretanto, el juez había acabado de recorrer la decena de metros que nos separaban. Ahora veía sólo la parte superior de su rostro huesudo, fanático, sus ojos negros, penetrantes como alfileres, asomando por encima de la plancha que cubría, a la altura de un hombre, las lanzas de la verja. Me escrutaba con desconfianza. No obstante, el examen debió de concluir a mi favor, porque casi al instante sonó la cerradura y pude entrar.
—Vaya por allí —dijo por fin el juez Lalumìa, al tiempo que alzaba su esquelético brazo—, y siga la acera que gira por detrás de la casa. La puertecita de la planta baja es la del apartamento del doctor. Llame al timbre. Puede que esté. Y, si no está, le abrirá la puerta mi esposa, que en este momento debe de estar abajo, haciéndole la cama.
Dicho esto, me volvió la espalda y, sin ocuparse más de mí, volvió a su manguera.
En lugar de Malnate, en el umbral de la puertecilla indicada apareció una mujerona en bata, madura, rubia y despampanante.
—Buenas tardes —dije—. Buscaba al doctor Malnate.
—Aún no ha vuelto —respondió con la mayor amabilidad la señora Lalumìa—, pero no debería tardar. Casi todas las tardes, al salir de la fábrica, va a jugar al tenis a casa de los señores Finzi-Contini, verdad, los que viven en Corso Ercole I… Pero de un momento a otro, como digo, debería estar aquí. Antes de ir a cenar —dio sonriendo y bajando como arrobada los párpados—, pasa siempre por casa a ver si hay correo.
Dije que volvería más tarde e hice ademán de coger de nuevo la bicicleta, que había apoyado en la pared, junto a la puerta. Pero la señora insistió para que me quedara. Quiso que entrase, que me sentara en una butaca, y al tiempo, de pie ante mí, me informaba de que era ferraresa, «ferraresa de pura cepa», de que conocía muy bien a mi familia y a mi madre sobre todo. «Su mamá», de la que «hace algo así como cuarenta años» (al decir esto volvió a sonreír y a bajar los párpados) había sido compañera de clase en la escuela elemental Regina Elena, la que está cerca de la iglesia de San Giuseppe, en Carlo Mayr. ¿Cómo estaba mi mamá? —preguntó—. Que no me olvidara, por favor, de saludarla de parte de Edvige, de Edvige Santini, que mi mamá comprendería enseguida, seguro. Habló de la guerra tal vez inminente, aludió con un suspiro y sacudiendo la cabeza a las leyes raciales, añadió que, como desde hacía unos días se había quedado sin la «doncella», tenía que ocuparse ella de todo, incluida la cocina, tras lo cual se disculpó y me dejó solo.
Cuando hubo salido la señora, miré a mi alrededor. El cuarto, espacioso pero de techo bajo, además de para dormir, debía de servir también de estudio y salón. Eran las ocho pasadas. Los rayos del ocaso, que penetraban por la amplia ventana horizontal, iluminaban el polvillo del aire. Observé el mobiliario: el sofá-cama, a medias cama y a medias sofá, como confirmaban la triste colcha de algodón con flores rojas que disimulaba el colchón y el gran almohadón blanco, descubierto y aislado en un extremo; la mesita negra, de estilo vagamente oriental, colocada entre el sofá-cama y la única butaca, imitación de piel, en la que estaba yo sentado; las pantallas de falso pergamino colocadas casi por todas partes; el aparato del teléfono color crema, que destacaba sobre el negro fúnebre de un destartalado escritorio de abogado, lleno de cajones; los cuadritos al óleo colgados en las paredes. Y, aunque estaba pensando en el descaro del Giampi al hacer ascos a los muebles modernistas de Alberto (¿era posible que su moralismo, que lo volvía censor tan riguroso de los demás, le permitiese después tanta indulgencia para consigo mismo y sus cosas?), de repente, al sentir que se me encogía el corazón de improviso pensando en Micòl —y era como si hubiese sido ella misma la que me lo oprimiera, con su mano—, renové el solemne propósito de ser bueno con Malnate, de no discutir más, no pelear más. Cuando se lo contaran, Micòl tendría en cuenta también eso.
