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Pero lo peor no empezó hasta unos veinte días después, cuando hube regresado del viaje a Francia que hice en la segunda quincena de abril.

Había ido a Francia, a Grenoble, por un motivo muy concreto. Los pocos centenares de liras al mes que estaba permitido enviar a mi hermano Ernesto por medios legales no le bastaban, como él mismo repetía de continuo en sus cartas, sino para pagar el alquiler de la habitación donde dormía, en Place Vaucanson. Urgía, pues, proveerlo de más dinero. Y había sido mi padre, una noche que yo había vuelto a casa más tarde de lo habitual (me había esperado despierto a propósito para hablarme), quien había insistido para que fuera yo a llevárselo en persona. ¿Por qué no aprovechaba la ocasión? Respirar una bocanada de aire distinto «del de aquí», ver un poco de mundo, distraerme: ¡eso era lo que debía hacer! Me probaría bien tanto física como moralmente.

Conque me había ido. Me había detenido dos horas en Turín, cuatro en Chambéry y, por fin, había llegado a Grenoble. En la pensión a la que Ernesto iba para las comidas había conocido enseguida a varios estudiantes italianos, todos en las mismas condiciones que mi hermano y todos matriculados en la Escuela Politécnica: un Levi de Turín, un Segre de Saluzzo, un Sorani de Trieste, un Cantoni de Mantua, un Castelnuovo de Florencia, un Pincherle de Roma. No me había unido a ninguno de ellos durante la docena de días que me había quedado, la mayor parte del tiempo lo había pasado en la Biblioteca Municipal hojeando manuscritos de Stendhal. Hacía frío, en Grenoble, llovía. Las montañas que rodeaban la población raras veces dejaban vislumbrar las cimas ocultas por la nieve y las nubes, mientras que, por la noche, los apagones de prueba te quitaban las ganas de salir. Ferrara me parecía lejanísima: como si no debiera volver nunca a ella. ¿Y Micòl? Desde que me había marchado, no había dejado de oír su voz, la que había puesto para decirme: «¿Por qué haces esto? ¿No ves que es inútil?». Sin embargo, un día había sucedido algo. Tras leer por azar en uno de los cuadernos stendhalianos estas palabras aisladas: All lost, nothing lost, de golpe, como por milagro, me había sentido libre, curado. Había cogido una tarjeta, había escrito en ella las palabras de Stendhal y después se la había enviado a ella, a Micòl, tal cual, sin añadir nada, ni siquiera la firma, que pensara lo que quisiese. Todo perdido, nada perdido. ¡Qué cierto era! —me decía—. Y respiraba.

Me había engañado. A primeros de mayo, de regreso en Italia, había encontrado la primavera en pleno estallido, los prados entre Alessandria y Piacenza cubiertos de manchas amarillas, las carreteras del campo emiliano recorridas por muchachas en bicicleta con brazos y piernas desnudos, los grandes árboles de los muros de Ferrara cargados de hojas. Había llegado un domingo, hacia mediodía. Nada más llegar a casa había tomado un baño, había comido con la familia y había respondido con suficiente paciencia a gran cantidad de preguntas. Pero el repentino frenesí que me había embargado en el instante en que, desde el tren, había visto despuntar en el horizonte las torres y los campanarios de Ferrara, no me había permitido entremeterme más. A las dos y media ya corría en bicicleta a lo largo de Mura degli Angeli, con los ojos fijos en el inmóvil esplendor vegetal del Barchetto del Duca, cada vez más próximo a la izquierda. Todo había vuelto a ser como antes, como si los quince últimos días los hubiera pasado durmiendo.

Estaban jugando, allí abajo, en el campo de tenis, Micòl contra un joven con pantalón largo blanco en el que no me fue difícil reconocer a Malnate, y enseguida advirtieron mi presencia y me reconocieron, porque los dos, tras dejar de jugar, se pusieron a mover los brazos con grandes gestos y las raquetas levantadas. Pero no estaban solos, estaba también Alberto. Lo vi que aparecía por el lindero del follaje y corría al centro del campo, miraba hacia mí y después se llevaba las manos a la boca. Silbó dos, tres veces. ¿Se podía saber qué hacía yo en lo alto de la Mura? —parecía preguntar cada uno, a su modo—. ¿Y por qué diablos no entraba enseguida en el jardín? Un tipejo muy raro, eso es lo que era. Ya me dirigía hacia la desembocadura de Corso Ercole I d’Este, ya había llegado, pedaleando a lo largo del muro, a la vista del portalón y Alberto seguía tocando su «olifante». «¡No te escabullas, eh!,» decían ahora sus silbidos siempre potentísimos, pero que entretanto se habían vuelto en cierto modo afables, apenas admonitorios.

