El largo período de tiempo que siguió, hasta los fatales últimos días de agosto de 1939, es decir, hasta la víspera de la invasión nazi de Polonia y de la drôle de guerre, lo recuerdo como una especie de descenso lento y progresivo en el embudo sin fondo del Maelström. Dueños exclusivos del campo de tenis, que pronto habían cubierto de una capa de un palmo por lo menos de tierra roja de Imola, habíamos quedado cuatro: Micòl, Alberto, Malnate y yo (con Bruno Lattes, perdido, era de suponer, tras las huellas de Adriana Trentini, no había que contar). Variando las parejas, pasábamos tardes enteras en largas partidas de dobles y Alberto, pese a su jadeo y cansancio, siempre estaba dispuesto, a saber por qué, a volver a empezar, a no darnos ni darse tregua ninguna.
¿Por qué motivo me obstinaba en volver cada día a un lugar donde, lo sabía, no podía recibir sino humillaciones y amargura? No sabría decirlo exactamente. Tal vez esperara un milagro, un brusco cambio de la situación, o acaso fuera en busca precisamente de humillaciones y amargura… Jugábamos al tenis o bien, echados a la sombra en cuatro chaises longues, frente a la Hütte, hablábamos sobre los temas habituales de arte y política. Pero cuando después proponía yo a Micòl, que en el fondo había seguido mostrándose amable y a veces afectuosa incluso, un paseo por el jardín, era muy raro que ella dijese que sí. Si accedía, nunca me seguía de buen grado, sino con una expresión entre disgustada y paciente siempre, que me inducía enseguida a lamentar haberla alejado de Alberto y Malnate.
Y, sin embargo, no me daba por vencido, no me resignaba. Dividido entre el impulso de romper, de desaparecer para siempre, y el opuesto de no renunciar a estar allí, de no ceder a ningún precio, acababa en la práctica no faltando nunca. A veces, es cierto, bastaba una mirada de Micòl más fría de lo habitual, un gesto suyo de intolerancia, una mueca suya de sarcasmo o de hastío, para que creyera con toda sinceridad haber decidido y cortado. Pero ¿cuánto resistiría alejado? Tres, cuatro días como máximo. El quinto, allí me teníais de nuevo, con el rostro alegre y desenfadado de quien regresa de un viaje muy provechoso (hablaba siempre de viajes, al reaparecer, viajes a Milán, a Florencia, a Roma: ¡y menos mal que los tres hacían como que me creían!), pero con el corazón exasperado y con los ojos que ya empezaban otra vez a buscar en los de Micòl una respuesta imposible. Era ésa la hora de las «escenas conyugales», como las llamaba ella. En ellas, cuando se me presentaba la ocasión, intentaba incluso besarla. Y ella se resignaba, nunca se mostraba descortés.
Sin embargo, una tarde de junio, hacia mediados de mes, las cosas fueron de modo distinto.
Nos habíamos sentado uno junto a otro en los escalones exteriores de la Hütte y, aunque ya eran las ocho y media, más o menos, aún se veía. Yo miraba a Perotti, a distancia, ocupado en desmontar y enrollar la red del campo, cuyo terreno, desde que había llegado de Romaña el nuevo polvo rojo, nunca le parecía bastante cuidado. Malnate estaba duchándose dentro de la cabaña (lo oíamos a nuestras espaldas resoplar ruidoso bajo el chorro de agua caliente); Alberto se había despedido poco antes con un melancólico «bai-bai». Nos habíamos quedado los dos solos, en una palabra, Micòl y yo, y enseguida había aprovechado yo para reanudar mi aburrido, absurdo y eterno asedio. Insistía como siempre en el intento de convencerla de que se equivocaba al considerar inoportuna una relación sentimental entre nosotros; como siempre, la acusaba (con mala fe) de haberme mentido, cuando, apenas un mes antes, me había asegurado que entre ella y yo no había nadie por medio. Según yo, en cambio, alguien había por medio o al menos lo había habido, en Venecia, durante el invierno.
—Te repito por enésima vez que te equivocas —decía Micòl en voz baja—, pero sé que es inútil, sé muy bien que mañana volverás a la carga con las mismas historias. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que intrigo en secreto? ¿Que tengo una doble vida? Si eso es lo que quieres simplemente, puedo darte ese gusto.
—No, Micòl —respondía yo en voz igualmente baja, pero más excitada—. Seré cualquier cosa, menos masoquista. ¡Si tú supieras lo normales que son, lo terriblemente triviales que son mis aspiraciones! Ríete, si quieres. Si algo desearía, sería esto: oírte jurar que lo que me has dicho es verdad y creerte.
—Por mí, te lo juro al instante. Pero ¿me creerías?
—No.
—¡Peor para ti, entonces!
—Desde luego, peor para mí. Pero si pudiera de verdad creerte…
—¿Qué harías? Vamos a ver.
—Oh, cosas muy normales también, triviales, ¡eso es lo malo! Esto, por ejemplo.
Le cogí las manos y me puse a cubrírselas de besos y lágrimas.
Por un momento me dejó hacerlo. Yo ocultaba la cabeza contra sus rodillas y el olor de su piel lisa y tierna, ligeramente salada, me aturdía. La besé ahí, en las piernas.
—Ahora se acabó —dijo.
Separó las manos de las mías y se puso de pie.