Sonó, lejana, la sirena de una de las fábricas de azúcar de Pontelagoscuro. Poco después, pasos pesados hicieron crujir la grava del jardín. La voz del juez se elevó muy cerca, al otro lado de la pared.
—Eh, doctor —decía, con marcada entonación nasal—, tiene usted un amigo en casa esperándole.
—¿Un amigo? —dijo Malnate, frío—. ¿Quién puede ser?
—Vaya, vaya… —lo animó el otro—. Le digo que es un amigo.
Alto, grueso, más alto y grueso que nunca tal vez por el efecto del techo bajo, Malnate apareció en el umbral.
—Pero ¡hombre! —exclamó, con ojos como platos por el asombro y ajustándose las gafas en la nariz.
Avanzó, me estrechó con fuerza la mano, me dio varias palmadas en un hombro, y era muy extraño, para mí, que desde que nos habíamos conocido lo había tenido siempre en contra, verlo tan amable, atento, dispuesto a comunicar. ¿Qué sucedía? —me preguntaba, confuso—. ¿Había madurado también en él la decisión de cambiar de actitud hacia mí? Quién sabe. Lo cierto es que ahora, en su casa, no había nada en él del duro contradictor con el que, ante los atentos ojos de Alberto y Micòl, había yo combatido tantas veces. Me había bastado verlo y había comprendido: entre nosotros dos, fuera de la casa de los Finzi-Contini (¡y pensar que en los últimos tiempos nos habíamos peleado hasta el punto de ofendernos y llegar casi a las manos!), cualquier motivo de choque estaba destinado a desaparecer, a disolverse como niebla al sol.
Entretanto, Malnate hablaba: locuaz y cordial de modo increíble. Me preguntó si al cruzar el jardín me había encontrado con el dueño de la casa y si éste había estado cortés. Respondí que lo había visto y describí la escena riendo.
—Menos mal.
Siguió informándome sobre el juez y su esposa, sin darme tiempo a advertirle que había hablado un poco con los dos: personas excelentes —dijo—, si bien un poco pelmas en conjunto con su unánime pretensión de protegerlo contra las insidias y los peligros del «vasto mundo». Aunque antifascista convencido (era monárquico acérrimo), el señor juez no quería líos, por lo que estaba de continua alerta, por miedo, claro está, a que él, en quien con intuición se podía reconocer a un más que probable cliente futuro del Tribunal Especial (así se había expresado varias veces), le trajera a casa a escondidas tipos peligrosos: algún ex desterrado, algún vigilado, algún subversivo. En cuanto a la señora Edvige, también ella estaba siempre alerta. Pasaba días enteros apostada tras las rendijas de las persianas del primer piso o se le presentaba en la puerta hasta de noche, después de haberlo oído volver a casa. Pero sus inquietudes eran muy distintas. Como buena ferraresa (porque era ferraresa, la señora, Santini de soltera), ella sabía muy bien, aseguraba, cómo estaban hechas las mujeres de la ciudad, casadas y solteras. En su opinión, un joven solo, forastero, con carrera y pisito con puerta independiente, en Ferrara podía considerarse perdido: dale que dale, en poco tiempo las mujeres le dejarían la columna vertebral reducida a un auténtico oss boeucc (hueso hueco). ¿Y él? Él, por supuesto, había procurado siempre tranquilizarla, a la patrona. Pero era evidente: sólo cuando hubiese conseguido transformarlo en un triste huésped en camiseta, pantalón de pijama y zapatillas, con la nariz eternamente encima de las ollas de la cocina, se quedaría tranquila la «señora» Lalumìa.
—Bueno, en el fondo, ¿por qué no? —objeté—. Me parece haberte oído refunfuñar con frecuencia contra restaurantes y tabernas.