—¡Hola! —grité como siempre, al salir de la galería de los rosales trepadores.

Micòl y Malnate habían reanudado el juego y, sin detenerse, respondieron al tiempo con otro «hola». Alberto se puso en pie y vino a mi encuentro.

—¿Quieres decirnos dónde te has metido durante todos estos días? —preguntó—. He telefoneado varias veces a tu casa, pero nunca estabas.

—Ha estado en Francia —respondió por mí Micòl, desde el campo.

—¡En Francia! —exclamó Alberto, con los ojos marcados por un asombro que me pareció sincero—. ¿Y qué has ido a hacer allí?

—He ido a Grenoble a ver a mi hermano Ernesto.

—Ah, sí, es cierto que tu hermano está estudiando en Grenoble. ¿Y cómo está? ¿Cómo se las arregla?

Entretanto, nos habíamos acomodado en dos tumbonas, colocadas una junto a la otra ante la entrada lateral del campo, en posición excelente para poder seguir el desarrollo del juego. A diferencia del otoño anterior, Micòl no iba en shorts. Llevaba una falda de lana blanca, muy a la antigua, una camiseta también blanca con las mangas remangadas y extrañas medias de hilo blanquísimo, como de dama de la Cruz Roja. Empapada de sudor y con el rostro encarnado, se esforzaba con todo su ser para lanzar las pelotas a los ángulos más remotos del campo, forzando los golpes. Pero Malnate, aunque había engordado y jadeaba, le hacía frente con ahínco.

Una pelota vino rodando a poca distancia de nosotros. Micòl se acercó a recogerla y por un instante mi mirada se cruzó con la suya.

La vi hacer una mueca. Con cara de enfado evidente, se volvió de pronto hacia Malnate.

—¿Probamos un set?

—Probemos, pues —farfulló el otro—. ¿Cuántos games me das de ventaja?

—Ni uno —replicó Micòl, ceñuda—. Como máximo te dejo sacar. ¡Hale, saca!

Tiró la pelota al otro lado de la red y fue a colocarse en posición para responder al tiro de su adversario.

Por unos minutos, Alberto y yo los observamos jugar. Yo me sentía lleno de tristeza e inquietud. El «tú» de Micòl a Malnate, su ostentosa indiferencia hacia mí me daban de repente idea del largo tiempo que había estado yo lejos. En cuanto a Alberto, como siempre, sólo tenía ojos para el Giampi. Pero por una vez, noté, en lugar de admirarlo y elogiarlo, no cesaba un momento de criticarlo.

Ahí tenía a un tipo —me confiaba susurrando y ello era tan sorprendente, que, aun angustiado, no me perdía una sílaba de sus palabras— que, aunque hubiera recibido lecciones de tenis todo el santo día de un Nüsslein o un Martin Plaa, nunca habría podido llegar a ser un jugador pasable siquiera. ¿Qué le faltaba para hacer progresos? A ver. ¿Piernas? Piernas, no, desde luego: de lo contrario, no habría sido, como sin duda era, un alpinista discreto. ¿Aliento? Aliento tampoco, por la misma razón. ¿Fuerza muscular? Tenía para parar un tren, bastaba con que te apretara la mano. ¿Entonces? La realidad es que el tenis —sentenció con extraordinario énfasis—, además de deporte, es un arte y, como cada forma de arte exige cierto talento particular, quien carezca de él nunca dejará de ser un «maleta», para toda la vida.

—Pero bueno —gritó en determinado momento Malnate—, ¿queréis estaros calladitos un poco, vosotros dos?

—Juega, juega —le replicó con viveza Alberto—, ¡y procura no dejarte vencer por una mujer!