—Adiós, tengo frío —prosiguió—, he de volver a casa. La mesa ya estará puesta y aún tengo que lavarme y vestirme. Levántate, anda, no te comportes como un niño.
—¡Adiós! —gritó después, dirigiéndose a la Hütte—. Yo me voy.
—Adiós —respondió desde dentro Malnate—. Gracias.
—Hasta luego. ¿Vienes mañana?
—Mañana no sé. Ya veremos.
Separados por la bicicleta, a cuyo manillar me aferraba yo espasmódicamente, nos encaminamos en dirección de la magna domus, alta y oscura en el aire lleno de mosquitos y murciélagos del ocaso estival. Callábamos. Un carro abarrotado de heno y tirado por una yunta de bueyes venía en sentido contrario al nuestro. Sentado encima iba uno de los hijos de Perotti, que, al cruzarse con nosotros, se quitó la gorra y nos dio las buenas tardes. Aunque acusaba a Micòl sin convicción, igual me habría gustado gritarle que dejara de hacer comedia, insultarla, darle bofetadas incluso. Pero ¿y después? ¿Qué habría sacado con eso?
Igualmente me equivoqué.
—Es inútil que lo niegues —dije—, pues sé hasta quién es la persona.
Apenas había acabado de pronunciar esas palabras, cuando ya me había arrepentido de haberlo hecho.
Me miró seria, dolorida.
—Eso —dijo—, y ahora, según tus previsiones, yo debería desafiarte acaso a revelar el nombre y apellido que tú te imaginas, si es que te lo imaginas. Basta así, de todos modos. No quiero saber más. Pero, llegados a este punto, te agradecería que de ahora en adelante te mostraras un poco menos asiduo… sí… que vinieras a nuestra casa con menor frecuencia, en una palabra. Te lo digo francamente: si no temiese provocar las habladurías de la familia, cómo así, por qué, etcétera, te rogaría que no volvieras nunca, nunca más.
—Discúlpame —murmuré.
—No, no puedo disculparte —replicó ella, sacudiendo la cabeza—. Si lo hiciera, dentro de unos días volverías a empezar.
Añadió que desde hacía mucho tiempo mi comportamiento no era digno: ni para mí, ni para ella. Ella me había dicho y repetido mil veces que era inútil, que no intentara transponer nuestras relaciones a un plano diferente del de la amistad y el afecto. Pero qué va. Apenas podía, yo, al contrario, me echaba encima con besos y demás, como si no supiera que en situaciones como la nuestra no hay nada más antipático y contraindicado. ¡Santo Dios! ¿Era posible que no consiguiese dominarme? Si entre nosotros hubiera habido antes un vínculo físico un poco más profundo que el determinado por algún beso, entonces si que habría podido comprender que yo… que ella me hubiera entrado, por así decir, dentro de la piel. Pero, dadas las relaciones que siempre había habido entre nosotros, mi afán por abrazarla, por frotarme contra ella, no era probablemente sino señal de una sola cosa: de mi substancial insensibilidad, mi incapacidad constitucional para querer de verdad. Y, además, a ver: ¿qué significaban las ausencias repentinas, los regresos bruscos, las miradas inquisitoriales o «trágicas», los silencios enfurruñados, los desaires, las insinuaciones estrambóticas: todo el repertorio de actos irreflexivos y embarazosos que exhibía incansable, sin el menor pudor? Si hubiera reservado las «escenas conyugales» para ella, estando a solas, paciencia. Pero que también su hermano y Malnate tuvieran que ser espectadores, eso no, no y no.
—Me parece que ahora exageras —dije—. ¿Cuándo te he hecho escenas delante de Malnate y de Alberto?
—Siempre, continuamente —replicó.
Siempre que volvía después de una semana de ausencia —prosiguió—, diciendo, qué sé yo, que había estado en Roma, y al tiempo venga a reír, con carcajadas nerviosas, de loco, sin razón alguna, ¿creía acaso que Alberto y Malnate no comprendían que estaba contando mentiras, que no había estado en Roma ni mucho menos y que mis estallidos de hilaridad «tipo Cena delle beffe » los dedicaba a ella? Y en las discusiones, cuando saltaba aullando y renegando como un obseso, con el resultado de crear a cada paso cuestiones personales (un día u otro el Giampi acabaría enfadándose y no le faltaría razón, ¡pobrecillo también él!), ¿creía acaso que la gente no se daba cuenta de que ella era la causa, si bien inocente, de mis exaltaciones?
—Comprendo —dije, bajando la cabeza—. Comprendo que no quieras verme más.
—La culpa no es mía. Has sido tú quien te has vuelto poco a poco insoportable.
—Has dicho, de todos modos —balbucí tras una pausa—, que puedo volver de vez en cuando, mejor dicho, que debo. ¿No es así?
—Sí.
—Bueno… entonces, decide tú. ¿Qué debo hacer para no equivocarme?
—Pues, no sé —respondió encogiéndose de hombros—. Me parece que, al principio, deberías estar al menos veinte días sin venir. Después puedes volver a empezar, si tanto te interesa. Pero, te lo suplico, aun después no te presentes más de dos veces a la semana.
—Martes y viernes, ¿te parece? Como a clase de piano.
—Estúpido —rezongó, sonriendo contra su voluntad—, que eres un estúpido.