—Es cierto —reconoció con extraordinaria docilidad: una docilidad que no cesaba de asombrarme—. Por otro lado, es inútil. La libertad humana es sin duda algo hermoso, pero si en determinado momento no encuentra uno límites —al decir esto guiñó el ojo—, ¿adónde iríamos a parar?
Empezaba a oscurecer. Malnate se levantó del sofá-cama en que se había tendido cuan largo era, fue a encender la luz y después pasó al baño. Se sentía la barba un poco larga —dijo desde el baño—. ¿Le daba tiempo a afeitarse? Después saldríamos juntos.
Seguimos conversando así: él desde el baño, yo desde la habitación.
Contó que también aquella tarde había estado en la casa de los Finzi-Contini, que venía de allí ahora. Habían jugado por más de dos horas: primero Micòl y él, después Alberto y él y, por último, los tres juntos. ¿Me gustaban a mí los partidos a la americana?
—No demasiado —respondí.
—Comprendo —convino—. Para ti, que sabes jugar, comprendo que los partidos a la americana no tengan demasiado sentido. Pero son divertidos.
—¿Quién ha ganado?
—¿El partido a la americana?
—Sí.
—¡Micòl, naturalmente! —dijo riéndose—. Cualquiera puede con ésa. Hasta en el campo de tenis es una auténtica fiera…
Me preguntó después por qué no había vuelto a aparecer desde hacía unos días. ¿Qué? ¿Había estado de viaje?
Y yo, recordando lo que Micòl me había dicho, es decir, que nadie me creía cuando, dspués de cada período de ausencia, contaba que había estado fuera, de viaje, respondí que me había cansado, que muchas veces, en los últimos tiempos, había tenido la impresión de no caer bien, sobre todo a Micòl, y que por eso había decidido «alejarme un poco».
—Pero ¡qué dices! —dijo él—. En mi opinión, Micòl no tiene nada contra ti. ¿Estás seguro de no equivocarte?
—Segurísimo.
—Pues sí… —suspiró.
No añadió nada y también yo guardé silencio. Al cabo de poco, salió del baño, afeitado y sonriente. Advirtió que yo estaba examinando los feos cuadros colgados en las paredes.
—Bueno, ¿qué? —preguntó—. ¿Qué te parece mi guarida? Aún no me has dado tu opinión.
Sonreía burlón como siempre, mientras esperaba al acecho mi respuesta, pero al mismo tiempo, se lo leía yo en los ojos, decidido a no pelear.
—Te envidio —respondí—. ¡Si pudiera tener también yo algo así a mi disposición! Siempre lo he soñado.
Me lanzó una mirada complacida. De acuerdo —asintió—: También él se daba perfecta cuenta de las limitaciones del matrimonio Lalumìa en materia de decoración. Pero su gusto, típico de la pequeña burguesía («que por algo», observó entre paréntesis, «constituye el nervio, la espina dorsal de la nación»), tenía, de todos modos, siempre algo vivo, vital, sano: y ello probablemente en relación directamente proporcional con su propia trivialidad y vulgaridad.
—Al fin y al cabo, los objetos no son sino objetos —exclamó—. ¿Por qué dejarse esclavizar por ellos?
Que me fijara en Alberto —continuó—. ¡La Virgen! A fuerza de rodearse de cosas exquisitas, perfectas, sin errores, también él un día acabaría volviéndose…
Se dirigió hacia la puerta, sin acabar la frase.
—¿Cómo está? —pregunté.
Yo me había levantado, a mi vez, y lo había alcanzado en el umbral.
—¿Quién? ¿Alberto? —dijo estremeciéndose.
Asentí.
—Pues, sí —continué—. En los últimos tiempos me ha parecido un poco cansado, un poco cascado. ¿No crees? Tengo la impresión de que no se encuentra bien.
Se encogió de hombros y después apagó la luz. Me precedió afuera, en la oscuridad, y no dijo nada más hasta llegar a la verja, salvo para responder a medio camino a las «buenas noches» de la señora Lalumìa, asomada a una ventana, y para proponerme, ya en la puerta, que fuera a cenar con él, a Giovanni.