Yo no daba crédito a mis oídos. ¿Era posible? ¿Qué había sido de la apacibilidad de Alberto, de su sumisión para con su amigo? Lo miré atento. Su cara se me reveló de improviso, flaca, demacrada, como arrugada por una vejez prematura. ¿Estaría enfermo? Estuve tentado de preguntárselo, pero me faltó valor. En cambio, le pregunté si era ése el primer día en que habían vuelto a jugar al tenis y por qué no estaban presentes como el año pasado Bruno Lattes, Adriana Trentini y el resto de la zòzga (panda).

—Pero ¡entonces no sabes nada! —exclamó, descubriendo en una carcajada las encías.

Una semana antes más o menos —se puso a contarme al instante—, al ver el buen tiempo que hacía, Micòl y él habían decidido hacer una docena de llamadas por teléfono con el noble fin, precisamente, de reanudar los fastos tenísticos del año pasado. Habían telefoneado a Adriana Trentini, a Bruno Lattes, al joven Sani, al joven Collevatti y a diversos ejemplares magníficos de ambos sexos de las más recientes levas juveniles en quienes no se había pensado el otoño pasado. Todos, «viejos y jóvenes», habían aceptado la invitación con laudable prontitud: hasta el punto de garantizar a la jornada de inauguración del sábado, primero de mayo, un éxito triunfal, por no decir algo más No sólo habían jugado al tenis, habían charlado, habían coqueteado, etcétera, sino que, además, habían bailado, ahí, en la Hütte, al sol del Philips «oportunamente instalado en ella».

Éxito mayor incluso —prosiguió Alberto— había obtenido la segunda «sesión» del domingo, dos de mayo, por la tarde. Pero ya el lunes, tres de mayo, por la mañana había empezado a perfilarse el escándalo. En efecto, hacia las once se había presentado en bicicleta el abogado Tabet, que se había hecho preceder por una sibilina tarjeta de visita; sí, precisamente ese gran fascistón del abogado Geremia Tabet, en persona, quien, tras haberse encerrado con su padre en el estudio, le había transmitido la orden taxativa del secretario federal de interrumpir de inmediato el escándalo de las recepciones cotidianas y provocativas, carentes, además, del menor contenido deportivo sano, que desde hacía un tiempo se celebraban en su casa. No era admisible, la verdad —hacía saber el cónsul Bolognesi, por mediación del «común» amigo Tabet—, que el jardín de los Finzi-Contini fuera transformándose poco a poco en una especie de club competidor del Círculo de Tenis Eleonora d’Este, institución esta tan benemérita del deporte ferrarés. Conque alto ahí: para evitar sanciones oficiales, «del tipo de la estancia obligada en Urbisaglia por un período de tiempo por determinar», en adelante no se iba a poder alejar a ningún miembro del Eleonora d’Este de su ambiente natural.

—Y tu padre —pregunté—, ¿qué respondió?

—¿Qué quieres que respondiera? —dijo riendo Alberto—. No le quedaba más remedio que comportarse como don Abbondio[21]. Inclinarse y murmurar: «Dispuesto siempre a la obediencia». Creo que se expresó más o menos así.

—Para mí, la culpa es de Barbicinti —gritó desde el campo Micòl, a quien la distancia no había impedido, evidentemente, seguir nuestra conversación—. Nadie podrá quitarme nunca de la cabeza que fue él quien corrió a quejarse a Viale Cavour. Me imagino la escena. Además, hay que comprenderlo al pobre. Cuando se está celoso, se puede uno volver capaz de todo…

Aunque pronunciadas sin intención particular, esas palabras de Micòl me hirieron dolorosamente. Estuve a punto de levantarme y marcharme.

Y, quién sabe, tal vez lo habría hecho, si en ese preciso momento, mientras me volvía hacia Alberto casi para invocar su testimonio y su ayuda, no me hubiera detenido de nuevo a observar la palidez de su rostro, la delgadez de sus hombros, perdidos dentro de un jersey que ahora le quedaba demasiado ancho (me guiñaba el ojo como para invitarme a no hacer caso, al tiempo que hablaba ya de otras cosas: del campo de tenis, de los trabajos para mejorarlo «radicalmente», que, pese a todo, comenzarían esa misma semana…), y si en ese preciso instante no hubiera visto aparecer allí abajo, en las lindes del bosque, las negras y afligidas figuras emparejadas del profesor Ermanno y la señora Olga, que se dirigían despacio hacia nosotros de vuelta del paseo vespertino por el jardín.